Orlando Araujo
De Fiebre a Casas muertas
Como Reinaldo Solar en la obra de Rómulo Gallegos, Fiebre (Élite, Caracas, 1939) es, en la de Miguel Otero Silva, novela de juventud, de desgarrón-existencial, imperfecta en sus letras, en su discurso, en su cotejo con un modelo convencional, pero con una fuerza que le viene de la vida, de la autenticidad de la experiencia, de la profunda fe volcada en su «oratoria» (fe telúrica en Reinaldo Solar, fe revolucionaria en Vidal Rojas) y de la vocación heroica del relato. No hay en Fiebre una postura literaria, una preocupación por la estructura novelística, o una estética narrativa realizándose: lo que hay es una necesidad de expresarse, de poner al mundo por testigo del dolor de un pueblo, de rescatar para la lucha una experiencia derrotada y convertirla en lección, en invitación y, ¿por qué no?, en mensaje. Cuando la pureza de los actos respalda la teoría de la acción, el mensaje revolucionario puede ser calificado de utópico o de ingenuo por los interesados en borrarlo, pero jamás de falso. La juventud de dos generaciones ha comprendido la lección de Fiebre y a ello se debe que perdure con frescura el desenfado de sus letras imperfectas. Es el conflicto entre la palabra activa y la palabra estéril. Cada una tiene su retórica; la diferencia consiste en que la estética de la palabra activa le viene por fatal añadidura cuando el escritor logra que autenticidad y belleza sean uña y carne de sus escrituras.
En medio del camino de la vida, a la sombra de un árbol, ya saturado uno de tanto libro perfectísimo y de tanta virtuosidad literaria, refresca un poco el corazón volver a estos libros de primeras letras, donde el hombre no se oculta detrás del oficio de escribir y en cuyas páginas la desazón, la ira, el miedo y el amor conservan el aletazo directo de la vida.
Fiebre es un libro a la carrera, escrito por un estudiante perseguido, enamorado de una mujer y de la libertad, que huye, que se exilia y que regresa guerrillero, y cae, y vuelve a huir por montes y quebradas en su afán liberador. Hay páginas enteras con textura de diario, de registro casi cotidiano de los hechos, y hay, ya al final, páginas de imprecación al destino, a la historia, al mundo sordo. Tanto es el afán de que este mundo escuche y reaccione que, de pronto, el escritor advierte que su pluma es débil y desconocida y renuncia a ella en la invocación a Dostoievski. ¿Ingenuidad retórica? Como ustedes quieran; a mí me conmueve este crescendo final con que remata el delirio de una fiebre que abrasa cuerpo y alma.
Casas muertas (Losada, Buenos Aires, 1955) es otra cosa. Es su segunda novela, dieciséis años después de la primera. Otero Silva, como Úslar Pietri y como Díaz Sánchez, guarda un prolongado silencio entre la primera y la segunda novelas. A Miguel lo absorbe el periodismo y en esa etapa funda El Morrocoy Azul, semanario humorístico que continúa la tradición de Fantoches; funda también El Nacional, diario que ha servido en ocasiones a causas muy nobles de la vida del país, y, en rigor, el que más ha estimulado la actividad literaria. El periodismo va a dotar al narrador de un método realista eficaz, el de la investigación de los sucesos en el lugar donde acaecieron y con el mayor número posible de testigos. Me parece que Miguel Otero concibe previamente el asunto de sus novelas, es decir, determina el área temática pero no traza, no determina previamente una estructura sino un plan de investigación del área propuesta; se dedica durante un tiempo, el más laborioso y de mayor duración, a recolectar los materiales que van llenando cuadernosy cuadernos. Se trata de verdaderas exploraciones del paisaje, de los ambientes, de los hombres, del lenguaje y de los problemas que se anudan alrededor del propósito inicial. Es una etapa de viajes, de conversaciones, de entrevistas, de consultas y de lecturas. Investigación del mundo real a cuyo ritmo y calor se va empollando el mundo imaginario. Nadie, tal vez ni el propio autor, podría descubrir paso a paso la alquimia de esa incubación ni hacer el deslinde de los planos imaginarios yuxtapuestos sobre los reales, desprendidos luego y sometidos después a la razón autónoma de la sinrazón creadora. Es trabajo en soledad y aislamiento: la forma viene sugerida y desprendiéndose de la naturaleza de los materiales y tal vez de los azares de la investigación misma, con lo cual se admite cierta presión de la realidad sobre la imaginación, y ello es así hasta en el Ulysses, donde en cada capítulo se trata una materia distinta con una forma también distinta, no por mero capricho sino por cierta ley de gravedad del suelo novelesco.
En 1955, Otero Silva retorna con un plan. Se ha propuesto novelar lo que en lenguaje de sociólogos y economistas llamaríamos un cambio estructural (cualitativo) de Venezuela: ladecadencia del sistema agrícola latifundista y pequeño-mercantil (decadencia de una forma de vida), y la incrustación y violento surgimiento de un modelo diferente cuyo factor dinámico fundamental es el petróleo. Tengo entendido que el autor, en un comienzo, proyectó abarcar las dos coyunturas de aquel cambio en una sola novela y que luego, a la vista de los materiales y ya puesto en el camino de organizarlos en estructura narrativa, aquella presión de la realidad sobre la ficción que mencioné, forzó una doble estructura novelística, Casas muertas y Oficina No 1, definidas por el propio autor, respectivamente, como casas muertas y casas mal nacidas.
Del país agrario al país petrolero
Se trata de dos novelas épicas, una que asiste, en la lenta desaparición de un pueblo llanero (Ortiz), a la ruina de un modo de producir y de vivir; y otra que asiste, en el nacimiento de un pueblo petrolero (El Tigre), al surgimiento y consolidación de otro modo de vivir y producir. Novelas sobre muerte y nacimiento de pueblos, cuyos personajes son casas y calles que desaparecen y grupos humanos que mueren o aparecen casi colectivamente en un sitio, afincan necesariamente su raíz en la épica más antigua. Ya no es la naturaleza avasallante y devoradora, ya no se descubre el llano, ni los grandes ríos, ni la selva; los protagonistas son comunidades enteras que viven y mueren como personajes de una vasta epopeya: la epopeya de un país que muda la piel como las serpientes, un «país portátil», como dirá más tarde otro novelista.
Dije que Casas muertas es otra cosa en relación con Fiebre. Miguel Otero regresa con menos audacia y con más literatura, y de un modo parecido al de Díaz Sánchez y al de Úslar Pietri, prefiere confiar su proyecto a un modelo conocido que a uno por conocer. Tal vez por esta actitud conservadora desde el punto de vista literario y quizás, también, por cierta tiranía de los materiales (tema rural, pueblos desolados, vida provinciana), el autor no pudo esquivar el diálogo costumbrista, el estereotipo criollista, en descripciones y personajes, y el folklore de fiesta y de gallera.
Con lo anterior quiero significar cosas como las siguientes: Carmen Rosa es el personaje central, es lo que se puede llamar un personaje estructura. El autor la concibe como una mujer excepcional, movida por una personalidad y una voluntad en activo contraste con los seres moribundos de aquella población en ruinas; sin embargo, nada en Carmen Rosa demuestra lo que el autor piensa de ella hasta el capítulo XI («Hematuria») de la novela, en que la muerte de Sebastián, su novio, pone a prueba su capacidad de sufrir; y el capítulo XII, final del libro, en que su voluntad de vivir se demuestra con la decisión del viaje a oriente, a todo riesgo. Antes, Carmen Rosa nos recuerda la Rosa Amelia de Díaz Rodríguez (Ídolos rotos) y la Carmen Rosa de Gallegos (Reinaldo Solar); son muchachas de buena
familia, con una educación elemental, mucho recato y dedicadas —en grandes casonas— al cultivo de un jardín que sirve de refugio a su soledad y a sus penas de amor. Si alguien coteja los textos, son casi las mismas flores y casi las mismas cuotas. Como aquel es un personaje de pura invención, pienso que en el desván de la subconciencia de Miguel, las rosas del criollismo todavía no estaban marchitas.
La misma observación es válida para la circunstancia humana de Carmen Rosa: la madre timorata y rezandera, el peón fiel, sumiso y silencioso; y el estereotipo de los nombramientos: Nicanor, el monaguillo; Hermelinda, la chismosa; Epifanio, el bodeguero, etcétera. ¿Era esta la realidad del Ortiz explorado por Otero Silva? Yo creo que sí, con la añadidura de la señorita Berenice, la maestra; del padre Pernía, el cura bonachón: y del Coronel Cabillos, jefe civil muérgano y abusador. Ortiz corresponde a un mundo rural y estancado como el que nos reveló la novela criollista, a una realidad provinciana que subsistía para el tiempo novelesco de Casas muertas (época final de Gómez), para la fecha de su publicación (1955), y aún hoy, una tercera parte de la población venezolana vegeta en casas muertas. Miguel Otero Silva no es, en este sentido, inconsecuente con la realidad sino con la fábula, porque para reflejar una realidad agonizante escogió un modelo moribundo. ¿Por qué, sin embargo, tiene tanto éxito de lectura esta obra a la cual el autor mismo ha confesado querer por sobre otras suyas? Creo que se debe a que Miguel Otero es, antes que un técnico de la ficción, un narrador nato, un buen narrador que, cualquiera sea el modelo y a pesar de este, logra interesar por la simpatía que él mismo siente hacia sus personajes y por la verdad conmovedora de esa simpatía.
Un lustro después, con Oficina No 1 (Losada, Buenos Aires, 1961), Otero Silva busca y encuentra un camino diferente. El asunto ahora es el de las casas vivas, o casas mal nacidas como a él le gusta decir. Aquí ya no hay estilización criollista, ni siquiera en las formas avanzadas de espiritualización de la naturaleza como la hallamos todavía en el Meneses de La misa de Arlequín. Ahora el lenguaje cubre la sustancia novelada como el guante la mano; y vuelve una virtud de Fiebre: el desenfado narrativo, la nota humorística, la ausencia de solemnidad literaria. Es ahora cuando Carmen Rosa rompe la cáscara y se realiza como el personaje que Otero Silva concibió desde un comienzo en su novela anterior. Significativamente, ahora el autor no se preocupa en decirnos por su cuenta que esta mujer es superior a su medio, sino que el lector siente y respira en su presencia, ante sus actos y en la parquedad de su lenguaje, a una personalidad que se le impone.
En el subcapítulo correspondiente a Díaz Sánchez, y a propósito de la novela del petróleo, me asocié con una crítica ideológica al autor por su concurrencia al mito del buen yanki. De nuevo aquí el conflicto con la realidad: sé de buena fuente que, en su acostumbrada exploración del territorio novelable. Otero Silva conoció a un perforador norteamericano con las características del Tony Roberts de su novela. Mantengo la crítica pero confieso que no puedo escapar a la simpatía de este personaje, uno de los más vitales de la novelística venezolana: no es el acartonado Míster Hardman de Sobre la misma tierra, que se parece más a un profesor merideño que a un gringo culto; ni el misterioso Walter de Casandra, un geólogo maniático cuyo misterio andaba ya en folletos de las mismas compañías. Tony Roberts es un gigantón de Texas, perforador de oficio a quien le gusta beber cerveza y hablar pendejadas; su imagen del imperio petrolero es tan limitada e ingenua que no podemos identificarla con la del autor, de formación marxista.
Oficina No 1 es, hasta hoy, la novela mejor estructurada que ha escrito Miguel Otero. Ya veremos que Cuando quiero llorar no lloro es superior en técnica y lenguaje, pero no en la consecución de una estructura de núcleos irradiantes a cuyo centro converjan los componentes más dispares convocados, enlazados y fundidos por una fuerza centrípeta que, en Oficina No 1, es el descubrimiento minero (perlas en Cubagua, oro en California, petróleo en Venezuela) y los contextos de su fascinación (comerciales, políticos, sociales, eróticos, etc.). Era tan novedosa la aventura y la realidad tan por encima de la imaginación, que el lenguaje directo y la narración lineal fueron aciertos. Me convenzo cada vez más de esto, sobre todo cuando observo que allí donde el autor acude a fórmulas poéticas y a la técnica del desdoblamiento, allí el lector se siente turbado por un artificio innecesario, como sucede en las secuencias eróticas y diálogos de amor de Carmen Rosa. Por contraste, los ambientes de prostitución, de juego y de alcohol están logrados con maestría de humorista, con ironía compasiva y la naturalidad trágica de los buenos escritores. Ya Otero Silva no se pasea por fuera de los personajes, se los mete por dentro y acaba con lo pintoresco. De este modo una figura del costumbrismo tradicional como es la del «turco»vende-quincalla, que no habla nunca sino que simplemente mira, quiebra el estereotipo de sus antecesores literarios y vive en esta novela un drama conmovedor y auténtico. Y esto no es una excepción.
Oficina N° 1 es una fórmula convincente, un modelo realista en que el autor logra combinar con eficacia sus mejores experiencias de Fiebre y de Casas muertas. Parece que el autor ha llegado a lo que buscaba, pero no es así. Su próxima novela ensayará otra técnica, modelará otro esquema y buscará otra estructura.
Una novela de violencia
Dije entonces, y me sigue pareciendo, que Miguel Otero Silva es un novelista en busca de un estilo. No sé si su estilo consiste en esa búsqueda, lo cual le garantiza renovación y movilidad continuas, o si estamos ante un proceso de creación en espiral dirigido hacia un punto final de referencia, cuya conquista y dominio solo pueden alcanzarse como el fruto lúcido de un descubrimiento interior definitivo. La solución de este problema, que no es otro que el de la dialéctica de un escritor así cercado, no la podría ofrecer por ahora el crítico, sino el propio novelista con la obra que todavía está obligado a darnos, por razón vital y estética. Mientras llega esa ocasión, trabajamos sobre aquellas alternativas y alguna vez hemos descubierto, en la variedad de las formas, ciertos valores y recursos constantes que rotan alrededor de cada obra, en movimiento de traslación hacia aquel punto final de referencia.
Fiebre es una experiencia independiente de novela que el autor no se propuso continuar en Casas muertas, y si bien es cierto que esta última fluye hacia las casas vivas (o casas mal nacidas) de Oficina N° 1 es porque ambas integran un mismo proyecto narrativo.
Con La muerte de Honorio, Otero Silva cambia nuevamente de rumbo y ensaya un realismo más testimonial que el de las dos novelas anteriores y el cual desenvuelve la coyuntura de sus episodios mediante un expediente milenario: el de Las mil y una noches, los Cuentos de Canterbury, El Decamerón y el del Libro de los ejemplos del Conde Lucanor, cuya técnica es de narraciones en collar, enlazadas por dos o más interlocutores, quienes, unidos por alguna circunstancia generalmente pasajera (viaje, temor solidario ante un suceso adverso, necesidad de combatir el tiempo), van contando historia tras historia.
El procedimiento es sencillo para disponer una secuencia de cuentos independientes, pero bastante difícil para lograr una estructura novelesca. La circunstancia que reúne a los cinco personajes de La muerte de Honorio es la cárcel y la homogeneidad de motivos por los cuales un azar infortunado los ha hecho encontrarse. Cada uno va a contar estrictamente el episodio que lo ha llevado hasta ese encuentro. Son, pues, cinco capítulos en un mismo drama: el de la violencia, la represión y la tortura de un régimen tiránico. El tema político es el cordón del collar. Entre historia e historia (primera persona en pasado absoluto) se tiende el enlace fragmentario de la vida carcelaria (tercera persona en presente novelesco).
El primer obstáculo, y uno de los mayores, es el de la repetición quintuplicada de la persecución y la tortura; es el peligro de la monotonía, que se logra salvar gracias al interés particular de cada anécdota. La fidelidad al documento humano, es decir, la no interferencia del autor dentro del testimonio, se convierte, por paradoja, en un acierto literario. Y extraemos una lección aprovechable: la realidad de la violencia supera, en ciertos casos, las exigencias imaginativas de la ficción, siendo necesario, entonces, que el narrador concentre sus energías y emociones en la objetividad de un lenguaje mediúmnico, cuya precisión se convierte en su propia maravilla (Juan Pérez Jolote, Se llamaba S.N., A sangre fría). Meditar sobre este punto y discutirlo, porque el tema de la violencia en Venezuela es una cantera centenaria con recientes enriquecimientos lícitos, ilícitos y quinquenales.
Otero Silva, quizás por desconfianza en el interés per se de los episodios externos, complica el expediente con cinco historias internas y complementarias, que se intercalan entre las cinco primeras, valiéndose de un recurso muy externo (el paréntesis) para indicar al lector el otro plano espacial y temporal de la narración, y es aquí donde la técnica y el estilo entran en conflicto. Pero veamos el asunto a cámara lenta. Comencemos por resumir, diciendo que la sencillez de aquella fórmula del collar se ha complicado con tres secuencias:
a) la historia descriptiva de las peripecias de cada personaje en cuanto se refiere a su acción política y a la persecución y encarcelamiento (tiempo pasado y ámbito urbano);
b) la pieza corta —entremés— con que enlaza estos episodios (tiempo presente y ámbito carcelario cerrado); y
c) la evocación interior que cada uno va haciendo de su infancia, juventud, formación y relaciones, a medida que avanza en la descripción de su desgracia política (tiempos distintos y ámbitos diversos).
Si la primera parte (o tipo de narración) descansa sobre una base testimonial (documental), la segunda y la tercera pertenecen a un orden distinto en el cual la imaginación del autor puede moverse libremente. Esta circunstancia permite, aparte del interés intrínseco de las historias externas, conjurar también aquel peligro de la monotonía que observábamos en cuanto a la reiteración de una odisea quintuplicada. Lograr, sin embargo, con todos estos elementos disociados una homogeneidad estructural era el gran reto para el autor: dónde acertó y dónde falló es el reto ahora, no para el crítico en funciones de juez infalible, sino para el lector que quiere comprender y cuyo gusto es sujeto también de fallas y de aciertos.
Ya vimos que uno de los recursos que mejor responden a la exigencia interna de la novela es el del lenguaje directo y objetivo para la historia externa: el autor no mete su emoción como una cuña, sencillamente presenta los hechos —terribles hechos— y se los deja al lector. Son páginas sobrecogedoras por las cosas y sucesos que allí se describen y que bastarían, con su verdad, para desahuciar, no a un régimen, sino a la sociedad y al sistema donde ese régimen puede perdurar. En este sentido, esa novela es un expediente abierto.
Una de las fallas, sin embargo, y creo que la que impidió el salto de La muerte de Honorio a una escala mayor dentro de la novela hispanoamericana, fue una falla técnica en el manejo de la evocación interior, de esa historia íntima que, por ser simultánea con la otra, exigía del autor una forma diferente en que un lenguaje menos discursivo, menos entregado en bloques yuxtapuestos, más flexible y líquido en las manos del narrador, penetrara la masa sólida del otro bloque, el de la secuencia lineal, directa, objetiva, metiéndose entre sus moléculas para crear, no dos lenguajes soldados uno con otro, sino un lenguaje y un tiempo novelescos que, siendo uno, abarcara y ofreciera en su amalgama dinámica, como ofrece y abarca la vida, todos los tiempos y los espacios infinitos que puede contener un minuto.
Finalmente, la invención de Honorio me resulta conmovedora encontrada así, al cerrar las historias para concluir la obra: un hijo que no existe, un niño inventado por un preso para poner un poco de sol y de mañana en tanta noche oscura, baña todo el dolor y la sordidez de aquellos hombres, tan vejados y humillados, con su ternura sin melodrama que rescata y eleva la condición humana por encima de su propio estiércol. Y desprendemos de la novela otra lección: siendo tan reales los cinco personajes que cuentan sus realísimas historias, y siéndolo a tal punto que tenemos la identidad con nombre y apellido de cada uno, es Honorio, ese niño arrancado de la nada, inventado por la esperanza y creado de una costilla de la necesidad, el más vivo y perdurable de los personajes y cuya exigencia de vida y de protección queda flotando sobre la ruina, la tortura y el desprecio como un llamado, como una invitación y como un compromiso.
Tres elegías verdaderas y una muerte falsa
La feliz irreverencia con que Miguel Otero Silva asalta al lector y lo mete en un envión de siglos para hacerlo reír y meditar es una de las mejores piezas humorísticas salidas de su pluma y, aun cuando yuxtapuesta a la novela, sirve a la intención de preparar irónica y catárticamente al lector a fin de que sepa a qué atenerse con lo que ahora y aquí va a presenciar. La visión es en apariencia pesimista: Severo, Severiano, Corpóforo y Victorino mueren, vendidos por los suyos y torturados por el enemigo; pero históricamente el cristianismo se impondrá, dando al martirio su sentido creador: moraleja que el autor no tiene inconveniente en dejar al ideólogo, con libertad de aplicarla al caso de Victorino Perdomo.
Primer problema: lo que el autor resuelve con sin par desenfado en el Prólogo, no puede (¿o no quiere?) resolverlo en la novela. Observen ustedes que la vida y destino de los cuatro personajes del Prólogo Cristiano (Severo Severiano Corpóforo Victorino) no están separados ni por una coma. Tal vez porque los cuatro son soldados romanos igualmente heroicos y en conjunto ganados por una misma causa, y víctimas de una misma violencia: la estructura es uniforme dentro del juego dialéctico de perseguidos y perseguidores. En la novela, en cambio, no hay una estructura (en el sentido de un núcleo irradiante construyendo una totalidad) sino una composición en compartimientos estancos, algo así como un machihembrado a tres maderas que van alternando su textura y coloración diferentes: Victorino Pérez-Victorino Peralta-Victorino Perdomo. ¿Se trata de una imposibilidad real de comunicación entre estas vidas? ¿Es, más bien, un procedimiento técnico o factura literaria compatible y hasta exigida por el estilo narrativo del autor? ¿O es, simple y llanamente, una falla técnica, un desajuste estético por facilismo en el manejo de los materiales?
Puedo intentar algunas explicaciones: al fin y al cabo la crítica no es otra cosa que el deseo de comprender y la fechoría de explicar lo que no hemos podido hacer. Un sociólogo diría que, en efecto, aquellas tres capas sociales de la novela (sectores marginales, estudiantes revolucionarios y alta burguesía) coexisten sin comunicarse, como coexisten los ranchos, los bloques de apartamentos y las lujosas residencias. Quien dude de la incomunicación entre las dos primeras, que se dé un paseo por los problemas prácticos que confronta la organización efectiva de la lucha de masas en los partidos de izquierda (la Universidad ha hecho una guerra heroica, pero aislada y hasta engreída); que ideológicamente sea necesaria la comunicación entre aquellos estamentos es una teoría válida y, sin embargo, no se puede sustituir teóricamente un desconocimiento recíproco y real. Por este camino, ya bien alejado de la literatura pero de algún modo imprescindible para el narrador, podemos reforzar al sociólogo con el economista y señalar que los sectores técnicos de la economía (agricultura, industrias extractivas, manufactureras y servicios) se desenvuelven con poca o ninguna comunicación entre sí (compartimientos estancos, juntura machihembrada), formando, en la base, el núcleo —esta vez sí irradiante— del desajuste estructural de toda la sociedad venezolana.
Desde este punto de vista, el novelista tendría razón al emplear una técnica de hilos paralelos que no forman tejido. Solo que ni Miguel Otero Silva ni el novelista en general buscan o siguen esquemas o diagnósticos de economistas o sociólogos. Es al revés: por intuición poética suelen adelantarse a los caminos que después trillará la razón. Así, por vía de ejemplo, en El forastero, Gallegos, a su pesar, intuye el fracaso de la democracia representativa; en Rayuela, Cortázar capta ciertos efectos demostrativos esenciales del subdesarrollo en el Cono Sur que Raúl Prebisch nunca ha sabido ver; ningún científico ha visto mejor que García Márquez el sistema de vida precapitalista en Latinoamérica y, para regresar a nuestro país, Adriano González León resuelve en País portátil el conflicto que todavía mantiene en polémica a los economistas acerca de las formas y relaciones entre feudalismo y capitalismo en Venezuela. Y sucede que esta última referencia nos da pie para volver a Cuando quiero llorar no lloro pues González León trabaja, también, con dos formas sociales incomunicadas: la sociedad rural latifundista, casi autárquica, y la sociedad urbana neocolonial, posesa de todas las alienaciones. La novela por poco se bifurca hasta que va surgiendo y tramándose el vínculo estructural que enlaza las dos violencias en el drama existencial de un mismo personaje: Andrés Barazarte.
¿Voy a despachar el asunto sugiriendo que Miguel Otero Silva no intuyó el vínculo profundo que enlaza la violencia del hampa con la violencia política y con la violencia de las «patotas» burguesas? La novela misma me desmentiría, comenzando por el sentido del Prólogo: en tiempos de descomposición social y vísperas de grandes cambios, la violencia represiva de lo que decae y la iracundia de lo que insurge adquieren formas y manifestaciones múltiples, jerarquizables desde un punto ético, paralelas desde un punto vital (este último, el del novelista). Otero Silva descubre para la novela lo que Fellini para el cine: que Petronio es un autor contemporáneo. Observo, sin embargo, que aquí tampoco entrelaza las historias: la de Severo Severiano Corpóforo Victorino es una más, con lo cual no son tres sino cuatro los Victorinos. Pero hay la conciencia del enlace, solo que, paradójicamente, la veo más bien en el sentimiento cristiano de Miguel Otero: en la novela, los tres Victorinos se juntan al comienzo y al término de sus vidas —nacimiento y muerte— en el dolor maternal de parirlos y enterrarlos. Episodios que bordean el melodrama, sobre todo al final, pero se escapan irónicamente gracias a la sensibilidad política del autor, bien manifiesta en la escala social de los partos —Mamá, Madre, Mami— cuyo dolor único tiene patronos, ensalmos y ritos diferentes, desde la casa de vecindad hasta la clínica costosa, pasando por la Maternidad pública y proyectándose, en collage, hasta el Palacio de Buckingham. Igual la muerte: urna de bucare y hoyo en cerro para Victorino clase abajo; tumba en explanada, entre el cerro y los panteones, para Victorino clase media; y flores en pirámide con panteón y capellán para Victorino clase arriba. Verdad social y verdad política: históricamente, vidas paralelas. El novelista —el poeta— intuye una cuarta dimensión de esa verdad y, al cerrar la obra, en el último párrafo, la deja aleteando en manos del lector:
Las tres mujeres enlutadas se cruzan entonces por única vez, la que bajó desde el pie del cerro en la camioneta, la que sube desde el panteón de los Peralta, la que viene cabizbaja por la angosta avenida, las tres mujeres enlutadas se miran inexpresivamente, como si nunca se hubieran visto antes, nunca se han visto antes es verdad, como si no tuvieran nada en común.
Recuerde usted que el método literario de Miguel Otero Silva es un procedimiento de investigación realista muy cercano al periodismo. Si excluimos a Fiebre, que es novela autobiográfica, todas sus novelas parten de una recolección a veces exhaustiva de materiales: en Casas muertas, la investigación directa llega a tal reiteración (viajes, conversaciones, amistades, evocación de experiencias personales, identificaciones, testimonios) que lo documental se hace vivencia y su metamorfosis literaria resulta un ejercicio legítimo del mundo interior del novelista, vaciado, ya lo vimos, en moldura anacrónica. Cosa que, en rigor vivencial, no sucede ni podía suceder en La muerte de Honorio, cuya arquitectura de naves paralelas deja visibles los andamios de su construcción. El novelista es el espejo, el gran testigo: su parcialidad, su toma de posición o su mensaje no se encuentran embutidos en la factura literaria como interferencias del autor —tesis o interpretaciones— sino en el acto previo y comprometedor (extraliterario) de seleccionar la particularidad del mundo y del hombre a reflejar en el espejo. Hasta aquí lo ético (el deber ser queda fuera del ángulo de refracción) y cualquier reclamo en este sentido —el que ya se hizo a Oficina No 1, por ejemplo— lo ubico legítimamente en aquella esfera comprometedora y previa de escogencia de tema y selección (o discriminación) de materiales porque es allí, precisamente allí —y no en la factura literaria propiamente—, donde el autor ejerce a plenitud o limita a conciencia su libertad ética.
Si se me entiende el enredijo, se entenderá sin duda lo siguiente: la incomunicación de los Victorinos se explica desde el ángulo realista del autor, quien, urgido en el fondo por una relación que la superficie no le permite establecer, pero cuya necesidad ética y estética ha intuido y se le impone, acude a una identidad anterior y posterior al destino mismo de los Victorinos: los identifica y entrelaza en el dolor de las madres antes del parto y después de la muerte. Mas el vínculo metafísico no llena el vacío del vínculo existencial, y el lector siente ese vacío.
Lo que Miguel buscaba
Desde el punto de vista del método y de la estructura, Cuando quiero llorar no lloro sigue la línea de La muerte de Honorio. En este, se yuxtaponen cinco historias de represión y tortura (violencia política) soldadas por un débil estaño de entremés al final de una y comienzo de otra (paralelismo que se proyecta, con técnica de contrapunto, en la prolongación hacia adentro y simultánea de las historias hacia afuera). La pieza que corresponde a Honorio y su muerte cumple, puesta al final de la novela, una función similar a la que cumple el Prólogo Cristiano al comienzo de la nueva novela: se trata de una referencia ejemplar (histórica o imaginaria) común a las variantes anecdóticas en cuya trascendencia confluyen y rematan las columnas dispersas: el desajuste estructural ya señalado, y seguramente advertido por el novelista, busca resolverse en un equilibrio arquitectónico.
Partiendo de una fórmula ya experimentada por él mismo y la cual se acopla (en el fondo es su producto) a la técnica periodística utilizada con gran dominio y confianza en las exploraciones del mundo y de los hombres, el autor queda con un solo frente de batalla: el del lenguaje. Y es aquí donde Miguel da el salto estilístico y un golpe de timón a su destino literario al dar rienda suelta a un elemento formal y dos de contenido: un fondo de humor y de ironía lanzados con frase de adjetivación insólita en el marco de una imaginación alucinante, irreverente y sorpresiva:
Así al abrir el libro:
Al martilleo redundante de sus sandalias gruñen los perros de Roma, se mean los gatos de Roma, una vieja romana les endilga una procacidad colectiva sin desabrochar la mirada veterana de las cuatro braguetas exuberantes que transitan al nivel de su cacharrería. Los cuatro hermanos, Severo Severiano Corpóforo Victorino, caminan de frente, ajenos a la policromía primaveral de los tenderetes, sin oler la adolescencia de las manzanas ni el berrenchín de traspatios, agria certeza a cuestas de que no dormirán esta noche en sus camas, ni tampoco en cubículo de mujer mercenaria.
El tiempo es otro, pero el oportunismo es por los siglos de los siglos amén:
El senador Cornelio Savino, nieto del tribuno del mismo nombre que contribuyó al despachurramiento de Calígula con una cívica estocada en el hipogastrio del déspota, ha limpiado su mansión de discóbolos en lanzamiento. Martes en reposo, Venus pechugonas, sátiros rijosos, hermafroditas dormidos y otras chucherías greco-romanas, para transformarla en Iglesia del culto a Jesucristo.
Del conflicto pagano-cristiano y de la represión romana, el lector es traído al ámbito hamponil, subversivo y patotero de Caracas 1960-1970. Una investigación lingüística, prolija y difícil, debió realizar el novelista en esos tres estadios de la vida social capitalina, cada uno con su lenguaje propio, celosamente custodiado y cuyos matices más ocultos solo son accesibles vivencialmente. Tengo noticias de la infatigable labor de Miguel Otero para la recolección, procesamiento y comprensión de estos lenguajes y de los modos de vida que reflejan; ardua tarea que recuerda los trabajos lingüísticos de Guimaraes Rosa, cuyas fichas, llenas de precisión y objetividad, daban lugar a aquellos mágicos relatos de sus Primeras historias. Una observación inocente: una segunda lectura me confirma en la primera impresión de que el lenguaje mejor asimilado por Miguel es el de los hampones y, por contraste, es el de los «pavos» de la burguesía el que menos se le entrega, a pesar de que hay una conversación telefónica entre dos «niñas bien» de gran fidelidad fonográfica.
En el vértigo de una prosa tan veloz y tan cruzada de lenguajes y caminos era imposible no caer alguna vez en el exceso adjetivado, en la redundancia nominal o en el artificio estilístico.
A veces, la ficha se delata:
—Necesito un amigo, un pana, un ecobio —dice.
—Lo vas a tener —dice Victorino.
A veces, el alarde lingüístico pierde o confunde matices de significación velados para el investigador, como serían algunas sinonimias de la marihuana (por ejemplo: chicharra, mierda, tronadora) que indican partes, calidad o efectos de la yerba y que tienen, en la vivencia de la jerga, una imponderable riqueza emocional y poética. Por ello es mojigato el párrafo siguiente (y no siempre acertado en ficha con lo de shora y matraca; ni con la identidad del hachish):
He aquí el primer arrebato de Victorino Pérez descrito por un novelista que llama Cannabis sativa a la hierba (en vez de llamarla en orden alfabético: chicharra, chucho, gamelote, grifa, grita, juanita, macolla, machiche, mafafa, malanga, maloja, manteca, marabunta, maraña, maría, maría giovanni, maría la o, mariangia, marilurana, marillón, mari warner, material, matraca, mierda, monte, morisqueta, mota, pelpa, peppa, pichicato, pitraca, rosalía, rosamaría, rosario, shora, tabaco, todo, trabuco, tronadora, vaina, vaño, vareta o yerba), el novelista la llama Cannabis sativa, o kif, o hachish, pura literatura, y apenas conoce de sus efectos lo que leyó en un folleto de toxicología.
En donde el autor no pudo resistir la misma tentación de aquel «secreto» de Susana en Oficina No 1 y de aquella enumeración —fichada— de los matices cromáticos que caracterizan la hematuria de Casas muertas al riesgo, y tal vez con el gusto, de romper en sus manos la propia costura del relato. Y ya que, en cacería de goteras, he asociado la última novela con las anteriores, conviene salir al paso de una inconsecuencia del entusiasmo merecido por Cuando quiero llorar no lloro; y es la tendencia a verla como obra de generación espontánea con la cual el autor daría la espalda a sus trabajos anteriores y se decidiría a recomenzar su vida de escritor. Esto no es cierto. Ya hemos visto cómo, metodológicamente, hay una línea consecuente desde Casas muertas hasta Cuando quiero llorar…; creo que tampoco es discutible la falla estructural de ese método y el recurso con que el autor busca el equilibrio de aquel desajuste. Lo novedoso, realmente novedoso, está en la factura lingüística de la obra, pero es importante lo siguiente: novedoso, no porque el autor abandone un estilo y se haga, encuentre o adquiera otro, sino porque —dentro de su estilo, incluyendo ahora sí a Fiebre— Miguel Otero abre las esclusas de una fuerza (más de sentido que de forma) potencialmente viva en su obra anterior (humor, ironía, irreverencia), pero sometida y frenada por aquella solemnidad —seriedad— y contención de estilo con la cual dio al traste Cien años de soledad de García Márquez. Lo que humanamente admiro de Miguel Otero Silva —un escritor vanidoso, sin duda— es el coraje de aceptar el reto, la humildad de un nuevo despegue y la confianza en aquellos elementos marginados de su estilo narrativo.
Modifiquemos, en consecuencia, el subtítulo: la audacia aparente del estilo es la convergencia piramidal de una investigación lingüística y social, de un esfuerzo de contemporaneidad literaria y de la liberación de un estilo hasta hoy sometido a estrangulamientos vitales. Lo que Miguel Otero Silva buscaba lo llevaba dentro: se encontró a sí mismo cuando escribió sin miedos ni modelos, como en Fiebre, pero con la experiencia y la renovación de Cuando quiero llorar no lloro.
Victorino Pérez
Es el más auténtico y viviente: en la cárcel, en el barrio o en pleno asalto, este personaje domina y convence. Sobre las huellas de Guillermo Meneses (Alias el Rey, Gregorio Cobos),Otero Silva da, por fin, fisonomía acabada y actualísima a un personaje que venía rondando la literatura venezolana de los últimos tiempos, buscando un autor que lo aceptara sin melindres éticos. Las relaciones entre gente del hampa: la nobleza del silencio, el castigo a la delación, la solidaridad frente al sistema, la camaradería hasta la muerte, el amor que traiciona en hoteluchos, la vida y la muerte siempre en el filo de un minuto:
No me mates mi amor, y el túnico se le había arremangado por encima de las caderas, y sus nalgas mulatas lo instigaban, dos tinajas desnudas y frescas sus nalgas mulatas, y decidió en justicia cortarle el culo de banda a banda, y esa vez no podía fallar, y no falló: formó una cruz perfecta con la rajadura natural y el rejonazo de la navaja. Blanquita no pudo contener un grito de loca, se arrepintió en seguida de haber gritado, los asuntos de ellos no debían trascender de las cuatro paredes del cuarto, hasta ese momento había jipeado y suplicado en voz baja, el arreglo de cuentas era asunto de ellos dos y de más nadie, ¿Me quieres matar, mi amor?…
La escena de la violación de los menores delincuentes en una casa solitaria solo tiene parangón con el brutal episodio descrito en El Matadero de Esteban Echeverría, para citar a uno de los primeros narradores latinoamericanos; y con ciertas escenas violentas en el Liceo Leoncio Prado (La ciudad y los perros), para citar a uno de los más recientes.
Victorino Peralta
Menos presente que Victorino Pérez como personaje novelesco, este Victorino logra fijarse como caricatura en la memoria del lector: no tiene vida individual, pero el autor captó bien los mitos que definen su vida grupal: la moto, el auto deportivo y la violencia gratuita con que hostiga a su clase. A diferencia de Victorino Pérez, el «pavo» Peralta no logra escapar de las manos del autor y éste parece divertirse utilizándolo para cargar la sátira y hacer caricatura de una clase rica, inculta y decadente por él bien conocida.
La vida y aventuras del Peralta es, quizás, una de las secciones mejor documentadas pero se echa de ver que el tema no se le ha metido en las venas al autor: es tal vez, por ello, el más literariamente elaborado hasta culminar en el artificio de la Sinfonía Fantástica y el Maserati. Es comprensible que, en estos predios, Otero Silva esté en desventaja vivencial y no pueda competir con Francisco Massiani (ver el cuento «Yo soy un tipo»).
Victorino Perdomo
Es, sin duda, el más difícil, el menos vitalmente definido, el que más se nos escapa. Victorino Perdomo es el testimonio de una conciencia en afán de mantenerse lúcida sobre el mundo que debe transformar. Por ello, significativamente, su historia, a diferencia de las otras dos, está narrada en primera persona: yo ante el mundo, la infancia (tan lejana, que se queda en exigiendo lucidez en la extrema tensión de los minutos matemáticamente prefijados.
Para la conformación de este personaje, Otero Silva acude a vivencias de sus años escolares, estirando en imposible y divertido anacronismo la época feroz del Colegio San José en Los Teques (el mismo de Los Dos Caminos) hasta el tiempo universitario de un extremista de dieciocho años.
No es la primera vez que el autor trabaja con el tema de la juventud en rebelión política. Fiebre es su propio testimonio y no hay duda de que su experiencia directa en la lucha armada, aun cuando lejana, se vislumbra en la capacidad para crear situaciones de suspenso y para analizar y transmitir la gama emocional que antecede a la acción violenta. Al seleccionar un aspecto de la guerrilla urbana, Otero Silva trabaja sobre un tema exigente, transitado en nuestra narrativa de la última década por José Vicente Abreu (Las cuatro letras), Eduardo Gasca (El acecho), Carlos Noguera (Altagracia y otras historias) y, desde otro punto de vista, Adriano González León (País portátil). Uno capta cierto desajuste entre la frescura del estilo desde afuera y las exigencias de la narración desde adentro, a tal punto que si la personalidad del Peralta y su mundo frívolo provocan una exaltación y lucimiento del humor bordeando la sátira, los compromisos y la circunstancia del Perdomo dificultan el giro de humor despampanante, forzando un contrapunto idílico-ideológico camino de un enzanjonamiento parecido al de la Delia de Adriano. La ironía, afortunadamente, acude a tiempo, con una efectividad de salvavidas. El personaje, sin embargo, es inevitablemente opaco porque después de cuarenta años de separación, Miguel Otero Silva no puede recrear a Vidal Rojas, el extremista que sigue vivo en Fiebre.
Canción de otoño en primavera
Con el cabello gris me acerco a los rosales del jardín… Rubén Darío
Con tan agudo sentido para los títulos de impacto, Miguel pasó al lado de este y prefirió uno de los versos del leit-motiv (Cuando quiero llorar no lloro), muy probablemente porque no cuadraba con la primavera la sentencia mortal sobre los Victorinos, y tal vez porque el ansia de llanto no alcanzado trae a la nostalgia del autor la consolación de la elegía. Elegía de varones inconformes que si no llegaron a la historia estuvieron —están— por propia decisión fuera de ella. Una pregunta me asalta: ¿por qué cierra el autor un expediente abierto? Intuyo una razón de factura literaria. Los Victorinos deben morir de muerte estética para que se realice aquel vínculo metafísico sentido por el autor como necesidad estructural: el nacimiento y la muerte juntan lo que la vida separa y toda lucha contingente remite a un marco de dolor universal que la trasciende. Pero estas son especulaciones de crítico temeroso del Eclesiastés y de reinos de otro mundo: lector y novelista saben que los Victorinos muertos gozan de buena salud y que, si el otoño es estación de elegías, la primavera es tiempo de resurrecciones.
