Gabriel Jiménez Emán
Haciendo una lectura informal de la obra de Juan Rulfo titulada Pedro Páramo (1955) encuentro varios aspectos a resaltar.
- No se trata de una novela, sino de un relato; la obra carece de capítulos o de una estructura propia de novela, sea ésta o no de carácter experimental. Es, en efecto, un relato complejo tanto en su lenguaje como en su orden temporal.
- Los personajes están dibujados mediante diálogos en un espacio narrativo cambiante que, aun cuando esté asociado a la geografía de México, esta vez se reproduce de manera oblicua o subterránea hacia otras zonas, ubicándose en el sustrato anímico de los personajes.
- El relato se encuentra definido por el lenguaje oral de los personajes, buscando apuntar a esos estados de espíritu, contextualizados en el tiempo histórico de la Revolución mexicana (1910-1917), y tamizados de permanentes metáforas de naturaleza poética.
- El lenguaje del autor se encuentra engastado en algo que pudiéramos llamar arquitectura poemática en lo relativo a sus imágenes, metáforas y tropos en busca de una expresión novedosa para la literatura castellana de su tiempo. Aunque el relato no escapa de la fuerte tradición de las novelas de la tierra –tanto mexicanas como de toda la América Latina—esa tierra, en el caso de Rulfo, está asociada a un destino, a un fatum donde la muerte campea.
- El relato central discurre en medio de un sistema de jerarquías donde los personajes se mueven en torno a una Autoridad –presente o latente– expresada mediante una institucionalidad católica y otra política (tiránica); los personajes se mueven obedeciendo órdenes de un patrón, jefes, santos, soldados, mujeres (matriarcados), todos insertos en una estructura de poder predeterminada principalmente por la tenencia de la tierra y la posesión de dinero, mediante mecanismos ilícitos de corrupción, asesinato, traición, adulancia, hipocresía, etc. perpetrados por peones, soldados, capataces o cacicazgos regionales; de aquí que el odio, las venganzas, el hambre o la sed determinan la condición de los personajes de acuerdo al contexto donde se estén moviendo, casi siempre de una manera elemental; el autor los toma como móviles del relato para construir un mundo paralelo, donde se juega de modo permanente con el binomio vida/muerte.
- El relato –tomo una licencia cinematográfica– se asemeja a lo que pudiéramos llamar un western metafísico derivado del western norteamericano, donde aparecen personajes de Estados Unidos interactuando con mexicanos, siempre en desventaja, sometidos por la ley del revólver, llevando a cabo tropelías de bandoleros o caza recompensas. El género western estadounidense derivó en México en varias películas de charros, campechanos, guapetones, meros machos, terratenientes, hacendados, capataces etc. que muchas veces falsearon la verdadera esencia mexicana de ese tiempo expresada en el siglo XX en la revuelta de la llamada Revolución Mexicana, específicamente. Cuando digo metafísico indico, en el caso de Rulfo, de ir más allá de lo físico y buscando lo fundamental oculto tras lo visible o lo fáctico, explorando espacios no tangibles o comprobables en lo inmediato, sino experimentados mediante signos distintos a hechos tangibles que, en el caso de Rulfo, se verifican.
- En cuanto a espacio narrativo interno, casi todo en Pedro Páramo se desenvuelve en la perspectiva de un animismo inmerso en elementos religiosos, creencias atávicas, culpas, prejuicios, machismos, delitos o asesinatos encubiertos. Desde la figura masculina central que presta nombre al relato, hasta las figuras femeninas idealizadas, están casi todas ubicadas en niveles de una escala social donde permanecen un tiempo, para luego irse extinguiendo poco a poco. Los personajes no están completamente vivos ni muertos; son especies de fantasmas o aparecidos, moviéndose en un limbo.
- Al ser entes protagónicos del relato, tales fantasmas poseen también rasgos humanos reales, pero sus vidas internas están ganadas a una fatalidad, una renuncia o una actitud pesimista o escéptica, por lo cual no esperan casi nada del mundo o de lo que pueda pasar o no pasar, sumidos como están en un sentimiento de predestinación.
- El libro no surgió de la nada. Se halla precedido de una colección de brillantes relatos: El llano en llamas (1953)[1] que de algún modo incubaron el mundo rulfiano a través de rotundos perfiles de personajes populares, algunos de los cuales fueron ampliados en el relato Pedro Páramo. Aun cuando su autor, luego de estos dos libros, decidió no publicar más ficción narrativa –haciendo honor a su parquedad– si publicó después algunos textos para cine, agrupados en el volumen El gallo de oro (1980) e hizo excelentes fotografías. El gallo de oro me fue obsequiado por Juan Rulfo luego de haberle entrevistado en Barcelona, España, en 1982.[2]. En dicha entrevista Rulfo me aporta datos interesantes.
- En el momento de su publicación, el relato Pedro Páramo tuvo poca recepción crítica; hubo de transcurrir un buen tiempo para que esta narración comenzara a calar en la literatura mexicana. Una vez justipreciada, marca un hito en la narrativa hispanoamericana. Al no ser obra naturalista o realista, y tampoco adaptada del todo al género fantástico occidental, la crítica crea entonces categorías como realismo mágico para ubicarla y estudiarla.
Concluidas estas puntualizaciones, advertimos a lo largo de este relato que el móvil inicial del texto, cuando la madre de Juan Preciado le dice a su hijo que debe ir a buscar a Pedro Páramo para cobrarle el abandono y el olvido a que los ha sometido –donde le sugiere el compromiso de asesinarle– Juan Preciado parte más bien con miras de reconocer a su padre o de vivir nuevas experiencias de crecimiento personal, progreso, justicia, tierras bien repartidas, revolución, justicia social. En su camino, Juan Preciado –realmente el personaje central de esta narración—y muchos de quienes se acercan a él, dominados por el espíritu de la fatalidad, desean en el fondo cambiar; pero al mismo tiempo, la imposibilidad de lograrlo crea un espacio de contradicciones que se dibuja en el plano espiritual o anímico, el cual, entrelazado a rituales o deberes cristiano-católicos, van trazando un complejo universo de sobresaltos o despropósitos, conformando luego un espacio que pudiéramos calificar de metafísico, tal ya esbozamos, como concepto aglutinador.
El relato discurre entre estas fuerzas antagónicas constitutivas de nuestras idiosincrasias sincréticas, donde concurren costumbres indígenas, en el caso de México con la mexica y de otros pueblos norte y suramericanos cumpliendo un papel de primera importancia, donde radica justamente nuestra mejor reserva espiritual. A continuación, dejo algunos fragmentos de la obra donde se traslucen tales elementos.
Sobre la naturaleza metafísica del alma de un personaje, leemos:
«Y tu alma? ¿Dónde crees que haya ido?
—Debe andar vagando por la tierra como tantas otras; buscando vivos que recen por ella. Tal vez me odie por el mal trato que le di; pero eso ya no me preocupa. He descansado del vicio de sus remordimientos. Me amargaba hasta lo poco que comía, y me hacía insoportables las noches llenándomelas de pensamientos intranquilos con figuras de condenados y cosas de ésas. Cuando me senté a morir, ella rogó que me levantara y que siguiera arrastrando la vida, como si esperara todavía algún milagro que me limpiara de culpas. Ni siquiera hice el intento: «Aquí se acaba el camino — le dije—. Ya no me quedan fuerzas para más». Y abrí la boca para que se fuera. Y se fue. Sentí cuando cayó en mis manos el hilito de sangre con que estaba amarrada a mi corazón.»
***
Acerca de la espiritualidad sometida a un canon religioso, veamos éstos párrafos:
«No podría usted…? Provisionalmente, digamos… Necesito dar los santos óleos… la comunión. Mueren tantos en mi pueblo, señor cura.
—Padre, deja que a los muertos los juzgue Dios.
—¿Entonces, no?
Y el señor cura de Contla había dicho que no.
Después pasearon los dos por los corredores del curato, sombreados de azaleas. Se sentaron bajo una enramada donde maduraban las uvas.
—Son ácidas, padre —se adelantó el señor cura a la pregunta que le iba a hacer—. Vivimos en una tierra en que todo se da, gracias a la providencia; pero todo se da con acidez. Estamos condenados a eso.
—Tiene usted razón, señor cura. Allá en Comala he intentado sembrar uvas. No se dan. Sólo crecen arrayanes y naranjos; naranjos agrios y arrayanes agrios. A mí se me ha olvidado el sabor de las cosas dulces.
¿Recuerda usted las guayabas de China que teníamos en el seminario? Los duraznos, las mandarinas aquellas que con sólo apretarlas soltaban la cáscara. Yo traje aquí algunas semillas. Pocas; apenas una bolsita… después pensé que hubiera sido mejor dejarlas allá donde maduraran, ya que aquí las traje a morir.
—Y sin embargo, padre, dicen que las tierras de Comala son buenas. Es lástima que estén en manos de un solo hombre. ¿Es Pedro Páramo aún el dueño, no?
—Así es la voluntad de Dios.»
***.
Antes del momento final, hay un pacto. Ahí leemos:
«—Te voy a dar diez pesos para cada uno. Ahí nomás para sus gastos más urgentes. Les dices que el resto está aquí guardado y a su disposición.
No es conveniente cargar tanto dinero andando en esos trajines. Entre paréntesis: ¿te gustaría el ranchito de la Puerta de Piedra? Bueno, pues es tuyo desde ahorita. Le vas a llevar un recado al licenciado Gerardo Trujillo, de Comala, y allí mismo pondrá a tu nombre la propiedad. ¿Qué dices, Damasio?
—Eso ni se pregunta, patrón. Aunque con eso o sin eso yo haría esto por puro gusto. Como si usted no me conociera. De cualquier modo, se lo agradezco. La vieja tendrá al menos con qué entretenerse mientras yo suelto el trapo.
—Y mira, ahí de pasada arréate unas cuantas vacas. A ese rancho lo que le falta es movimiento.
—¿No importa que sean cebuses?
—Escoge de las que quieras, y las que tantees pueda cuidar tu mujer. Y volviendo a nuestro asunto, procura no alejarte mucho de mis terrenos, por eso de que si vienen otros que vean el campo ya ocupado. Y venme a ver cada que puedas o tengas alguna novedad.
—Nos veremos, patrón.
—¿Qué es lo que dice, Juan Preciado?
—Dice que ella escondía sus pies entre las piernas de él. Sus pies helados como piedras frías y que allí se calentaban como en un horno donde se dora el pan. Dice que él le mordía los pies diciéndole que eran como pan dorado en el horno. Que dormía acurrucada, metiéndose dentro de él, perdida en la nada al sentir que se quebraba su carne, que se abría como un surco abierto por un clavo ardoroso, luego tibio, luego dulce, dando golpes duros contra su carne blanda; sumiéndose, sumiéndose más, hasta el gemido. Pero que le había dolido más su muerte. Eso dice.
Allá atrás, Pedro Páramo, sentado en su equipal, miró el cortejo que se iba hacia el pueblo. Sintió que su mano izquierda, al querer levantarse, caía muerta sobre sus rodillas; pero no hizo caso de eso. Estaba acostumbrado a ver morir cada día alguno de sus pedazos. Vio cómo se sacudía el paraíso dejando caer sus hojas: «Todos escogen el mismo camino. Todos se van».
Después volvió al lugar donde había dejado sus pensamientos.
«Susana —dijo. Luego cerró los ojos—. Yo te pedí que regresaras…
»… Había una luna grande en medio del mundo. Se me perdían los ojos mirándote. Los rayos de la luna filtrándose sobre tu cara. No me cansaba de ver esa aparición que eras tú. Suave, restregada de luna; tu boca abullonada, humedecida, irisada de estrellas; tu cuerpo transparentándose en el agua de la noche. Susana, Susana San Juan.» Quiso levantar su mano para aclarar la imagen; pero sus piernas la retuvieron como si fuera de piedra. Quiso levantar la otra mano y fue cayendo despacio, de lado, hasta quedar apoyada en el suelo como una muleta deteniendo su hombro deshuesado.
«Ésta es mi muerte», dijo.
El sol se fue volteando sobre las cosas y les devolvió su forma. La tierra en ruinas estaba frente a él, vacía. El calor caldeaba su cuerpo. Sus ojos apenas se movían; saltaban de un recuerdo a otro, desdibujando el presente.
De pronto su corazón se detenía y parecía como si también se detuviera el tiempo y el aire de la vida.
«Con tal de que no sea una nueva noche» , pensaba él.
Porque tenía miedo de las noches que le llenaban de fantasmas la oscuridad. De encerrarse con sus fantasmas. De eso tenía miedo.
«Sé que dentro de pocas horas vendrá Abundio con sus manos ensangrentadas a pedirme la ayuda que le negué. Y yo no tendré manos para taparme los ojos y no verlo. Tendré que oírlo, hasta que su voz se apague con el día, hasta que se le muera su voz.» Sintió que unas manos le tocaban los hombros y enderezó el cuerpo, endureciéndolo.
—Soy yo, don Pedro —dijo Damiana—. ¿No quiere que le traiga su almuerzo?
Pedro Páramo respondió:
—Voy para allá. Ya voy.
Se apoyó en los brazos de Damiana Cisneros e hizo intento de caminar.
Después de unos cuantos pasos cayó, suplicando por dentro; pero sin decir una sola palabra. Dio un golpe seco contra la tierra y se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras.»
(Juan Rulfo, «Pedro Páramo», 1955.)
Juan Preciado, Abundio, Damiana Cisneros, Doloritas, Eduviges, Facundo Osorio, Fulgor Sedano, Ana Rentería, Miguel Páramo, Susana San Juan y otros que se mueven entre los pueblos de Contla, Sayula, Comala y la Media Luna, son personajes integrados a este relato, abordados a través de numerosos dispositivos narrativos: mirada en gran angular, inmersión en los limbos o pequeños infiernos, punto de vista que hace coincidir técnicas novedosas en un espacio de lectura física que apenas sobrepasa las cien páginas en total, hacen de este libro algo único en la narrativa de América, influenciando a un buen número de obras posteriores. Frente a las tendencias veristas del criollismo o el costumbrismo, quizá toma su autor en cuenta a obras renovadoras en este sentido, como Los pasos perdidos (1953) de Alejo Carpentier, notable dentro de una tradición iniciada quizá por Rómulo Gallegos en Canaima (1935) o La vorágine (1924) de José Eustasio Rivera, todas ellas volcadas en los espacios de selvas americanas y sus ríos para dibujar desde ellos atmósferas alucinantes.
En cuanto a su resonancia en el cine Pedro Páramo cuenta con una primera versión cinematográfica debida a Carlos Velo en 1967, con guión de Carlos Fuentes y Manuel Barbachano Ponce; en los roles principales se encuentran John Gavin (Pedro Páramo), Ignacio López Tarso (Fulgor Sedano), Pilar Pellicer (Susana San Juan), Julissa (Ana Rentería), Graciela Doring (Damiana Cisneros), Jorge Rivero (Miguel Páramo) y Carlos Fernández (Juan Preciado) entre otros, y en el año 2024 ha merecido una nueva versión por parte del director mexicano Rodrigo Prieto, con un elenco compuesto entre otros por Manuel García Rulfo (Pedro Páramo), Tenoch Huerta (Juan Preciado), Mayra Batalla (Damiana Cisneros), Héctor Kotsyfakis (Fulgor Sedano) e Ilse Salas (Susana San Juan), entre otros, y ha constituido un acontecimiento cultural en los medios. Ambas versiones excelentes; la verdad, hacer una crítica de ellas comparándolas entre sí o con la novela puede ser un acto poco elegante; optaría por señalarlas a ambas como homenajes valiosos de compatriotas de Rulfo para exaltar a esta gran obra.
Es ya viejo el asunto de la fidelidad o no de una película respecto de la obra literaria en la cual se inspira, para versionarla o recrearla. Siendo la literatura un arte de la palabra, dentro del cual el hecho de contar se halla dispuesto frente a un determinado contexto histórico o geográfico, también está el asunto del lenguaje utilizado y la tendencia narrativa donde se enmarca, ya sea naturalista, realista o fantástica: en este caso, el cineasta intenta trasvasar el espíritu de la obra al cine, a través de un lenguaje distinto: la fotografía o la imagen en movimiento, la iluminación, la música, el vestuario, las secuencias, el guión, la calidad de las actuaciones: todo juega en este complejo fenómeno de la “adaptación” que el cine ha mantenido con la novela desde los inicios del siglo XX. En este campo se ubican obras maestras como La muerte en Venecia de Thomas Mann. Farenheit 451 de Ray Bradbury, El resplandor de Stephen King, 1984 de George Orwell o Gringo viejo de Carlos Fuentes, que han tenido la suerte de haber sido versionadas por grandes cineastas, lo cual no suele ocurrir en la mayoría de las novelas trasladadas al cine; de ahí que un narrador como Gabriel García Márquez percibiese como imposible realizar una versión fílmica de su obra Cien años de soledad, la cual, según parece, pronto será estrenada. En este sentido, son ilustrativas las abundantes versiones fallidas de novelas en la historia del cine. El lector literario es quien completa la comprensión de la obra en el momento de hacerla suya o de asimilarla mientras la lee; en un acto profundamente individual e íntimo su imaginación crea los personajes de acuerdo a su propia experiencia o sensibilidad.
En el caso de Pedro Páramo, dada su naturaleza fantasmagórica, esta ha sido versionada en cine por Carlos Velo –como ya hemos referido— donde nos enfrentamos a una obra en blanco y negro de carácter expresionista, dura, hermética, fuerte, planteada desde una suerte de barroquismo trágico que llega a ser en muchas ocasiones exasperante, sin dejar espacio a veces para respirar. En cambio, en la versión actual de Rodrigo Prieto nos encontramos lo contrario: una obra técnicamente impecable, excelente fotografía, iluminación magnífica (muchas veces a la luz de unas velas), una acertada musicalización y producción de escenarios. En cambio, las actuaciones principales son flojas, los actores no se esfuerzan lo suficiente, quedándose en caracterizaciones apropiadas mas no brillantes, sin indagar en la compleja psicología de los personajes rulfianos; a veces ni siquiera hay un esfuerzo por romper los marcos realistas para ir en busca de los rasgos enfermizos o degradados de determinados prototipos y sus patologías sociales o identitarias, a fin de que estas logren impactar al espectador; por lo contrario, casi todos los actores permanecen en un plano elemental, convencional.
Por otro lado, vemos demasiados paisajes “bellos”, muchos alardes de esteticismo fotográfico (que el mismo Rulfo rehuyó en sus soberbias fotografías en blanco y negro) las cuales aplanan la película tornándola cansona, con diálogos excesivamente largos y enrevesados, que fatigan. En un momento dado, la película comienza a dar vueltas sobre sí misma y su tensión dramática va desapareciendo, para dirigirse a un final diferido bastante previsible y convencional, pintándonos así una obra realista y patética, opuesta al espíritu metafísico de la obra de Rulfo. No pretendo por supuesto universalizar mi punto de vista; sólo realizo una apreciación personal, un señalamiento crítico. De cualquier modo, todas estas tentativas fílmicas tienen el valor de poner de nuevo en el tapete la necesaria discusión sobre el significativo legado literario de nuestra América Latina.
NOTAS
[1] Sobre este libro de cuentos he publicado un trabajo “La tierra transfigurada de Juan Rulfo. Una interpretación sobre El llano en llamas”, en mi libro El espejo de tinta, Ambrosía Editores, Caracas, 2007..
[2] “La elocuencia del silencio, Encuentro con Juan Rulfo”. En: La palabra conjugada. Literatura, música y cine. Monte Ávila Editores, Caracas, 2021, págs. 127-133.