literatura venezolana

de hoy y de siempre

Difuntos, extraños y volátiles (selección)

Sep 1, 2022

Salvador Garmendia

Difuntos y volátiles

No hay que tenerles miedo a los muertos -decía mi tía Hildegardis, y me golpeaba el coco con su uña larga, toda verde, que parecía bañada de esperma. (Como era encuadernadora olía a tarro de cola y a simiricuiri y tenía las manos de cuero viejo, engrudadas; de lejos, con su giba, parecía un hombrecito agachado). Pero yo sabía que al entrar al cuarto empezaría a volverse humo; el humo negro y fuerte le salía por debajo del camisón, por las orejas y le llenaba el pelo.

Ella sabía ocultarlo a los demás; aunque no sé por qué conmigo se confiaba menos de lo prudente en estos casos, hasta el punto de hacerme creer que su aparente descuido era intencional: si andaba debajo del mesón del taller reuniendo recortes de papel lustrillo, le miraba los pies colgando del travesaño de la silla, tan pequeños en sus chancletas de cocuiza, abrigados por unas medias de lana mohosas; me acercaba hasta tocarlos con la respiración y veía desprenderse el humo de aquellas pelotas de trapo; un humito incipiente, descolorido, que flotaba sin fuerzas.

Gateando, pasaba por debajo de las camas. Nunca podría salir al otro extremo del túnel, aquel foso sin viento apretado de olores de gente, olores vivos y profundos como si entrara bajo los vestidos de los mayores y fuera hacia un lugar oscuro lleno de cosas descompuestas. Perdía fuerzas y un sueño vaporoso me tendía boca abajo en los ladrillos, la mejilla en el polvo. Las voces de la gente sobresalían de un ruido muy lejano y perenne como el asiento o el ripio del mundo, que no tenía fin.

Unas caras sin vida, sin calor, de toda una familia desconocida que tenía poder sobre la casa, ocupaban los barrotes de las ventanas o asomaban con tristeza el entrecejo por encima del borde de las mesas. La niña Carmelita, cuando no buscaba cosas en las gavetas o caminaba por el patio, se iba a encerrar con llave en su cuarto. Los techos eran altos, de caballete. Trepado a la ventana, la miraba por un agujero. Ella ya no estaba en tierra: parecía una vela con su batola blanca, colgada del copetito, a mucha distancia del suelo. Así iba llegando la noche. Se oían chocar los cascos en el zaguán, y la esposa de mi tío, aquella mujer blanca y callada, salía a abrir el anteportón.

El caballo cruzaba el corredor saboreando un gran bocado de espuma, la mujer caminando detrás y mi tío encajado en la montura, un poco doblado para no tropezar en las viguetas. A veces volvía de la caballeriza con un grumo de telaraña en el pelo.

Comía en silencio, sin más nadie en la mesa y ella lo observaba parada a su lado. Después los seguía hasta su cuarto y oía, pegado arriba en la ventana: primero hablaban muy bajito, a veces los dos al mismo tiempo, con un sonido ronco que se interrumpía. Sentía que se anudaban, no les oía la ropa, sus sonidos eran dobles y gruesos y el jergón de lona resonaba. Ella empezaba a quejarse suavecito, pero yo no podía saber más nada, porque me había soltado de la ventana y andaba por ahí, volando.

 

La diablesa de armiño

Lo primero que llamó mi atención aquel mediodía, cuando una mirada seguramente involuntaria me mostró el cuadro desvalido de aquel vestíbulo de cine, fue la inusual cantidad de chinos que allí se encontraban, resaltando de manera inequívoca y particularmente llamativa, en medio de la ciudadanía corriente que nutre las funciones de los continuados.

-Mira qué cantidad de chinos -le advertí a mi amigo.

Y sin tener que ponernos de acuerdo, ociosos como andábamos, nos dimos vuelta y regresamos al lugar.

No nos detuvimos a contarlos; pero así, al solo golpe de vista, era evidente que un considerable desprendimiento de la colonia asiática había venido a parar allí. Sin duda que el desgarramiento que presenciábamos no se había producido propiamente en el ala más desvalida y magra de la colonia, donde se cobijan los deteriorados dependientes de lavanderías y fonduchos; pues aquellos caballeros amarillos que nos rodeaban vestían con ponderada corrección, lo que evidentemente los hacía más notables en medio del desaliño general. Debo advertir, por último, que en cuanto a la función, no se trataba de una tanda corriente de cine continuado, como habíamos creído al principio, sino de todo un espectáculo en vivo de strip-tease.

Un diálogo de mudos nos puso de acuerdo en el acto; sacudí la cabeza provocando un recrudecimiento de cejas no desprovisto de malicia y mi amigo respondió resignado, elevando los hombros. En cuatro pasos estuvimos retratándonos en la taquilla.

Ni que decir que el aire estacionado en el vestíbulo, tan tímidamente iluminado, creaba en el ambiente cierta pesadez de agua salobre, un gusto ácido de vieja transpiración. Una mano pelada recogió los billetes y allí estábamos rodeados de unos pobres estucos, unas lamparillas tomadas por el polvo, un cielorraso de madera fúnebre, algo desorientados en el fondo y sin mucho que ver alrededor.

(La taquillera -lo advertí un poco más tarde, cuando casualmente volví a localizarla con la mirada-, la única mujer en todo el contorno, ofrecía un tinte opaco de ama de casa pobre y no sé qué imprecisa liviandad en toda ella -o en la sección del busto que se hacía visible-, como si detrás de la cota desteñida del uniforme todo lo sólido fuera una escueta armazón, sin otro contenido que un poco de aire inmóvil.   Dos surcos descendentes que partían de los lagrimales, podían haber sido cavados por muchas y lentas efusiones de lagrimas, agotadas ya para siempre).

Muy cerca de nosotros, un cartel en colores de Burt Lancaster y un panel de fotos satinadas de los números del burlesque que íbamos a ver, recogían las miradas, acaso demasiado atentas, de dos criaturas muy diferentes entre sí: un ser pequeño, redondo, recortado, a medias calvo, con traje oscuro, que participaba del tono mate y lastimado de la piel; y el otro como puesto allí para hacer el contraste: metro y medio de arrugas en los pantalones, algo más de camisa sucia, de cuello nudoso, de pelos rizados y amarillos.

Mi amigo me haló por la manga. Acababan de correr la cortina de raso viejo que cubría la anchura de la puerta y se podía escuchar, de lejos, el sonido emparedado de una pequeña orquesta atacando los compases de una marcha. La música creció de golpe y vimos iluminarse el escenario de un color rosa pálido que se encendía gradualmente hasta tocar el rojo, retornar por el mismo camino y languidecer en el blanco. Tal juego de luces, a la tercera ronda, acabó por hacerse aburrido.

Advertí en ese momento, mientras mi compañero encendía un cigarrillo, que la presencia antes dominante de los chinos se había disuelto por completo en la penumbra de la sala. Era que ya no podía asegurar que fuesen tantos como había creído al principio, a plena luz; podrían no pasar de cinco o seis ejemplares -todos minuciosamente pulcros, encharolados y vestidos de azul-, pues acaso había sido víctima de la extraña propiedad que parece pertenecer por todos los siglos a estos sigilosos asiáticos que andan regados por el mundo, y la cual consiste en el truco de reproducirse o duplicarse un número indefinido de veces, de manera que en medio de una multitud heterogénea, uno no puede asegurar que el chino que aparece a su derecha no sea el mismo que acaba de ver a su izquierda, guardando idéntica postura; y el otro que nos pasa por delante venga a ser el reflejo, la réplica instantánea y veraz de otro que en el mismo momento caminaría, quizás, a nuestra espalda, etc.

-Me parece que hemos botado la plata -se lamentó mi amigo apenas ocupamos nuestros asientos en la fila central. Y, en efecto, era evidente, a juzgar por las apariencias, que nada extraordinario podíamos esperar de todo aquello. La desmañada concurrencia, dispersa por todo el salón, tampoco demostraba el menor optimismo al respecto. Mal sentados en las butacas, piernas encaramadas mostrando el polvo de las suelas, bustos sumergidos hasta los pasamanos en la actitud de echar un sueño, otros charlando en el pasillo de espaldas al escenario o sentados en los espaldares. Nos daba la impresión de haber acudido demasiado temprano a un espectáculo que no llevaba trazas de empezar.

Sin embargo, la orquesta había acabado la obertura y sonó el redoblante. Alguien que debía ser el anunciador, un negrito de chocolate con pechera blanca, salió al proscenio, vino con pasos impetuosos hasta las candilejas, y allí se paralizó unos momentos, una O congelada en el aro de tiza de la boca, observando sin expresión la escena desalentadora que representábamos para él. (Con respecto a nosotros, desde la ubicación del negrito, era fácil pensar en ese punto muerto que precede a la hora formal del ensayo de una obra en las mañanas, cuando los actores en mangas de camisa se mueven por allí ensimismados, susurrantes, vagando en una helada incoherencia, como si supiesen que todo intento por encontrar un punto de partida, algún pie que de pronto restableciera la memoria extraviada y desatara de una vez la acción, tenía que resultar fatigoso e inútil).

-Ese es el negrito Happy -observó mi amigo refiriéndose al anunciador, y con la misma lo vimos desaparecer casi en carrera. Una voz potente gritó en la oscuridad: “¡negro maricón!”, y el negrito retrucó en el tablado, nos hizo la puñeta y se escurrió de nuevo por la cortina.

Un buhonero se sentó a nuestro lado. Sobre las rodillas colocó el cajoncito cargado de tijeras, peines y hojillas de afeitar.

Empezó la tanda y fue como si nada. Cierto que algunos asistentes precavidos se escurrieron sin prisa a las primeras filas de asientos; pero la mayoría del público prefirió esperar mejor ocasión.

Los primeros alaridos del negrito cayeron por completo en el vacío. Sandra, La Colombianita de Fuego, no tenía en verdad gran cosa que mostrar o tal vez mostraba demasiado para su edad, a todas luces respetable. Como la acompañaba uno de esos valses flatulentos que los músicos de teatro parecen inventar a medida que tocan, mezclando las rumias de cientos de viejos valses sin nombre conocido, ella limitaba sus evoluciones a un ir y venir de banda a banda del escenario; sus visajes eran de cupletista a quien sólo le falta el abanico.

Lo cierto es que, mientras ella se iba sacando sus prendas de flequitos de plata y lentejuelas, las que por unos segundos mantenía a distancia colgando de sus dedos como se sostiene y se larga una piltrafa, la orquesta hacía lo propio: aquel vals esquelético iba perdiendo gradualmente sus trapos, soltaba unas telas gastadas de saxofón y de trompeta hasta quedarse en la pura osamenta que era el tres por cuatro de la batería.

Unos pocos silbidos premiaron el último gesto de la doña, cuando, con dos estrellitas de plata en los pezones, se quitó la piecita de abajo y enseñó un casto montoncito de escarcha plateada en el lugar del pubis. Happy salió aplaudiendo y dando gritos y ella nos dio el trasero de una manera que resultó insultante, pues aquello que tan penosamente se movía en su mitad, era algo demasiado funcional, demasiado hogareño, un traste grande y bien sajado de señora de casa que va al baño. La impresión no fue mía únicamente: de alguna fila delantera partió una trompetilla larga y acuosa, lo que resultó un comentario, aunque veraz, en exceso prolijo para secundar mis discretas deducciones mentales.

Mi amigo bostezó a todo diente, y en cuanto empezamos a hablar de cualquier cosa por pasar el rato, nos dimos cuenta de que un grueso murmullo se había apoderado del aire, y que, de querer hacerlo, debíamos entendernos a gritos. Por allá salía la voz aflautada del negrito (el perfil de un chino salió del dibujo de rostros y se iluminó fugazmente. Estuvimos conectados por unos instantes, cuando él volvió la cara y todas sus facciones en relieve me enrostraron con una rutilante complicidad) diciendo no sé qué de “la empresa en su deseo de complacer al distinguido público… y ¡esto se compone, caballeros, despreocúpense, esto se compone!”

El tiempo vino a darle la razón, por suerte. Como a mitad del espectáculo, la concurrencia se había triplicado y gran parte de la misma se hallaba aglomerada en las primeras filas. Aquel desplazamiento había originado un pequeño tumulto cuya única víctima resultó ser un viejo a quien habían derribado en mitad del pasillo y allí permanecía lleno de polvo, manoteando y berreando sin hacerse oír, como un fanático predicador. Volaban colillas encendidas. Una danza de tambores, bailada por una morena flexible de largos cabellos, recalentó los ánimos. Creo que hubo un conato de bronca del lado de la orquesta. Vi al flaco del saxofón tambalearse en medio de un nudo de cuerpos; pero mi amigo me halaba de la manga: al golpe de las tumbadoras, que había cobrado verdadera violencia, la negrita vibraba electrizada de pies a cabeza. El calor de los focos la había humedecido y brillaba un poco por el lado del vientre como un bistec jugoso. Yo tenía entre las cejas la visión de pavor en la cara amarilla del saxofonista; entonces volví la mirada a ese lugar y sólo encontré las cabezas en orden.

Happy deliraba corriendo y dando saltos y, finalmente, apareció Trina, La Diablesa de Armiño, sorprendente con su pelo plateado y la capa de piel que la envolvía. La orquesta silabeaba un jazz lento, apenas una melodía desangrada que flotaba por ahí sin objeto. Entonces Trina se desprendió de su tapado, alzó los brazos, sonrió de una manera deslumbrante y mostró de una vez toda la blancura de su cuerpo duro y armonioso.

-¡Esto sí es una hembra! -gritó mi compañero levantándose. Sólo nuestro vecino buhonero permanecía mudo y como humillado en su asiento.

Claro que Trina no sabía bailar, más lo importante en ella era su manera arrogante, sobrada y vigorosa de desprenderse de unos breves tapadizos plateados, que al desaparecer agregaban nuevos territorios luminosos a aquel cuerpo torneado y movedizo que parecía interminable. Happy le iba detrás arrodillado, poniendo una cara famélica de suplicante, como arrastrado por aquellas nalgas rodeadas de luz, que a intervalos se sacudían de adelante atrás en una demorada convulsión que remataba en un chicotazo vibrante. Parecía que las nalgas, casi liberadas del remache de las caderas, al retrucar, escupieran la cara del negrito. La algarabía era descomunal. Muchos se habían parado sobre los asientos, mientras que una masa impenetrable se condensaba bajo el escenario. Los más afortunados habían conseguido copar la escalerilla y la turba se detenía al borde mismo de las candilejas, revolviéndose contra sí misma, como rechazada por una valla invisible. Si alguno rompía de pronto la barrera, caía turulato, trastabillado en el tablado.

Desnuda del todo, Trina quedó de espaldas al público bajo un cono de luz; de pronto giró sobre sus pies y se mostró de frente con la mano debajo y luego escapó en puntas de pies, los brazos atrás, inclinados y tensos, y era como si el viento que parecía cortar con su cuerpo elevara tras ella un velo prodigioso.

El negrito, que se conocía el juego, nos instaba a traerla de nuevo con los aplausos: “¡ahora van a verlo, caballeros -sus dedos figuraban un triángulo en el lugar debido-; aplausos, caballeros, y van a verlo!”, y algunos, encaramados en los brazos de los asientos, manoteaban con ira sobre la anónima negrura de las cabezas, arengando como oradores de barricada, y ella apareció de nuevo por el cortinaje, dio una vuelta entera sobre las puntas de los pies, brazos al aire y vimos todos, de un fogonazo, el montoncito negro en su lugar.

Unos pocos habían conseguido trepar al tablado desde el foso; Happy los enfrentaba haciéndoles fintas de payaso, y escapaba despatarrado. La Diablesa de Armiño había saltado sobre el piano y la veíamos crecer en un foso de brazos alzados.

-Van a linchar al negro -dijo mi amigo.

Pero ese tipo conocía su negocio. Se dejó corretear por el tablado, se dejó levantar en vilo, se arrastró como un gato apaleado pidiendo auxilio y, recuperado de repente, volvió a las candilejas a reclamar silencio.

-Está bien, caballeros, ella va a bajar, caballeros, no se molesten. Ella va a bajar.

-¿Dice que va a bajar aquí, desnuda?

Sentí miedo de veras.

-La van a matar -dije-. Grité, más bien, en medio del estrépito reinante que asfixiaba la voz del negrito. Pero él no cesaba de clamar su ofrecimiento parado en posición de coach, su traje negro de faena majado y cubierto de polvo, las tapas del chaleco abiertas y guindando, a medida que la desconcertada comparsa, que erraba todavía por el escenario, iba escurriendo hacia la sala, poco a poco.

Vi de pronto en los ojos de mi amigo un chispazo de sangre. Y fue cuando nos dimos cuenta del silencio. El escenario quedó solo. Las sombras sumisas regresaban a posarse en los asientos como aguas aplacadas. En el proscenio abandonado reapareció Trina. Lo cruzó en diagonal; bajó la escalerilla, monda, desnuda, limpia como una pieza de vajilla recién lavada. El negrito se sentó a la turca en mitad de la escena, junto al resplandor de las candilejas, y parecía que su frágil materia empezara poco a poco a derretirse, los codos en las rodillas, el mentón en los puños, mirándonos con un solo ojo blanco como un agujero en la pasta negra y carcomida.

Se oía el zumbido de los ventiladores y a lo lejos el bordón uniforme de la ciudad. Trina, La Diablesa del Armiño, llevando una sonrisa de pasta nacarada, se paseaba, esquivando las rodillas, por las largas filas de butacas, único objeto móvil frente a las figuras congeladas.

 

Personaje II

Hacía tiempo que había perdido todo interés en escuchar las notas embrolladas del organito. Empezaban a sonar por la tarde, a eso de las cinco, hora en que la Madama le entraba de frente a su primer frasco de caña blanca. Dos horas después, en los días de semana, bajaba yo a la calle para ir a la imprenta a ocuparme de mis galeradas y a la mitad del foso, en lo más agudo de aquella fetidez mohosa desprendida de las paredes, la veía aparecer en el codo de la escalera. (Mis sonrisas anticipadas de los primeros días, el ademán de saludo que iba a quedarse amedrentado a mitad de camino, privando de destino a aquella mano levantada que serviría acaso para estrujarme tontamente la nariz o sacudir un polvo imaginario en la solapa, dejaron de tener lugar en cuanto me convencí de que la Madama no iba a reconocerme y que ni siquiera me dedicaría una mirada). Era ya un gran montón de trapos inflados de fatiga y vapores de alcohol. El pelo rizado, de un tono rubio desvaído (una cabellera y una boca menuda, encapullada, y unos ojos vidriados y redondos que la aproximaban a un doloroso parecido con las beldades del cuplé), se le venía a la cara formando crespos rígidos, que subían y bajaban a los impulsos de una ascensión deliberadamente agotadora. Tal vez hubiera podido ahorrarse la mitad de aquel esfuerzo, pero ella se obstinaba en demostrar una especie de furor penitente, trepando con celeridad frenética, más aparente que efectiva dado el escaso número de peldaños ganados entre bufidos y palabras truncas e incomprensibles, aunque llenas de furia.

(Yo había tomado posesión de aquella escalera, en la que me divertía practicar el juego del ciego, una de mis manías gratuitas. Era una manera de confiarme a las delicias del tacto y establecer por esa vía una relación personal con los objetos. Durante la acción, mis ojos continuaban abiertos, aunque en cierta forma paralizados; entre tanto, el poder de absorción de mi mente era alimentado a través de la mano y por allí se propagaba a todos los conductos de la percepción y el conocimiento; era un juego liviano -aunque a veces podía volverse terriblemente enmarañado-, que ponía en actividad mis más secretas reservas de memoria. Un roce cualquiera era capaz de despertar, sólo por una vez, sensaciones insospechadas, regresiones insólitas en el olfato o en los genitales. Golpes de miedo o de tristeza eran sentimientos diluidos que escapaban de sus celdas y repetían, por unos instantes, sus viejos cometidos.

En la escalera, el juego tenía la ventaja de extenderse a un territorio inmenso, cuyos relieves y lastimaduras eran recorridos por las puntas de mis dedos. A la altura de los primeros peldaños, una pequeña zona virulenta y húmeda, escamosa un poco más abajo, el paso de una grieta, trozos fríos y resbaladizos, un hoyuelo tierno donde cabía la yema del dedo… mientras la memoria devolvía el tacto de otras superficies, que a su vez traían adheridos lugares y gentes, voces y emanaciones diferentes).

Con una mano se agarraba del muslo para impulsarse, la otra apretaba el frasco de relevo envuelto en un papel de estraza. A mi regreso, poco después de media noche, al pasar cerca de su puerta, la sentía moverse y tropezar entre los muebles como una ciega atarantada. La oía toda, de manera que los sonidos llegaban a formar en mi cabeza una imagen perfectamente delineada: el roce de los trapos, la voz quebrada que tosía o cantaba o ensartaba mitades de palabras, interjecciones salidas de la maraña del cerebro que no volvería a escucharse otra vez… y el frote de sus sandalias sobre el trozo de alfombra y el sonido doble y aspirado de sus narices en forma de una eñe acatarrada.

El organito ya había parado de sonar. Lo escuché por primera vez cuando vine a alquilar el cuarto hace unos meses. Las notas rodaban por el aire acidulado del callejón que ya empezaba a ensombrecerse y pensé en unas bolitas livianas que se perseguían sin llegar a alinearse, tropezaban y se amontonaban, corrían de nuevo dando tumbos y apenas conseguían mantener el hilo de la melodía, que era, al parecer, un pasodoble viejo y desmadejado.   Prometí perfeccionar esta imagen, podarla de la mitad de las palabras y utilizarla a la primera oportunidad. Todo el callejón era en verdad un buen escenario de novela; tenía lo que me agradaba poner en palabras; palabras con sabor, con tacto, con emanaciones y asperezas.

Era un gran trozo del decorado viejo de la ciudad salvado del desbande general. (Sé que un día acabarán por derribar, moler y arrojar bien lejos, convertido en polvo y cascajos, lo poco que todavía permanece en pie de una albañilería marchita. Una ciudad habrá muerto y otra ocupará su lugar. Sus habitantes irán de un sitio a otro como en una trampa descomunal sin sosiego posible. El recuerdo, despojado de ese elemento, será humo de memoria). Los grandes edificios de la avenida, cuyo jadeo se volvía imperceptible a la mitad del estrecho canal, mostraban sólo sus espaldas lisas y blancas, detrás de un amontonamiento impenetrable de chatarra urbana: ladrillos desnudos, yacijas de madera y platabandas sin frisar con tendederos y despojos de muebles.

Mi caserón de cuatro pisos parecía estar allí para demostrar, por medio de una caligrafía minuciosa, lo que muchos años de intemperie son capaces de producir en una capa de pintura al óleo. Tenía hileras de balcones, con las barriguitas salientes como palcos de teatro, y destacaba de las otras edificaciones, todas de una sola planta, casas de tejado y cuerpo ático, de una misma edad. Mi cuarto, en el tercer piso, era de verdad inmenso, aunque nada sombrío. En las paredes no hubiera podido poner nada de mi parte: me entregaban una escritura heterogénea, llena de borrones y tachaduras, como si hubiesen vuelto muchas veces sobre ella hasta hacerla ilegible. Fue un desencanto encontrarme la puerta que daba al balcón condenada a punta de listones y clavos.

La Madama era otra persona en las mañanas. Se recorría el edificio entero, regando su olor a tintura de árnica, cacareando, riendo sin parar. Me llamaba «mijit» por mijito, y me hablaba de su hijo, un muchacho gordo y grosero que con frecuencia me adelantaba en la escalera, hediondo a sol y expeliendo un canto horrible a base de trompetillas. No puedo asegurar que le entendiera, pero su charla no era en modo alguno fastidiosa: por el contrario, me divertía escucharla, me hacía reír, me comunicaba un ánimo ligero y festivo. Pero si es que algo entendía en el momento, lo olvidaba todo apenas ella desaparecía de mi vista. Lo que mi memoria era capaz de reproducir después se reducía a un sonido confuso, indescifrable, pues ella debía expresarse en una lengua única, comunicable sólo en el momento de producirse, irrepetible, imposible de memorizar; era una sola pasta de gestos y sonidos, mezclada con sus ojitos rojos y parpadeantes, su cara hinchada de donde casi desaparecían los rasgos, sus trapos y su olor a árnica.

Su cuarto parecía mucho más pequeño que el mío, a causa de la multitud de objetos que lo cubrían: el moblaje completo de una casa comprimido entre aquellas cuatro paredes; completo, digo, si se le miraba en conjunto; pero en detalles descalabrado y maltrecho. El aire era denso, difícil de respirar al principio.

Toqué la manija del organito, aunque no me atreví a moverla. La Madama estaba de espaldas a mí, colocando la loza en el aparador. Tocaba cada pieza con primor entre las yemas de los dedos, la hacía dar vueltas, soplaba en las molduras para quitar un polvo inexistente y la devolvía a su lugar. El artefacto, aquel molinillo de música, no tenía gran cosa que ver: era un cajón oscuro, sin mayores resaltes, sostenido por una paticas labradas. Unos dibujos dorados luchaban por sobrevivir ahogados en la niebla que se hundía en la madera. La Madama no se daba punto de reposo cambiando de sitio floreros y figuras de pasta.

Hoy, como dije, la música del organito ha dejado de enternecerme. Estoy tratando de escribir un cuento con la Madama de personaje principal. Siento moverse en mi cabeza todo el asunto, percibo la textura de la pasta, el calor de esa masa con vida que palpita allá adentro y presiona con deseos de salir y, sin embargo, me resisto al intento. ¿Cómo empezar?… Diez años antes, su entrada a la casona seguida por una troupe fantástica como los personajes desterrados de una comedia de época: aquel mobiliario anacrónico que a duras penas pudo encontrar alojo en la habitación. La Madama en plena florescencia, madura y perfumada, posible todavía de reconstruir a partir de sus manos, que se conservaban rosadas y frescas. O salir de dentro de ella misma, aquí, ahora, en el momento en que abre los ojos en medio de sus ruinas; la fiebre de las mañanas que la lanza a una vertiginosa correría por todos los habitáculos del caserón, sin parar de hablar y de reír.

El paso de las horas, que al término del día deben traerle algún momento de tregua antes de la caída: quizás el tránsito por alguna comarca apacible que la hace languidecer en medio de recuerdos tímidos, cosas vagas e insípidas, escenas que apenas sobrepasan el blanco como el color de las viñetas viejas. La música de organito. Ha empezado a sonar ahora. Abandono el papel donde aún no he acabado una línea. Quizás me venga bien un pequeño paseo. Salgo, paso frente a su puerta, me detengo un trecho más allá, regreso y llamo, llamo por dos veces sis recibir respuesta.   Abro, sólo lo suficiente para asomar la cara y al instante las bolitas de música me rebasan y salen trotando hacia el pasillo. La Madama aparece sentada en uno de sus sillones floreados, hundida en él más bien, las piernas extendidas y abiertas, el vestido sobre las rodillas, la barba encajada en la hinchazón del pecho. Un brazo que cuelga indolente la pone en contacto con el organito. Sin moverse, alza los ojos hacia mí y hace una contracción rabiosa como si quisiera escupirme.

-¡Sucio, vete de aquí, puegco!

Me siento descubierto y humillado, perseguido por una sensación de torpe vergüenza, como si una mano en la nuca me empujara escaleras abajo. Jamás he debido asomarme. Casi a saltos, vengo a dar a la acera. Salgo al aire fresco del atardecer y apenas he caminado una cuadra, siento que a mi alrededor todo es armonioso y distante. La casa, el callejón se hallan lejos, inmovilizados en un aire inviolable para ojos extraños. En este momento, la Madama es una figura de paja, un trasto relegado a un rincón entre otros muchos que puedo mover, colocar, disponer a mi antojo. Creo que mañana me decida finalmente a escribir.

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