Tendencias y relatos de la nueva narrativa venezolana
Antonio López Ortega
Dentro de los movimientos, fases o etapas que han condicionado la evolución de la literatura occidental, Octavio Paz quiso ver en la segunda mitad de centuria ya concluida la hora de la irrupción de la literatura hispanoamericana. Si la primera mitad del siglo XX, recordaba el maestro mexicano, nos permitió acceder al mundo fascinante de la literatura rusa, la mitad restante marcaría el momento en que la literatura hispanoamericana encontraba al fin una audiencia más global. Operación más política o comercial que estética, esta llamada irrupción literaria parecía responder más a las estrategias editoriales de un Carlos Barral que a la verdadera cohesión de un programa discursivo del continente. Sin lugar a dudas, la novelística hispanoamericana de los años 60 fue la primera vitrina del museo viviente. A través de esas prodigiosas novelas, el mundo descubría una verdadera historia literaria —vigente al menos desde los cronistas de Indias o desde las primeras tentativas coloniales—, una historia que amanecía en el siglo XVI con las crónicas del deslumbramiento de un Bernal Díaz del Castillo o que asomaba sus primeros signos de madurez con el discurso mestizo de un Inca Gracilaso, una historia que fecundaron viajeros de toda índole y que quiso ser barroca en la prosa inteligente de Sor Juana Inés de la Cruz, una historia que se permitió postulados libertarios, escenas costumbristas, inventarios interminables de la flora y la fauna americanas, una historia que dejó de ser estéticamente receptora con el modernismo hispanoamericano (nuestra más fiel acepción de lo que en Europa fuere el romanticismo) y que comenzó a condicionar otras literaturas (pensemos solamente en las lecturas que García Lorca y toda la generación del 27 hicieran de Rubén Darío).
Cómo y por qué esa primera proyección se da en la década de los años 60 son preguntas que ya se han intentado responder. Confluyeron, sin duda, variables como el tempo político que introduce la revolución cubana y que demarca a todas las familias estética del continente, la búsqueda de un centro de comunicaciones (que bien podían ser París o Barcelona) donde los escritores pudieran reunirse y reconocerse más allá de las vicisitudes políticas (pensemos en la plataforma ideológica que amparaba proyectos como el de la revista Libre), el oscurecimiento intelectual y editorial que prodigaba el franquismo y que daba pie a corrientes estéticas no peninsulares y, last but not least, la coincidencia en tiempo y espacio de un grupo de obras prodigiosas que, sin duda, señalaban la madurez de un movimiento, de una conciencia cultural. Esa explosión —o boom, como quiso llamarlo el grupo de editores que apostó a la difusión del movimiento— nos permitió ver hacia atrás (reconocíamos, de hecho, una historia y veíamos estas obras como un legado) y nos ha permitido también ver hacia adelante (como si ese momento nos hubiera dotado de un barómetro con el que medimos y seguimos midiendo la «presión atmosférica» o salud del movimiento). Lo cierto es que las obras de la literatura hispanoamericana circulan por nuestras manos con una vitalidad asombrosa. Como lectores, asistimos a revisiones o «descubrimientos» del pasado (algún autor o movimiento olvidado) o a la aparición de las nuevas tendencias narrativas o poéticas que esgrimen los más jóvenes autores. En dos recientes tentativas antológicas, Las horas y las hordas y El turno y la transición, ambas publicadas en 1997 por la editorial mexicana Siglo XXI, el crítico peruano Julio Ortega ha intentado un arriesgado esbozo de la «literatura que vendrá» compilando sendas muestras de narrativa y poesía e intentando descubrir desde ya, así sea germinalmente, las tendencias estéticas que dominarán la centuria que se inicia. Por lo demás, en el vasto campo de la recepción, no ha faltado la nota exótica que ha querido reservar esta literatura como el último bastión del imaginario de Occidente —ojo logocéntrico que sigue necesitando de bestiarios o plantas carnívoras para autoafirmarse. Sólo que los tiempos han sabido sedimentar tentativas como el realismo mágico o maravilloso y colocarlas en su justo lugar, demostrando quizás con ello que las novelas que aún circulan bajo ese empaque más parecen supervivencias editoriales que los estrategas del mercado quieren imponer que tendencias naturales de los últimos tiempos. Venga, no obstante, a colación la magistral sentencia de Jorge Luis Borges cuando admitía que en Occidente la literatura realista era de reciente data y que más nos debíamos al fuero fantástico que, desde las cosmogonías fundadoras hasta Maupassant o Stevenson, nos determina como cultura.
Como partícula de este sistema, como nudo de este entramado, la literatura venezolana es una figura expresiva más de la literatura hispanoamericana. Quizás menos conocida o estudiada que otras (como la mexicana o la argentina), quizás menos presente en los centros académicos norteamericanos o europeos (verdaderos mecanismos actuales de legitimación), quizás menos difundida por los centros editores que determinan hoy en día la circulación de las obras en lengua castellana, los movimientos de la literatura venezolana en los últimos dos siglos pueden rastrearse —más en unos casos y menos en otros— como ecos de lo que sucedía en el continente. Tuvimos, por ejemplo, una prodigiosa literatura libertaria a comienzos del siglo XIX que permitió «traducir» en suelo venezolano todo el pensamiento del «siglo de las Luces» y fundar las bases de lo que fue la emancipación americana, tuvimos un organizador de la cultura y del idioma como Andrés Bello y un visionario crítico de las formas republicanas como Simón Rodríguez, tuvimos nuestros nativistas y costumbristas (acaso un eco tardío de los cronistas de Indias, empeñados aún en inventariar usos y costumbres), tuvimos a nuestro modo un modernismo (con la figura pionera de José Antonio Ramos Sucre) y una secuela de postmodernistas, tuvimos en las novelas de Teresa de la Parra y en las de Rómulo Gallegos dos acepciones, dos modelos de reapropiación de la realidad que se mostraba después de la prolongada dictadura de Juan Vicente Gómez. No obstante, la sensación de cuerpo organizado, de historia cifrada, se desconoce. Tentativas recientes —en el campo editorial y en el académico— procuran remedar este olvido y se conciben como verdaderos mecanismos de puesta al día tanto para los propios lectores hispanohablantes como para los demás. Sirva tan sólo de ejemplo el voluminoso tomo doble que la Revista Iberoamericana de la Universidad de Pittsburg (Vol. LX, 166-167) dedicara a la literatura venezolana en su entrega de junio de 1994.
Situada al extremo norte del continente suramericano, costa donde por primera vez Cristóbal Colón pisa tierra firme en agosto de 1498, región donde la monarquía española inicia una avanzada explotación perlífera y donde Bartolomé de las Casas, con el mejor temple evangélico, comienza a esbozar sus primeras ideas visionarias en torno a la condición del alma indígena, tierra que Carlos V entrega en comodato a sus acreedores welzares y que el alucinado Lope de Aguirre recorre en las postrimerías de su vida en busca de Eldorado, capitanía general que se consolida en el siglo XVIII y que prospera económicamente a costa de la exportación del cacao, del café y del tabaco, la historia republicana de Venezuela puede resumirse a los siglos XIX y XX. Sólo en 1821 Simón Bolívar logra sellar un destino para el país distinto al de la apacible colonia española y sólo a partir de 1830 el caudillo José Antonio Páez logra borrar las veleidades románticas de formar una «Gran Colombia» en lo que antes era el virreinato de Nueva Granada y que hubiera permitido fundir en un solo territorio y bajo una sola bandera lo que hoy es Colombia, Ecuador y Venezuela. Sí, entramos tarde en el siglo XIX y la llamada guerra de Independencia sólo fue el preámbulo de guerrillas de facciones que se prolongan durante todo el siglo, diezman al país y empobrecen su economía. La entrada en el siglo XX tampoco fue tempranera y los historiadores coinciden en admitir que se produce en 1936, cuando fallece el dictador Juan Vicente Gómez y el país adivina las primeras formas de la democracia contemporánea.
Más allá de la consabida historiografía que parece diseñar un destino incólume para hombres, ideas y movimientos, puede imaginarse el territorio venezolano como una trama equilibrado de tensiones. Una primera tensión es la que recorre la larga línea costera del país desde la península de La Goajira —en el extremo occidental colindante con Colombia— hasta la desembocadura del milenario río Orinoco. Corresponde esta línea a los primeros asientos continentales, a los primeros desarrollos agrícolas, a los crecientes centros urbanos. Esta línea enfatiza nuestro destino costero, caribeño; quiere reconocer una arquitectura común al resto de los países de la región, una idiosincrasia, un humor abierto y jocoso. De hecho, la concentración poblacional del país es básicamente costera y se desplaza de un punto a otro conforme a sus necesidades. Una segunda tensión —periférica, oscura, organizada— es la que se concentra en el ramal montañoso que se desprende del espinazo andino y penetra como una línea dilatada en el territorio venezolano hasta diluirse casi en el centro geográfico del país. Hogar de la precolombina cultura sedentaria timoto-cuica, una supervivencia periférica de los chibchas colombianos, los Andes venezolanos han predeterminado buena parte de la historia contemporánea del país. Su gentilicio es más bien continental y sus formas culturales son más bien cerradas. La reserva y el cálculo son dos de las divisas de esta apuesta civilizatoria. Una tercera tensión es la que divide el país entre la zona costera y el Sur amazónico. Es la línea de depresión geográfica que damos por llamar los Llanos. Región de extremos —extenuantes sequías en verano e impredecibles inundaciones en invierno— los Llanos preservan el carácter épico de la cultura venezolana. Sus habitantes son figuraciones de la propia tierra y, desde los tiempos de la guerra de Independencia, personajes enigmáticos pero determinados. La cuarta y última tensión, verdadera terra incognita del presente actual, es toda la porción de tierra que crece a manera de jungla, cascadas prodigiosas y etnias segregadas, al sur del río Orinoco. Casi la mitad del territorio nacional respira virgen como un escudo que aún resiste las oleadas civilizatorias y los desmanes ecológicos que llegan desde el Norte. El Sur selvático venezolano preserva intacto el mito de El dorado y nos permite una figuración palpable de la otredad. Mientras permanezca, el concepto de la alteridad, de la extrañeza, seguirá ocupando las páginas de nuestras novelas o las imágenes de nuestros artistas. En el seno de nuestro imaginario, la selva indomable nos recuerda que podemos siempre volver al origen y perder nuestros nombres.
Podría admitirse como hipótesis que las formas culturales de la venezolanidad están predeterminadas por estas cuatro tensiones. Más visibles en un caso que en otro, más rastreables en nuestra narrativa y más ocultas en nuestra poesía, correlato obvio de algunas obras o territorio que la subjetividad poética niega al no creer en predeterminismos y aventurarse no ya en el inventario del ser sino en la invención del ser, estas variables sirven como guías, como esquemas referenciales para situar una obra o descolocar otras. En el caso específico de la narrativa venezolana de los últimos años, estas líneas de fuerza parecen tener plena vigencia. El influjo del paisaje como referente, el rescate de hablas y modos de ser, la alteridad entre personajes de diferentes regiones del país, la configuración de las realidades sociales urbanas o rurales, el peso de un entorno marcado por circunstancias económicas variables, los espacios de una subjetividad que quiere estar menos determinada por el entorno y más por sus propios demonios o elaboraciones, son variables todas que han determinado y aún determinan la evolución de la narrativa venezolana. Un debate central que ha atravesado el corpus pensante de la sociedad venezolana en el siglo ya concluido y del que la narrativa también se ha hecho eco es aquél que quiere oponer nuestro tradicional abolengo agrícola —cultura sedentaria y ordenada que saborea y madura sus propias formas— a la irrupción del petróleo como economía minera de carácter nómada. Según esta concepción, el petróleo y sus metáforas civilizatorias no fundan sentido; más bien lo diluyen. La cultura del petróleo es una cultura de la migración, de la búsqueda perenne, de la movilidad social. Nuestra casa no es óptima en función de las formas que ha podido definir en el tiempo sino en función de la rapidez con que podamos deshacerla para fundar otra. De hecho, uno de los retos mayores de la última narrativa ha sido el de cómo crear sentido de pertenencia en medio de la constante movilidad.
La narrativa venezolana de comienzos del siglo XX tiene tres ejes fundamentales. El primero —abrumador, omnipresente, monopolizador— es el que funda la obra de Rómulo Gallegos, sin duda nuestro más importante novelista. Gallegos responde a un verdadero programa artístico, de fuerte tinte ideológico, en el que se propone la conquista moderna del país por medios culturales. No hay paisaje, geografía, idiosincrasia, que escape a ese verdadero inventario de formas y hábitos. Gallegos crea un espejo demasiado completo, demasiado integral, demasiado absorbente, de la cultura venezolana. Los años han pasado y su obra pesa en un doble sentido: como legado estético y como fardo con el que cargan los nuevos escritores venezolanos. Al lado del eje Gallegos, los otros dos constituyen verdaderos respiraderos por sus postulados fragmentarios o introspectivos. No emulan la épica galleguiana; más bien se proponen hurgar en la periferia del sentido. Teresa de la Parra se propone rescatar un tono discursivo, un habla, un sentido de la intimidad hogareña, mientras que Julio Garmendia apuesta al formato fragmentario del relato y postula mundos ilusorios, fantásticos, que evaden con destreza el peso demasiado real de la historia oficial o cotidiana. A la impostación de los personajes galleguianos —demasiado programados, voceros del ímpetu modernizante que se respira en el país— de la Parra y Garmendia proponen personajes menos emblemáticos, más cotidianos, más inseguros. A la objetividad grandilocuente oponen una subjetividad precaria, en ciernes, verosímil.
En mayor o menor grado, puede admitirse que la narrativa más reciente hace suyas las cuatro tensiones del entorno arriba descritas y comulga estéticamente con los tres modelos o ejes citados. A manera de ejercicio, podría pensarse en un muestrario de autores cuya obra ha determinado la segunda mitad del siglo XX. Tomando como período el que va desde 1948 hasta nuestros días (pues la mayoría de los autores se mantiene activa), es bueno destacar que entre la ficha biográfica más remota (la de Oswaldo Trejo, nacido en 1928) y la más reciente (la de Laura Antillano, nacida en 1950) median un poco más de veinte años (veintidós, para ser exactos). Y es que las décadas de los años 50, 60 y hasta 70 han sido claves para configurar la nueva apuesta narrativa del país. La impronta estética que durante la primera mitad del siglo quería repasar los valores de la tierra, testimoniar sobre la vida en las cárceles gomecistas, alabar el mundo campesino, recorrer una y otra vez la prosperidad paisajística e imaginar, como esfuerzo extremo, una alteridad fantástica, se desvanece en las postrimerías de los años 40 para dar cuenta de la ciudad como «nuevo escenario del sentido». En efecto, los años 50 le proporcionan a Venezuela no sólo las figuras de un desarrollo moderno (concentración urbana, grandes edificaciones, vías de comunicación, obras sanitarias) sino también la apertura política que significa haber abolido el último paréntesis dictatorial del siglo. La renovación política y social que se instaura a partir de 1958 trae consigo (y a veces viene antecedida por) una importante renovación estética que canaliza sus ímpetus a través de grupos, revistas y exposiciones. La hora intelectual ajusta su reloj con el del mundo entero y ningún postulado cultural nos es ajeno. Son los tiempos, por ejemplo, en que la primera novelística de Salvador Garmendia o los primeros relatos de Adriano González León hacen irrupción en el escenario para mostrarnos a otros personajes, otras circunstancias. El país ha cambiado violentamente y las obras de estos autores así lo demuestran.
El muestrario al que hemos hecho referencia permitiría varios recorridos. Uno, por supuesto, es el de la evolución estética (las técnicas formales, los planos temporales, la asunción del sujeto, la voz narrativa). Un segundo nos permite recibir los distintos tiempos históricos que pueden convivir en un lapso tan breve. Un tercero nos habla del ramillete de intereses tan variados como contrapuestos. Un cuarto nos podría hacer ver cómo la tentativa enciclopédica del discurso (tan abundante en la literatura hispanoamericana es abandonada en pos de un tono menor, más circunstancial, menos épico. Sin ánimo, pues, de condicionar la lectura más allá de estos señuelos, sí valdría la pena subrayar la importancia de algunas piezas narrativas claves. Publicado inicialmente en 1948, cuando Oswaldo Trejo tenia apenas veinte años, Escuchando al idiota es el relato emblemático de los nuevos tiempos. En él no sólo se percibe un nuevo lenguaje (vanguardista, poético, objetivo) sino que también el espacio característico de la narrativa venezolana anterior —abierto, colectivo, histórico— se troca por uno que sólo nos da cuenta de un encierro. La desconfianza ante el paisaje exterior era un signo desconocido en la narrativa venezolana del momento. «Tan desnuda como una piedra» es un relato de madurez de Salvador Garmendia, quien se da a conocer a finales de los años 50 con sus novelas Los pequeños seres y Los habitantes. Garmendia tiene una admirable destreza para hurgar tanto en los signos de lo real que es capaz de darle vuelta a cualquier tejido y desnudarlo: al final el lector sólo percibe que ha sido víctima de una portentosa fuerza narrativa que le demuestra que los hechos son consustanciales a los eventos que los animan. El relato «En el lago» de González León, incluido en el libro Las hogueras más altas (1957), es una admirable tentativa por abordar las codicionantes sociales del llamado «espacio petrolero». Con una combinación de planos narrativos y buen manejo de la incertidumbre, González León construye un breve fresco de la época en torno a un tema crucial de la cultura venezolana de este siglo no siempre abordado con comodidad por los autores de la segunda mitad de la centuria. Con «Campo», de José Balza, prácticamente saltamos a la producción narrativa de la promoción siguiente (la que recibe el influjo estético de la llamada «generación del 58», comienza a publicar en las postrimerías de los años 60 y logra su reconocimiento en los años 70). Balza introduce una especie de gravidez psicológica en sus personajes nunca antes vista. La subjetividad asume en sus relatos un papel protagónico que dilata las acciones y llega hasta dudar de la realidad. Con «Helena», Luis Britto García —otro representante clave de la promoción de Balza— introduce otro esbozo de acercamiento a las nuevas realidades: el de la vertiginosidad que no puede asirse y cuyo más fiel reflejo en el terreno de lo formal es el experimentalismo. Con su libro Rajatabla (1970), prodigioso compendio que debe leerse más como los fragmentos de una totalidad desconocida que como relatos autónomos, Britto García cierra una etapa y abre otra. Su discurso es fundamentalmente crítico y escéptico, y quiere ver en los tiempos que corren un signo de la fatalidad. La fresca propuesta que Francisco Massiani —último representante de esta promoción de autores—expone en «Un regalo para Julia», recupera un hilo extraviado desde los tiempos de Teresa de la Parra: el de la conversación, el del habla, el de las esferas emocionales. La breve obra de Massiani pervive como un hito de la expresividad narrativa que tiene en Venezuela un linaje que ya se remonta hasta comienzos del siglo XX. Luego habría que agregar a un grupo de autores nacidos entre 1945 y 1950 y cuyo denominador común es el de haber comenzado a publicar desde 1970. Más conocido como crítico y poeta, Julio Miranda ha publicado desde 1990 una noveleta y cuatro colecciones de relatos. Su pieza «Lodazal», ambientada en los circuitos artísticos de la Caracas de hoy, da cuenta de la inmutabilidad de la miseria humana más allá de cualquier condicionante del entorno. Ednodio Quintero —pródigo narrador que se inicia en 1974 y que ya tiene en su haber varias novelas y colecciones de relatos— cumple en «María» un extraño itinerario en el que los signos de la niñez se funden con los de la madurez y en el que la religiosidad se transmuta en verdadera adoración carnal. Con «Incendios», Humberto Mata se hunde en la terror incognita del Orinoco para fundir de una manera casi plástica paisaje y pasión, contexto e historia. Por último, el relato «La luna no es de pan-de-horno» de la escritora Laura Antillano nos remite nuevamente a la atmósfera anunciada por Teresa de la Parra pero, quizás en este caso, más teñida de melancolía y desarraigo. Antillano ha sido una autora de la constante evocación.
Estas diez piezas de la segunda mitad del siglo XX condensan en sí mismas las corrientes vigentes de la narrativa venezolana de los últimos tiempos, ofrecen un signo demarcador de obsesiones y tendencias. Historia condensada pero cambiante, historia fija pero también variable, son muchos los tiempos que han coincidido en la Venezuela de los últimos años. Con mayores o menores aciertos, la apuesta narrativa ha querido ofrecer un reflejo posible de una realidad en cierta medida desbordante. Son muchos los signos visibles de una cultura y éstos no siempre se traducen en formas expresivas. Que el siglo XX venezolano sea visto de manera muy distinta durante el siglo entrante es una posibilidad nada remota. Se nos acusa con frecuencia de estar muy encima de los hechos y de no tener la perspectiva necesaria para que la operación estética que es toda narración asimile y decante los signos de la realidad —objetiva o subjetiva, superficial u oculta, histórica o personal. Sirvan, no obstante, estos relatos como una demostración del desvelo de nuestros narradores y como una constancia de la apuesta que día a día cifran nuestros autores en pos de los signos trascendentes de una cultura que parece ir triturando las mismas formas que crea.