literatura venezolana

de hoy y de siempre

Tres textos de Israel Centeno

Ene 7, 2022

Le bain (The bath)

Muerta de miedo tal vez, despertó repitiendo esa frase. Había pasado la noche lánguida adjetivando un ajeno sentimiento llegado hasta ella, y tal como en una exhalación le rodeaba el cuello con una cuerda de piano.

Muerta de miedo tal vez, dio vueltas sobre la cama e hizo del lecho el nido donde se resguardaría de la incertidumbre. La mañana entraba avivada por la luz triste a través de una ventana excluida de la composición: los vidrios divididos por dos listones en cuatro, están manchados de tizne y grasa, es un cuarto pobre de un piso alto, cerca del teatro, en una de las calles empedradas del centro de la ciudad.

La imagen del cuerpo de una bailarina muerta, ahorcada con una cuerda de piano, caída de espaldas sobre el paño que ha tendido en el piso, al pie de la bañera, sostenida por la dueña de casa que ha entrado en el desorden de su último baño, no la ha dejado dormir. La noche anterior bailó en el escenario con la liviandad de una mota de polvo hundida en el proscenio por la gravedad; era el vuelo torpe de una pluma, consciente de las dos víctimas estranguladas por el pianista; haciéndose invisible con la danza, ella se dejaba arrebatar por el trazo del carboncillo de un voyeur.

Luego de haber girado sobre sus sábanas, debajo del cobertor durante toda la noche mientras conjuraba sus miedos con plegarias y llantos, aferrada a sus almohadas, sentía el alivio que traía la plomiza luz de la mañana, los ruidos en el patio interior del edificio. Trataba de calmarse, lo peor no había pasado, el acecho continuaba, nadie había logrado atrapar al pianista, él seguía allí a pesar de las pesquisas y las conclusiones de varios inspectores, ni con el azul ni el cobre de la pintura había sido dibujado en una celda o condenado al patíbulo; sin embargo, la claridad la reafirmó en el nuevo día y le permitió incorporarse, abandonar la anémica parsimonia de la entrega, ella no estaba destinada a morir.

El cuarto todo entró oscuro a sus ojos, el desorden y los trapos eran un vértigo de colores pasteles, pasteles sucios y difusos en la luz.

¿Qué podemos ver? El peso sobre la cama desordenada. El peso muerto de las tribulaciones y del sueño, de la mujer sola, de los temores y el espanto, el olor agrio del miedo, la intimidad defendida con los cuerpos de las almohadas, puestas por ella luego en la cabecera del camastro, en su lugar, bajo la cortina ocre, bajo la sombra del óxido sanguíneo. El baño es un ritual, es otra danza y tiene sus ritmos.

La bailarina se mantiene en movimiento, a pesar de saberse contemplada desde algún punto de otro cuarto aun más amplio; nadie le podrá hacer daño, piensa y se estira desnuda, parada descalza sobre las tablas no cubiertas del piso, la atmósfera es densa, el empapelado del fondo, sobre la bañera, es índigo, es un espiral de manchas, el dibujo de un universo sucio gobernado por los malos auspicios, hacia donde ella marcha expuesta a la mirada del ausente que ha comenzado a tensar las cuerdas.

El momento de la gracia que la inmortaliza anónima no es otro sino aquel donde se encuentra muerta de miedo tal vez. Expuesta, con sus flancos al aire y su pie sobre la porcelana estropeada del interior de la bañera, el instante en que ha pasado una de sus piernas sobre el quicio de la tina, pasmada por el asombro de un baño sin agua; ella se agita de nuevo, el ritmo de su respiración cabalga y todos desde el salón del museo sentimos el latido de su corazón expuesto en la escena del crimen, vulnerable ante la mirada asesina que extiende sus cuerdas y recorre su cuerpo, lo roza con la ansiedad contenida del pintor serial, la parte interior del muslo, las caderas, los pechos dados a resistir la atracción del centro de la tierra, el cuello largo y la cara mínima y disipada, cubierta por las ondas de su cabellera, su rostro invisible sólo delata un rasgo, la composición del instante de perplejidad donde ha quedado atrapada, entre una acción y la otra antes de sentir la cuerda invisible del piano resbalar del mentón a la garganta. Muerta de miedo tal vez, en una cadena de eventos que repetirán todos los baños y todos los cuerpos, se convierte en otra de las escenas de un cuadro de Degas.

 

A solas con Dios

Jasser estaba cubierto por una bata de papel azul, acostado sobre una camilla en la sala de emergencias de un hospital público. Se quejaba. Desde hacía horas se quejaba de un dolor agudo en el abdomen. Distintas caras enmagrecidas por la guardia nocturna habían desfilado ante su angustiante cuadro. Ninguna emitió diagnóstico, a pesar de palpar meticulosamente toda el área adolorida; le tomaron los signos vitales y una doctora que era demasiado joven y despreocupada para considerarla seriamente, le pidió que se diera vuelta hacia la pared para hacerle un tacto rectal, situación que a Jasser le resultaba humillante. Pensó que aunque utilizaran guantes quirúrgicos y algo de vaselina, había en aquel acto una intencionalidad erótica que no escondía un sentimiento de venganza, una manera de devolver una sodomización a un quejumbroso y vulnerable hombre que quizás habría requerido de sus amantes esa entrega arguyendo razones ambiguas o simplemente imponiéndose.

Llora. Le duele muy adentro. Cada vez que respira, sus lágrimas fluyen y no lo consuela haber recordado la escena de aquella película en la que María Schneider se corta las uñas y unta sus dedos en mantequilla, qué carajo, el caso no es el mismo, los momentos no ensamblan con exactitud, él quiere un diagnóstico, algo que le calme esa sensación de tener vidrios en el estómago.

La noche transcurre con pesadez, otros enfermos se quejan, se escucha el llanto de algún familiar que monótonamente repite que algo es injusto, es injusto, injusto y Jasser desea tener a un familiar al lado, trasnochándose con él, presionando a los médicos entre sorbos de café. Antes de ingresar, antes de que el dolor se le hiciera inaguantable, llamó a Clara. Aló, aló, ¿Clara? Ella, incómoda al otro lado de la línea, preguntándole si era tan grave que no podía aguantar hasta la mañana, que ahora de noche todo es comprometedor, precisamente esa noche, sí, tenía a alguien, estaba cansada, la semana que pasó fue terrible y se había guardado esa noche para escuchar jazz en la José Félix Ribas, para beber unos tragos, tú sabes, una necesita expandirse ¿por qué no llamas a tu esposa? ¿Expandirse adónde reputa si lo único que haces con maestría es contraer los músculos de la vagina? pensó antes de dejarla al otro lado armando justificaciones: un dolor no es necesariamente una cosa que alarme, ¿por qué no iba a una farmacia para que le inyectaran un calmante? lo más probable es que mañana con tranquilidad veas a un médico y te diga que no era tal la cosa, ahora me esperan, tú entiendes.

Claro que entendía, la noche era prometedora igual que otras noches en las que salieron juntos a tomarse unos martinis secos en la barra de la Cota 880, donde se harían los encontradizos con el escritor de telenovelas (era imperativo incursionar en la televisión), le soltarían todas aquellas cosas sobre las bondades del género y escucha, María Rivas es la revelación de la década como cantante, qué broma ésa con aquellos que insisten en hablar mal de la televisión, es cuestión de resentidos y que te parece cómo decayó Jacobo en su última exposición. Luego, ser apabullados por otros que al igual que ellos se tratarán de sentar a la diestra del siniestro libretista que para su gusto, luego de pensarlo bien, no es más que uno de esos hombres que han perdido el pelo en la cabeza y tienen sucio el lomo porque no han dejado de ser unos mulos mediocres y esa es la vida Clarita, vámonos de esta vaina, qué lástima que el medio sea demasiado reducido. A veces pienso que tengo perdida la carrera de antemano, para qué seguir insistiendo, la vida no tiene sentido ni aquí ni en ninguna parte, le dice y terminan en un hotel y duermen profundo hasta bien entrado el otro día.

Jasser, presionando con la palma de la mano su abdomen, llega a la conclusión de que está solo. Una enfermera trae una botella de suero y la coloca en un paral, le pide que extienda el brazo, busca una vena y lo pincha. Luego le inyecta algo cristalino que sustrae de una ampolla, él le pregunta qué le ha puesto y ella no responde. Pero el efecto del medicamento es inmediato, el dolor cede, su cuerpo va perdiendo pesadez. Ya no tiene la contundencia de hace dos días, cuando creyó que contaría con la fuerza suficiente para afrontar su situación. Su esposa le había pedido que se marchara y él, sin discutir, recogió algo de su ropa, el cepillo de dientes y la afeitadora, miró por última vez los cuadros que colgaban de la pared, nunca le gustó aquel donde unos pocos trazos pretendían un desnudo femenino; de la biblioteca no tomaba nada, aunque dejaba sus libros que lo acompañaron en Londres, mejor se quedaban allí, él no correría por ninguna otra carretera, no iría a ninguna otra ciudad, sólo extrañaría una mata del jardín, el jade. Había crecido frondoso, casi augurándole buena suerte. Su esposa siempre estuvo en la poltrona donde hojeaba una revista, así la conoció, hojeando revistas en un consultorio y así la dejaba; sin embargo no cesó de sentir el impulso de arrancarle la revista, incorporarla por el pecho hasta confrontar su cara y mirarse, mirarse las arrugas mutuas, la mutua desilusión. Todo aquello hizo que tuviera una erección inútil, ahora que se iba para siempre.

En la calle decidió no acudir a nadie: su familia, como en ruinas, había quedado en alguna parte; sus amigos eran inconstantes, alguna vez los catalogó de imágenes impresionistas tratando de hacer de ello una conceptualización genial. Tenía un poco de dinero, lo suficiente para alquilar un cuarto y preparar algo así como la muerte, aunque no tuviera bien definida la idea.

Siempre había hablado de la muerte, la convirtió en una amenaza para sí mismo, siempre se amenazaba, leía con fruición a los escritores japoneses que se habían quitado la vida, lamentaba no haber tenido una como la de Hemingway para cercenarla ocasionando un gran golpe a todos aquellos que se abrazaban a la existencia, suscribiendo una retórica de intensidad. Sintió un gran dolor en la barriga y ahora estaba tendido en una camilla, semidesnudo, desconcertado y temeroso.

Llegó el especialista y lo auscultó de nuevo. Presionó fuertemente sobre la parte superior del abdomen, el dolor volvía, ahora con más fuerza, arrancándole un grito. Miró la cara del médico esperando que le dijera alguna cosa, éste le preguntó por sus parientes y él respondió que estaba solo en la ciudad, el doctor arrugó la cara, llamó a otros médicos, anotó algo a prisa en una libreta y dijo que prepararan el pabellón.

Lo iban a operar. ¿De qué? No quería que lo operaran, no pensó nunca que le fueran a abrir el estómago como a un cerdo en un hospital público, no tenía probabilidades, seguro que moriría ¿pero acaso no había deseado la muerte? sí, pensó en procurársela, pero no en que se la procuraran las circunstancias.

—¡Es absurdo que muera así!

Comenzó a gritar, vinieron unas enfermeras y lo sometieron poniéndole una nueva inyección que lo sumió en un ensueño, donde fue apareciendo aquel día en el que Tato le presentó a su prima. Era una tarde de mucha luz, celebraban el cumpleaños del Coronel, él habla ido con su esposa y estaban asando carne y tomando cerveza mientras hablaban de lo sofocante que se había tornado la novela histórica. Es un imperativo, gritaba el Coronel, nos la imponen.

Jasser ya había cumplido cinco años al lado de su esposa y a pesar de no tener trabajo fijo ni un futuro claro, parecían hacer una vida de pareja aceptable, si se puede decir, feliz. Sin embargo en una oportunidad, se anduvo con la queja de que ya no esperaba sorpresas en el sexo. Sí, lo disfrutaba, pero no esperaba sorpresas y todo aquello era terrible. Los demás bebían y discutían, mientras que él procuraba un espacio para acercarse a la prima de Tato. Era joven, bastante joven para él, pensó que eso era lo que buscaba, algo terso, sin detalles que fastidiaran la estética. Miró sus piernas cuidadosamente y no encontró rastro de celulitis o amenaza de várices, tenía una cintura perfecta y los senos como si le hubiesen injertado silicona ¿qué más que una cara fresca, una sonrisa plena y el pelo cayendo en cascada más abajo de los hombros? La abordó, se dio cuenta que funcionaba eso de la química, que llegaría a algo con ella y en efecto, la citó para el siguiente día, donde con palabras y a pulso de cirujano le impuso el deseo de disfrutar las ventajas de una relación madura, tenía muchas cosas que enseñarle, sabía muchos juegos, le convenía una experiencia adulta en su vida. Luego de tomarse dos bourbons en El Atico, decidieron ir al Dalias a pasar la noche. La niña se desnudó y él en verdad se sentía colmado ante aquella mujer que se revelaba con sólo unas pantaleticas de pierna alta que se perdían entre nalgas firmes y bronceadas. Trató de abrazarla, pero se le escapó. Corrieron por la habitación hasta caer sobre la cama, ella le dio la espalda y empezó a hablar, en realidad no decia nada, a cada sugerencia de Jasser le respondía con un pedazo de la letra de una canción de Rudy La Scala. Dijo que tenía un novio y él qué, también tenía una esposa. Entonces nos pasa igual que en la letra de aquella canción «el cariño es como una flor, que no se puede descuidar, porque siempre hay alguien que desea poderla arrancar». Está bien, pero déjate quitar la pantaletica, chica. «Tratando de olvidar, su nombre le grité y lo intenté besar». Recitaba temas completos y nada de abrir las piernas. Se dio vuelta y comenzó a llorar ¿Por qué? Jasser trata de consolarla. Le dice que está deprimida, que su novio la ha dejado «¿Por qué la vida es asi… ?» Él se cabreó, quería encoger su pierna y darle duro en el espinazo y ponerse a gritar desaforado que si no conocia ésta, claro, la letra no era fiel pero iba por ahí: «Sin pensarlo dos veces te tiré a la pared, te arranqué eso que te queda encima y te llené de patadas el culo». Pero tenía que encontrar una salida adulta y le dijo que estaba bien, que lo dejaran así, que otro día sería. Ahora la llevará hasta su casa y no ha pasado nada ¿así? Salieron del hotel y no hablaron durante todo el camino, hasta que se detuvo el auto. Ella se acercó, le dio un largo beso y no terminó de bajarse sin decirle «No lo niego, fui feliz, aunque con muy poco amor». Jasser apretó el acelerador y se perdió en la avenida pensando que había anotado un desacierto más a una larga cadena que nunca terminaría de romperse.

Llegaron los camilleros y lo condujeron al pasillo del hospital desde una noche de avenidas y luces donde se prometía no indagar nunca más en territorio impúber. Afuera se escuchaba la sirena de una ambulancia que llegaba, las enfermeras y los médicos corrían a su lado, giró la cabeza y miró el piso sucio, papeles en los rincones, vasos plásticos, manchas de yodo y sangre, alguien se quejaba. Quiso preguntar qué sucedía, pero iban muy rápido. Las luces en el techo del pasillo pasan como focos de autos, al fin tropiezan con una puerta que se abre en dos, están en el pabellón. Allí todos visten de verde y tienen gorros que cubren sus pelos, alguien gira órdenes —¡Rápido, rápido!— Jasser piensa que quizás existe una manera de detener aquello y grita que tiene esposa, hermanos, amigos, tíos, que los llamen, que no está solo.

Comienza a temblar convulsivamente. El anestesiólogo le palmea una pierna y le pregunta, mientras se lleva un trozo de pan a la boca:

—¿Tienes miedo, campeón? —Jasser mueve la cabeza afirmativamente, el anestesiólogo concluye:

—No te preocupes, que yo tengo más miedo que tú—. Introduce una jeringa en un boquete de salida de la botella de suero y comienza a presionar el émbolo. Jasser siente que el cuarto se vacía, las voces y los hombres se escuchan en otra parte, en otro lugar del hospital. No queda nadie junto a él en el quirófano, está a solas con Dios y no sabe si debe reclamarle, rendirle cuentas o llorar.

El dios de Livia

Me he refugiado en el saber y así he perdido mi alma. Fui construyendo poco a poco una estructura flexible y vasta apuntalada por las ciencias y las artes. Hoy, deslindado en el mal, único lugar posible para la sublime práctica de la sensibilidad, cuestiono el saldo; la expulsión del mundo de mis semejantes, la certeza de no haber vivido y el desprecio hacia el otro, incapaz de reflejarme.

En Italia era un hombre ciertamente afortunado. Miembro de la casa de Saboya y primo del rey, copero de su majestad y caballero con derecho a estar cubierto delante de su alteza real; considerado emblema de hombría, portento de elegancia y buenos modales. Bien transcurría yo mis días en Florencia, exaltado por el portento de sus iglesias y disertando sobre las bellas artes o bien asistía en la escuela de medicina de Nápoles a la disección clandestina de cadáveres; así como también me perdía del mundo en las logias secretas y los tugurios de Roma tras la pista de los Césares abyectos, repitiendo sus desmanes.

Supe encontrar deleite en la lujuria, me asomé a los abismos de la perversión. Nada podía detenerme por entonces, pues era poseedor de una heredad que remontaba la historia. Sabio, culto, iniciado en las letras y la filosofía, no rendía cuenta a ningún mortal pues había traspasado las adyacencias de la medianía humana. Por aquellos tiempos, se sucedió en Roma una serie de asesinatos rituales en donde la víctima, luego de ser sometida a delicadas torturas, era desangrada y despellejada; su piel era expuesta al sol del día siguiente del sacrificio en las altas torres de las siete colinas. De inmediato, un edicto real dio inicio a las investigaciones.

Yo estaba en los arreglos palaciegos del protocolo para consumar mi casamiento con la Condesa X, la corte vivía un continuo sobresalto ante la inminencia de mi boda, las labores exigían llevarse a cabo con extrema pulcritud, ningún detalle debería manchar el acontecimiento. Mi primo, el rey en persona se encargó de la lista de invitados, de la regia iluminación del palacio y de la apertura de las fronteras.

Todo marchaba tal cual lo indicaba el ceremonial. Llegado el día de la boda, me enteré por mi mayordomo sobre los indicios incriminatorios manejados por la guardia de palacio sobre mis implicaciones en los últimos asesinatos. En ningún momento me dejé ganar por la confusión y el miedo; no me habían detenido en procura de evitar el escándalo, obviamente me brindaban una oportunidad para encontrar la adecuada salida. Llamé a un compañero de juerga y éste alquiló el carruaje y sin pérdida de tiempo nos dirigimos a un club secreto en las cercanías del Quirinal. Allí me abandoné a una apuesta desenfrenada en el juego de dados, bebía absenta y fumaba opio, millones de liras salieron de mis arcas y así el tiempo transcurrió dejando a la Condesa X suntuosamente trajeada a la espera del novio que nunca llegaría.

El escándalo había estallado, era una elaboración exclusiva: el primo del rey incumpliendo su palabra ponía en evidencia la desvergüenza y el deshonor de la familia con su desenfreno, nada me libraría de la ira, nadie podría salvarme de mi destino. Fui capturado al amanecer y puesto en el primer barco que zarpaba rumbo a las Américas. Supe, al llegar al puerto de La Guayra, la suerte de la secta a la cual pertenecía, junto a nobles varones. Descubrieron a tres condes en el ritual del desollamiento de una bella dama de sociedad en el Coliseo, lugar elegido para extender su piel a las luminarias solares.

Todos fueron procesados tras confesar sus crímenes, realizados en nombre de una deidad pagana, a la cual desde la antigüedad de Roma, le rindiese culto Livia, la mujer de Augusto, el césar. El juez los condenó a morir descuartizados. Mi nombre no fue revelado en ningún momento del proceso, yo había sido condenado al olvido por la corte y salvado de una muerte segura. El rey aún llora a escondidas al recordar los nexos rotos y maldice ante mi falta.

Llegué al valle de Caracas en arreo de mulas. Luego de un largo camino a través del Avila. La ciudad era angosta y larga. La vadeaba un serpentino río nutrido por las acequias del cerro majestuoso en cuyo seno pasaría el resto de la vida. Atravesé las haciendas de café dirigiendo mis pasos hacia el este, buscaba asentarme en las hermosas campiñas de Petare, buscaba un lugar apartado, lejano de los hombres; me había iniciado en la ruptura para con el mundo y no pretendía volver a él. Compré una hacienda en el abra de Caurimare, tuve que abocarme a la reconstrucción de la casona colonial, pues los repartimientos y los patios estaban destruidos.

Con grupos de peones anónimos limpié los cafetos y me dediqué a amoblar la casa al mejor estilo europeo. Me sentía premiado en mi soledad por los desmanes pretéritos, estaba en la cumbre de una exuberante montaña, era señor y dueño de tierras abalconadas en el vacío de un paisaje donde perdía la mirada en siniestras divagaciones. Era un hombre malo, mi condición me revelaba constantemente en contra de mis semejantes, los pactos diabólicos me devolvían el sosiego perdido por la rutina de construir un mundo de helechos y café.

Debía derramar sobre las orquídeas la sangre de mis víctimas o no accedería jamás al reino del encono. Devasté los cafetos y quemé la tierra, la sembré de tubérculos y cebollas, corrompí a las autoridades para obtener el permiso para la quema sistemática, nada debía remitirme a una condición paradisíaca. Contraté a un rústico mayordomo, quien no tardó en incorporarse a los rituales ofrecidos al dios pagano de Livia; cazaba animales vivos y los sacrificaba sobre una laja caliza a las orillas de la quebrada Caurimare, pero no bastaba; mi dios pedía ofrendas mayores y yo desesperaba, pues día a día me alejaba más de la gracia de su maldición.

Fue así como Silvana llegó a mi vida. Hermosa mujer de trenzas rubias y mirada lacustre, hija de un inmigrante piamontés, prolija en sus labores de bordado y sublime en sus lecturas abominables, solía leer a Darío mientras yo le hacía la corte por los lados de Catuche.

Me casé con la delicada vestal, era hermosa de cuerpo y de alma; propicia ofrenda al dios de Livia; argüí enfermedad para no consumar el matrimonio, debía mantenerla en estado virginal hasta el momento indicado en el cual arrancaría su piel con mi impaciente escarpelo; estaba obligado a preservarla de la pasión. Llegó la noche. La luna se deslizaba limpia en un cielo azul y sin estrellas. Hécuba sonreía. Recordé a las vestales sacrificadas por Livia, y me dispuse a cumplir mi cometido. Le propuse a Silvana un paseo nocturno a la quebrada donde mi mayordomo tenía aderezado el altar, y así atravesamos el angosto camino bajo la sonrisa plomiza de Selene.

La noche estaba fría, seca. Una brisa constante arrancaba silbidos a los juncos y el sublime aullido de una perra amarilla (sé que era amarilla, pues era la misma perra de la niña Azcoitía, yo la había visto y logré reconocerla) guiaba nuestros pasos a la piedra caliza donde debería ser desollada mi esposa.

Sin preámbulos la empujé sobre el altar y desgarré sus ropas, un modesto camisón de olán. Sus azules ojos brillaron contrastando la claridad lunar, brillaba en la oscuridad y buscaba una respuesta a tanta violencia. El mayordomo apareció con el escarpelo una vez la hube desnudado, ella, atónita, buscaba una razón, la cual encontró con premura, pues a gritos me inquirió piedad arguyendo la única excusa ante la cual detendría mi mano. — ¡Mi señor, no puedes matarme, no así. Escucha, no soy virgen!

Desconcertado por la revelación y arrebatado de ira, abrí sus piernas atenazadas e introduje mis dedos en su vagina en un brusco intento por hallar el himen intacto. ¡Dios, me había engañado! Era una puta, una ramera, una mujer manchada por la lujuria, superaba mis perdiciones. Eramos entonces dos demonios enfrentados. Aun así debía morir; la tomé por sus doradas trenzas y la arrastré quebrada abajo golpeando una y otra vez su cabeza.

En un recodo accidentado le procuré un golpe con una pala en la base del cráneo y la dejé muerta al borde de una caída de agua, iluminada por la luna; seguramente la perra amarilla daría cuenta de sus carnes y de sus huesos, de su alma ignoro quién reclamaría potestad. Arrebatado por la furia, regresé a mi casa en donde me sumí por días en el más absoluto de los silencios.

No me incorporaré jamás del sillón frente al corredor de los antiguos cafetales, desde donde veré a mi mayordomo perderse cada noche a rendirles culto a los dioses propios de estas tierras. Ya no me levantaré jamás. El bosque crece en torno mío y la maleza terminará por devorar mis posesiones. Sólo me acompaña en estos momentos finales el fantasma de Silvana, quien ríe desde su contundente triunfo en el trono inmortal del dios pagano de Livia. Esta certeza me abruma y gratifica.

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