literatura venezolana

de hoy y de siempre

Un país. Una década

Jun 22, 2022

Salvador Garmendia

He creído prudente comenzar invocando la presencia de una década; los años 60 de este siglo y treinta y dos de mi calendario particular, años que muy pronto, más pronto de los que creíamos, comenzarán a formar parte del siglo pasado y casualmente, también del milenio. Sé que, de esta manera, vamos a situarnos en el terreno más adecuado para entrar en contacto directo con el tema, nuestro tema, que hemos querido llamar Un país, una década. Y es que de todas maneras parece que ya no hay forma de mirar hacia atrás, desde el tope de la centuria, sin que se interponga, cerrando toda perspectiva, esa especie de ola colosal de los años 60, cuyo espectro aún se eleva por encima de nosotros a modo de centelleante espectáculo. A muchos que fuimos sus participantes más o menos activos, ese montaje extravagante nos dejó sin respiración por largo tiempo y hasta es posible que aún queden algunos por allí, todavía con la piel erizada, preguntándose si fue verdadero todo aquello, si ocurrió de verdad. Por mi parte, estoy convencido de que la década meteórica en efecto tuvo lugar y el espectáculo dejó momentos sobrecogedores y relámpagos que todavía destellan. Fue al fin y al cabo un cegador juego de luces que se extinguió hasta consumirse, sin esperar a que bajara el telón y dejó la tarima vacía y las armazones chamuscadas. En este momento, una imagen se proyecta con perfecta fidelidad en  mi conciencia. Vuelvo a ver y muchos de ustedes seguramente podrán acompañarme en esta recreación, vuelvo a ver, la secuencia final de Woodstock, el histórico reportaje cinematográfico de esa asombrosa concentración humana, impulso espontáneo de una generación sin amos que hizo detener la respiración del mundo como si se tratara de una mágica resurrección. Fue el traslado a la rutinaria realidad de una estampa religiosa coloreada con espontánea ingenuidad y amplificada muchos miles de veces. La cámara nos hace subir a la tarima, donde unas horas antes Jimi Hendrix había expropiado el himno nacional norteamericano y lanzó por los aires sus compases entre aullidos eléctricos. Desde esa tarima, podemos tener la visión completa de la gran explanada que albergó durante tres días a una multitud de 300.000 jóvenes; una concentración como sólo habían podido ser vistas, en las concentraciones políticas facistas, anteriores a la segunda guerra mundial. Lo que tenemos a la vista es un amanecer mojado, desanimado, pálido. Sólo alguna pareja retrasada vaga inútilmente entre los desperdicios, que el aire fatigado apenas consigue remover un poco. Nada ha quedado por aquí que no sea desolación y abandono. Ni cuerpos ni almas ni música ni humo ni nada que recoger del suelo. Un minuto después, las cámaras se apagan. La pantalla ha quedado vacía. Aquí, la década nos está enseñando su legado.

Podríamos agregar como epitafio o dejarlo nada más como hoja al viento, la postrera severidad y el sonido crepuscular y reflexivo de un poema, sólo un fragmento que nos devuelve a uno los ángeles caídos de la era, Jim Morrison:

Aún permanecen y en

sus silenciosas habitaciones vagan

las almas de los muertos,

que no pierden de vista a los vivos.

No tardaremos en cruzar

las paredes del tiempo. Nada

añoraremos

excepto unos a los otros(1).

En medio de esta algarabía formal y esta avalancha de rupturas e irreverencias que impregnan de vibraciones la década de los sesenta, Venezuela se enfrenta al advenimiento de un nuevo periodo de democracia política. En aquellos primeros momentos, todo ocurría en la calle. Los acontecimientos se desvanecían en el aire antes de cumplir veinticuatro horas. Durante el gobierno provisional, Caracas vivió más de un mes sin policía y aunque nadie, tal vez, pueda recordar de memoria lo que pasó, el hecho es que todos lo vivimos alegremente, sin preguntar nada. Las ilusiones se desbordaban sobre una realidad sin referencias inmediatas, que parecíamos ir inventando cada día. Fue como la propagación de un brote de acné juvenil, que penetró sin miramientos hasta en los sectores más indiferentes de la sociedad.

Los que intentábamos acercarnos a la literatura de creación, desde los comienzos de la década anterior, tuvimos que enfrentar en esos años un horizonte oscuro, que el régimen militar de Marcos Pérez Jiménez había establecido, sin decirlo. Era las pautas y procedimientos de un nacionalismo castrense y de ceño fruncido, más de estilo que de contenido. El estilo, era el mismo que habíamos conocido en épocas anteriores (les advierto, que el caminar hacia atrás, sin mirar, es una de las gracias más delicadas que adornan la historia del país); es decir, el criollismo amanerado y saltarín de los grupos folclóricos oficiales, los corridos llaneros trasplantados y los murales indigenistas barrocos que adornaron (y aún siguen allí lloriqueando), algunas de las obras públicas emblemáticas del régimen, abrumadores exponentes de un realismo socialista pasado al enemigo, que recuerdan los envoltorios del chocolate La India, una de nuestras industrias tradicionales más perseverantes. En cuanto al contenido de estas obras, al ser estéticamente inexistente, ya no es posible recordarlo sino como una broma pesada.

En esos años, fue interrumpida en el país la celebración del 1” de Mayo como día internacional del obrero, bajo presunción no totalmente equivocada de comunismo y se le sustituyó por la llamada Semana de la Patria, cuyo distintivo más visible consistía en que la concurrencia a los actos era obligatoria. Todos íbamos al gran desfile vestidos de liquiliqui blanco, la prenda nacional cuyos orígenes derivaban, al parecer, de la antigua China. (No asombrarse, por favor, porque casi todas las manifestaciones del folclor venezolano son de importación; el whisky, por ejemplo, cuyo patrimonio no nos importa compartir con los escoceses). Recuerden el llamado traje Mao: blusa blanca o gris, de dril, cerrada al cuello, mancuernas doradas, sólo si llueve a tiempo ese año, y yuntas de oro en los puños, si la cosecha no se pasma. No sé decirles si esta vestimenta forma parte también de la tradición rural de otros pueblos del continente. Pero de todas maneras debe haber gozado de un enorme prestigio en nuestra vecina Colombia, porque fue el traje que llevó Gabriel García Márquez a Estocolmo, como sustituto de la etiqueta tradicional, durante la ceremonia de entrega del premio Nobel de literatura. Cuando vi a nuestro gran fabulador, el Gabo, de pie en el imponente escenario del teatro de la Ópera, recibiendo su galardón en caribeña vestimenta blanca, me pareció que nos estaba metiendo un embuste. En ese momento, el costeño jovial e indocumentado, que treinta años antes había pateado las calles de Caracas como reportero de una revista semanal de dudoso prestigio, bien hubiera podido salir volando en medio de la estirada ceremonia y a todos nos hubiera parecido natural. Ya el prodigio estaba hecho, y en liquiliqui, por demás. ¿Qué más queríamos los venezolanos? No nos tocó el premio Nobel, pero lo recibimos en espíritu, al prestar el traje nacional para la ceremonia.

Viendo al Gabo ese día por la televisión, creí que se parecía a un tío mío, que usó esa misma prenda todos los días de su vida; el traje básico masculino, el uniforme de los hombres de trabajo, recios y madrugadores. Pero el fanatismo nacionalista de mi tío tuvo que ser más bien de naturaleza decorativa, como correspondía a Una persona que siempre supo mantenerse fuera de cualquier actividad productiva. Casi me parece verlo pasearse todo el día de ida y venida por una pasarela, modelando su liquiliqui recién almidonado y asperjado con agua de azulillo. De todas maneras, esa era la estampa regular de los venezolanos del siglo pasado; o para decirlo con más exactitud, la de los pobladores de una centuria, cuya permanencia en el tiempo se prolongó irregularmente por lo menos hasta 1936, año de la muerte del dictador, General Juan Vicente Gómez. (Advierto, que desde hace unos cinco minutos, vengo hablando de Venezuela y ya he nombrado la dictadura dos veces.) Gómez gobernó como se sabe durante 27 años, un período raleado por extrañas pausas depresivas del patriarca, que oscilaban entre la decepción y el aburrimiento, durante las cuales acostumbraba retirarse clínica y constitucionalmente a sus haciendas (quiero decir que hacía enmendar la constitución para esos fines), y allí se dedicaba a alternar con las especies de su zoológico particular, su jardín de Las Delicias íntimo. Los animales no hablan ni ríen. El viejo general malencarado, descansaba, pues, en familia. En el intermedio, alguna persona de su confianza, preferiblemente un Doctor, asumía la carga institucional y protocolar del Estado.

Y resulta que mientras hacía memoria de ese hermano de mi padre, que se me pareció al Gabo en liquiliqui, me di cuenta de que estaba elaborando, sin proponérmelo del todo, un prototipo de la Venezuela de antes del petróleo; la Venezuela agrícola o del café; pobre vergonzante, analfabeta, enfermiza y secularmente despoblada. Tres escasos millones de habitantes, distribuidos, por condicionamientos geográficos, en algo más de un millón de kilómetros cuadrados. Nos sobraba terreno por todas partes. Pero la agricultura jamás floreció. La tierra empobrecida pasó de vergel a rastrojo. Los rebaños de las llanuras se quedaron en estado salvaje. Y era que el campesino de mi país, durante el siglo XIX, estuvo mucho mejor preparado para la vida militar que para el trabajo del campo. El trabajador rural en Venezuela fue soldado antes que labriego. Le tocó hacer la guerra de independencia, cuando los terratenientes criollos se volvieron patriotas y se eternizó como recluta y carne de cañón, bajo el mando de esos mismos patronos o de sus descendientes, centristas unos y otros liberales. Las guerras se acabaron en 1909, sobre un país en ruinas, tras el incruento golpe de palacio que llevó a Juan Vicente Gómez al poder. El brujo, como supo llamarlo el único de sus panegiristas, el colombiano Fernando González.

Yo no sé si alguien aquí tendrá conocimiento de esa inclasificable biografía, diario personal o cuaderno de notas que aquel arbitrario antioqueño tituló “Mi Compadre”, el cual fue inmediatamente condenado al vituperio por unos y por otros. Hoy día, el sarcasmo y la ironía permanecen enterrados cabeza abajo en esas páginas, sin dejar de dar frenéticas patadas para salir. Veamos, por ejemplo, este retrato casi radiográfico del dictador en su sagrada intimidad. “No habla. Come despacio, mastica mucho, abstraído, con una sonrisa de satisfacción, los ojos por allá sin concretarse. Parece que estuviera gozando, sintiendo las delicias del alma fisiológica. A su hijo… le contestaba al rato, como si su mente viniera de un viaje por allá, por las funciones orgánicas. Es un gran poeta, decididamente. Luego, se acuesta a reposar, solo; Tarazona cuida la puerta…” En otra parte, nos cuenta lo que ocurrió el día del golpe contra su compadre y jefe militar Cipriano Castro. Gómez acudió a la casa de gobierno o Casa Amarilla de Caracas, en medio de las aclamaciones del pueblo. Aquí entran las comillas de Fernando: “Llamó al gobernador de Caracas; éste quiso resistir y hasta le dijo traidor. Gómez le dio una bofetada. Una revolución venezolana que se hizo con una bofetada”. Por cierto, a Fernando González lo adoraba nuestra bella y caraqueña Teresa de la Parra. Hasta quería devorarlo con las uñas. Ella dice: “Mis libros de Fernando González están acribillados a uñazos, pues cuando se me extravía el lápiz les doy con la uña”.

Partiendo de la muerte de Gómez y la consecuente entrada del siglo XX a Venezuela, hasta el 1° de enero del 48, se extiende un arco de dificultades, turbulencias, errores e improvisaciones, empujones salvajes, paradas repentinas y retrocesos inmisericordes, que nos lleva directamente al arranque de los imprevisibles años 60. Fue, en cuanto al arte y la literatura, el punto en que se decide nuestro reingreso a la modernidad, al mismo tiempo que el cese repentino a un aislamiento internacional infecundo que permitió a los venezolanos vivir en la luna, con las vitrinas llenas de lujos importados y una jactanciosa y patética autosuficiencia, que sustituía grotescamente a la realidad.

La reposición del régimen democrático abre el camino a treinta años de desarrollo institucional, que hoy parece vivir sus últimos momentos, ante un escenario que nos sorprende por su incoherencia y desconcierto, en el cual no sabemos hacer otra cosa que repetir, para nosotros mismos, una especie de parodia tonta que nos hace reír.

Sería necesario preguntarnos ahora cómo ha sido el proceso que ha dado lugar a la formación de la sociedad venezolana actual y hasta dónde y de qué manera los escritores hemos tenido participación en este movimiento. De mí mismo, puedo decir que la adolescencia me alcanzó haciendo equilibrios en la raya de dos países. El viejo territorio rural, mortecino que estaba desapareciendo en la indigencia sin dejar nada de valor detrás suyo y la nueva era desquiciante y acelerada del petróleo, que llegaba con todos los hierros y de una sola vez; importadora, consumista, derrochadora, carnavalesca, democrática y vulgar. La nuestra venía a ser una democracia mimética, cuyas primeras chispas prendieron espontáneamente entre los cabeceos del anciano dictador, al comienzo de los años treinta. El sistema se fue organizando un poco al tacto, con la adopción apresurada de conductas, inclinaciones, prácticas y maneras de ser superficiales que se introdujeron en la naciente clase media, sin que fuera necesario retirar de su lugar al anciano patriarca. La nueva población urbana fue uniformando sus proyectos insurgentes de vida, sin prescindir del amparo indiferente de la tiranía. En ese sentido, es significativo observar cómo los descendientes de aquellos pioneros aún se resisten a abandonar la nostalgia del despotismo que les sirvió de guía. En este momento, hallándonos a las puertas de un descalabrado proceso electoral, a muchos les seduce la posibilidad de llevar un militar a la presidencia. Pareciera que la sociedad civil como el adolescente inexperto, desconfía de sí misma lo suficiente para no querer gobernarse sola y de una vez confiesa su patética inclinación a obedecer.

Pero regresemos prudentemente a la propia rendija. Aquí nos sentimos más cómodos para hacer resbalar la mirada sobre lo que acontece en un país que todavía mezcla y sobreimpone sonidos de fanfarria y de marcha triunfal, con el viejo lloro campesino y el chin chin de los lamentos y penalidades. Hacia mediados de los años cuarenta, la democracia solía hacer apariciones en el escenario nacional, intermitentes y a ratos devastadores, que emulaban los accesos de fiebre fría, tan comunes entonces. No creo que quedara mucho tiempo libre en aquel momento para dedicarse a la meditación, pero de alguna manera, como elegantemente apostillan los conferencistas, tuve la convicción temeraria tal vez, aunque irresistible, de que mi carrera iba a ser la literatura y que era demasiado tarde para impedirlo. Al mismo tiempo, había recibido algunas advertencias acerca del carácter más bien heterodoxo de la profesión de escritor. Era evidente que el escritor venezolano obtenía prestigio y posición, antes por medio de la acción política que a través de los libros. Más bien, parecía que el haber publicado libros y que éstos hubieran sido leídos por algunas personas fuera la condición menos determinante para alcanzar el diploma virtual de escritor nacional. Poetas renombrados ha habido de los que nadie recuerda un solo verso. Sin embargo, los sombreros se levantan a su paso en las escalinatas del ministerio. Nuestros grandes hombres de letras han tenido que ser también receptores a veces desventurados del poder. Rómulo Gallegos fue presidente de la república. Arturo Uslar Pietri, ministro, jefe de partido y candidato a la primera magistratura. Andrés Eloy Blanco, ministro y orador político. El país pide algo más que letras. Quiere algo que suene, que relumbre. Espera cualquier cosa que no desfallezca en la sombra como José Antonio Ramos Sucre o que no se diluya voluntariamente en el gris de un cuarto de pensión, como Julio Garmendia.

“Profesión”, pregunta el funcionario que llena una planilla. “Escritor”. “Perdón, quiero decir, qué hace usted”. La literatura en nuestros países no es un hacer. Tal vez puede llegar a ser un perder. ¿Cuál es entonces el “papel” del escritor? Yo lo veía como un montón de hojas, que algún día habrá que terminar de llenar. A los 18 años fui escribiente del Registro y Sorteo Militar de mi distrito. Llené millares de boletas y lo hice casi sin levantar la vista por encima de la mesa, no obstante que allí delante debían estar los personajes de mis libros, o tal vez uno solo de ellos, esperando por mí. “Profesión”, demandaba. Casi todos respondían, “trabajador”. Qué bueno, decía. Tenemos un país de trabajadores.

Pero la historia aún no había sido escrita para nosotros y no íbamos a tener conciencia de nuestra participación en la década que se avecinaba, sino cuando pudiéramos observarlo todo en perspectiva. Ahora, finalmente, ella se nos pone delante en corte transversal. Podemos verlo todo adentro en una perfecta reducción a escala provista de color y movimiento hasta en sus más pequeños detalles; ahora, cuando los acontecimientos son registrados, impresionados y almacenados minuto a minuto y los hechos humanos envejecen y mueren, muchas veces antes de que nos hallamos dado verdadera cuenta de que sucedían.

En cuanto al arte y la literatura, los 60 iban a desarrollar un ímpetu y una aceleración de tal naturaleza en el mundo que hasta una simple enumeración de los hechos se nos vuelve problemática y factible de errores y omisiones. En siglos anteriores, lo sabemos, el arte se movía con una solemne lentitud. Transcurre un siglo entre las creaciones musicales de Leoninus y Perutinos, pero la evolución del canto gregoriano que tuvo lugar en ese espacio y las sutiles variables estéticas que estos creadores propiciaron desde la llamada escuela de Notre Dame apenas pueden ser advertidos hoy por los conocedores y seguramente en absoluto por los profanos. En 1913, Igor Stravinsky desató una revolución estética y formal en Paris con la Consagración de la Primavera. La noche de su estreno, los desconcertados espectadores casi dan lugar a un motín. Cincuenta años después, cuando ya hasta el dodecafonismo empieza a pintar canas, La Consagración nos llega una que otra vez al oído como el romanticismo con tambores.

Quisiera hacer el intento de pasar la barrera y volver un poco a los años de la última posguerra, para ver si es posible vislumbrar, desde la perspectiva americana, cómo comenzó todo. Ciertas películas, algunas canciones, unos cuantos libros reveladores, nos mostraban la posguerra europea como una representación de tonos oscuros, sombríos, precedida en lo espiritual por el existencialismo sartreano. Ciudades destrozadas, estómagos medio vacios, suéteres negros, caras sin maquillaje. Las sobrevivencias, más o menos salvables, de una cultura anciana estaban siendo rescatadas de las ruinas, pero ya no traían respuestas para la vida corriente. El terror y el desaliento llenaban casi todo el espacio del mundo cotidiano. Las potencias almacenaban enormes arsenales atómicos y la sobrevivencia de la humanidad comenzaba a depender de un botón. La guerra fría afilaba cuchillos.

Nosotros en Venezuela recibíamos apenas un reflejo, un eco más o menos lejano de este cuadro social depresivo. Éramos espectadores de gradas, entre candorosos y estupefactos, boquiabiertos más bien. Habíamos seguido las incidencias de la guerra mundial como si se tratara de un campeonato mundial de fútbol. El enemigo nos estaba destrozando a goles. Nuestras defensas se derrumbaban, mientras la propaganda aliada, de mil maneras, trataba de inculcarnos una idea triunfalista en los hechos y esquemática en lo ideológico.

La entrada de la nueva década concuerda con una actitud de desafío general. Inventar, crear, imaginar, asumir todos los riesgos aunque el objetivo aún no se percibía claramente. Todo estaba en quiebra o bajo observación, aunque ahora parece que el veredicto final estaba redactado y firmado desde el primer momento. La vieja moral, las creencias, las ideologías, la conducta amorosa, hasta la música que habitualmente se escuchaba y se bailaba se había vuelto vieja e inservible. Tal vez muchos jóvenes estaban convencidos de que seguían siendo marxistas, pero al mismo tiempo se daban cuenta de que la revolución bolchevique era un cadáver momificado y que ya no había nada que hacer con las herramientas que nos habían legado los mayores. El último amanecer de la revolución mundial se vio despuntar en el Caribe. Cuba, centro de la expectación mundial en la era. ¿Pasábamos los hispanoamericanos de espectadores a actores de la historia? ¿Quién lo dijo primero? La estrella solitaria continuó alumbrando al final del camino durante un tiempo: la epifanía. Las decepciones empezaron a llegar demasiado pronto, pero el impulso que provocó aquel primer disparo de veras estremeció al mundo.

Mientras tanto, la máquina de los milagros proseguía en su faena sin control. No había fiel de balanza y los platillos bailaban una danza frenética, en medio del desplante irracional que lo confundia todo. Drogas, sexo, estridencia y un anhelo nunca satisfecho de libertad, autocontemplación y éxtasis. Los Beatles anuncian un nuevo reino, frágil, intocado, recién descubierto. La película El submarino amarillo es una canción de cuna. Santana, un músico latino de Nueva York, le mete candela por debajo a un jazz de tendencia europea, intelectualizado y a punto de ingresar a la academia, con el combustible inesperado de tumbadoras y bongoes. La música del Siglo no será la misma desde ese momento.

Bien, esos adelantados tienen ya su lugar en el cielo. Fue la década del compromiso, cuyo final se hace evidente cuando cesa el chapoteo de las consignas y los intentos por acuartelar la inteligencia entre carteles ideológicos. Casi podría decirse que los escritores recuperábamos la libertad, pero sólo dentro de una camisa de fuerza. Porque el fantasma del compromiso salió de escena sin haber aclarado completamente su papel. ¿Compromiso con qué, con quiénes y hasta dónde? Que yo sepa nunca llegó a quedar claramente trazada la línea que debía separar los territorios en conflicto: la pasión individual y el puesto de combate. Y sin embargo, si volvemos la mirada a esos años, veremos que el listado parecía muy concreto. Era cosa de ir sacando presas del sartén. La responsabilidad del intelectual ante la hora, la respuesta militante de escritores y artistas ante las desigualdades sociales, la toma de posición beligerante en el cuadro de la lucha de clases, el rechazo a la individualidad elitista y la aceptación de posiciones públicas consecuente con los movimientos de liberación de los pueblos. En estos y otros latiguillos de la anciana retórica política, ahora fatigante y estéril, se resumían las condiciones que eran la cédula de paso y el carnet de respetabilidad otorgado a la intelectualidad, nunca adecuadamente confiable.

Un párrafo de Adriano González León que proviene de 1956 ejemplifica, mejor en la forma que en el contenido, el propósito insurreccional albergado en aquellos textos vanguardistas de los sesenta. El lenguaje poético retador y beligerante hacia posible amalgamar el material de la escritura individual con el fragor y la impetuosidad destructivos de las últimas consignas revolucionarias no ortodoxas: “Existe una posibilidad fulminante que justifica el hecho de escribir. Se trata de un afilado propósito hormonal que hace trizas todas las placas aceitosas de la literatura, porque extrae su materia de los fondos viscerales, tan vilipendiados, donde estamos seguros que brota una posibilidad de resurrección”(2).

La tesis del compromiso literario y la responsabilidad del escritor ante la sociedad empezó a hacer carrera lírica en el mundo, precisamente durante esos años inquietantes. Escritores y artistas compartimos una actitud intransigente y díscola, que rechazó con igual vehemencia el conformismo, la hipocresía burguesa, como los manuales de la pálida ortodoxia marxista (denunciados un día por el mismo Fidel Castro, que terminó quedándose dormido con un manual en la cabeza).

Los diversos grupos literarios de componente juvenil que aparecieron en Venezuela en los años inmediatamente posteriores a la dictadura del 50 testifican con amplitud sobre la autenticidad de esta conducta.

El crítico uruguayo Ángel Rama, por largos años afincado en Venezuela, en uno de sus penetrantes ensayos sobre las particulares manifestaciones de la vida cultural venezolana escribió lo que sigue: “De los numerosos movimientos artísticos venezolanos que confieren su particular nota tumultuosa a la década de los sesenta en Caracas, hubo uno que se distinguió por su violencia, su espíritu anárquico, su voluntaria agresividad pública, haciendo de la provocación un instrumento de investigación humana. Fue el que libérrimamente se autodenominó El Techo de la Ballena”(3).

Quien les habla en este momento participó de esa aventura. Me acompañaron Adriano González León, narrador de amplia resonancia en el idioma, premio Seix Barral de 1967, junto a un grupo de poetas de vanguardia como Juan Calzadilla y Francisco Pérez Perdomo, Ramón Palomares, Luis García Morales, Efraín Hurtado, Caupolicán Ovalles, Damazo Ogaz, Rodolfo Izaguirre y Edmundo Aray y en especial un artista plástico y poeta Carlos Contramaestre, el gran magma de esa generación de estetas revoltosos, a quien le tocó bautizar el movimiento colocándolo bajo la mítica invocación de la ballena, a tiempo que lanzó una primera andanada con la exposición de la Necrofilia en 1962, Fue un auténtico cataclismo de cercana estirpe sadiana que sembró el pánico y la consternación en medio de la eran majadería cultural caraqueña de ese tiempo. Huesos y vísceras de animales recién descuartizados cubrieron las paredes del garaje, que sirvió de escondite para la consumación del sacrilegio. En una fotografía del catálogo veíamos a Contramaestre inclinado sobre un satánico mesón del matadero público, mientras seleccionaba las piezas más adecuadas para su trabajo. El pie de foto denuncia “El Artista en su Taller”. Más que un ademán iracundo y exhibicionista, aquella pirueta arbitraria contenía una respuesta cargada de sangrienta ironía al muy real y cotidiano ejercicio de represión armada, que la policía del régimen ejercía denodadamente en las calles.

En aquel momento, para los balleneros, como quizás para toda la literatura del Caribe, Jorge Luis Borges era todavía una advocación lejana. Un incómodo pero inquietante vecino que llegó de visita, dejó pacientemente su sombrero en la percha y se sentó a esperar. Más tarde, la lectura de El Hombre de la Esquina Rosada nos confunde todavía más, al mismo tiempo que nos atrapa en una red de imprecisiones y temblores. Esa era la lengua que esperábamos. En esa esquina borgiana, el habla que queríamos para nosotros se juega su lugar a cuchillo. Borges empieza a ser para muchos el punto de fuga hacia donde convergen y donde se extravían todas las direcciones.

El desdén arrogante de los surrealistas por la literatura como depositaria de convencionalismos y deliscuesencias es compartido por los compromisarios del techo: “lo inoportuno del ejercicio culto”, dice Adriano González León, “la triste invalidez de lo literario”. Sin embargo, un fragmento de prosa del poeta más lanzado de su generación, Caupolicán Ovalles, el cantor desbordante y profético de Yo Bolívar Rey, nunca dejará de ser lo que al parecer jamás se propuso el poeta (pero esto ocurrió muchas veces en la impaciencia de esos años, cuando muchas cosas salían de la imprenta antes de que sus autores hubieran terminado de pensarlas), un ejercicio literario pulido y preciosista y hasta con sus pases tal vez involuntarios de castiza y quevediana sonoridad. “Nuestra ciudad, rosa del monopolio, doncella del monopolio, adúltera del monopolio y señora del bien. Caracas es del mar y de los océanos y, por más que se haya interpuesto el Ávila, siempre hemos respirado aire de mar, y porque siendo ella del mar y perteneciendo nosotros a él, tenemos la evidencia de que algún cataclismo—norma de conducta de la tierra —permita el ejercicio del baile de la ballena sobre nuestras tumbas”(4).

Víctor Valera Mora, el Chino Valera, líder y cantor mayor de una nueva ola literaria semiclandestina de los sesenta, rebelde y agitada igualmente por la inconformidad y la desesperanza, muestra su martirizado carnet de identidad cuando admite en uno de sus poemas de adolescencia “Nací de parto bravo / y vivo sin dolerle a nadie”. Más tarde escribe odas que combinan un sabor antiguo de tablado de feria, de carcajada y voz admonitoria lanzada a los cuatro vientos, por encima de la multitud desposeída. Pero la era también cierra puertas, pone masilla en las ventanas del apartamento para que el ruido de las cosas no penetre y ese mismo poeta escribe Oficio Puro, bajo tubos de luz fluorescente, junto al brillo de las lozas de una sala de baño.

Cómo camina una mujer que recién

ha hecho el amor

En qué piensa una mujer que recién

ha hecho el amor

Cómo ve el rostro de los demás y

cómo ven el rostro de ella

De qué color es la piel de una mujer

que recién ha hecho el amor

De qué modo se sienta una mujer

que recién ha hecho el amor

Saludará a sus amistades

Pensará que en otros países está

nevando

Encenderá y consumirá un

cigarrillo

Desnuda en el baño dará vuelta

a la llave del agua fría o del

agua caliente

Dará vuelta a las dos a la vez

Cómo se arrodilla una mujer que

recién ha hecho el amor

Soñará que la felicidad es un viaje

por barco

Regresará a la niñez

Cruzará ríos, montañas, llanuras,

noches domésticas

Dormirá con el sol sobre los ojos

Amanecerá triste, alegre, vertiginosa

Bello cuerpo de mujer

que no fue dócil ni amable

ni sabio(5).

La poesia de Miyó Vestrini propone un encuentro chirriante y mal habido con la realidad, realidad malgastada de los días, los trastos que esperan en el fregadero, la canción en el surco de un disco rayado, la madrugada yaciendo en las copas y una maltratada pureza que sólo lo impuro logra reconstruir.

A esta hora

no se sabe qué hacer

y es siempre a esta hora de

putos y perros y necios,

cuando recuerdo.

Todos los días, perdido este tiempo,

tú sabes, el rostro entre las manos,

las piernas recogidas, la viva

imagen del dolor en la pesadez de la

tarde. Inmóvil en los escombros,

inmune a los desastres, no puede ser

ya de otra manera.

Y es la misma hora

la de hoy

la que vendrá todos los días

la que me jode(6).

Una proeza literaria, Abrapalabra de Luis Brito García ganó el premio Casa de las Américas de Cuba en 1979. Nunca la literatura venezolana se había propuesto un programa de esas dimensiones ni el lenguaje había aceptado un reto tan crucial, tan definitivo como el que se plantea en cada página, en cada renglón de esta novela sin límites, sin principio y sin fin. ¿Novela, novela, preguntamos? La literatura de este siglo ha dejado claro que novela es todo lo que ambiciona la totalidad: tiempo, espacio, forma, contenido penetrándose unos a los otros, subdividiéndose hasta la anulación de toda lógica y todo raciocinio. Abrapalabra se organiza dentro de ese intento y llega a ser totalmente novela en cada fragmento, en cada toma de aire, en cada relámpago de lucidez. Una y mil novelas enfrentadas, paralelas, simultáneas, proyectadas hasta el infinito.

Repetiré en este momento el procedimiento que considero más apropiado para penetrar en el laberinto, donde cada intersección es una salida y cada salida el regreso a nuevos pasadizos. O sea que abrí el libro por cualquier lado, sin mirar, convencido de que iba a caer justo donde hubiera querido llegar… Esta vez, fue el párrafo 98 de Etapas de una Mano, sorprendente ejercicio de disección de un fragmento de la anatomía humana, que se desprende del soporte y pasa a encerrar un universo: “Arrasadas por la primera oleada entrópica, las huellas digitales se encienden, brillan mariposescamente en las noches del tiempo, maculan un rostro, un cheque sin fondos, una pistola. Fulguran sembradas sin germinación posible en las taquillas de los cines, en las salas de espera de los dentistas, en los volantes de los automóviles, en monedas que la mano ha tocado y que otro gasta, en alguna pared en la que se ha apoyado, en algún trapo que ha tirado y que ahora viste un mendigo. La reiteración de las huellas de la mano crea manchas crecientes en sitios opresivos: cabelleras solares que iluminan la cotidianidad; el plato de sopa, la cabecera de la cama, los senos de una mujer tan tocados. Se cruzan con otras huellas improbables, como hileras de hormigas. Sus redes retroceden en el tiempo, fosforeciendo. También avanzan en los días, se detienen”(7).

Nosotros los venezolanitos de hoy no hemos peleado en ninguna guerra. Pero hay que pelear en una guerra y salir vivos para no hacer demasiadas preguntas y por lo menos tener una respuesta a mano que resulte creíble. Los 60 también para nosotros fueron una guerra. Pero una guerra sin enemigo visible o donde el enemigo decidió no darse por aludido. En realidad, librábamos esos combates día por día dentro de nosotros mismos, sabiéndonos, sin decirlo, que la guerra estaba perdida desde el comienzo. Ganaría el acomodo. Al final lo esperábamos, nos aguardaba el puesto. Habría una silla para cada uno. Una silla con una pata menos, pero que aún así continúa sosteniéndonos perfectamente. Tuvimos, sí, nuestras guerrillas juveniles del 60, un torneo de entusiasmos casi siempre pueriles o ingenuos que se desvanecieron antes de completarse por lo menos como derrota. Esa esquelética lucha armada fue perdiendo pedazos como ocurre en los sueños, para terminar exhibiendo una impúdica desnudez, magra y sin atributos. Los dirigentes de aquel movimiento, integrantes de un estado mayor sospechosamente invulnerable, porque jamás se registró una sola baja en sus filas, son hoy, algunos de ellos, tal vez los más sonados, parlamentarios sin credibilidad o achacosos miembros del gabinete.

La carrera del compromiso terminó, pues, sin ganadores pero tampoco hubo derrotados. La dignidad de la derrota no estaba en los planes. Tampoco quedó nadie para cerrar el balance ni hubo un expediente que guardar. Se disolvieron los buenos propósitos, el ya verán, el mañana será… Pero hay que conjurar la nostalgia y dejar lo demás en las manos del tiempo, que al fin y al cabo es el único juez insobornable, porque sus sentencias jamás se ejecutan.

NOTAS

  1. Jim Morrison, Poems. (Caracas-Madrid: Editorial Fundamentos, Colección Espiral, vol 2, 1993). Traducido y seleccionado por Alberto Manzano.
  2. Adriano González León. Citado por Ángel Rama en Antología del Techo de la Ballena, p. 30.
  3. Ángel Rama, ver nota 2, prólogo, p. 11.
  4. Caupolicán Ovalles, “Rayado sobre el techo”, (No. 3, Agosto de 1964): 28.
  5. Víctor Valera Mora, Amanecí de Bala (Mérida: Impresora Regional Andina, 1971), p. 33.
  6. Miyó Vestrini, “Hora de putos y perros necios”, del libro Pocas virtudes (Ediciones de la Dirección de Cultura de la Universidad Central de Venezuela, Serie Poesía): 53.
  7. Luis Britto García, ABRAPALABRA (Editorial Monte Ávila, 1980), p. 200.

Sobre el autor

*Fuente: Encuentros. Setiembre 1998 No. 28. Banco Interamericano de Desarrollo.

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