literatura venezolana

de hoy y de siempre

Canción de negros

Ene 31, 2025

Guillermo Meneses

CAPITULO 1

— ¡Aaaaahhhh…!

Extendió las piernas, alzó los brazos fuertes y bostezó cansado: ¡tenía ganas de comer…!

Acompañada de olor de cocina llegó la voz de ella, que estaba haciendo el café. Y, a través de la pared, blanca de cal, se hizo el diálogo. El le dice negrita, mi amorcito, mi amor. Le repite muchas veces, aniñadas por los diminutivos, las mismas cosas. Pregunta ella, si está muy cansado, si está muerto de hambre. Y él: que sí, que ha estado trabajando hasta ahorita y que ya lo creo que tiene hambre.

Un momento se quedó callado viendo entrar a su mujer, pero en seguida volvió a soltar su chorro de cariños, mientras ella nombraba las comidas que le había hecho. Cachapas, arepas, las caraotas fritas, la carne tostada, humeante todavía.

La mujer chasquea la lengua: ¡están sabrosazas…!

—Un besito, mi amor…
—¿Y no estaba cansado?, ¿muertico de hambre?

Sonreída se acercó a Pedro, que escondió la cabeza entre sus pechos grandes y fuertes.

¡Mi negrita, mi negrita, mi negrita!

Temblaba ella alegre y secaba el sudor de su cara pálida, aindiada, redonda. Luego reía tenue y acariciaba, con cariños de madre, a su hombre, encogido dentro del goce. Si se empezaba a quererla, era para no terminar: ¡Cómo se escondía la ternura en aquel cuerpo robusto y cómo sabía sacar ternura su amorcito tranquilo!

Pedro le pasó el brazo por las caderas anchas y firmes, la llevó hasta la mesa y se sentó a comer.

– o –

Así habían vivido siempre. Contentos y felices. Colgando entre un mi amor y un mi negro. Tendiéndose entre esas frases, como ropa blanca, la felicidad.

No tenían ninguna grande tristeza. Sólo penitas, como huéspedes tranquilos, como duendecillos suaves.

La mayor de las penas, no tener hijos. Pasaba el casar los cuarenta y no maduraba de buen fruto el vientre de la hembra trigueña.

Alguna vez, en mitad de los cariñitos, suspiraba el hombre. Ella no ha de preguntarle ¿qué te pasa Pedro?, porque lo sabe muy bien.

El hombre suspira: ¿para quién trabaja?, ¿para quién se afana y lucha día a día con la piedra dura…?

Ana Dolores sabe esa tristeza y quiere darle a su hombre el premio de un muchachón. Pasarán los años…
Muerta ella, Pedro la recordará, porque irá su hijo con él al trabajo… y clavará la azada en la tierra, mientras la siembra verdea en retoños.

En la capillita, ante la virgen del manto raído y la sonrisa triste, reza Ana Dolores cada día: ¡Un hijo!, ¡un hijo! Para que sea su orgullo.

– o –

Y es lo que le dice a Pedro cualquier amigo: que se acuerde del indio Juan y de Encarnación. Sesenta años tenía el indio y, sin embargo, por ahí anda brincando Juan José. Y alegrando a los viejos. Ya llegará el muchacho.

Pedro sonríe esperanzado. Si no encontrara amigos como éste sería mala su vida.

– o –

Al fin un día —un día como todos— presiente Ana la madura redondez de su vientre.

Toda ella se colorea en rojo y no cae de sus manos la novena de San Ramón Nonato.

Cuando se lo dijo a Pedro, espió cómo bañaba la alegría cada rasgo. El hombre gritó:

—¿Verdad?, ¿verdad?

Ganas le daban de apretarla, de fundirse en ella.

Y se lo va contando a todo. A las ramas frágiles y verdes, que dobla el viento… Al río ruidoso de piedrecillas. A los hombres.

Su alegría es grande. Mayor que el pueblín.

El vientre de Ana Dolores se abulta, crece. Ella, orgullosa, lo muestra a todo el pueblo como si fuera la única mujer fecunda. Camina las callecitas mirando desde lo alto a las viejas arrugadas y a las vírgenes flacas.

Al cabo de unos meses ha crecido tanto la redondez vital, que —opina la comadrona— será un par lo que viene.

Ana siente agudos dolores. Enflaquece. Le arrastra aquella enorme carga el cuerpecillo de ángulos agudizados. Aquél que era antes el gran ocultador de su ternura.

Pedro trabaja con ardor. Cada gota de su cansancio es oro puro.

– o –

Un resbalón al salir de la casa, y se afianzó —duro— el dolor.

Nació un muchacho flaco. Varón.

En los labios resecos se abrió la sonrisa pálida. Y, como bujía vieja e inservible, se apagó Ana Dolores.

– o –

Murió Ana Dolores.

En el tiempo rojo de los bucares florecidos, tiempo feliz que colorea mejillas y árboles, se destrozó.

Pedro anda grisáceo, como si la tristeza fuera en él cenicienta y desolada.

Ya se perdió todo.

Ya ella no dirá: ¡ay, mi amor!

Ya no habrá en la casa el olor que esparcía su falda gruesa.

Ya nunca más los cariños de Ana, su risita suave, sus medias palabritas.

Ya Ana es nada.

A Pedro le pesa su dolor como un castigo.

– o –

En la atmósfera del pueblo hay amargos símbolos.

Suenan a veces, en el vientre oscuro de las noches, zumbidos de algún joropo lejano. Rezonga el furruco. Puntea el cuatro. Brincan las maracas. Pero en los oídos del pueblo, llora el joropo alegre.

Las viejas miran rosarios en cada caravana de hormigas.

Todos los palos forman cruces en el suelo.

Las hojas caen como lágrimas lentas en el aire enneblinado.

– o –

En la tarde, los hombres llevaron la urna a un descampado, a la vera del Camino Grande.

Así es el cementerio de los pueblos pequeños: un montón de piedras y una cruz clavada.

Los campesinos, al pasar delante, se quitan el sombrero y, apresurando el paso, rezan en recuerdo de Ana.

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