literatura venezolana

de hoy y de siempre

La tarea del testigo

Ago 24, 2024

Rubi Guerra

Capítulo I

El Cónsul abre los ojos y al lado de su cama hay un hombre que nunca ha visto. Está sentado en una silla blanca, las piernas cruzadas, un sombrero oscuro sobre la rodilla derecha. Con la mano izquierda sostiene un bastón de madera clara y empuñadura plateada. Va bien vestido, aunque su ropa no es elegante en exceso. Por descontado, no pertenece al cuerpo de médicos del hospital. A estos ya los conoce y, además, sería del todo inadecuado que vistieran de manera semejante. El hombre mira al Cónsul con vago aire de reproche o burla que a éste se le hace intolerable. Luego dirige su vista hacia la ventana, como si se hubiera olvidado del que yace en la cama. Afuera no hay nada que ver, al menos no desde la cama colocada contra la pared opuesta de la habitación ni, presumiblemente, desde la silla junto a la cama. Un cielo vacío y pálido.

El comportamiento del visitante le resulta irritante, sobre todo porque no encuentra forma de expresar su desagrado. Sabe que no puede hablar. No lo intenta. Lo sabe. Su garganta es un conducto cerrado, una madeja de intrincadas cuerdas que no requiere poner a prueba. Mira durante un momento al techo, a la pequeña bombilla apagada que cuelga de un cable retorcido y que, sospecha, si estuviera encendida derramaría una iluminación insuficiente como la de un atardecer nublado.

Fija su atención otra vez en el hombre. Después de todo, piensa, tal vez sí lo haya conocido en una ocasión anterior. Visto así, de perfil y abstraído en pensamientos sin duda lúgubres o al menos nada alegres, le comienza a resultar familiar. ¿Estaba en el barco? ¿Un pasajero, un miembro de la tripulación? Cierra los ojos intentando precisar sus recuerdos. Había tanta gente allí. Y tanto ruido.

Él había permanecido la mayor parte del viaje en su camarote con la esperanza de poder dormir. El movimiento del mar, le habían dicho los amigos en Caracas que se acercaron a despedirlo, propicia el sueño; verás cómo apenas zarpes dormirás como un bendito. Pero no había ocurrido así. Al contrario: la agitación incesante de la embarcación había acrecentado sus malestares. A los cólicos persistentes y a la diarrea, debió sumar los efectos del mareo. La enfermedad lo obligaba a detestar su cuerpo. Un cuerpo enfermo, piensa, nos recuerda dolorosamente que somos sólo transpiración y mierda.

Unas pocas veces había acudido a la mesa del capitán accediendo a su invitación a cenar. Solían acompañarlo otros miembros de la tripulación y algunos pasajeros considerados importantes o que gozaran de la simpatía del oficial. La mayoría, funcionarios en viajes de vacaciones, acompañados de sus esposas enjoyadas como para cenar con el Rey de España; o en misiones oficiales –igual que él–; algunos comerciantes de La Guaira y Caracas de origen alemán, jóvenes, enérgicos y seguros, intimidantes en su falta absoluta de imaginación; uno que otro viajero inglés extraviado en el trópico y que ahora regresaba a Europa dispuesto a escribir un libro sobre costumbres salvajes y gobiernos tiránicos.

Las dos o tres veces que acudió a esa mesa no abrió la boca, a pesar de los intentos bienintencionados de algunas señoras, empeñadas en descubrir en él cualidades sociales inexistentes. La conversación lo aburría sobremanera. Mucha gente de otras mesas se acercaba a saludar; estrechó manos, vislumbró rostros, fue aturdido por voces que reclamaban su atención y daban recomendaciones sobre qué visitar, dónde comer y cómo defenderse mejor del frío. Tal vez en ese momento me hayan presentado a mi visitante, piensa. No puedo estar seguro. ¿Qué circunstancia fugitiva dejó tan leve marca en mi conciencia? Sin embargo, la sensación de estar frente a alguien a la que lo une un lazo de alguna especie persiste como una brisa suave sobre el rostro o como una palabra que huye de nuestra memoria en el momento más inoportuno.

Algo de la agitación e incomodidad del Cónsul debe de llegar hasta el hombre sentado en la silla, puesto que lo mira y le dirige la palabra:

–Cálmese, por favor. No está en condiciones de preocuparse por nada. Dentro de poco vendrá una enfermera y ella lo atenderá.

Está seguro de haber escuchado su voz con anterioridad, lo que aumenta su malestar ¿Es posible que haya olvidado a alguien en forma tan definitiva y, sin embargo, conserve con tal claridad la certeza de su rostro y su voz, pero de una manera en que ésta carece de cualquier circunstancia identificable? Es una voz baja y opaca, casi sin inflexiones, distante, precavida, como si su poseedor temiera involucrarse demasiado en una situación que no le corresponde. Tal vez, piensa, sólo me parece distante y hostil. El hombre no ha dicho nada que pueda interpretarse de esa manera. La enfermedad me ha hecho susceptible, irritable. Me confundo con facilidad, me ofendo por cosas que en el fondo no valen la pena y muchas veces ni siquiera son reales.

El visitante había vuelto al silencio y la inmovilidad. En ese momento, como respondiendo a su anuncio, una enfermera entró en la habitación. Es una mujer mayor; arrastra los pies, y sin mirar a nadie se dirige a la cabecera de la cama, le coloca una mano sobre la frente y vuelve a salir.

Ahora, también, el Cónsul se estaba quieto, mirando hacia arriba. Había una grieta en el yeso, una hendidura irregular apenas perceptible que le recordaba otra, vista en un tiempo que parecía inconmensurablemente lejano. También, como ahora, había permanecido tanto tiempo boca arriba que había terminado detallando nervaduras e irregularidades en el recubrimiento de yeso, y luego en la grieta –una fina línea, en verdad– que cruzaba todo el techo de la habitación en diagonal, describiendo un camino quebrado que no conducía a ninguna parte.

Siente que no puede mantener los ojos abiertos. El temor se apodera de él: no despertaré, piensa, esta es la última hora de la última noche.

Tiempo después (¿horas?, ¿minutos?, ¿al día siguiente?) abre los ojos. La bombilla está apagada, pero la luna debe haber aparecido en el cielo porque un resplandor plateado, proveniente de la ventana, ilumina la habitación, dándole la apariencia de un paisaje deshabitado.

Mi visitante no se ha marchado o quizás lo hizo y regresó mientras yo dormía. Ya no me inquieta la imposibilidad de recordar quién es.

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