literatura venezolana

de hoy y de siempre

Cuentos breves de Ana Teresa Torres

Ago 28, 2022

LA RATONERA

Había una vez un hombre encerrado en una ratonera. Era una caja grande de paredes negras con varios orificios. La caja era lo suficientemente grande como para que el hombre no se entumeciera. Podía caminar, correr, brincar. Podía cansarse incluso si la recorría a paso ligero. La caja tenía la suficiente luz para que el hombre no se quedara ciego, podía leer y escribir, y también cerrar los ojos y dormir sin que le molestara la claridad. En la caja había aire suficiente para que sus pulmones se oxigenaran, para que pudiera fumar sin toser. Podía prender un fósforo sin que el aire lo apagara y podía refrescarse en verano con la brisa. La caja contenía suficiente comida para no morirse de hambre, para engordar incluso, pero también había comidas dietéticas si lo deseaba. En la caja había una oficina para que el hombre trabajara y también podía hacer piezas de automóvil, un atril si quería pintar y varias probetas para hacer experimentos. En la caja podían llevarse a cabo actividades variadas porque era lo suficientemente espaciosa y bien distribuida. En la caja había mujeres y bebidas que podían ser utilizadas los fines de semana y vaginas mecánicas y antibióticos contra el chancro sifilítico. En la caja había también un gran tesoro para que el hombre tratara de aumentarlo o peleara si temía que alguien lo disminuyera. La caja contenía también una urna con la guirnalda colocada convenientemente a un lado para ser utilizada si el hombre quería morirse.

El hombre que vivía en la ratonera tenía cuatro ventanas. En los diez primeros años de su vida abrió la ventana 1 y vio que detrás no había nada, sólo pintura negra. En los siguientes quince años de su vida abrió la ventana 2 y vio que era la misma pintura. Tardó veinticinco años en abrir la ventana 3 porque temía encontrar lo mismo y cuando la abriera únicamente quedaría una ventana por abrir. Después de haber visto la pintura negra por tercera vez no se atrevió a abrir la ventana 4. Si era igual que las anteriores, no resistiría la decepción, si era distinta y había algo detrás ya no tenía tiempo para buscarlo. Por eso era una ratonera.

 

HACE CALOR

Tal vez pensabas junto a la ventana que hacía demasiado calor. Te levantaste a buscar un refresco en la nevera y chupabas despacio del pitillo. Sin prestarle mucha atención veías el café de enfrente y te imaginabas el sudor de los hombres que fumaban sentados. En el edificio Granada, arriba del café, colgaba impúdica la ropa interior de tus vecinos y el olor de aceite. Adentro, de tu casa, salía el mismo olor, la misma ropa interior, la misma canción por la radio. La tibieza de la plancha, la humedad del coleto, la acidez de los pañales. De pronto los matices domésticos podían ser excesivos. Sofocantes. Súbitamente la idea de regarlo todo con una manguera de agua. Anegarlo todo en desinfectante hasta suprimir el último vestigio de la última gota de aceite. Jugabas con el pitillo en la boca, soplando en la botella vacía, apenas entreviendo las figuras de los hombres allá abajo, más pendiente de la laca de las uñas. Alargada sobre el sofá cama, sonriéndole discretamente a los negros del afiche de Turismo, en una vaga resonancia exótica. Repentinamente la sensación más fuerte de sudor, acompañada del deseo de buscar otro refresco, si no fuera por la flojera de pararse. La habitación se humedece lentamente, hace casi más calor que afuera en el café.

Seguramente toman limonada, entre otras voces se oye la de alguien que pide una limonada. Los ruidos se amplifican y se distinguen las risas a los chistes obscenos, los llantos, los motores, las cornetas, el freír del aceite, los comentarios de ventana a ventana, el maullido de la aspiradora, la voz de tu madre hablando con la vecina, la máquina de escribir de tu padre en el cuarto de al lado, el Desfile de Éxitos de tu hermana, y las aspiradoras y máquinas de escribir, y radios y madres y vecinas del edificio Granada. De nuevo la fugacidad de una campana de cristal que absorba los sonidos y deje un universo para sordos. Paulatinamente ir entrando en un mundo ajeno, que es el tuyo propio, indebidamente opacado por sensaciones prestadas. El aceite se fríe en la punta de tus dedos, la aspiradora te recorre las venas, la tibia acidez de los pañales es un sabor a limonada, la máquina de escribir son carcajadas obscenas en el estómago, interceptadas rítmicamente por voces de vecinas, el sudor y la humedad del coleto dejan pasar un desfile de éxitos en tu vagina.

 

COINCIDENCIAS

Sentados en la piedra miraban los círculos del agua. El remolino concéntrico les chupaba las palabras. Roberto le explicaba a su compañero, lento, la determinada coincidencia de la hoja con la gota de rocío. Cómo había revuelto miles de hojas, buscado y rebuscado en miles de bosques antes de dar con su hoja, y entonces, las dificultades de identificación porque no era ni más verde ni más peluda que otras hojas. Y las preguntas de rigor, rellenar formularios, y las huellas dactilares, y que, si este número no corresponde con el serial, y por qué la hoja no tiene cédula y cómo le averiguamos el sexo. Para no hablar de la gota que no era más húmeda ni más circundante y englobante. Sin embargo, a pesar de los milagros espeluznantes, de los misterios de las Tres Torres y del Fantasma de Canterville, la gota y la hoja se encontraron bajo el ala sucia de Roberto. Entonces el Aparecido se sintió con ánimos de, a su vez, contar una historia de miedo y de terror, y relató algo nervioso, hay que reconocerlo, porque era la primera vez que se aventuraba en este terreno, y temeroso, también es verdad, de que Roberto se riera, la búsqueda y encuentro de una nota musical. Cómo se le ocurrió una tarde hueca, o una noche después de comida (ya uno está harto de la televisión) que tenía una nota escondida en alguna parte, aunque desde luego, no me puedo acordar dónde la he puesto, pero ahí debe estar. Y estimulado con la idea de tener de nuevo consigo la nota que no veía desde que era niño, levantó la tapa de todos los pianos, metió los dedos en todas las trompetas, separó las cuerdas de todos los violines, olió todos los fuelles de acordeón, sacudió todas las flautas y pateó en el lomo (o barriga) de todos los tambores (y no sigo porque aquí se termina mi cultura musical) hasta que por fin, registrando sin esperanza un álbum de discos viejos, ting, ting, ting, la nota resbaló por el piso y rodó hasta sus pies. Roberto, por supuesto, no creyó esta absurda historia, pero le hizo gracia, hasta que el Aparecido se fue con su música a otra parte.

 

DIFICULTADES DE LA DIALÉCTICA

Llegas a tu casa y configuras un mundo jazz-café-fotos de recuerdos-Julio Cortázar recortado en la pared. Tratas de proyectarte y recordarte, pero todo es puro saxo bajo-café. Mejor todavía si suena un teléfono equivocado: la posibilidad de cuánto sobre cuánto. La soledad se puede convertir en un peligroso instrumento de la duda crónica.

Alargamiento del instante: intento de vivir en el presente. Es más, o menos así: Piano-batería-piano-batería más largo-las dos cosas. La sensación de la mesa en el antebrazo, batería de nuevo, es distinta a la del papel, piano ahora, en la mano y sigue la batería. Los colores de las fotos en la pared básicamente azul y negro-blanco la foto de la derecha, piano steady batería dulzona con motor de carro a lo lejos, la aguja con imperfecciones, ruido de platos proveniente de lugar indefinido, cuánto tiempo ha pasado, la batería se inquieta y yo también. Se desenrolla el tiempo así, los lentes de sol, brusco chasquido abajo, abandonados sobre, otra vez el chasquido, más el piano, el libro verde, y entre ambos la lista del mercado. Batería final que suena como campanitas, qué ociosidad estar escribiendo esto con la cantidad de, siguen las campanitas, cosas que tengo que estudiar, no se acaba nunca.

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