Me siento viejo. Decaído. Ayer tuve la certidumbre y hoy me pongo a contarlo. Saberse viejo no es fácil. Sobre todo, porque nunca quiere saberse. Pero la verdad llega con unas lucecitas que nos acribillan los ojos. Con un aleteo. Con unas cortinas que se descuelgan en el cielo. Si esto se cuenta, dicen que es la locura. Siempre es más fácil que a uno lo acepten por loco que por viejo. Ese es el verdadero origen de la sabiduría del diablo: las locuras que cometió en la corte celestial. Fue altanero. Frívolo. Indiscreto. Se las daba de bien parecido. Un viejo sabe que ya no parece bien. Ni que es más poderoso que cualquier otro. Ni que puede iniciar cualquier movimiento revolucionario, con carácter de líder. Es más: no puede iniciar ningún movimiento con la misma prestancia que antes lo hacía. Lo que pasa es que nadie, a cierta edad, quiere enfrentarse con la certidumbre.
Pero uno escucha. Uno oye que las rodillas al doblarse tienen otro ruido. Sabe que el dolor en la cintura vino sin causa. Dije que uno sabe y ello es lo correcto. Porque si se trata de oír, ¿qué es lo que no se oye? Ya no se oye nada, sino un rumor confuso, un sonido que no es el mismo, una musiquita y a veces un runrún que nubla todo y es casi un anuncio de la muerte.
Nunca me gustó hacerle caso a rumores. A los rumores de afuera, pues cuando vienen de la cabeza, ¿qué hace uno? Es así entonces que para no enloquecerme como el diablo, prefiero envejecer… es decir… no es que prefiera, sino que no hay otro remedio y la locura en mi caso se tarda, se hace la loca, planea, la muy ingrata, pizpireta, alegre, indiferente, sobre mi cabeza.
Tampoco es cuestión de no oír. O de oír cosas que los demás no oyen. Es cuestión de no ver. O ver otras cosas que los demás no ven. La oreja se me ha hecho atenta a unos tamborcitos del corazón, golpes simpies, ahuecados, secos, que vienen de pronto y se pierden y vuelven cuando uno menos los espera, saltando como ratones debajo de la piel y a veces se suben a los ojos y las cejas, la parte de arriba de los ojos, todo se pone a temblar. Cuando eso ocurre creo que me estoy quedando bizco. O que todo el ojo se me va de lado. Es entonces cuando viene la ausencia, porque ya no está la idea ni la palabra ni los recuerdos sino todo el clamor del cuerpo volteado hacia ese punto donde tiembla la piel y se piensa que el corazón se va a salir por el ojo. No sé si los demás se dan cuenta. Y si se dan, es seguro que se lo atribuyen a la loquera o al desparpajo o a la desconsideración que tenemos con los amigos al dejar que hablen solos, sin ponerles atención. -No te me pierdas en las ranuras del cielo», me dice Joaquín cuando esta situación se presenta, Al final caigo en cuenta y le pregunto: ¿Cuál ranura?… ¿Cuál cielo… Pero con ello sólo demuestro que sigo estando perdido y que voy entre las nubes persiguiendo los latidos, detrás del tambor, con ángeles y flautas que se agregan, cintas y papeles coloreados, cuerdas, algún faro, cierta embarcación, los cohetes que estallan y los pañuelos que dicen adiós
Evidentemente, me estoy poniendo viejo. Ponerse viejo es perder la memoria. Pero es también ensartar otras visiones, Como las ya dichas. Uno es así, pongámonos sinceros, porque quiere jugarle trampas a las palpitaciones. Pero éstas son taimadas, abusivas. Se comen hasta el antebrazo, Llegan a veces hasta los dedos, Y saltan como ranas o lagartos intermitentes. Y digo una cosa: el salto es más grave, más llenador de miedo, cuando uno está solo. Porque ya no es cuestión de olvidar al que habla, sino de olvidarse de uno mismo, esquivar el cuerpo, sacarle el cuerpo al cuerpo, eso es, hacerse el desentendido, pensar que los brincos son cosas de los nervios, pero los brincos están allí, vivitos y coleando, molestosos, arbitrarios, levantando las venas, hasta que dan carreras y se aposentan en el pecho donde comienza un dolor. Podría ser la muerte inmediata. Uno espera lleno de miedo y ansiedad.
Pero la muerte se tarda. El dolor es seguramente un gas, y la mala digestión, y vuelve otra vez la vida porque las cosas no pueden ser así, tan duras, y se empieza a respirar, el aíre es más benigno, el aire pasa de verdad por las ventanas de la nariz y entonces se está como para volver a comenzar.
La vida, según siempre dijeron los párrocos y los maestros de escuela, sonríe. Allí están entonces las visiones que suplantan la memoria perdida. Allí vienen los pájaros cantando en la cabeza del caballo y la guitarra que cubre todo el marco de la ventana y los arlequines que bailan sin ton ni son pero es que suenan las campanas y las muchachas quieren lucir vestidos nuevos como fue en otro tiempo junto a la escuela el día de la fiesta patronal y ellas parecían señoritas de las revistas, señoritas venidas de muy lejos, con sus tules y sus grandes sombreros contra un sol que no hacía caso porque era un sol en serio y las ventanas y las bocas de los aleros rechinaban como debía ser, con un sol de parranda y licores perfumados por astromelias y malabares hasta el toque exacto de la orquesta que bajaba por la calle real.
Eso era una fiesta. A cada momento, cuando envejecemos, se nos mete una fiesta por cualquier parte. Pero siempre es una fiesta lejana, imprecisa, algo que ocurre cuando nos quedamos lelos y queremos huir de las palpitaciones. Ahora, en este momento, no hay ninguna fiesta. Quiero contar lo que me pasa. Y eso es todo. Frecuentemente, muy pocos quieren saber de uno. Y hasta uno mismo quiere también olvidarse. Pero luego viene el deseo de existir, de estar aquí, de hacer algo contra el malestar y la tos, meterse entre las hojas y los ruidos que vienen de abajo. Desde abajo, digo, porque estoy escondido en una habitación que da a la ciudad y ella se mete si abro la ventana y yo me meto si me asomo y empiezo a volar por calles y terrazas, salto entre las luces y los autos, me pierdo entre sonidos, metales, cornisas, y un poco en el verde del cerro y el cielo que desdobla allá lejos y se pone brillos y colores como le da la gana, entre mañana y tarde, entre tarde y medio anochecer.
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Me desprendo y no guardo ningún orden. Es muy claro. Envejecer es andar a tientas, tropezar, darse con las sillas que se atraviesan, confundir las paredes y las llaves, apostar a todas las cerraduras y golpearse con los estantes, los libros y los muñecos de porcelana que mueren despezados.
Es la vida vuelta pedazos, hecha polvo. Algunos trocitos fueron a esconderse bajo la mesa. Algún ojo del muñeco está debajo de la silla. Los brazos deben andar por allí. Los muñecos multiplican su muerte, mueren de muchas muertes, se derraman para que la existencia se quede en las rendijas, se cuele entras las basuras y los papeles amontonados, desaparezca, así no más, con simpleza, sin sonido, muy de blanco, con un color rojo apenas en el rincón, brillando, un colorcito que debió ser la parte del lazo en el cuello o la boina azul de marinero muy tieso, muy así, muy de este modo en el muelle solitario contra un fondo de veleros y una embarcación llena de manchas salitrosas… Pero es mentira… Ese marinero solo lo veía yo así. Lo veía junto a otras cosas para calmarme las ganas de viajar. Venía de lejos. Atravesó el océano en el baúl de la tía Ermelinda y olía a función de opera, a retazos, a pomada para las noches sin sueño. Olía a carnaval de solterona, a baúl viejo, a tela rota. Olía a lo que era: a porcelana. Todas las porcelanas huelen a lo que recuerdan. Si el muñeco no estuviera roto estaría en la orilla del mar. Si no estuviera en el muelle estaría en una tienda. En la vitrina donde lo cubrirían de cintas y pañuelos. Lo festejarían con luces. Y desde su asiento de cartón-piedra mira a los transeúntes que lo miran, las señoras que lo escrutan, los muchachos que se burlan de él. Se queda solo, después. Yo lo he visto desde lejos, cuando todo el mundo ha pasado y comienzan a bajar las puertas de los comercios porque ha llegado la noche y el viento cae por lo orilla de los edificios.. un viento que lo pone a uno de lado, así, muy de perfil, listo para entrar en la vitrina antes de que la puerta caiga con su estruendo de metal y se logre habitar junto a las libretas y las cajas de hilo y los botones y las plumas de avestruz y los caireles y los ganchos y las espigas de plástico tan secas como si el sol se las hubiera tragado por mucho tiempo, como si la tierra todo se hubiera puesto agrietada y reseca, la tierra apretando su propia muerte, su propio encierro, su tristeza almacenada bajo llave en el bazar escondido cuando la ciudad se ha vuelto nocturna.
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Yo vuelvo aquí, de vez en cuando, como ahora, a ponerme a escribir para alejar tanto vacío, a ponerme a escribir porque no hay otra cosa que hacer y se borronean los papeles con la idea de que alguien los encuentre alguna vez… pero… tampoco… eso no es… eso lo hacen los escritores y los hombres que se creen importantes para dejar sus memorias… yo no… si pongo aquí estas letras no es por pasar a la historia (así dicen también los que quieren pasar), ni para que alguien me tenga lástima. Ni siquiera lástima doy. Y eso es lo grave. Uno anda todavía medio bien vestidito con su chaqueta marrón, gastada en las puntas, pero buena todavía para dar presencia, con la camisa verde y la camisa amarilla y la camisa de rayas que por cierto yo mismo las lavo de vez en cuando porque Elodia se tarda en venir y parece que no venderá más o a lo mejor sí, porque ella es la única que tiene de veras cuidado y no los amigos que ni vienen ya… No viene nadie…
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Antes dije que ni siquiera daba lástima. Eso es. Los demás creen que uno puede valérselas muy bien, que todavía hará algo por vivir. Y es verdad. Hago algo. Pero es allí donde está el problema. Salgo a rondar por la ciudad y a los doscientos metros ya me duelen las rodillas. Pienso que será el frío, pero no hay frío porque hace rato sudaba y entonces también pienso que será el sudor que se cuela en las corvas y me engarruña los dedos y yo empiezo a meterme mentiras diciéndome que fue que dormí mal, que me di vueltas bruscamente, que esa silla – esta silla – es muy dura y me deja sus marcas, como todas las cosas dejan su marca. El cinturón me marca la cintura. No debo apretármelo tanto. Pero si no lo hago se me caen los pantalones porque en verdad no tengo cintura. La barriga se asoma con imprudencia a pesar de lo flaco que me he ido poniendo, de lo ajado y marchito, de lo inútil. Pero lo que molesta no es tanto que uno se parezca a un tronco seco, a un pedazo de cartón, a una lata golpeada contra los muros y las cercas los días de ventarrón o cuando los perros se lanzan a correr y se llevan por delante las cajas y las basuras y todo reguero vidrioso, húmedo, con la calle solitaria y el pedazo de edificio atravesado… Yo no sé por qué en este barrio los edificios siempre se atraviesan. No están construidos como Dios manda. Se les sale una pared, algo que sobra o son muros sin terminar que caen sobre el baldío lleno de desechos, envases inservibles, tiras de cuero, periódicos y uno que otro gato, apenas ojos y cola, porque se ve y ya no se ve. Pero es que no se ve a nadie. Arriba, en los balcones, están las mujeres asomadas. Están unos muchachos lanzando cosas a la calle. Se prenden y apagan las luces. Están preparando el bullicio de una música.
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Pasan los automóviles allá lejos, en la avenida. Es el mismo camino que hago y deshago cuando la tarde no se ha ido completamente y las sombras caen por el lado derecho de la farmacia, más allá de la construcción de ladrillos que nunca terminaron. Quedó un hueco grande en lo que iba a ser el tercer piso y por allí se mete la noche o se termina de esconder el sol. Al menos yo lo veo así. A cierta edad se tiene el propio atardecer… Las crónicas y descripciones, que yo he leído, siempre dicen así: en el atardecer de la vida. Para crear cierta dignidad y llevar las cosas poco a poco, mintiendo ellos, mintiéndole a uno y uno también mintiéndoles porque no hay ninguna dignidad, uno es llanamente un viejo de mierda y no quiere reconocer su propia mugre porque no está tan hediondo como para que vengan las brigadas del Aseo Urbano a buscarlo en sus enormes camiones con rodillos que dan vuelta y trituran los desechos… Muchas veces me he imaginado entrando en esos dos moledores y me aplastan la cabeza y los huesos traquean mientras se extiende por todo el vecindario un olor a naranja reventada, olor fuerte a orines, olor de albañal, olor de aguas negras y el camión triturando lentamente con su ruido infernal, con su color azul, con sus manchas de basuras muy viejas, porque hasta las basuras sueltan basuras. Uno, ya hecho nada, suelta también su nada, sus migajas, su no ser más que un trapo desgarrado, su no… no. Pueden ir deshilachando con lentitud el cuerpo y agarrarán un trocito de riñón vuelto hilo, un hígado vuelto madeja, un cerebro en pelusas, los huesos de tiza y cal, el corazón vuelto flecos.
