literatura venezolana

de hoy y de siempre

Dos cuentos de Leoncio Martínez

Nov 11, 2023

Un sombrero de paja de Italia

Carlucho Sirgüela dio por terminada la limpieza de la moto y echó sobre los níkeles relucientes y engranajes lubricados una mirada amorosa. Era una bella máquina último modelo, regalo de su padrino el día de su santo. Cómo se la envidiaba Atilio Mortó que apenas había podido comprar una moto de medio uso, salida de fábrica hace dos años; lo mismo que Pepe Calzada envidiábale sus raquetas, Jacinto Febre sus zapatos de sport y el infeliz de Graciano Lugo sus guantes de boxeo.

Sonrío satisfecho, soltó el arranque y una epilepsia estrepitosa sacudió la máquina; el latido del motor fue apagándose lentamente en un suave silencio; luego Carlucho trajo de la sala un cojín búlgaro y lo tiró al descuido, como una gran ave muerta, sobre el side-car.

La llevaba hacia la calle con el cuidado de quien conduce una novia, pero al pasar por el corredor, no pudo dejar de detenerse ante el espejo de la sombrerera, a darse los toques finales.

Estaba bien, casi bien.

Retocó la caída abandonada ex profeso de su cuello byron, corrió la lengua por los labios finos y rojos, echó hacia atrás, pisándolos con el sombrero cow-boys dos mechones que le salían bajo el ala…. Sin darse cuenta le vino a la memoria la frase con que la señora Sirgüela solía agasajarlo en sus momentos de expansión maternal:

-¡Tan lindo mijo!

¡Y sin embargo!

Sin embargo, aquella arisca de Virginia Finlay se resistía a tales encantos; no lograba convencerla, a pesar de las frases enamoradas que deslizara a sus oídos durante un fox, a pesar de que lo vieran guiando un ocho cilíndros de sesenta mil bolívares, a pesar de que una vez en presencia de ella, había dominado las argollas más de doce veces.

Pero, ahora sí. Ya Virginia había aceptado en principio y él estaba dispuesto a todo. Hoy vencería aquella fría indiferencia, se jugaría la última partida y su máquina, limpia, deliciosa, dócil, ayudaríale en la jugada.

En la calle, sentado ya en su motocicleta, hacíase estas reflexiones; de pronto sacudió pensamientos y arrancó como un rayo.

Detonaciones. Polvo. Escándalo. El pitazo estridente de un granuja. Ladridos de perro. El eco de una bocina distante…

– o –

Ahora Carlucho va devorando la carretera. Pero no va solo: ahora le acompaña Virginia Finlay en el side-car.

El viento, en la carretera, agita un chal color naranja y manojos de rizos rubios que se chocan, se levantan y caen como rozando. La muchacha mete la cabeza contra el viento y ríe.

Carlucho siente bajo sus piernas acelerarse el corazón de hierro de la motocicleta:

-¡Pah!, ¡pah! ¡pah! ¡pah!…

Una curva. Virginia da un grito de pájaro asustado. La máquina parece que vuelca por poco.

La pulsación de los nervios de acero se comunica por las manos de Carlucho, aferradas a la manivela:

-¡Pah!, ¡pah! ¡pah! ¡pah!…

El paisaje a las lindes de la carretera es una cinta borrosa que corre. Pasan vegas verdes, revolucionadas por la brisa; pasa la mancha sepia de los terrenos de sembradío, en cuya lontananza un yugo de bueyes se resigna y marcha; desnudos y barrigones; paredes de cal sucia; un mendigo ulcerado; una negra con falda roja y con una lata de agua en la cabeza; pasa una hilera de chaguaramos, al sol la gloria de sus penachos marciales…

-¡Pah!, ¡pah! ¡pah!…

Carlucho piensa en el consorcio de luz, de amor y de miseria que hay a su alrededor; no piensa en el paisaje, ni en Virginia, ni en nada. Está poseído por la fuerza y la música de su máquina y por el vértigo de la velocidad.

Pero Virginia sí piensa en él, mejor dicho, lo mira; echada atrás en el side-car, lo ve de espaldas, inclinado sobre las manillas; ve el paleto de seda que transparenta sobre el lomo robusto la curva de las elásticas; ve el pelo recién cortado azuleado en el cogote; ve el lóbulo de las orejas, rosado de caracol, como un niño. Y masculla:

-¡Lástima que sea tan necio…!

Ella quisiera para novio otra clase hombre; otra clase de espíritu; tal vez si Carlucho, cuando bailaban el fox y le hablaba de amor, la hubiera besado en los ojos o en el oído, ella hubiérase abandonado al deliquio; si cuando pasaba, solo en el automóvil, le brindase un asiento a su lado… ¡Quién sabe! Ella era una mujer de carne, nervios y sangre, educada con cierta libertad y su ascendiente extranjero, mezclado a la savia bullante del trópico, despertaba en sí una ebullición de ideas violentas y absurdas. De haber nacido varón, gustaría de aventuras, conquistar doncellas, ser soldado, trashumante, hampón, cómico y poeta… Ay, pero Carlucho puede ser muy capaz, con esa fuerza suya, con tanta juventud… ¡Si ahora, en la misteriosa soledad de los campos, se le ocurriera detener la motocicleta y en un callejón, camino del río que gargarea allá abajo, la agarrara por las muñecas, la estrujara contra sí, la batiera contra el suelo… y la besara bestialmente rompiéndole los labios…!

Virginia se estremeció de manera visible; un calofrío corrióle, electrizante, por la médula espinal.

-¿Tiene frío? -preguntó Carlucho, volviendo un poco la cara. Y tras una pausa: -Ya nos vamos a devolver, es tarde…

Era la primera vez que él hablaba en todo el trayecto; sus palabras en el hálito vespertino tenían también la flojedad babosa de lo que se muere.

Habían pasado otros pueblos, con iguales fondas, casas sucias, hombres lánguidos, mujeres turbias y muchachos barrigones, sin advertir que ya la noche violada desmayábase sobre la cresta dispareja de la ciudad fundida en el confín de occidente.

De pronto un estallido, como un disparo a quemarropa. La motocicleta desdibujó un zig-zag violento y fue a detenerse a orillas de una zanja, sobre la grama.

Virginia crispó las manos en los bordes del side-car fijando los verdes ojos interrogantes en Carlucho, que echaba pie a tierra:

-¿Qué fue?

-¡Buena broma!… Una piedra… tal vez un vidrio -murmuraba el joven dándole vuelta a una rueda. -Lo peor es que ya está oscuro… no veo bien…

La brisa de la tarde le apagaba los fósforos al encenderlos.

-Indudablemente, esto no puedo componerlo sino donde haya luz o mañana, con el día…

-¡Ja, ja, ja! ¡Qué chasco!…

-No se ría, Virginia, yo estoy apenadísimo; avergonzado por mi motocicleta, yo que pensaba que esta máquina no fallaba nunca… ¡Si hubiera por aquí una casa!

-Claro, exclamó la muchacha en congestión de carcajadas, porque, si no se compone, no podemos pasar la noche al sereno. ¡Y yo tengo hambre! Lo que voy a divertirme cuando cuente en Caracas la aventura.

-Ayúdeme usted, ayúdeme a sacar la moto.

Y caminaron silenciosos. Él arrastrando la máquina muerta; ella se quitó el sombrero y lo llevaba con ambas manos, colgado por las bridas; los rizos rubios jugueteaban como angelitos traviesos en torno de la cabeza de la Virgen.

-¡Mire aquella estrellita! -exclamó de pronto Virginia; Carlucho ni siquiera alzó la cabeza; parecía querer hundir el gesto de contrariedad en el tizne del atardecer.

Tocaron a una casa de corredor. Salió a abrirles una vieja de cabellos blancos con una lámpara de petróleo en la mano. Carlucho explicó el accidente; la dueña de la casa hizo una advertencia; ellos no daban hospedaje; pero, en un caso así, tratándose de gente decente y por una noche no más, cederían lo único que podían disponer, su cuarto; ella y su marido -que estaba allí, en el corredor- se acomodarían en otro sitio; por una noche, ¡válgame Dios!, en cualquier parte se duerme.

Carlucho, dentro, seguía revisando la motocicleta y chirriando los dientes. Virginia, entre tanto, conversó como una perica; después de comer pan isleño con leche y un pedazo de jalea, la señora los condujo a la alcoba y los dejó solos.

Se miraron las caras. Carlucho, atontado; Virginia reventando de risa.

En el centro de la pieza había una cama antigua, solemne, matrimonial, de caoba. En la pared, un San José al óleo, con cara de comendador. Dispersos, un velador, aguamanil, dos sillas, un ropero y más nada. La puerta para el otro cuarto, condenada con un listón de pino.

-¡Quédese usted aquí, Virginia, yo me voy a dormir al corredor… -dijo Carlucho.

-¡Jesús, va a coger un resfriado! A ustedes no se les ocurre nada bueno. En compaña como en campaña; fíjese bien; la cama tiene dos colchones: paramos uno de los dos, a los largo de la cama como un tabique, lo sujetamos del copete y usted, muy fundamentoso, de lado de allá, se desviste y se acuesta y yo, muy seriecita, de lado acá hago lo mismo y santas Pascuas…

Poco después, separados por aquel muro de paja improvisado, se despiden:

-Hasta mañana, Carlucho.

-Buenas noches, Virginia, hasta mañana.

-¡Qué simpático todo esto!, ¿verdad, Carlucho?

-Sí, bastante, pero ¿qué pensarán en su casa?

-Nada. Esta noche llamarán a la casa de usted, a preguntar si ha regresado; mamá le dirá a papá que soy loca y mañana, cuando yo les cuente, se tranquilizan.

Al joven se le iban cerrando los ojos; a Virginia le costó trabajo pescar el sueño.

Cuando ella se levantó por la mañana, encontró al mozo en el corredor armado con una llave inglesa:

-¡Ya estamos listos! En su casa deben estar angustiadísimos.

Ella le miró con una piedad poco despreciativa:

-¡No se preocupe de eso!

-Regresaremos volando.

La motocicleta corría de nuevo, carretera abajo, como un diablo perseguido por una legión de diablas; corría, corría, estrepitosa en la mañana azul. Brisa madrugadora de marzo doblaba sauces y maizales, agitaba el chal de seda naranja, los rizos de oro contorsionaban e impelían el ala del sombrero de la muchacha.

La motocicleta corría, corría, corría carretera abajo.

El aire enfilado en el vacío que dejaba la máquina, le arrancó el sombrero a Virginia y lo elevó como una mongolfiera.

Carlucho detuvo y bajó. El sombrero, burlescamente, a compás, pavoneábase en el aire, dejándose llevar por la brisa. Carlucho seguía el viaje del sombrero, viendo hacia arriba, con los brazos abiertos y las manos engurruñadas, en actitud bastante cómica. Una bocanada de viento le dio al sombrero un brusco giro y lo empujó a caer detrás de la tapia de una posesión; una tapia alta, gris, larga, muy larga, por encima de la cual surgían guamos y araguaneyes.

-¡Ay!

Un alarido desolador se escapó de la garganta de Virginia:

-¡Mi sombrero! ¡Tan lindo mi sombrero! ¡Era de paja de Italia y me lo estaba estrenando!

Carlucho la miró, mingona; miró hacia el este, hacia el oeste, siguiendo la línea de la tapia terrosa: no se hallaba una puerta a todo lo largo. El joven, sin desalentarse, gritó de lejos:

-No importa: ya se lo cojo.

Agarrándose en los agujeros con un tronco de palo, metiendo los pies en las descalabraduras, arañando, resbalando para luego subir con más fuerza, Carlucho ganó la altura de la pared y desapareció tras ella. Después, un salto y regresaba con el sombrero. Sonriente, triunfador, se acercó a la muchacha, a entregar su trofeo:

-Tome… ¿Qué le parece?… ¡Usted desconfiaba de mis músculos!

Ella le miró de reojo y mascando el borde su sombrero repuso entre ruborosa y socarrona:

-Dispense: yo creía que un hombre que no brinca un colchón era incapaz de saltar una tapia…

***

Marcucho, el modelo

Cuadrado de espaldas, liso y apelmazado el cabello, que se partía en una raya recta, casi sobre la sien izquierda, teniendo en el color un vago reflejo ambarino del indio ancestral, Marcucho, el modelo de la Escuela de Pintura, a primera vista confundíase con un mandadero cualquiera, con un individuo sin relieve ni importancia, acostumbrado a cargar carretilla, o a encorvarse bajo la mole de los fardos.

Su estatura baja, sus blusas de dril descoloridas entre los estrujones de batea y la caliente opresión de la plancha, sus manos entretejidas de gruesas venas y siempre colgantes, congestionadas al peso de la sangre, no revelaban la menor particularidad que pudiera destacarlo junto a los demás hombres de su clase.

Pero, Marcucho era un elemento primordial de belleza para el grupo de aquella incipiente Academia. Cuando, despojado de la ropa, subíase a la tarima del modelo, asumía a los ojos de los estudiantes proporciones inconmensurables. Desnudo crecía. Adquiría una alteza espectacular de ilímites proporciones para los alumnos, que lo miraban, con los párpados entrejuntos, lamiendo con la vista los variables secretos de su armoniosa contextura. Al saltar a la tarima, en ágil pirueta que hacía sonar la tabla al golpe de los talones, y al erguirse en una pose preparatoria impensada, dijérase que con un impulso muscular se estiraba como si un recóndito sentido de la plástica lo magnificara, lo elevase de su condición vulgar de hombre del pueblo a una simbólica serenidad de sacerdocio y de mando.

El cajón destartalado prestábale trono. Dominando su cabeza por sobre todos los que le rodeaban, cualquiera que entrase al salón en horas de estudio lo primero que veía al abrir la puerta era a Marcucho, imponente e inmóvil como un dios pensativo y ceñudo como un personaje de tragedia griega o a veces en una contorsión resignada de mártir cristiano.

Los demás, en torno suyo, doblegados sobre los caballetes o sobre las tablas de dibujo, parecían venerarle sumidos en devoto silencio.

Al chischibeo del carboncillo o los pinceles sobre el grano del papel y de la tela, buscaban fijar el contorno estatuario, apresar en líneas firmes la amplitud del tórax, abombado al ritmo de la respiración potente; el torso lleno y duro como una montaña; la red de sus músculos pujantes sin alardes, eslabonados en suaves declives, la cadera saliente y brava, las piernas sólidas…

O en afán ferviente perseguían -ya logrado el trazo- en la reciedumbre de la masa los secretos del claroscuro que torturan y enfebrecen al artista y que en el cuerpo moldeado de Marcucho ascendían hasta los tonos cálidos del cobre, envolviéndose en grises mortecinos, en dulces ocres, con reflejos azuluscos y verdores inasibles, valores que mezclaban, se desvanecían, se profundizaban en la gama e iban a ahogarse en las frescas oquedades del rojo de Venecia y del sepia. La cabeza retostada, asoleada, se cortaba la base del cuello en una línea precisa como el plumaje tornasol en el cuello de las palomas montañeras; luego los hombros, el pecho, el vientre, lividecían en tenues luminosidades que resbalaban a flor de piel, iban a dividirse en las piernas, como la orquesta de un río de aguas opalescentes bifurcadas por un islote fértil y sombrío, desvanescencias relamidas que se arremolinaban en el nudo rosá-ceo de las rodillas.

Abajo, más abajo, los calcañares donde engañosos bermellones fundidos entre sombras, con las vetas protuberantes de arterias y de nervios, le daban la fortaleza y el apoyo de un zócalo rotundo. Y los pies, pesados como cimientos.

Para los presuntos artistas, el cuerpo de Marcucho era un universo de cotidianos hallazgos.

¿En qué pensaba Marcucho, mientras encaramado en la tarima aguantaba inconmovible las horas de pose de la Escuela? En ese largo ocio mental, donde las ideas se adormecen como bajo la influencia de un exceso de cigarrillos, ¿qué visiones, qué recuerdos, qué propósitos pasarían en lenta tornavolta por la mente del modelo?

En los descansos, sentado al extremo del cajón, con las manos entrecruzadas sobre las rodillas, ¿era cansancio, resignación o menosprecio de toda voluntad lo que doblegaba su espalda y hundía su barba entre los pulgares, dilatando sus pupilas en abstracto espionaje del vacío?

Silencioso, aliviando su forzada inmovilidad en otra inmovilidad nueva, Marcucho parecía reflexionar o idiotizarse en la monotonía de su trabajo al igual que un burro de noria.

Pero no: Marcucho había nacido para aquello. Amaba instintivamente su oficio, se sentía partícipe de la obra de arte como el tipógrafo incluye algo de su ser en las ideas que compone. Amaba a su tarima como aquél se apega al chibalete, como el marino al barco; y, como el marino, al erguirse en su cajón, pensárase de pie en una proa escrutando, fijo, lejanías de horizontes de donde hubieran de surgir fantasmagóricas corporizaciones de antiguas leyendas.

Había nacido predestinado. La mano modeladora de la greda humana le hizo una caricia antes de echarlo al mundo y ennobleció su barro tosco. Ya consustanciado con la belleza esencial, al hacer un movimiento elástico, al caer como involuntariamente en una actitud eurítmica, sonreía satisfecho y orgulloso si algún estudiante entusiasmado exclamaba:

-¡Qué bien está así!… ¡Quédate así!

Y sonreía también, sin perder la posición, a las bromas habituales de los pintorcetes:

-Marcucho, no muevas la oreja izquierda.

-No engurruñes el dedo gordo, Marcucho.

-Caray, Marcucho sí que tiene la piedra del zamuro para las mujeres. ¡Dios como que le echó la bendición con la zurda!

Y reprimía la carcajada, moviendo sólo el vientre, cuando un dicharachero obsceno estremecía la parvada estudiantil alborotándola en cacareo de gallinero.

Cumplía su trabajo con severidad de ritual. En ocasiones iba de caballete en caballete observando las «academias». Miraba los dibujos y luego se miraba sus propios brazos y sus piernas, en comparativo conocimiento de su cuerpo como si se lo supiera de memoria y lograra verse entero a sí mismo. Su espejo multifaz, durante años de años, lo tuvo en las tablas de dibujo y parecía exponer un gesto desaprobatorio cuando alguno lo reflejaba deforme o sin semejanza. Y, con humildad, preguntando: «¿lo necesita?», solía pedir un estudio que le gustara entre las innumerables imágenes suyas que poblaban la Escuela, clavadas por aquí y por allá o tiradas por el suelo, para llevárselo a «su pieza» cuyas paredes eran un museo unipersonal de sí mismo.

Ya para los últimos tiempos, Marcucho se entregó al alcohol. Bebía demasiado. Las facciones se le fueron abotagando, enflaqueció algo y los tonos rojos de su encarnadura se iban tornando más calientes. A veces, al tomar la posición, lo sacudía un latigazo nervioso, pero, luego, en pie, apoyado en la vara, se mantenía rígido, sereno, delatándolo sólo un casi imperceptible movimiento giratorio, como el de una peonza.

Por fin un día, después de tantos años de haber sido el modelo predilecto, el único, Marcucho faltó a las sesiones y al cabo de una semana llegó a la Escuela la noticia deplorable para todos: había muerto en el Hospital.

Pulpa de anonimia, corazón sin amores inmediatos, balsa a la deriva, su cuerpo sepulcral no dio con el puerto y encalló sin reclamo sobre la mesa del anfiteatro; él, que había servido para que lo estudiaran por fuera, se ofrecía íntegro en el momento de abandonar la vida para que lo estudiaran por dentro, como esos muñecos sin más voluntad que su destino, a los cuales los niños curiosos, hastiados de jugar con ellos, les sacan el aserrín.

Llegó el profesor seguido de los estudiantes a la clase de anatomía práctica. Rodearon el cadáver y comenzó la postrera lección de dibujo para Marcucho, que, inmóvil más que nunca, resistía la pose definitiva. Comenzó la lección y los bisturíes afilados como carboncillos iniciaron el trazado, ya no sobre el papel y el lienzo, sino sobre aquellos mismos músculos moliciosos, siguiendo la red de los nervios, perforando la carne empalidecida, abriendo como las páginas de un libro secreto el pecho magnífico… En medio de su perorata didáctica y de sus minuciosas explicaciones, el profesor se empinó en un súbito ¡oh!… Y después de una pausa, alargó la exclamación, acomodándose las gafas: -¡Oh, qué anatomía tan estupenda la de este hombre! ¡Vean ustedes qué admirable! ¡Debe tener un esqueleto precioso, precioso!

Los discípulos se inclinaron sobre el muerto siguiendo la lección del maestro, como sobre un mapa. El profesor se entusiasmaba con los músculos, con las arterias, con las vísceras. Lo iluminaba un gozo risueño y sapiente. E interrogó:

-¿Este cadáver no tiene reclamantes?

-No tiene ni familia -respondió un estudiante burlón.

-Pues, vamos a aprovecharlo; en la sala de anatomía de la Universidad, prosiguió el maestro, nos hace falta un buen esqueleto: este es un bello esqueleto, ¡perfecto!

Era la consagración total de Marcucho. Los estudiantes se dieron de nuevo a la tarea; pronto desbarataban articulaciones, desprendían miembros completos, limpiaban huesos hasta dejarlos mondos, encumbraban montículos de carne sanguinolenta en sugestiones de matadero.

Ya de Marcucho no queda sino una masa fragmentaria. Pero, luego apartaron con cuidado su osamenta, la calavera de ojos estupefactos y sin luz, los fémures gruesos como piernas de buey…

Y, más tarde, en procedimiento macabro que legaliza la augusta ciencia, lo cocinaron, lo hirvieron, pulieron sus huesos como valiosos marfiles, armaron de nuevo el esqueleto, soldando y embisagrando las piezas y allí, en el anfiteatro de la Universidad, dentro de una larga caja, colgado por el centro del cráneo con un alambre de acero, está Marcucho, sin carne, sin nervios, sin vida, en su última pose, predestinado a servir hasta más allá de la muerte para el estudio de la belleza y del dolor, porque antes de echarlo al mundo la mano modeladora de la greda humana le hizo una caricia y enalteció su barro tosco.

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