Anoche
Manuel todavía no sabe si es un sueño o es un recuerdo. Sólo se ve ahí, en el estacionamiento del edificio, en cuclillas frente a su viejo Fiat. Su aspecto es lamentable: lleva unos shores desteñidos y una franela arrugad. Está pálido, por no decir lívido; parece recién levantado, recién trasnochado. Está absorto, mirando una mancha de sangre en el guardafango delantero de su carro. “Tiene que ser un sueño”. Si la escena fuera real, él reaccionaría de otra forma, al menos se pondría de pie o tendría una actitud un poco más eléctrica. ¿Por qué se queda así, mirando la sangre, como si ni siquiera estuviera sorprendido? ¿Por qué no busca un trapo dentro del automóvil y limpia la mancha? ¿Por qué permanece impávido? ¿Qué está esperando?
La luz duele. Aún con los ojos cerrados, puede adivinarla, allá afuera, detrás de los párpados, tocando, arañando, queriendo entrar. Piensa en la hora. Tal vez ya sean las ocho, las nueve, incluso las once de la mañana. Más allá de la cama el mundo es un derrumbe. Incluso la luz. La luz también: tambaleándose, deshaciéndose; la luz es un traspiés, la luz: una caída. Cuando por fin los abre, no logra sostener los párpados en alto. La claridad le hace daño. No suena el despertador sino la luz. La luz es un alfiler que pincha el ojo. Lo demás sigue en sombras. Manuel todavía no sabe si está despertando o si sigue borracho. Tiene la cabeza llena de cartón mojado. No recuerda nada. Lo demás es simple ratón, pura resaca.
Para una definición de la resaca: el aliento seco pero a la vez pastoso. El aliento es una arena meada. Todo carga con una sensación de sucio multiplicado. Los objetos de pronto se transforman en muchedumbre. Hay un temblor antes de cada gesto. El clásico sudor frío cumple con su deber: es el clásico sudor frío. En las palmas de las manos, en las sienes, en el culo, en los hombros, en los labios, en. La respiración no es la respiración, Tan sólo es otra víctima, incapaz de soportar su propia náusea. También hay una angustia. Una angustia sigilosa, casi furtiva, que todo lo toca, que no deja nada a salvo. Según sea el caso – y la cantidad de materiales utilizados – un impertinente dolor de cabeza se presenta para arrugar los cinco sentidos conocidos. El vómito es un recurso fácil pero no completamente eficaz. La sensación de naufragio biológico tardará horas en desvanecerse. Ni siquiera una cerveza, al despertar, es suficiente. Ni siquiera un plato de cereales, nadando en vodka, lo logra. Tampoco el jugo de tomate. La resaca es una obligación que no se alivia con más hielo. Es el cuerpo que regresa. Es la fatalidad del día siguiente, la certeza de que ya no hay a quien vencer.
Después de orinar largamente, Manuel va al balcón y se asoma. Desde ahí puede mirar su carro, constatar que existe, que realmente llegó, que de manera fiel lo trajo de vuelta a casa. Sólo puede observar el techo, la maleta y la tapa del motor. Desde el piso once no se puede ver el guardafango. ¿Ocurrió en verdad o sólo lo soñó? No logra ubicar bien la maldita mancha de sangre: ¿dónde está? ¿En su memoria o en su miedo?
Muchas veces ha tenido la misma pesadilla: está ebrio detrás del volante. El viejo Fiat va de su cuenta, sabe el camino. Hace un rato apenas ha amanecido. Quizás sean las siete. El humo del último cigarro ha durado varias horas. De pronto, en una esquina aparece un niño. Aparece en la esquina, en la mitad de la calle, aparece frente a él, corriendo detrás de una pelota. Se mueve a una velocidad distinta, intermitente. Manuel no tiene tiempo de frenar. Tampoco logra esquivarlo. No hay ¡zuaz!, no hay ¡plaf!, no hay ¡pácata! El sonido es más bien blando. Sin consonantes ásperas. Como una gota de saliva que se hunde de golpe en el oído. Una sola vez. Manuel cierra los ojos, pero igual ve al niño volando brevemente por el aire. No oye cuando cae sobre el pavimento, pero sabe que ha caído, que está ahí. El silencio espanta. Manuel no se atreve a mirar. Sólo abre los ojos cuando está seguro de que, en realidad, está muy lejos de esa calle y sólo sigue acostado en su cama. Ni despierto ni dormido. A la mitad, entre el sueño y la imaginación. Todavía borracho, quizás.
Por un segundo cede ante la tentación de sentarse a intentar recordar qué hizo anoche. Nada. La memoria no responde. La noche es un clóset vacío por donde Manuel camina sin encontrar nada, sin escuchar nada, ni siquiera el sonido de la suela de sus zapatos. Sólo presiente. Presiente una mujer de cabello corto, enmarañado. Ella se ríe y bebe vino. También fuma. Tal vez también inhala cocaína. Lleva una blusa sin mangas, de color púrpura. Presiente también un bar. ¿Fue antes o después? Intuye la autopista. Va y viene un edificio alto, de color gris. ¿Podría ser la avenida Victoria? No tiene más. Luego, la mancha de sangre en el guardafango.
Estoy aquí, agachado frente al motor, mirándola, dice. Por eso agarré el celular y te marqué. Lo único que quiero es que me digas qué pasó anoche.
– ¿No te acuerdas? – pregunta Raúl.
– No recuerdo un coño.
– ¿Nada de nada?
La casa de Raúl es lo único que permanece, al fondo, detrás o debajo de muchas escamas opacas. Sabe que anoche a las diez debía estar en casa de Raúl. En eso habían quedado.
– Nos vemos a las diez acá – dijo él.
– A las diez allá – dijo Manuel.
Con la franela arrugada, limpia el guardafango. La mancha está seca. Casi parece que un manotazo de aire rojo hubiera quedado tatuado sobre el metal del parachoques. Todavía no sabe si está borrando una evidencia. Mientras conduce a casa de Raúl mira inquietamente los lugares por donde va pasando. Quizás espera que algún detalle de pronto le regrese intactos los recuerdos, que haya un objeto que despeje la nube de alcohol que flota dentro de su cabeza. ¿Acaso es posible quedarse así en blanco, como si ese pedazo de noche jamás hubiera existido, como si hubiera quedado borrada para siempre? La pregunta, como suele ocurrir, esconde otra pregunta más temible: ¿Qué somos capaces de hacer cuando estamos borrachos, cuando no hay control, cuando nadie nos observa, cuando ni siquiera la memoria nos ve?
En una esquina hay un hombre hurgando entre varias bolsas de basura. No es moreno, pero su piel está oscura, como si estuviera cubierta por una gelatina delgada pero firme, como si hubiera pintado el cuerpo con mugre. Nadie se baña para ir a buscar tesoros dentro de las bolsas de basura. No es una tarea que requiera estar presentable o llevar algún tipo de uniforme especial. No hace falta estar peinado. Manuel lo mira y piensa de pronto que ese hombre es una mosca. “La mierda que dejan los otros es su alimento”. Por ejemplo: las sobras de la cena de ayer. Una pequeña tela de pollo aferrada a un hueso, mezclada con los restos de un cenicero y el bote vacío del suavizante floral que usa la secadora. ¿A qué huele eso? ¿A qué sabe? Manuel siente repulsión. No quiere ver a ese hombre. No quiere olerlo. No quiere sentir que comparten un trozo de calle, que están juntos. En el fondo, preferiría no saber que existe; desearía vivir en una rara inocencia, lejos de él, lejos de la basura de ambos; vivir sin dolor, sin asco.
De pronto, esta imagen: ahogado en vodka, a las tres de la madrugada, a bordo de su viejo Fiat, Manuel cruza por esta misma esquina. Va o viene, no importa dónde. Y entonces ve al mismo hombre, con el mismo tinte sucio sobre la piel. Está cruzando la calle, carga en su espalda una bolsa de plástico negra. Ahí debe llevar el botín de la jornada. No camina, zumba. Es un insecto sucio y peludo. Manuel siente de pronto una asfixia amarilla, una desesperación terrible que lo lleva a pisar a fondo el acelerador. No frena, avanza cada vez a mayor velocidad. El hombre no tiene tiempo de reaccionar, queda paralizado con la luz de los faros. El Fiat rueda sobre él a ciento diez kilómetros por hora. ¿Sería capaz? ¿Acaso Manuel podría hacer algo así? Total, al día siguiente no recordaría nada. Podría escuchar en la radio la noticia, podría oír como, nuevamente, otro indigente apareció asesinado en la ciudad, y seguiría sin recordar nada. Como hoy, como ahora.
Llega temblando a casa de Raúl. Trata de encender un cigarrillo, tose, lo apaga, pide un vaso de agua. La ansiedad es un mareo. No le cuenta a Raúl sus temores. Tal vez no puede ni siquiera pronunciarlos, no desea convertirlos en palabras. Al miedo es mejor mantenerlo sin lenguaje. Pero, cada vez con más nervios, necesita enterarse de qué pasó la noche anterior. Raúl habla así: estuvimos acá como hasta las doce, estábamos esperando que el chino llamara, que nos dijera si lo de la fiesta en Los Chaguaramos iba o no iba. ¿En serio no recuerdas ni eso? Está bien, tranquilo, tampoco yo tengo la culpa. Cuando el chino habló y dijo que no había vida, nos fuimos tú y yo al Happy. Allá estuvimos como hasta las dos. Por lo menos yo. Ahí fue que nos encontramos a esas dos carajitas, ¿cómo se llamaban? Una era Esther, o algo así, y la otra… ¿Mariana? No sé. En todo caso, tú te emperraste. Decías que tenías levantada a una de las dos, yo recuerdo a cuál, pero creo que era la más bajita, la saporrita. Ya estabas borracho, curdo completo, con la lengua enredada, tú sabes. Yo te lo dije varias veces pero no hubo manera. Por eso me fui. Me ladillé y me fui. Eso es todo. Hasta ahí puedo darte línea, Manuel. El resto del cuento es tuyo.
Tienes que espera a los del otro turno, dice el hombre mientras comienza a ordenar las copas y los vasos. Yo trabajo hasta las ocho, agrega.
Manuel ha pedido una cerveza y ha confiado en el barman. Ambas cosas son demasiado frecuentes. Existe la fantasía de que aquel que ha visto desfilar a demasiados borrachos es un hombre sabio. Se piensa que quien sirve tragos, sin ponerse a beber, es alguien con un poder especial. Apenas es mediodía, Manuel, acodado en la barra del Happy, todavía no sabe muy bien por qué está ahí. Tal vez sólo comienza a ensayar penitencias.
Eso pasa bastante, ¿ah?, el hombre sigue hablando, mientras le sirve la cerveza. Más de lo que muchos creen. Todos los días viene alguien preguntando si dejó aquí las llaves de la casa o la cartera, o una chaqueta nueva, o la agenda… Amanecen y no recuerdan un carajo. ¿A ti que se te perdió?
Manuel quisiera decir que se le perdió la memoria, que ha extraviado unas horas de la noche anterior; o que de verdad se le ha perdido la tranquilidad, que sospecha que, en esa nada que no recuerda, pudo haber cometido algo terrible, fatal, un crimen. También quisiera decir que tan sólo perdió un guardafangos limpio. Que tiene una maldita mancha de sangre rondándolo, girando a su alrededor, ensuciándole el día y las vocales. Sin embargo, después de una pausa, sólo inventa una farragosa anécdota donde dos muchas se quedan, por error, con una libreta telefónica de su propiedad y… en mitad del relato, a Manuel se le ocurre que quizás las dos muchachas pagaron con un cheque; que como es domingo el cheque posiblemente esté en la caja; que tal vez en el endoso del cheque alguna de ellas haya anotado, como se acostumbra, su número telefónico. El barman lo mira asombrado. Manuel pide otra cerveza y le ofrece una buena propina. Más que una propina, se trata de un soborno. Los dos lo saben. Pero a Manuel no le importa. También puede pensar que se trata de una recompensa. Ya no le interesa el nombre de sus actos. Sólo desea saber si es o no culpable de lo que pasó, aunque todavía no sepa exactamente qué fue lo que pasó.
Mientras el barman busca en el informe de cierre de caja de la noche anterior, Manuel vuelve a ver al niño que vuela por los aires. Un niño corriendo detrás de una pelota. Piensa también en el indigente. Un hombre corriendo detrás de la basura.
Aquí está, dice el barman, acercándose con un cheque en la mano. Este puede ser. Esther González, ¿te suena?
Manuel está parado ahora frente a la puerta del apartamento 32-C. El edificio se llama Las Brisas y queda en la parte alta de la avenida Fuerzas Armadas. Está a punto de tocar el timbre. Lo detiene una duda: ¿realmente esto es necesario? Por teléfono habló con Esther. También le mintió. Él la saludó de manera efusiva, como si todavía estuvieran en la fiesta de la nocturnidad. Ella contestó con cansancio, quizás hasta con mal humor. Él le dijo te tengo una sorpresa, ¿Una sorpresa?, contestó ella. Él dijo que sí, ella no supo qué decir. Luego Manuel creó otras maromas hasta que logró por fin sacarle la dirección. Y ahí está ahora, justo a punto de hacer sonar el timbre. Sin sorpresa, sin maromas, sólo trae su propia resaca y una pregunta.
– ¿Anoche? – Esther lo mira desconcertada–. Anoche no pasó nada – dice.
Viste un pijama de algodón, de dos piezas, estampado con ositos. Tiene una taza de café en la mano. Tras ella, aparece también la otra, la que tal vez se llama Mariana. Es gordita. Acaba de bañarse. Tiene el pelo mojado. Hay otras muchachas, es un grupo de jóvenes de provincia que comparten el apartamento. Esther y Mariana le cuentan que todo estuvo bien. “Tú mismo nos trajiste hasta aquí en la madrugada”. Las dejó afuera, esperó a que entraran por la puerta principal, y luego se fue. ¿Acaso no lo recuerda?
No siente sin embargo un gran alivio. Todavía no se convence. Todavía la mancha de sangre no tiene explicación. Calcula qué ruta pudo tomar anoche y regresa a su apartamento por esa vía. Tampoco en ese ejercicio caprichoso encuentra una respuesta. No deja de sentir la misma ansiedad. Sabe que está en falta, que tiene una deuda. Al llegar al estacionamiento, deja el carro en el mismo lugar de siempre, en su puesto. Un vecino está lavando su automóvil. Es un modelo del año pasado. Lo tiene lleno de jabón, en mitad del patio, como si fuera un animal. Se saludan a la distancia con un gesto. Por un momento, siente una peculiar suspicacia en la mirada del vecino. Como si él también supiera lo que ocurre. Tal vez vio, temprano, la mancha en el guardafango. Conoce sus huellas.
Manuel gasta la tarde en la misma búsqueda. Cada vez con más íntima desesperación. Escucha la radio, esperando encontrar una noticia que mencione algún fatal e inexplicable suceso acontecido durante esta madrugada; realiza más de una llamada inoportuna a alguna amiga o a algún conocido, sondeando, tratando de ver si por casualidad anoche, muy tarde, se presentó en su casa o hizo algo indebido de lo que, por desgracia, no se acuerda. Revisa demasiadas veces su cartera, su saldo en la cuenta del banco, la ropa que llevaba puesta… Nada, quizás no pasó nada. Tal vez la mancha ni siquiera es de sangre. Tal vez es pintura, producto de un leve choque, de un roce, de un tropiezo. Tal vez la nada es la única salida.
Mientras el indigente husmea en la despensa, abre la nevera y hurga en su interior, Manuel habla por teléfono.
– Es como si soñar y estar borracho fuera igual –dice–; como si los sueños y el alcohol fueran la misma cosa.
– No exageres –bromea Raúl, al otro lado de la línea–. Los sueños salen más baratos.
Manuel sonríe, abriendo con la mano izquierda la gaveta que está junto a las hornillas de la cocina. Extrae un cuchillo largo. Observa al indigente hundido en el refrigerador.
– Depende –dice, mientras aprieta el arma–. Depende, repite.
Escritores famosos*
Cuando Hugo Chávez ganó las elecciones, Arismendi nos citó a todos en la biblioteca. El martes en la noche en la biblioteca, dijeron que dijo. Arismendi dirigía el taller de narrativa en la Escuela de Letras de la Universidad Central. Era flaco y alto, no huesudo, que es lo que sigue cada vez que alguien describe a un flaco alto. Arismendi tampoco fumaba. Ni tenía éxito entre el alumnado. Ese semestre, en el taller, nos habíamos inscrito diez estudiantes y, ya para ese martes en la noche, sólo quedábamos seis.
—¿Ustedes quieren llegar a ser escritores famosos? —preguntó.
Nadie supo qué contestar. Nadie supo a qué venía la pregunta. Jorge y yo nos miramos, como desdoblando una duda. Creo que en el fondo estábamos intimidados. Eramos unos renacuajos de 18 años, sin demasiadas experiencias, un apenas que se estrenaba en la universidad. Y, sin embargo, Arismendi insistió: ¿quieren o no quieren ser escritores famosos? Dijimos que sí. Como niños a los que se les pregunta si saben qué es un coleóptero. No queríamos quedar mal.
Arismendi veía, en la nueva y peculiar circunstancia política del país, un pasaporte maravilloso, una ruta directa a nuestra probable gloria literaria. Según sus cálculos, más temprano que tarde, la revolución bolivariana obligaría al mundo a poner sus inestables pupilas en Venezuela. ¡Por fin nos había llegado una gran oportunidad! Debíamos comenzar a escribir, de inmediato, relatos de resistencia, dramáticos episodios de perseguidos latinoamericanos, narraciones cargadas de una difícil heroicidad en lucha permanente contra la amenaza totalitaria. Tenemos que recuperar la tensión entre la intimidad y la tragedia histórica. ¿Alguno de ustedes ha leído a Marina Tsvietáieva? Les voy a traer un libro de ella para que vean. Arismendi tenía un entusiasmo de acero inoxidable. Pensaba firmemente que debíamos seguir el ejemplo cubano. ¡No te digo yo un Cabrera Infante o un Reynaldo Arenas, pero la cantidad de escribidores de quinta que a cuenta de Fidel están en Miami, en Berlín o en Barcelona! ¿No lo entienden? ¡Este es nuestro momento! ¡Un chance así sólo se presenta una vez en la vida!
Al principio, Jorge y yo pensamos que Arismendi se había vuelto loco. A Jorge lo conocí el primer día de clases. A los dos nos gustó Mariana, hasta que descubrimos que a Mariana le gustaba Angélica. A partir de ese tropiezo, de ese agujero en el orgullo, comenzamos a hacernos amigos. Fue él quien me contó sobre Arismendi. Es un escritor sin mucha suerte, decía Jorge. No era un tipo demasiado conocido. Había ganado un premio de narrativa en 1986, un dudoso concurso de provincia, convocado por la Asociación Nacional de Ganaderos alrededor de un único tema: «Motivos Rurales». Tenía una novela publicada que, por suerte, decía Jorge, había pasado por debajo de la mesa. Sin embargo, era frecuente verlo como jurado de diversos premios literarios. Jorge tenía su propia teoría para explicar el asunto. Arismendi, con notable frecuencia, llena todos sus textos con citas de los clásicos. Como si, más que contar algo, quisiera mostrar que quien escribe es un hombre muy culto. Eso decía Jorge. En cualquiera de sus narraciones, siempre aparecen referencias a autores y obras importantes de la literatura universal. Arismendi escribe frases así: «Y entonces, Cheo Camejo se sintió, de pronto, igual que Laurence Sterne al llegar a Calais». De esa manera, poco a poco, comenzó a hacerse fama de ciudadano que ha leído mucho, dueño de una frondosa cultura, de persona ideal para el oficio de jurado de concursos.
Aquella noche, después de la propuesta de Arismendi, Jorge y yo nos fuimos a beber. Casi siempre íbamos a alguno de los bares de ficheras que quedan cerca del antiguo terminal de autobuses, en los bordes del centro de la ciudad. Ese tipo de locales deplorables le encantaban a Jorge. Es una cuestión de honestidad, decía; esto es lo que nos merecemos, repetía sonriendo, mientras pedía más cerveza y otra caja de cigarrillos, por favor. En aquellos días no se hablaba de otra cosa sino de política. El país completo estaba intoxicado. Para Jorge, Chávez era un farsante, un payaso. Yo, en cambio, había votado por él en las elecciones. Creía en su discurso en contra de la corrupción, en contra de los privilegios ¿Cómo un país tan rico puede tener más del 60 por ciento de su población en condiciones de pobreza? Es igualito a los otros, ya verás, decía Jorge. No seas pendejo, algo así respondía yo. La madrugada nos sorprendió, descuidando la discusión y mirando a dos de las mujeres que trabajan en el lugar. Estaban ebrias, sentadas alrededor del inodoro del baño, medio abrazadas. No se podía precisar qué hacían ahí. Quizás alguna de las dos acababa de vomitar. Ambas parecían mareadas. Tampoco podía saberse si reían o lloraban, si reían y lloraban, todo al mismo tiempo. Una era gordita y de poca estatura. Vestía unos shores negros y unas botas baratas. La otra era morena pero yo la recuerdo muy pálida, quizás estaba enferma. Tenía el pelo ensortijado y una sonrisa melancólica. Un borracho, afuera, junto a la barra, las esperaba. Parecía furioso. Mostraba su impaciencia haciendo sonar una botella de cerveza sobre el mostrador. Les gritaba algo que ya no recuerdo. Pero las dos mujeres seguían igual, sin hacerle ningún caso. A veces se agarraban de las manos. Con las nalgas pegadas al piso, como dos morsas sin pasado, sin edad, vencidas por la luz del bombillo que guindaba desnudo del techo del baño.
Fue en un instante, cuando la gordita ladeó la cabeza y de pronto reparó en nosotros. La puerta del baño estaba entreabierta y, desde su posición, parecía que la mesa junto a la que Jorge y yo estábamos de repente se hubiera detenido frente a sus ojos. Con un gesto, casi risueño, nos preguntó si podíamos ofrecerle un cigarrillo. Ese ademán mínimo fue suficiente: el borracho rompió la botella contra el borde de la barra y se quedó con un trozo de vidrio en la mano. Yo me incorporé rápidamente, no sé muy bien para qué. En realidad no iba a pelearme con el borracho. Quizás me paré con la intención de salir huyendo, pero tampoco lo hice. Me quedé de pie, mirando las botellas de ron que estaban en el estante detrás de la barra, mientras el encargado del lugar y otro sujeto trataban de controlar al borracho, y las dos mujeres reían o lloraban, y se abrazaban de nuevo, apoyando los codos en la taza del excusado.
—¿Tú crees que así vas a llegar a ser un escritor famoso?, preguntó Jorge, en medio de una carcajada, cuando salimos del bar hacia la noche.
Una semana después, Arismendi ya estaba organizando nuestro futuro libro, una antología del novísimo cuento rebelde venezolano. Ahí, en esas páginas, estaríamos todos, es decir, los seis que formábamos parte del taller, y el mismísimo Arismendi, quien aseguraba estar trabajando ya en un par de cuentos.
Seguía vehemente, aunque nos pedía discreción: no vaya a ser que nos roben la idea, ¿ah? Arismendi llegaba a cada encuentro con enormes cantidades de material para nutrir nuestra inspiración. ¿Vieron lo que salió en la prensa? ¡Con la nueva constitución se alargó el período presidencial y se aprobó la reelección inmediata! ¿Alguno escuchó el discurso de anoche? ¡Cinco horas, carajo! ¡Estuvo cinco horas hablando! A mí me late que ése podría ser un buen tema: ya Chávez ha realizado tantos viajes al exterior que se calcula que, este año, le ha dado la vuelta al mundo tres veces. ¡Esto no es una revolución! ¡Es un lujo petrolero! No, no es algo que yo les quiera imponer, pero se me ocurre: cada vez que el Presidente dice que quien no está con él, está contra a él, recuerdo la gran tradición literaria latinoamericana de la narrativa del dictador. Sólo es una sugerencia.
Hasta que, una tarde, Jorge dijo que no, que él, más bien, sólo quería escribir un relato sobre su padre. A Arismendi se le arrugó el páncreas. Jorge ni se dio por enterado. Su padre era un pensionado del Seguro Social. Tenía casi ochenta, mala salud y peor humor. El cuento era, según Jorge, sencillo: con el paso de los años, su padre se había ido convirtiendo en un hombre desconfiado, con un gran temor ante lo que lo rodeaba. Ese miedo lo había ido llevando a tener una relación enfermiza con el dinero, con el escaso dinero que tenía. Obsesionado, caminaba todos los días hasta una agencia bancaria, cercana a su casa, con la intención de constatar que sus ahorros seguían ahí: en la cuenta que le había dado el Seguro Social. No había manera de convencerlo de lo inútil y descabellada que era tal acción. Se ponía peor: empezaba a sospechar que por una oscura intención estaban intentando evitar que fuera al banco. Algunas veces llegó a hacer el mismo viaje y el mismo trámite dos veces: mañana y tarde. El desenlace de la historia tenía que ver con la mañana en que el padre de Jorge, saliendo del banco y en plan de regresar a su casa, se detiene frente a un espacio, una breve habitación rodeada de vidrios, donde hay cuatro cajeros automáticos. Mira el lugar como si lo mirara por primera vez. De repente, parece tocado por una iluminación. Como encandilado ante un hallazgo superior, observa cómo la gente consulta su saldo en pequeños papelitos que luego tira al suelo. Aprovecha, entonces, la salida de un cliente para introducirse en el recinto. Desde entonces, cada día, pasa varias horas ahí, recogiendo con algún disimulo los papeles del suelo y leyéndolos rápidamente. A veces sonríe. Otras, con cierta rabia, devuelve el papel al suelo. En ocasiones se guarda alguno en el bolsillo de su pantalón. Y eso es todo, dijo Jorge.
Nos quedamos por unos instantes en silencio. Yo le pregunté si la historia era real. Jorge tan sólo asintió. Arismendi, algo incómodo, le preguntó si su padre era chavista. Mi padre no sabe en qué país vive, contestó Jorge.
Cuando terminó el semestre casi nadie había terminado su cuento. Arismendi dejó la universidad, o tal vez lo corrieron, quién sabe. No lo volví a ver sino tres años después, en el entierro de Jorge. En todo ese tiempo, la situación en Venezuela había empeorado de manera catastrófica. Más que un país éramos un naufragio. Los setenta y cinco mil millones de dólares que, gracias a los altos precios del petróleo, recibió la revolución bolivariana, habían pasado a formar parte del eterno arte de las evaporaciones de nuestra historia nacional. El país estaba en quiebra. Teníamos casi dos millones de personas desempleadas. Los índices de pobreza no habían variado. Las denuncias de casos de corrupción se multiplicaban lujuriosamente. La única obra palpable del gobierno era un nuevo avión presidencial. Aun así, el discurso de Chávez continuaba siendo un grito de guerra. La sociedad estaba radicalmente dividida. Sólo se podía ser chavista o anti—chavista. La violencia era como una humedad que nos empapaba a todos, que nos envolvía, contenida pero en guardia, siempre a punto de. Se decía que desde el gobierno se organizaban brigadas armadas para enfrentar a cualquier disidente. Colgada en un lugar cercano al palacio de gobierno, firmada por las células bolivarianas, una pancarta decía: «No nos asusten con la muerte porque somos amantes del martirio»
El 11 de abril, una multitudinaria marcha, convocada por la sociedad civil, fue atacada por las balas de unos francotiradores. Murieron 18 personas. Una de ellas fue Jorge. Yo no estaba ahí, no fui a la movilización. Me enteré de todo a través del noticiero. Me enteré de Jorge porque un amigo me llamó. En esos momentos todo era confuso. Como si el país se nos hubiera perdido detrás de los párpados. El improvisado alzamiento, torpe y autoritario, no duró tres días. Cuando los militares le devolvieron el poder al Presidente, nadie entendía qué pasaba. Un video le mostró al mundo a algunos de los que dispararon desde un puente en contra de la muchedumbre. El Presidente aclaró que se trataba de un caso de defensa personal. Cuando estábamos en la morgue, esperando el cadáver de Jorge, un funcionario, algo apenado, nos dijo que todo había sido una lamentable casualidad. El disparo ha podido darle a cualquier. A ti, a mí, a cualquiera. Mala leche.
Pocos meses después vi la reseña en los periódicos. Arismendi presentaba un libro de relatos. Por fin aparecía una foto suya —flaco, alto, no huesudo— en la portada de las páginas culturales. No fue difícil deducir que había persistido en su objetivo: el libro se llamaba «Días de sangre». El titular de la prensa anunciaba que eran «historias de un país en resistencia». La presentación se realizaría el 11 de julio, en la noche y en una importante librería, como parte de los actos de conmemoración de la masacre del 11 de abril. Hernán Martínez, un dirigente de la sociedad civil opuesto al gobierno, tendría la responsabilidad de ejecutar las palabras de honor. Prohibido olvidar.
Llegué tarde a la librería. Había un grupo bastante grande de personas. Casi todos hablaban sobre el éxito de la marcha que se había realizado ese mismo día. También había vino. En una mesa, en una esquina del local, estaban dispuestos pequeños grupos de libros, alrededor de un cartel que repetía el titular de la prensa: «historias de un país en resistencia». Tomé un ejemplar y lo hojeé de manera rápida. Como pellizcando con la vista cada título, el inicio de cada relato. Hasta que llegué al séptimo cuento. Se llamaba «Saldo en Rojo». Era la historia que había escrito Jorge, la historia de su padre yendo al banco, anclado en una pecera llena de cajeros automáticos, recogiendo papelitos. Arismendí había maquillado el relato, agregando, además, la propia experiencia de Jorge, inventando que el anciano era antichavista, un héroe asesinado en la marcha del 11 de abril. Casi se me cayó el libro al suelo. Como una piedra. Estaba paralizado. No sabía qué hacer. Alcé la cara y traté de buscar con la mirada a Arismendi. Nunca lo vi. Luego oí que alguien comentaba que una juez acababa de dejar en libertad a los francotiradores que hacía tres meses habían disparado, desde el puente, en contra de los manifestantes. Así le respondía el poder a la oposición. Sentí la lengua llena de óxido. Salí. La noche sólo fue un aliento verde.
Tomé un taxi sin saber muy bien a dónde ir. Media hora más tarde me encontraba en ese bar de ficheras, cerca del antiguo terminal de autobuses, sentado en la misma mesa de aquella noche. El lugar estaba casi vacío. Ni siquiera había muchas mujeres. La puerta del baño estaba cerrada. No había ninguna gorda con shores y botas baratas. Tampoco una morena pálida. Ni un borracho impaciente. Pero eso era lo único que yo quería ver, lo que estaba buscando. Que ahí estuvieran, honestamente borrachas, con las nalgas pegadas al frío del suelo, casi abrazadas al altar del inodoro, vomitando, riendo o llorando, riendo y llorando, todo al mismo tiempo. Así me quedé, como esperando un instante, un movimiento sin sentido, el simple gesto de pedir un cigarrillo. Esperando oír los gritos de cualquier hombre perdido en una barra, la botella quebrada, una esquina de vidrio jugando a ser puñal, unas mujeres mareadas bajo la desnudez de un bombillo. Y yo de pie, mirando un estante lleno de botellas de ron. Y yo, sólo así, sin entender nada, sin saber qué hacer, si quedarme o huir, sin saber en qué país vivo.