literatura venezolana

de hoy y de siempre

Tiempo y poesía de Ramos Sucre (fragmentos)

May 30, 2025

Pedro Beroes

A sesenta años de su muerte voluntaria, José Antonio Ramos Sucre se ha convertido en el esperado maestro de los jóvenes poetas venezolanos. Y, cosa curiosa, no deja de sorprender que los demoledores de nuestros gran- des mitos literarios: Juan Antonio Pérez Bonalde, Andrés Mata, Carlos Borges, Rómulo Gallegos, Andrés Eloy Blanco y tantos otros, hayan levantado con sus propias manos el de Ramos Sucre, que ahora se alza solitario, casi esfumado, en su soledad poblada de nocturnos fantasmas.

La mitificación de Ramos Sucre, obra de las penúltimas generaciones poéticas, se inicia a partir de una serie de supuestos, inexactos unos, discutibles otros, que han terminado por crear uną imagen confusa del poeta, que no corresponde a su imagen real, todavía perdurable en el recuerdo de quienes, por una u otra razón, sin quererlo ni saberlo estuvimos cerca de su misterio.

Nada de extraordinario supone este hecho. Los intelectuales jóvenes sienten con inusitada frecuencia un de- seo incoercible de novedades, de cosas raras y sorprendentes. Esperan descubrir, o al menos hallar en su camino, mundos desconocidos, inquietudes magníficas, que justifiquen a sus propios ojos la portentosa aventura de vivir y crear. Y cuando no los descubren, o no los encuentran en su camino, ya por falta de imaginación o de ímpetu creador, se dedican a buscarlos, como quien explora las secretas galerías de una mina, en la obra de poetas y escritores del pasado, reciente o remoto. Para ello ponen en juego las afinidades, simpatías, coincidencias y sobre todo, los inevitables desacuerdos con las realidades circundantes, no siempre las mismas, aunque sí de la misma naturaleza.

Es posible afirmar, sin exagerar ni mentir, que los intelectuales jóvenes, poetas, escritores, dramaturgos, sin duda por razones de sensibilidad, o tal vez, de mentalidad crítica, no suelen adaptarse fácilmente a su época y su ambiente. Ya lo decía el insigne Darío en el brevísimo prólogo de «Prosas Profanas»: «mas he aquí que veréis en mis versos princesas, reyes, cosas imperiales, visiones de países lejanos o imposibles; qué queréis, yo detesto la vida y el tiempo en que me tocó nacer; y a un Presidente de República no podré saludarle en el mismo idioma en que te cantaría a ti, oh Halagabal, de cuya corte -oro, seda, mármol- me acuerdo en sueños».

En suma, la intelectualidad joven encuentra su época groseramente chabacana o peligrosamente refinada, realista o sofisticada, idealista o materialista, adocenada o turbulenta, gazmoña o disoluta, severa o frívola, mesocrática o burguesa, reaccionaria o revolucionaria, autocrática o anarquizada, incrédula o fanática. En consecuencia, tampoco los valores éticos, estéticos, cultura- les, políticos y, en general, de todo orden, resultan de su agrado y, mucho menos, de su particular interés. De ahí, su impostergable necesidad de encontrar un guía o maestro que encarne las excelencias y los valores que creen no encontrar en su época ni en sus poetas y escritores representativos. «En los medios juveniles, escribe Pierre Martino, se dedican a gustar los escritores menospreciados de la edad precedente, que han tenido poca preocupación por la realidad, y cuya obra, plena de ensueños, halaga este nuevo gusto del misterio».

II

En Venezuela no hubo homenaje público a Ramos Sucre en el cincuentenario de su muerte voluntaria. Pero los jóvenes intelectuales de aquellos años reconocieron su lejano magisterio poético. Para ellos, el mundo simbólico de Ramos Sucre, hermético y misterioso, sueño enigmático o visión alucinatoria, empezó a ser la apasionante contrafigura de la caótica Venezuela de hoy, con su democracia vocinglera y cojitranca, que ha destruido con metódica saña sus pocos valores éticos, estéticos y culturales en la más espantosa confusión social y política. En un país secularmente traicionado y escarnecido por los políticos del sistema, empobrecido por la rapiña imperialista y hambreado por la inescrupulosa voracidad de una burguesía apoltronada y conformista, la juventud intelectual, a partir de los terribles años sesenta, no pudo encontrar un lugar bajo el sol. Desilusiona- da, amargada, devorada por la rabia impotente, sin estímulos en una sociedad egoísta y mediocre donde, como escribe Balzac en el magistral prólogo de «La Comedia Humana», «el centavo corre en todas las conciencias», y sin ejemplos valederos que seguir, esa juventud tuvo que marchar a la deriva en sus años mejores, con la carga de una herencia histórica que rechazaba y de unas culpas que no eran suyas, sino de quienes de tan irresponsable manera la condujeron.

Los que creían en la revolución, si no murieron en la guerrilla, quedaron vacunados para siempre. Unos se unieron a las bandas de delincuentes que mantienen a la ciudadanía en constante alarma. Otros se refugiaron cobardemente en los mentidos paraísos artificiales de la droga, forma lenta de suicidio propia de débiles mentales. No pocos cayeron en el alcoholismo o en la ridícula imitación de extrañas religiones orientales que, para compensar la pérdida de la fe en los valores fundamentales del hombre en sí mismo, ofrecen sueños falaces de beatitud y contemplación interior. Más que elevación mística, era esa una forma sibilina de castración espiritual. Los rebeldes, con o sin causa, terminaron echados a los pies del sistema, alcanzaron, tal vez sin saberlo, la domesticación perfecta.

No todos sucumbieron en esa tragedia que los gobiernos del sistema jamás han osado mirar cara a cara, para no saber la magnitud de su culpa. Algunos jóvenes escritores desamparados y confundidos, hartos de la mediocridad de una vida sin estímulos, caracterizada por el afán desmedido de lucro y el más desaforado consumismo, apariencia de riqueza que hizo cambiar los patrones normales de la vida venezolana, trataron de aislarse, de rehuir la contaminación moral y material que inunda al país, prefirieron refugiarse, no sin cierta razón, en un mundo ambiguo e idealizado, aséptico y alucinante, donde no cupieran las dramáticas urgencias de la vida cotidiana. Ese mundo, tan afanosamente buscado, con las esperanzas ya casi perdidas, lo encontraron en el silencioso universo poético de José Antonio Ramos Sucre, otro decepcionado que halló refugio a su misoginia, su soledad de cielo sin estrellas y su tedio vital, en la dramática recreación de sus sueños, y aun de sus pesadillas en el ámbito de un pasado distante que no es posible medir, sino sólo evocar por los medios propios de la poesía.

¿Cuáles pudieron ser los polos de atracción de Ramos Sucre para los jóvenes poetas venezolanos de entonces? Guillermo Sucre los ha resumido admirablemente en una hermosa página de su libro «La máscara, la transparencia»: «el estilo artista y el perfeccionismo de Ramos Sucre; la casi ninguna relación temática de su obra con la actualidad, mucho menos con su circunstancia inmediata, es decir, con la realidad venezolana». ¿Es que puede separarse la vida de la realidad que la determina; el yo de su circunstancia? En los primeros años de su fecundo magisterio, D. José Ortega y Gasset anunció una fórmula que define la relación vida-realidad: «Yo soy yo y mi circunstancia». No puede separarse el yo de su circunstancia, porque eso sería tanto como querer separar el cuerpo de la sombra que proyecta. Medio siglo atrás Ramos Sucre se sentía solo, aislado, extraño en su propia tierra, sin vínculos de solidaridad con la sociedad de su tiempo y con los hombres que fueron sus contemporáneos, entre los cuales no se reconocía.

¿Logró Ramos Sucre trascender su realidad, el aquí y el ahora en que le tocó vivir y crear, soñar y morir? No, no lo logró, aunque ciertamente, lo intentó. Eso es lo que dice su temprana y voluntaria muerte. Es que la realidad es más terca que el inútil empeño de los artistas de fugarse de ella. Porque, cuando menos lo esperan, la realidad surge imperiosa desde el fondo de sus creaciones, y campea vigorosa por sus legítimos fueros. No sin cierta socarronería dijo el crítico marxista Jean Freville que «cuando el escritor cree rehuir la realidad ambiente, invertir a su gusto el reloj de arena de su tiempo, sacar sus personajes del fondo de las edades revueltas, no hace más que proyectar en el pasado las preocupaciones y las inquietudes del presente».

Sin duda alguna, la personalidad humana de Ramos Sucre tenía poco en común con la inmensa mayoría de sus contemporáneos, sin excluir sus compañeros de letras, sumidos casi todos en los últimos resplandores de la dorada bohemia modernista. Sin ningún esfuerzo de memoria lo recuerdo ahora tal como entonces lo veía. A mi parecer de estudiante de bachillerato, Ramos Sucre era un hombre triste, ensimismado, huraño, como ausente del mundo que lo rodeaba. Sus ojos encontrados y profundos, que miraban unas veces con paciente mansedumbre, otras con la fría dureza metálica de un taladro, parecían proyectarse a lo más secreto de su ser. Serio, severo, adusto, y siempre callado, no estaba hecho para la comunicación cordial, no por carecer de sentimientos afectivos, que eran en él refinados y constantes, sino más bien, porque se sabía indefenso en la vida, y eso lo llevaba a enmascararse, a mostrarse esquivo y receloso, como si siempre temiese alguna inesperada desdicha. Era esa su apariencia. Su verdad, una bondad caudalosa y una ternura humana que supo disimular con la discreta complicidad de su máscara. De haber nacido unos cuantos años antes, Darío lo habría incluido en su selecta galería de «Los Raros», pues para ello no le faltaban méritos ni cualidades.

Sobre la extraña personalidad humana e intelectual de Ramos Sucre, signada por una sensibilidad enfermiza y un deseo infinito de soledad y apartamiento, que apenas le permitía convivir a distancia con sus compañeros de letras, transgresores consuetudinarios de la moral al uso, pesaba como una piedra sepulcral la faraónica dictadura de Juan Vicente Gómez, poco o nada amigo de escribidores y plumarios, siempre sospechosos de enemistad al régimen. Con abarcadora precisión afirma Mariano Picón Salas que, «los escritores venezolanos del presente siglo han sufrido, como casi ninguna otra generación de nuestra historia literaria, el pesado ambiente de opresión y penuria que crearon en el país las dos dictaduras, no muy cultas, de Cipriano Castro y Juan Vicente Gómez (1899-1935). Ellas redujeron naturalmente el ámbito de la vida intelectual: cerraron para el hombre venezolano la comprensión de los problemas inmediatos, y por ello en muchos nombres y durante muchos años, la literatura fue como un juego convencional y frívolo, una prestidigitación de frases y coloreados epítetos. En un momento en que la cultura occidental experimentaba tan patéticas tensiones, en que hasta las bases de la vieja sociedad tradicional sufrían los embates de una crítica profunda, y en el plano de la historia contemporánea surgían nuevas formas y valores convencionales, nuestro país subsistió como una isla amurallada y precavida contra la influencia exterior. En los treinta y seis años de las dos dictaduras, los escritores y artistas reaccionaron de dos maneras: plegándose al conformismo oficial o rebelándose contra él en la soledad, el exilio y la desesperación».

Cabe advertir, sin embargo, que no todo fue conformismo o callada protesta en la amarga soledad del exilio interior, o en la dorada mediocridad de una ventajosa posición diplomática o social. Rufino Blanco Fombona, José Rafael Pocaterra, Rafael Arévalo González, Víctor Racamonde, Francisco Domínguez Acosta, Alfredo Arvelo Larriva, José Tadeo Arreaza Calatrava, Leoncio Martínez (Leo), Francisco Pimental (Job Pim), Antonio Arráiz, Andrés Eloy Blanco y muchos otros, soportaron las cárceles y los grillos de Cipriano Castro o Juan Vicente Gómez.

Hasta el mismo Ramos Sucre, tan poco inclinado a navegar en las aguas pesadas de la política, no por carecer de ideas, sino porque su fina sensibilidad humana y su austera formación intelectual lo llevaron por otros derroteros, pagó su pequeña cuota a la arbitrariedad represiva del régimen en agosto de 1919, una de sus etapas de mayor dureza. Este doloroso episodio, casi totalmente desconocido de los estudiosos de la vida y la obra de Ramos Sucre, y que representó para él una insólita calamidad, lo reveló no hace mucho tiempo el laborioso investigador D. Anselmo Amado, quien encontró en el Archivo Histórico de Miraflores una dolida carta del poeta, fechada en Caracas el 2 de septiembre de 1919, y dirigida a Juan Vicente Gómez, para entonces Presidente electo de la República, función que delegó, con carácter provisional, en el hábil e inteligente político Dr. Victorino Márquez Bustillos, reservándose para sí la suprema jefatura del ejército.

He aquí los detalles de tan penoso incidente. En 1919, apenas pasada la epidemia de gripe española, que tantas vidas costó al país, y que enlutó al propio Gómez por la muerte de Alí, su hijo predilecto, fue debelado por la traición de uno de los comprometidos, el movimiento insurreccional que encabezó el capitán Luis Rafael Pimentel, al cual habían adherido algunos intelectuales de renombre nacional, entre ellos José Rafael Pocaterra y Job Pim. La represión, dirigida personalmente por José Vicente Gómez, vicepresidente de la República, e Inspector general del Ejército, alcanzó la más inaudita cruel- dad, en especial con los militares comprometidos, a quienes se sometió a bárbaras torturas. Una vez debelada la conspiración, el terror, los chismes y las venganzas personales se apoderaron de la pequeña y atemorizada Caracas. Un chisme, una delación, incluso la simple ojeriza de un funcionario, bastaban para abrirle a cualquiera las puertas de la tenebrosa Rotunda.

Ramos Sucre fue víctima de la ojeriza del entonces coronel Elías Sayago, director de la Academia Militar, donde el poeta era profesor de inglés. El 18 de agosto de 1919, sin que hasta ahora se haya sabido por qué, el coronel Elías Sayago dirigió a José Vicente Gómez el siguiente telegrama: «He tenido conocimiento que el Dr. J. A. Ramos Sucre, profesor de inglés en este instituto, en horas de clase, se expresa mal del general Gómez y su gobierno. Abierta la averiguación correspondiente entre los cadetes de segundo y tercer año, resulta ser cierto, resultado que me apresuro a llevar a su superior conocimiento, exigiéndole el pronto retiro de tan perjudicial elemento». A su vez, el general Tobías Uribe, director del Telégrafo Nacional, cursó a Juan Vicente Gómez copia del telegrama delator, y éste, con la presteza característica del hombre que en alguna forma se siente amenazado, ordenó desde Maracay la inmediata detención del poeta. Esto se evidencia del telegrama que el general Lorenzo R. Carvallo dirigió a Gómez y cuyo texto dice: «A las 10:30 me dio orden telefónicamente el capitán Anselmi, de parte del general José Vicente Gómez de prender al Dr. Ramos Sucre y acto continuo dio orden de prisión que al estar cumplida le avisaré inmediatamente».

Era tan canallesca la denuncia del coronel Elías Sayago, tan poco creíble, que prominentes hombres del régimen, casi todos letrados de renombre, acudieron al propio Gómez en solicitud de la libertad de Ramos Sucre. Sólo así se explica que su prisión durara unos pocos días, probablemente hasta fines de agosto, y que ya el 2 de setiembre, sosegado el ánimo de las mortales angustias de esos días, Ramos Sucre se dirigiera por escrito a Juan Vicente Gómez, carta que, sin duda, confió a alguno de sus amigos que intercedieron por él ante el omnipotente dictador de Maracay.

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