Julio Miranda
I
Al menos tres antologías de cuentos breves se han publicado en castellano en los últimos años. La primera, traducida del inglés, es Ficción súbita (subtitulada Relatos ultracortos norteamericanos; Anagrama, Barcelona, 1989). En la introducción, sus editores, Rober Shapard y James Thomas, dan la short-short story como un tipo de narración novedosa en Estados Unidos, floreciente en los ochenta y sobre el que la crítica apenas ha dicho nada aún. Las opiniones de diversos escritores, recogidas en las pp. 241-273, ofrecen algunos puntos de vista interesantes, que habría que integrar en un estudio detallado de la producción venezolana: afinidad con la poesía, aunque el «relato ultracorto» sea distinguible del poema en prosa —no dicen, sin embargo, en qué consistiría exactamente la distinción; imprescindible tensión, precisión, control absoluto del texto; frecuente sorpresa final; formalmente, puede ser variadísimo; como narrativa, es el formato más arriesgado y el que produce mayor número de fracasos; en su origen, tiene que ver con algunas características de nuestra época: falta de tiempo para leer, ritmo urgente de la vida urbana, saturación informativa que hace deseable lo mínimo y esencial.
Dos de los autores interrogados coinciden en un planteamiento muy sugestivo. Para Paul Theroux, el cuento breve «En la mayor parte de los casos contiene toda una novela» (p. 242); y, según Mark Strand, «Puede hacer en una sola página lo que una novela en doscientas» (p. 262). Esta potencialidad diegética sería un parámetro quizá definitivo —aunque no exento de subjetividad— para medir la calidad de los cuentos breves. No está de más recordar que el venezolano Gabriel Jiménez Emán viene a decir lo mismo en «La brevedad», uno de los textos de Los 1.001 cuentos de 1 línea (1981): «Me convenzo ahora de que la brevedad es una entelequia, cuando leo una línea y me parece más larga que mi propia vida, y cuando después leo una novela y me parece más breve que la muerte».
La extensión que otorgan al relato ultracorto los editores y muchos de los encuestados en Ficción súbita sería, sin embargo, desmesurada en el marco latinoamericano y en el específicamente venezolano, pues ellos admiten hasta las cinco páginas impresas, de 400 palabras cada una, o sea, un tope máximo de dos mil palabras —que abarcaría, por cierto, quizás el 90% de los cuentos publicados en Venezuela en los últimos decenios1—. Más ajustadas resultan las dimensiones de los otros dos muestrarios: Brevísima
relación. Antología del microcuento hispanoamericano (Editorial Mosquito Comunicaciones, Chile, 1990) de Juan Armando Epple y La mano de la hormiga. Los cuentos más breves del mundo y de las literaturas hispánicas (Edición Fugaz, Madrid, 1990) de Antonio Fernández Ferrer. Ambos coinciden en señalar el espacio de una página como el límite de la producción breve (al igual que lo hacía la revista mexicana El Cuento), aunque Epple incluya textos que alcanzan, a veces, página y media y hasta dos páginas.
Tampoco en Venezuela hay un criterio definido respecto a la extensión del cuento breve, así como se han estudiado poquísimo su naturaleza y posibilidades. Considerando trabajos sueltos y bases de concursos, oscilaríamos entre las 200 palabras que propone Armando José Sequera y las dos cuartillas del premio respectivo de la I Bienal Nacional de Literatura «Mariano Picón Salas» de Mérida.
Lo que tenemos claro son sus orígenes. Si, a escala continental, se señala como iniciadores del cuento breve a autores como Juan José Arreóla, Augusto Monterroso, Virgilio Pinera, Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, Carlos Monsiváis, Edmundo Valadés, etc., en Venezuela su fundador indiscutido es el Alfredo Armas Alfonzo de El osario de Dios (1969): lo afirman Domingo Miliani y Sequera —este último agrega, como pionero, a Ramos Sucre—, en sus ponencias incluidas en Una valoración de Alfredo Armas Alfonzo (Casa Ramos Sucre-CONAC, Cumaná, 1987). De hecho, antes de El osario de Dios encontraríamos apenas un puñado —acaso una docena de relatos de una o dos páginas en la narrativa venezolana del siglo XX, y
para colmo varios de ellos pertenecen también a Armas Alfonzo, en libros como Tramojo (1953) y La parada de Maimós (1968). Es probable, además, que las características de los 158 textos breves que componen El osario de Dios (ocupando de dos líneas a dos páginas) hayan marcado igualmente a gran parte de la producción breve venezolana: lirismo, fantasía, humor, violencia, esterilización de un paisaje y una historia y, no menos, posibilidad de doble lectura: tanto cada cuento por separado como articulado en un conjunto que sería, casi, una «novela en fragmentos».
Subrayar la sugerencia dejada al paso por Sequera, es decir, considerar al Ramos Sucre de La Torre de Timón, El cielo de esmalte y Las formas del fuego, pionero venezolano del cuento breve, brindaría también una perspectiva enriquecida para el abordaje de este formato. Quizá, por cierto, vaya siendo hora de volver a leer a Ramos Sucre al menos también como narrador, librándolo amistosamente del «secuestro» en que lo han tenido los poetas desde los años sesenta. En tal caso, en un centenar de textos de 1925 y 1929, extendiéndose de media página a dos páginas, hallaríamos: lenguaje densamente lírico; fantasía, violencia y crueldad; atmósferas oníricas; cierto hermetismo; múltiples referencias culturales recreadas con valor diegético; presencia de mujeres espectrales o alucinantes, en un erotismo asociado con frecuencia a la muerte; y, desde luego, el mismo carácter genéricamente limítrofe de su literatura, que si participa de lo poético y de lo narrativo, dejando prácticamente al lector en libertad para definirlo o degustarlo según su punto de vista, podría entenderse también a veces como ensayo-ficción.
En cualquier caso, la aparición de El osario de Dios pareció dar la señal de partida, en 1969, para un tipo de relato que —repito— era hasta entonces cuasi inexistente, si exceptuamos al fronterizo Ramos Sucre. Así, al año siguiente se multiplica de pronto la presencia de lo mínimo: casi todos los textos de Rajatabla de Luis Britto García; varios cuentos de ordenes2 de José Balza y de Imágenes y conductos de Humberto Mata; seis minicuentos publicados por Ednodio Quintero en el «Papel literario» de El Nacional (3/8/70). Notemos que coinciden representantes de tres generaciones o promociones en este súbito asalto a la extrema concisión; notemos, además, que la inmediatez de sus ediciones descarta o relativiza bastante cualquier influencia de los unos sobre los otros y, en estos precisos casos, de Armas Alfonzo sobre los más jóvenes —no así, por cierto, de Ramos Sucre—.
Una coincidencia de muy otro tipo es la epocal, que me llevaría, a riesgo de parecer «sociologista», a preguntarme si se ha cerrado un ciclo —sociopolítico, cultural, literario— con la «pacificación» de las guerrillas, el aplastamiento de la renovación universitaria y las totalizaciones narrativas como País portátil (1969) de Adriano González León, abriéndose otro en que lo breve y lo fragmentario dominan a cambio de la imposibilidad de articular —o de inventar— un nuevo sentido o, si se quiere, un nuevo sueño.
II
El fenómeno acaso más inconfundible propio del cuerpo de obras que nos ocupa sería la importancia cuantitativa del cuento breve, dándole a dicha categoría funcional la extensión máxima de dos páginas impresas. En un primer desbrozamiento del campo, para poner de bulto ciertas magnitudes sorprendentes que quizás hagan de la nueva narrativa venezolana algo peculiar en el marco mundial, creo suficiente esta medición «a ojo», sin ignorar, desde luego, la variadísima cantidad de palabras que, según las editoriales y hasta las colecciones, contienen las páginas de nuestro libros de cuentos {oscilan, de hecho, entre las 190 y las 410 palabras, con una mayoría en torno a las 300 por página, considerando títulos de seis casas de edición).
Con este límite —insisto que funcional— de dos páginas máximo, tendríamos que de 124 libros de cuentos publicados de 1969 a 1994 por quienes consideramos componentes de la nueva narrativa venezolana (es decir, los autores nacidos de 1946 en adelante), 77 presentan por lo menos un texto breve; de estos 77, hay 32 en que la mitad como mínimo de sus relatos es breve; a su vez, en diez de dichos 32, todas las piezas son breves. Otra manera de verlo: 1.311 de los 2.204 cuentos no superan las dos páginas. (Y, si redujéramos la extensión a una página, la cifra de breves seguiría siendo considerable: desde luego, más de 600.)3
Ya sea uno de cada cuatro o de cada dos cuentos, ¿cómo explicar tal frecuencia? ¿Sería comprensible en el estricto dominio de la narrativa, una alternancia de las formas, quizá, que después de decenios de relatos predominantemente largos —que no lo eran— y «realistas» —sí lo eran—, vehicula mediante lo breve, libre en cuanto tal al carecer de una tradición reconocible, el vuelo de la imaginación, acudiendo a las variadas posibilidades de lo fantástico, y rechaza la «seriedad» anterior gracias a un abanico humorístico-absurdista? ¿Ayudaría darse cuenta de que la brevedad, en las mismas décadas de los setenta y los ochenta, invade en realidad otros dominios de la literatura, como la poesía, y de la cultura en general, si pensamos en el cine4. ¿Hay analogías operativas entre el cuento breve, el poema breve y el cortometraje?
Reflexionando sobre el poema breve, en un par de ocasiones lo he caracterizado como reacción al intento de totalización de la lírica precedente; como concentración individual ante la clausura de una época y la crisis de su correlato sociopolítico (la lucha armada); como búsqueda de datos elementales de la existencia (recogimiento cuya culminación daría paso a un potencial reinicio de la expansión); como triunfo parcial de la visualidad —y lo sensorial en su conjunto— sobre lo conceptual, postulando un nuevo equilibrio. En cuanto al cortometraje, su vigencia tuvo razones económicas pero también —como «cine urgente», «imperfecto» o «pobre»— políticas, sin olvidar su efectivo papel como «laboratorio de formas » y su relativa función de «escuela de largometraje». ¿Valdría algo de esto para el cuento breve?
Salvo excepciones brillantes como la de Antonio López Ortega, sostenidamente fiel a lo mínimo, es un hecho que los breves se encuentran sobre todo al inicio de la trayectoria de muchos autores, a quienes luego veremos abordar extensiones mayores —o «normales»—, llegando a la noveleta y la novela. Ednodio Quintero resumiría por sí solo la evolución de gran parte de la joven narrativa, desde los minicuentos de La muerte viaja a caballo (1974), aumentando la cantidad de páginas de cada texto en sus posteriores libros de relatos y culminando con obras tan espléndidas como la novela corta La bailarina de Kachgar (1991) y la novela La danza del jaguar (1991).
También, generacionalmente, la salida en grupo de los jóvenes narradores, a lo largo de la década de los setenta, muestra una abundancia de cuentos breves, en libros como el ya mencionado Imágenes y conductos de Mata, Descripción de un lugar (1973) de Sael Ibáñez, Los dientes de Raquel (1973) de Gabriel Jiménez Emán, Acarigua, escenario de espectros (1976) de Alberto Jiménez Ure, Me pareció que saltaba por el espacio como una hoja muerta (1977) de Armando José Sequera, Andamiaje (1977) de José Gregorio Bello Porras, A la muerte le gusta jugar a los espejos (1978) de Earle Herrera, Cuando te vayas (1978) de Edilio Peña, Zona de tolerancia (1978) de Benito Yrady, entre otros primeros títulos de sus respectivos autores.
Es posible, entonces, considerar el formato mínimo como, parcialmente, «ejercicio» o «escuela» para intentos de mayor extensión —aunque en su caso, obviamente, no existan las razones económicas ni políticas que pudieran mover a los cortometrajistas—, lo que no agotaría el interés ni la calidad intrínsecos de muchos textos de un «subgénero» que, por otra parte, varios de estos escritores —y una docena más— seguirán cultivando, alternadamente con extensiones mayores.
Poner en contacto el texto breve con la derrota de la lucha armada y la «pacificación» de finales de los sesenta invitaría a interpretarlo, también sólo en cierta medida, como una inmersión en lo fabuloso que algunos podrían calificar de «evasión», así como una primera respuesta generacional a la crisis de la narrativa «del compromiso» o «de la violencia», similar a la del poema breve frente a los cantos épicos y totalizantes de la promoción precedente, siempre que se hicieran varios señalamientos.
Uno de ellos: el mundo trazado por los breves no es en absoluto «tranquilizador », sino que podría ilustrar una especie de catálogo de pesadillas, de fisuras de la realidad por las que sus personajes se deslizan hacia abismos de vértigo; de aventuras —absurdas, grotescas, surrealizantes, de humor negro, etc.— francamente inquietantes, con un frecuente saldo de locura o de muerte.
Segundo: lo político, en su sentido inmediato, no ha desaparecido por completo. Para limitarnos a lo más obvio, recordemos que la utopía fantacientífica de Me pareció que saltaba por el espacio como una hoja muerta «socialista» y ocurre tras el triunfo de una revolución; que los cuentos breves de Cuando te vayas son, en su mayoría, testimonios de la lucha armada y de la represión, de las movilizaciones populares en zonas marginales y de la militancia estudiantil; que los de Zona de tolerancia tematizan el mundo laboral petrolero, agrícola y pesquero del oriente del país, insistiendo en la prepotencia de las compañías y en las luchas sindicales, mientras su mezcla de tiempos hace coexistir piratas, conquistadores y negreros con secuaces gomecistas, policías y explotadores actuales, en una Tierra de Gracia cuya historia de cinco siglos resulta homogeneizada por la violencia.
Tercero: de hecho, lo que ha realizado el cuento breve —en paralelo al poema breve, una vez más, aunque sin privilegiar lo sensorial sobre lo conceptual— no es excluir temas o vivencias sino fragmentar el universo dramático, «especializando» cada texto en un sentido determinado. Así, sus «pequeñas historias» responderán al testimonio y la denuncia tanto como al registro de obsesiones, desdoblamientos, sueños; al recuerdo de infancia como a la ciencia-ficción; a la explotación de conflictos sentimentales como al humor y la parodia; a las angustias urbanas como a la metaliteratura y la experimentación. Si, contrastado con la producción anterior, tiene una carga muchísimo mayor de fantasía e ironía, enfrentado a los cuentos no-breves de la misma nueva narrativa, ofrecería un reflejo perfectamente especular.
En cuarto lugar, habría que aclarar que la vía de lo breve no fue, generacionalmente, la única, ni siquiera en esa primera salida grupal de los años setenta: valgan los ejemplos de Laura Antillano, José Napoleón Oropeza y Ben Amí Fihman, entre otros, ilustrando opciones igualmente variadas dentro del «realismo», el onirismo y la fantasía.
En cuanto a los ochenta y los noventa, y después de una verdadera «inflación» de libros de cuentos breves descartables al inicio de aquella década, con una cuota inaceptable de inercia, banalidad y hasta de «retórica » —paradójica en la estrechez del formato—, una nueva serie de autores se incorporaron a su cultivo, entregando títulos tan apreciables como Confidencias del cartabón (1981) y Secuencias de un hilo perdido (1982), ambos de Iliana Gómez Berbesí, Visión memorable (1987) de Miguel Gomes, Edición de lujo (1990) de Alberto Barrera, Seres cotidianos (1990) de Stefania Mosca, Calendario (1990) y Naturalezas menores (1991), los dos de López Ortega.
III
Dos rasgos quedarían por destacar: el carácter limítrofe entre narración y poesía de buena parte de la producción mínima, que si «satura» con dudoso lirismo las peores muestras, alcanza las mejores cotas de altísima calidad, como puede verse al menos desde Textos de anatomía comparada (1978) de Mariela Álvarez; y la eventual articulación de la serie de cuentos breves que, siendo cada uno autónomo, se enriquecen en su lectura como conjunto.
Respecto a lo primero: es posible que un margen de indefinición genérica persista en algunos casos, más allá de la «marca» editorial (colección que incluye el libro, texto de contraportada, etc.) o la declaración autoral; más allá, incluso, del —sutil— deslinde entre el mayor peso de «lo narrativo » o de «lo lírico», de la historia contada y la serie anecdótica o de la elaboración de lenguaje en términos metafóricos: al cabo, las etiquetaciones genéricas vienen haciendo agua desde hace algún tiempo. Por aquí, señalaría igualmente la presencia de apuntes reflexivos en el cuento breve —por ejemplo, en Descripción de un lugar y Calendario—, que lo flexibilizarían hacia el ensayo-ficción. Es probable que, en las dudas, la actitud del lector, la recepción de los textos «como cuentos» o «como poemas» sea definitiva.
En cuanto a la posibilidad de doble lectura, si funciona vagamente en libros unificados por su tono y su temática (por ejemplo, los de Iliana Gómez y Stefania Mosca), dando un paso más allá con el sistema de títulos repetidos, ecos intratextuales y dos cuentos sintéticos que representan dos finales posibles, como sucede en Visión memorable, o con la presencia de un mismo personaje o hablante que sostiene a todo lo largo una meditación sobre lo femenino, detallando la exploración del propio cuerpo hasta culminar en el inventario —y oferta— total, tal como se plasma en Textos de anatomía comparada, se realiza cabalmente en media docena de títulos en que los relatos se ordenan, además, haciendo avanzar la diégesis, desarrollando el drama, con un mismo protagonista o grupo de personajes.
Así, las 32 piezas de Me pareció que saltaba por el espacio como una hoja muerta, de Sequera, remiten todas a ese escenario rural transformado por la ciencia-ficción, como una serie de escenas que registran diversos aspectos de la misma comunidad de astronautas. Por su parte, los 32 cuentos de Cuando te vayas, de Edilio Peña, ofrecen segmentos biográficos de un personaje que podemos acompañar desde la infancia en diversos lugares del oriente del país, junto a una familia signada por la violencia y la locura, pasando luego por la adolescencia, sus peripecias de hombre joven en Caracas, hasta terminar en un cuento que revierte sobre el conjunto: a punto de cumplir 25 años, quiere llevar al papel ese pasado doloroso. La misma explicitada escritura de lo que leemos unifica también los 64 cuentos de Más allá de las ramblas (1983), el siguiente libro de Peña, ya suficientemente cohesionado por su protagonista central y otros personajes recurrentes, el espacio (Barcelona) y el tiempo (varios meses), además de que muchos de los textos remiten los unos a los otros de manera complementaria, incluso prolongando una misma secuencia, todo esto por encima de su diversidad formal (narración directa, diálogos, sueños, cartas, delirios, monólogos de voces anónimas, descripciones objetivistas, etc.).
Otros dos libros de indiscutible —y rica— doble lectura plantearían problemas específicos de adscripción genérica, que los llevarían quizá más allá de las fronteras del cuento breve. Los 40 textos de Parálisis andante (1988) de Juan Calzadilla Arreaza, ¿constituyen una novela fragmentaria —como afirma la solapa—, un conjunto de cuentos articulados o una mezcla de ambos? Y, a su vez, las 90 anotaciones fechadas del Calendario de López Ortega, que abarcan casi un año de observaciones, sensaciones, anécdotas siempre meditadas, ¿son un diario unitario, con su usual parcelación según los días, y por lo tanto un solo texto, o una serie de piezas relativamente autónomas, engarzadas adicionalmente gracias a la flexible cronología que permite la «ficción» del diario como género?
En cualquier caso, la potencialidad de articular una fábula global por encima de los cuentos breves entendidos además como «fragmentos», va al encuentro de libros de relatos no-breves que trabajan de forma similar5, de nouvelles y novelas efectivamente fragmentarias que apelan al collage de textos y a la sucesión muy suelta de diversas escenas6, y también al de numerosos poemarios de piezas breves que, escritos por autores de la misma franja de edad que los nuevos narradores e igualmente en las décadas de los setenta, ochenta y lo que va de los noventa, proponen un horizonte dramático común que cohesiona los distintos textos e incluso desarrollan una historia con el hablante como narrador o personaje7. Es posible que, de esta manera, tanto el cuento breve como el poema breve estén encontrando un modo peculiar de trascender lo fragmentario y de avanzar hacia nuevas totalizaciones de sentido.
IV
Cabría preguntarse, para terminar esta aproximación, si, además de habernos ofrecido algunos de los mejores libros de la nueva narrativa venezolana, habría que agradecerle un aporte específico al cuento breve. Si tenemos en cuenta que el lector paga con su vida el tiempo dedicado a la lectura, siempre podríamos reconocer en la brevedad una particular discreción o humildad en términos existenciales, una verdadera elegancia «ecológica» en medio de tanto despilfarro —narrativo y no sólo narrativo.
Si consideramos, por otra parte, que su esencialidad diegética nos invita, en los mejores casos, a desarrollar personalmente su precioso núcleo dramático, veríamos también en el cuento breve una propuesta de responsabilidad y libertad, igualmente apreciable en los tiempos oscuros.
NOTAS
1 Descartados los breves, los cuentos de la nueva narrativa venezolana tienen un promedio de 3-7 páginas de extensión. No creo que pasen de la veintena los que superan las 20 páginas; entre ellos: «un caso delicado» (del libro del mismo título, 1987) de Pablo Cormenzana, con 35 páginas de texto; «Contrafuerte » (Mi nombre Rufo Galo, 1973), con 32 pp. y «Los recursos del limbro» (id. título, 1981), con 30, ambos de Ben Amí Fihman; «El cansancio de A.P. Frachazán» (Luces, 1983), 31 pp., de Humberto Mata; «La muerte se mueve con la tierra encima» (id. título, 1972), 28 pp., de José Napoleón Oropeza; «Cuatro
extremos de una soga» (id. título, 1980), 23 pp., de Armando José Sequera — valga el catálogo—. En tal
sentido, un libro como Con estos mis labios que te nombran (1993), de Lidia Rebrij, es excepcional, pues
la mayoría de sus cuentos alcanza las 22, 23, 24, 28 y hasta 38 páginas.
2 Al menos uno de ellos, «Prescindiendo», se encontraba ya en Ejercicios narrativos (1967).
3 En cambio, y aunque publiquen en estricto paralelismo con los jóvenes, los autores de la generación inmediata anterior no se han decantado en absoluto por el cuento breve, con poquísimas excepciones como Eduardo Liendo (El cocodrilo rojo, 1987) y Chevige Guayke (Faltrikera y otros bolsillos, 1980; Difuntos en el espejo, 1982).
4 Me pregunto, dado mi conocimiento irregular de ese campo, si el paralelismo pudiera alcanzar también al teatro «breve» —de piezas en un acto—.
5 Por ejemplo: La bella época (1969) de Laura Antillano, Cartas de relación (1982) de López Ortega, Cerneólas (1987) de Ángel Gustavo Infante, Procesos estacionarios (1988) de José Luis Palacios, Dragi sol
(1989) de Slavko Zupcic, etcétera.
6 Nouvelles como La invención del fuego (1975) y Texto de memoria para un corto sobre ella (1978),
ambas de Norbith Graterol, y novelas como Las redes de siempre (1976) y Las hojas más ásperas (1982),
de Oropeza las dos, Perfume de gardenia (1982) de Laura Antillano, Los andantes (1982) de José Quintero Weir, Los nuevos exilios (1991) de Lourdes Sifontes, Yo soy la rumba (1992) de A. G. Infante, etc.
7 Entre los poemarios, citaría: Cuerpo (Fundarte, Caracas, 1985) de María Auxiliadora Álvarez; Hago la muerte (Pen Club, Caracas, 1987) de Maritza Jiménez; Luba (Séptimo Sello, Maracaibo, 1988) de Jacqueline Goldberg; Diario de una momia (Séptimo Sello, Maracaibo, 1989) de Laura Cracco; Poemas del escritor (Fundarte, Caracas, 1989) de Yolanda Pantin; Para borrar una niña (Solar, Mérida, 1991) de Margarita Arribas y Toledana (Monte Ávila, Caracas, 1992) de Sonia Chocrón.