Arturo Uslar Pietri
La voz debió resonar huecamente en todas las cavidades de piedra de la iglesia. Una voz pastosa, alta, pegadiza como una emulsión espesa, llena de modulaciones y altibajos con ecos, resonancias y cortes. Desde lo alto del púlpito cada palabra debía volar como una paloma negra por entre las enormes colgaduras de luto que pendían de las columnas, por entre las nubes de incienso, por sobre el mar de cirios encendidos, por encima del enorme arrecife del catafalco piramidal que se alzaba en mitad de la nave y el mar de cabezas absortas, sudorosas, empelucadas que, en ruedos concéntricos, lo rodeaban hasta llegar a los alejados extremos de las capillas laterales, donde el gris de las sombras y de los rostros se fundía en una pasta inerte y casi sin presencia.
Allí estaban las palabras, tan quietas en el libro. Tan ajenas, tan absurdamente inadecuadas a aquel momento de angustia y recelo que él vivía ahora. La lengua misma, aquel desusado francés, cortesano y rítmico, que nada tenía que ver con lo que él hubiera querido gritar. Con lo que le venía en tropel, por sobre significaciones y sentidos, como una bocanada de náusea. Aquella palabra que nada tenía que ver con este trance: «Monseigneur». Era a un príncipe de la sangre a quien se dirigía el orador sagrado desde el fondo de sus dos siglos de historia. Vestido de encajes y sedas, bajo una inmensa peluca de cataratas de bucles, con ojos cansados y distraídos. Como un personaje de teatro. Presidía el duelo reglamentado y ceremonioso, de compases medidos y reverencias marcadas, de la muerte de una mujer.
Había abierto el libro al azar y caído sobre aquella oración. La enseñanza del seminario lo llevaba a solicitar sus modelos clásicos. Para oración fúnebre había que buscar a Bossuet. El pomposo obispo francés debió cantar y gorjear aquellas palabras tan labradas y pulidas.
No podía ser eso lo que él buscaba hoy. No era él tampoco aquel obispo, puesto entre el cielo y la tierra, en aquella corte donde todo parecía eterno e inmutable.
Él no era sino el padre Solana, Alberto Solana, ya viejo, ya enfermo, lleno de temores, con ganas de borrarse, de desaparecer, de caer en un inmenso pozo de olvido. Sentía con horror cómo el espacio se le reducía. Estaba como cercado en aquella casa, en aquella habitación, con aquel libro anacrónico en las manos, mientras de la calle llegaban gritos de furia y estruendos de violencia. El tiempo se le escapaba. Todo estaba contra él. Todo lo que había temido por años acababa de ocurrir de golpe.
El general había muerto. En la noche, en su lecho, al final de una larga agonía. Había ocurrido aquello que tanto se temía. Por lustros largos se le veía envejecer y decaer, pero siempre se pensaba que podía vivir un par de años más. No ocurriría todavía el temible suceso. Había tiempo. Habría tiempo siempre. Estaría aún allí con su lejana voz y sus temblorosas manos, manteniendo en vilo toda la vida del país. Mientras él viviera nada iba a cambiar. Todo debía esperar. Él había pensado muchas veces en lo que podía pasar ese día en que el general muriera. Era mejor no pensarlo. Todo aquello iba a resquebrajarse y a romperse, todo aquel castillo de naipes que el general sostenía con su presencia y que, a ratos, parecía tan sólido como la piedra, se iba a desmoronar. Los que habían tenido el poder se iban a convertir súbitamente en débiles y perseguidos, los ricos iban a huir a esconder su riqueza, las casas de los poderosos iban a quedar vacías y gentes inesperadas iban a surgir con duras caras de justicieros a cobrar, a reclamar, a vengarse de tantos años, de tantas esperanzas fallidas, de tanto rencor callado. Había tenido miedo. Le había ido aumentando en la misma medida en que el general se agravaba. Cada noticia de empeoramiento le daba escalofríos y sensaciones de angustia. Empezó a ir menos a la casa del moribundo, rodeada de oleadas y oleadas de presencias visibles e invisibles. Se encerró en su habitación. Rezaba y leía libros piadosos. Cuando ya la muerte pareció inminente se vino a la capital como un fugitivo. Era más fácil borrarse en la ciudad grande.
En la noche lo llamaron desde Tacarigua para darle la noticia. Demasiado breve, demasiado simple para comprenderla en toda su significación. «El general acaba de morir». Fue una noche de callado pavor, de andar por la casa sin rumbo, de hablar solo, de rezar rosarios sin término, de despertar al fámulo para que lo acompañara, de pensar en los más diversos y disparatados medios de desaparecer y de huir. Disfrazarse, esconderse, refugiarse en una embajada, salir al extranjero. Temprano, en la mañana, después de aquella larga noche, vino la otra llamada. De parte del general encargado del poder ejecutivo, le participaban que había sido designado para decir la oración fúnebre en la misa de difuntos de cuerpo presente que se iba a celebrar al día siguiente, allá en Tacarigua, antes del entierro.
Era lo peor que hubiera podido ocurrirle. Nada de desaparecer, nada de borrarse. Aquella mano de la fatalidad lo había ido a buscar en su escondrijo para ponerlo a la vista de todos, desnudo y sin amparo, a decir lo que quería olvidar, a testimoniar lo que temía. A la vista de todos, con un papel en las manos temblorosas, a decir la oración fúnebre ante el cuerpo yacente del general Peláez. Lo iban a exponer como una víctima propiciatoria para que nadie lo olvidara, para que todos los odios se pudieran saciar en él. A la hora en que todos se pasaban y se ocultaban lo iban a llevar a él, íngrimo, indefenso, a decir lo que no quería decir, a recordar lo que no quería recordar, a dejarse lapidar delante de todos los que lo detestaban y despreciaban sin conocerlo.
Hubieran podido pensar en otro. Pero no. Había tenido que ser él. El poeta indefenso, el pobre hombre arrastrado por toda aquella máquina bárbara de poder. El ser temeroso y débil que componía versos y decía discursos. A alguien se le había ocurrido. Tenía que ocurrírsele. Iba a ser más visible y más execrado que todos aquellos viejos dogos de poder, ahítos de dinero y de armas, que iban a salir ilesos de aquel tremendo trance. Tenía que ser él con sus versos llorosos, con su elocuencia de predicador sagrado, con su sotana de mal cura, con su voz pastosa y quebrada de recitador de madrugadas, el que tuviera que subir a la tribuna, visto por todos, oído por todos, señalado por todos, a hacer el elogio del general. Nada hubiera podido ser peor.
Quedó anonadado por largo tiempo. Sin distinguir lo que le ocurría o lo que imaginaba. Pensaba con retardados remordimientos y sobresaltos en aquellas decisiones que había tomado y que habría podido no tomar. Hubiera podido seguir siendo un modesto cura de asilo o de parroquia. Escribir sus poemas místicos y pecaminosos. Tomar el ron de las noches de bohemia con los viejos compañeros, en el fondo de alguna taberna de barrio pobre. Pero no. Su ángel malo —¿era su ángel?— lo había llevado a mezclarse en aquello. Sus frases de orador resonante gustaban a los poderosos. Su facilidad para las comparaciones y las antítesis. Por esa maldita facilidad había ido a la cárcel. Por ese gusto por las frases hermosas que tienen los hombres simples y primitivos había llegado hasta el general, había recibido un alto nombramiento de capellanía, había pasado a ser un personaje importante del régimen. Había ido de discurso en discurso entrando en el peligroso juego. Sintiendo el desdén y la hostilidad de todos los adversarios conocidos y desconocidos. «Un día las voy a pagar todas juntas».
Pero, entre tanto, había vivido como nunca lo había soñado. Una casa en Tacarigua y otra en la capital. Un inmenso automóvil de hondos asientos y rumoroso motor. La compañía de hermosas mujeres como símbolo de tentación y de vislumbrados paraísos de pecado.
No estuvo nunca seguro de lo que había hecho ni de lo que decía. Vivía dentro de una sensación de irrealidad o de transitorio espejismo. Venían algunos viejos amigos a la casa nueva. Se bebía abundantemente, se recitaba poesía y se recordaban los tiempos idos. Se mezclaba a Rubén Darío con traducciones de Víctor Hugo, de Baudelaire y de Verlaine.
—«¿Quiero ajenjo? Tengo ajenjo». Ponía las copas con hielo. Una cuchara sobre el borde con un terrón de azúcar e iba echando poco a poco el líquido marrón con olor a anís y a remedio. «Así lo tomaba Verlaine». Después hablaban entre dientes de política. «Yo sé que mucha gente me critica. No comprenden». «No comprenden, no. Te envidian», interrumpía alguno de los amigotes con los ojos encendidos. «No comprenden», insistía el padre Solana, con su voz apaciguada y sibilante. «Llega un momento en que uno no puede seguir ignorando la realidad del país. Este hombre es el representante de esa realidad. Es absurdo no comprenderlo así». Empezaban entonces las explicaciones rebuscadas: «Si hubiéramos comprendido a tiempo lo que habían escrito Comte y Taine, qué de disparates y de revueltas inútiles le habríamos ahorrado al país». Evocaban entonces la larga serie de los agitadores liberales, enfebrecidos, retumbantes, que habían escrito folletos y discursos incendiarios frente a los caudillos de turno. «No podían entender que aquellos hombres eran la representación del país».
Pero el padre Solana no dejaba de pensar con amargura que muchos de sus antiguos conocidos debían pensar que aquélla era otra caída más, otra claudicación más, otra apostasía más de las muchas que había cometido en su tormentosa vida, o que le atribuían. Desde sus tiempos de seminarista había sido muy sensible a las tentaciones. Le gustaban las mujeres, el licor y la vida bohemia de los poetas. Con frecuencia se extraviaba. Los superiores lo amonestaban por sus repetidas faltas y por sus malas compañías. Algunos poemas de dulzón y morboso erotismo le eran atribuidos. Aquella aura demoníaca formaba parte de su sentimiento místico. Era sinceramente católico. La liturgia, los ritos, los misterios, la poesía y el contenido mágico del culto lo fascinaban. Temía a la condenación pero amaba la vida, lleno de remordimientos.
Ahora tenía que escribir aquel elogio mortuorio, en aquella hora oscura y preñada de amenazas. Se temían las peores cosas. Alzamientos militares, golpes de mano, anarquía, violencia. Con el general tenía que terminar aquel orden tan personal que él había impuesto, tan hecho a su imagen, tan vinculado a su carácter, a su vida, a su presencia física. Había un jefe y era únicamente aquel que ahora yacía muerto ante un país lleno de temores e impaciencias.
Las gentes hablaban quedo entre sí, todos se miraban con recelo, parecía que se esperara un formidable estallido o un terremoto que iba a arrasar y trastrocar todo. «Cuando muera este hombre aquí va a haber un baño de sangre», decían las gentes maduras y experimentadas. «Esto va a ser peor que la Guerra de los Cinco Años. Va a haber mucho muerto y mucho saqueo». Iban a volver los viejos tiempos de la guerrilla y el asalto, de las partidas de bandoleros recorriendo los campos, del robo del ganado, de las tomas y retomas de pueblos, con banderas rojas, amarillas o azules. Aquella paz de treinta años impuesta por la fuerza era artificial. Lo que iba a volver ahora era la vieja anarquía, los bochincheros en la ciudad y los guerrilleros en el campo.
En los días anteriores a la muerte del presidente las ciudades comenzaron a quedarse vacías de noche. Aquello recordaba los tiempos de la peste. No se veía un alma por las calles oscuras. A ratos pasaba una patrulla de la policía montada y los cascos de las cabalgaduras resonaban ominosamente dentro de las casas. Sonaba el teléfono y todos se precipitaban en espera de alguna noticia terrible. Alguna señal de que la gran kermesse de muerte y destrucción había comenzado. Se decía que se había alzado un cuartel en alguna población remota, que por la frontera había invadido algún viejo caudillo desterrado. Que un pariente cercano del moribundo dictador recorría la ciudad en sombras en un carro fantasma disparando sobre los transeúntes desprevenidos.
Se hablaba en ingenuas claves. «El Piach» era el presidente enfermo, el «Ronco» era el general que podía sucederlo en el Gobierno, «los Zamuro» eran los hombres de presa que lo habían servido y de quienes se temían posibles golpes de fuerza. Todo un retablo de fabulario y de sainete desfilaba en las palabras veladas ocultando las identidades de aquellos a quienes no se atrevían a nombrar.
Fueron interminables días de tensa espera. Hubo momentos en que se creía que había muerto el presidente. Se decía la hora y la circunstancia. Y luego se añadía que se mantenía el hecho oculto para evitar dificultades en la transición del mando. Que se fingía que estaba vivo, que se hacía que alguien, con voz muy parecida, hablara desde la habitación en que estaba tendido para que los que aguardaban afuera oyeran el vozarrón vigoroso del difunto.
Hasta aquella breve llamada de la noche. Todo se le había borrado de pronto. Como si hubiera empezado a caer en un abismo sin fondo por cuyas paredes traslúcidas desfilaban las imágenes del ayer que quería olvidar y del mañana que temía. Todas las caras conocidas y desconocidas de los que podían hacerle daño. Hubiera sido mejor que él hubiera muerto antes. Ya estaba viejo y enfermo y se habría ahorrado Dios sabe cuántos sufrimientos cuántos peligros y sustos. En su estado de salud, con su desajustado corazón fallo, no Resistiría mucho tiempo aquella racha de miedo que iba a caer sobre él.
Pero el hecho en toda su brutal desnudez estaba ahora allí ante él. Había muerto el general. Parecía imposible. Pasaban los años y se le veía envejecer, pero todos los que en una especie de asociación vegetal, de ecosistema biológico, vivían en torno a su poder, parecían haber llegado a eliminar esa posibilidad.
Estaba muerto el general. Había cerrado los ojos oscuros y penetrantes, la atezada cara había empalidecido, el bigote gris había blanqueado, el cuerpo se había ido vaciando de materia como un saco de arena roto. Los que lo habían visto en su larga agonía decían que parecía otro. Más pequeño, más delgado, casi frágil. Todo el imponente aspecto de fuerza había desaparecido, todo el imperio de la mirada y de los gestos se había ido borrando hasta convertirse en una débil y esfumada semblanza de lo que había sido.
Ahora debía estar en manos de criados y muerteros, poniéndole por última vez el uniforme de gala y colocándolo en la urna pesada de madera y bronce con tapa de cristal. Ahora ya no era. Pero todavía no había desaparecido su presencia. Todo lo que constituía la máquina de su poder seguía en pie. Los funcionarios, las tropas, la actitud de la gente. La significación de aquella muerte, tan temida, tan esperada, no se podía apreciar todavía. Era como aquellas explosiones lejanas que hacen los voladores de roca, en que se mira el deslumbrante fogonazo y sólo largos segundos después llega el estruendo y el temblor de la sacudida.
Los hombres de menos de cuarenta años no habían conocido otro presidente. La autoridad, el poder, los honores, el himno habían llegado a parecer propiedades personales suyas. Entre el país y él se había llegado a establecer una especie de indisoluble amalgama, de integración mágica. Nada se podía contra él. Todo lo podía él.
Pero ahora estaba yerto y tendido con la brusca y misteriosa pasividad de los cadáveres. Todo parecía igual menos él. Y por ese solo hecho todo podía y debía cambiar. El padre Solana miró el reloj. Ya eran pasadas las diez de la mañana. De la calle venían los ruidos ordinarios del movimiento de la ciudad. Cornetazos de automóviles, gritos de pregoneros, silbatos de amoladores, pero a él le parecía que todo estaba como asordinado y distinto.
Faltaba un día para el entierro. Se iba a hacer en la pequeña ciudad de provincia donde había vivido el jefe la mayor parte del tiempo en los últimos años. Entre haciendas, vacadas, siembras de maíz y de algodón y vastos espacios verdes de caña de azúcar. Como aferrado a su ambiente natal de campesino. Mirando a los peones escarbar los surcos y a los ordeñadores de la madrugada entonar sus coplas al compás de los chorros de leche que caían en los cántaros.
Nunca se había hecho un funeral así. Todo el país se iba a detener. Todos los ojos se iban a volver hacia la pequeña ciudad y su iglesia matriz, donde se iba a hacer el oficio de difuntos, y luego el largo desfile entre batallones tendidos hasta el cementerio. Toda la jerarquía eclesiástica se iba a movilizar, todos los altos poderes de la Nación. Se iba a hacer una especie de nunca vista ceremonia de duelo real, con tambores a la sordina, caballo enlutado y marchas fúnebres. Durante el oficio se oiría música de réquiem cantada por coros y luego subiría él al púlpito para decir la oración ritual.
Se había detenido delante del estante de libros. Allí estaba el viejo tomo de pasta gris de las Oraciones de Bossuet. Lo extrajo. Se le abrió en las manos. Había páginas manchadas de café de vigilias o de Ecor. El olor del papel viejo lo volvió a la realidad. Se había abierto en la página en que comenzaba la oración fúnebre de Henriette, la Duquesa de Orleans. La había leído muchas veces y recitaba de memoria pasajes en un laborioso esfuerzo de pronunciación francesa.
Empezó a leer sin darse cuenta. Era como si escapara. Estaba ahora en aquel remoto recinto perdido en el tiempo y en la lejanía. Se había ido. Leía e iba traduciendo mecánicamente. Lo arrullaba el sonsonete de las frases.
«No, después de lo que acabamos de ver, la salud no es sino un nombre, la vida sino un sueño, la gloria una apariencia, las gracias y los placeres sino un peligroso pasatiempo, todo es vano en nosotros».
Eran palabras de teatro dichas en uno de los más suntuosos y extravagantes teatros. Todo aquel elenco de príncipes, grandes señores, aristócratas y cortesanos que, en una última y maravillosa pompa, traían a Dios al cielo y a la elocuencia sacra para el gran espectáculo de los funerales. Frente a Bossuet lo que había era el despojo de una frívola mujer muerta en la juventud.
El elogio que el padre Solana tenía que hacer era otro. El de aquel hombre simple, primitivo, hecho de fuerza y de cautela, de dureza y cazurrería. Tal vez hubiera sido mejor buscar en el elogio fúnebre del gran Condé. Los discursos de Bossuet se convertían en pomposa y pavanesca danza de la muerte. A cada página alguien que había oído el elogio anterior ocupaba el catafalco para que siguiera el torrente suntuoso de lamentaciones y trenos.
«Pero ¿digo la verdad? El hombre que Dios hizo a su imagen, ¿no era sino una sombra?».
De la calle hasta el cuarto donde empezaba a escribir llegó un sobresalto de gritos y carreras. Cerca sonó un disparo. «¡Abajo la tiranía! ¡Viva la libertad!». El sirviente regresó agitado de la puerta. «Hay grupos de alborotados. Un policía disparó para dispersarlos en la esquina». Después añadió: «Esto se está poniendo feo».
Se interrumpió en su tarea. El vocerío se había ido apagando en la distancia. «Tirano». «Libertad». Un disparo. Toda aquella quietud de años y años comenzaba a romperse. Quién iba a detener aquello. En todo el país la tensa expectativa parecía a punto de reventar. Por las radios, entre trasmisiones de música fúnebre y de sinfonías, se leían boletines con decretos e instrucciones. A ratos surgía un manifiesto exigiendo perentoriamente la restitución de las libertades públicas. Como un resonar de órgano se iba extendiendo aquel eco ansioso y hondo. En las calles se formaban grupos, por las ventanas asomaban ojos inquisidores, se cuchicheaba. Los portones de las casas permanecían entrejuntos.
¿Que iba a decir él en aquel discurso? En nada se parecía su situación al de aquel resonante obispo antiguo, revestido de púrpuras y prebendas, que hablaba para una monarquía inmutable, donde nada podía ocurrir, donde no se producía otro cambio que aquel lento sucederse de ceremonias fúnebres. ¿Cómo hubiera podido él invocar: «Las verdades de las que tengo que hablar y que he creído dignas de ser propuestas a tan gran príncipe y a la más ilustre asamblea del universo»?
No era aquel el tono, ni mucho menos el tema sobre el que él tendría que hablar. La suya era hora de riesgo y de amenaza, de temor y de incertidumbre. Un momento más para temer y buscar protección que para afirmar las viejas verdades de la fe católica. Lo que había ocurrido era como el anuncio de una inminente calamidad. Todo estaba en peligro. Lo que por décadas había sido el orden establecido e inalterable podía derrumbarse en un rápido cataclismo como una vieja casa en un terremoto. Techos y paredes desplomados y caídos en un estruendo de polvo, piedras y maderas rotas. Lo que había sido levantado para refugio se iba a convertir en instrumento de muerte.
Con todo lo que tenía de esperado y de inevitable, la desaparición de aquel hombre creaba una sensación de súbito vacío. ¿Qué vamos a hacer ahora? ¿Qué nos puede pasar?
«Oh, noche desastrosa; oh, noche terrible, en la que resonó de pronto, como el estallido de un trueno, esta noticia asombrosa: “Madame se muere, Madame ha muerto”».
Eso sí podría repetirlo ahora. Con más verdad que el obispo retórico ante el cadáver de la princesa, cuya muerte en nada alteraba el orden rígido y la inmutabilidad del presente y el futuro en aquel centenario palacio, en aquella sociedad de piedra, en aquel país del pasado sin sobresaltos, donde todo funcionaba como el lento mecanismo de aquellos antiguos relojes dorados con estatuas y lambrequines, que repetían un tiempo inalterable.
Ahora no. Aquí no. El padre Solana conocía todo el impulso contenido, toda la violencia amordazada que podía estar acechando debajo de aquella aparente paz que había habido por tantos y tantos años. No eran sólo los presos de las cárceles, que veían crecer día a día las barbas y las desesperanzas dentro de una amargura que goteaba odio. No eran tampoco solamente los inconformes, los descontentos, los opuestos a aquel orden personal inexorable que todo lo sometía y dominaba. Era además toda una especie de sorda y fluida impaciencia, un deseo instintivo de otra cosa, un cansancio de todo aquello, hombres, modos, terminología, que había perdurado sin alteración desde que había memoria.
Lo que acababa de ocurrir era como abrir compuertas, como desatar sogas, como romper diques, para que todo lo represado se desbordara, para que todo lo contenido brotara, para que todo lo callado se convirtiera en grito, para que aquellos hombres refrenados que apenas se expresaban por miradas se soltaran en un tropel de asaltos y de alaridos para decir y hacer en una hora lo que habían estado esperando durante una vida de silenciosa opresión.
Era mucho lo que tantos tenían que cobrar, que cobrar de alguien, que resarcirse y satisfacer del primero que toparan y que representara para ellos la larga tiranía. Otros, no menos impacientes y decididos, iban a querer hacer y alcanzar lo que en todos aquellos años verdes, dormidos, de la nana o de María Castaña, no había podido pasar de confidencia, de secreto o de disimulada ambición.
Él había conocido en su propia experiencia aquella dura realidad. Había sentido la pesadez inerte de las injusticias y las desigualdades. Había respirado el húmedo hedor del miedo que todo lo penetraba y cubría. Había sentido el insoportable peso del privilegio, la codicia y la insolente indiferencia de muchos de aquellos hombres de poder que parecían tan inaccesibles y tan abominablemente seguros. Él había estado en sus años mozos en contacto con algunos conspiradores. Conocía toda aquella esperanzada e ingenua fantasmagoría de los proyectos de alzamientos, de huelgas y de cuartelazos. Y conocía también la prisión. Los inacabables días en que se dormían las horas como animales enfermos. Pasaban las semanas, los meses. Semidesnudos, sobre una tabla en el piso de la celda estrecha. Con los gruesos grillos grotescos en las piernas flacas. Con la cortina clavada sobre la puerta para no ver a los demás. Con el vecino que llevaba dos años y el otro que llevaba cinco y aquel hombre viejo y tembloroso que salía en la tarde a tomar el sol en el patio que tenía más de diez años en aquel encierro de enterrado.
Aquellas frases entrecortadas y maldicientes que le quedaban en la memoria. «Preso es preso y su apellido es carajo». «La cárcel se hizo para los machos». «El hombre puja, pero no llora». Esa sensación inolvidable y ahogadiza de que se estaba fuera de la vida, de que la vida era otra cosa que pasaba más allá de los altos muros desnudos.
Pero ahora el jefe había muerto después de una larga agonía, en la que todos los días circulaban rumores de escalofrío.
«Acababan de pasar dos camiones cargados de tropas. Iban muy rápido», venía a informarle el fámulo. Se sobresaltaba.
Tal vez, ojalá, no iba a haber oportunidad de decir aquel discurso fúnebre. Iba a estallar el desorden contenido, se iban a producir alzamientos. Habría que apresurar el entierro. Nadie podía saber. Él iba a llegar con su sotana nueva, con sus ribetes morados de prelado doméstico, con su teja reluciente, con su capa de seda, pasaría por entre los soldados en formación, por delante de los altos dignatarios, por delante del nuevo encargado del poder ejecutivo, por ante los familiares del difunto para subir al púlpito.
Nadie iba a estar para discursos. A lo sumo diría una breve oración escrita cautelosamente, que sirviera a los fines del caso y que no lo comprometiera. No estaba en la corte de Francia en el funeral de una princesa, sino ante un abismo de riesgos, ante el más incierto futuro, ante los despojos del hombre que había implantado un orden que ya debía estar tan muerto como él. Nadie podría continuar aquello. Nadie. Se había producido el vacío.
«La gran desgracia nacional de la muerte del ilustre general Aparicio Peláez ha conmovido la República hasta sus cimientos». Estaba escribiendo. No era conveniente hablar de conmoción, era evocar sacudidas y trepidaciones. Sería mejor referirse al «alma de la República llena de profundo dolor ante la pérdida del hijo insigne».
«Este hombre consubstanciado con el destino de la patria». Era mejor «este hombre de Plutarco». Era una manera de invocar de forma imprecisa las grandes figuras de la antigüedad. Habría que referirse a sus realizaciones. No era fácil. Cualquier alusión a la política podía exacerbar el sentimiento de los adversarios que ahora parecían muchos, tal vez todos. Era más aconsejable hablar de la paz. Contra eso nadie podía oponerse. «Cesó la matanza cruel de los hermanos, y como una luz de amanecer la paz iluminó nuestra tierra». Invocar la paz era también una manera de recordar a todos la necesidad de no comprometerla, aunque no se le escapaba, lo sabía y había hablado de eso muchas veces en sus tertulias, que aquélla era una paz cuestionada. «Paz de los cementerio» la llamaban los contrarios, paz de mazmorra, paz de ausencia de vida, paz de miedo.
Eso era lo que llamaban su cinismo. Tal vez tenían razón aquellos amigos retirados que lo miraban con desprecio. ¿Por qué iba él ahora a tener que afirmar todo lo que los demás querían negar y olvidar? La verdad es que no era él, el pobre padre Solana, quien cargaba toda esa inmensa responsabilidad, ni menos aún quien tenía que pronunciar el juicio solemne y final sobre aquel hombre.
Nunca había escrito con más dificultad. Normalmente las frases le venían con espontánea abundancia. Hiladas y tejidas en torno a una idea o a una imagen. «La historia de los pueblos es el eco de sus dolores y de sus esperanzas». ¿Qué significaba aquello? Ahora vacilaba sobre cada palabra. Detenido y temeroso. Como si millares de ojos y millares de oídos estuvieran puestos sobre él para medir y pesar cada voz. Como una inmensa asamblea de duros jueces implacables.
No era posible decir nada sin comprometerse y dañarse irreparablemente. Delante de todos los que iban a estar presentes y, más aún, delante de los ausentes. Junto a la pulida caja de madera que encerraba el cadáver vestido de todos los dorados del gran uniforme. Todo lo que estaba encerrado en aquella caja. Todo lo que iba a escapar de ella. Frente a aquel otro hombre enjuto, huesudo, quieto, que iba a estar también en su uniforme de gran jefe militar a la cabeza del despliegue de dignatarios. El general Ezequiel Díaz Amaya. ¿Quería protegerlo? Podría salvarlo a él, tan débil, tan expuesto, tan a la merced de las venganzas. Podría acaso salvarse él mismo, subido al fin al tope de aquella pirámide cuarteada y crujiente que debía desmoronarse. Mantenerse en aquella rama mientras el gran árbol había caído con tan sordo estruendo sacudiendo el suelo.
A aquellos viejos reyes orientales de antes de la Biblia los enterraban en una inmensa fosa, con sus tesoros, sus mujeres, sus caballos, sus servidores y sus esclavos. Así lo iban a enterrar vivo a él ahora. Iban a inmolar al pobre padre Solana, enmudecido de pavor, sacudido de escalofríos, en la tumba del temido hombre. Vivo él solo entre tanta muerte.
«No. ¿Por qué?». Estaba gritando como un desesperado. El fámulo acudió. «¿Qué le pasa, padre?». «No, no quiero, no puedo. Quieren acabar conmigo, no dejarme nada. Destruirme, como una bestia de sacrificio. Vienen contra mí. Todos contra mí». Empezó a sollozar con un llanto de niño asustado.
Se podía sentir casi físicamente el entrecortado aliento de la multitud, donde todo se entremezclaba. Iban a resonar ahora marchas fúnebres y tremantes órganos, se iba a oír el paso de las tropas con tambores asordinados, iban a volar aviones de homenaje sobre el largo desfile y sobre las muchedumbres de los esperanzados y los acongojados. Pero sobre los campos quietos iba a pasar como un extraño viento de tormenta sacudiendo ramas y conmoviendo pastizales. Las gentes se iban a detener en las esquinas de los pueblos interrogándose con los ojos, con las manos, con el silencio. Crecía un torrente oscuro de voces, imprecaciones, quejidos y gritos. Su sollozo era un sonido más en aquella resonancia confusa y ansiosa de ruidos de pasos, cuchicheos, llamadas, conciliábulos y algaradas que llenaban el espacio audible e inaudible, con los aullidos de las cornetas de los automóviles, las voces de mando de los oficiales a las tropas, el clamor de las muchedumbres y el mugido espeso y ancho de las manadas de vacas y de bueyes que llenaban por leguas las estancias del temor.