Javier Domínguez
Galarza miró de nuevo a la avenida, detalló a los comerciantes informales instalados al borde de la acera. Les observó por tres días y sólo le llamó la atención un vendedor de perros calientes que se hacía llamar Sánchez.
Llegaba cerca del mediodía a su punto y se quedaba ahí hasta el final de la tarde. Usaba un carrito hecho con láminas de acero inoxidable, con compartimientos para cocinar las salchichas, otro para calentar los panes, otro para los vegetales, en otro, aislado del calor, colocaba el queso, las papas fritas y las salsas. El fuego provenía de un quemador que se alimentaba con el gas de una bombona pequeña, ubicada en una cesta metálica, soldada a un costado del carrito. Además, le había adaptado una sombrilla, ruedas y una motocicleta, así, al terminar la faena se trasladaba sin muchos inconvenientes por las calles. Todos esos detalles despertaron la curiosidad de Galarza, porque sólo los ilegales se tomaban tantas molestias para vender algo.
Al tercer día decidió pasearse por la acera para mirarlos a todos más de cerca. Escogió la hora más concurrida para diluirse entre la gente. Cuando pasó frente a Sánchez escuchó su voz. El hombre dijo una frase escueta, común, pero reconoció su acento. Escuchó algo familiar en el timbre de su voz, en su forma de arrastrar las palabras. Sánchez se volvió un sospechoso, Galarza debía corroborar si el tipo simpático de los perros calientes era o no un objetivo.
Pensó en seguirlo al final de la tarde, pero no quiso correr el riesgo de que lo descubriera, así que esperó al día siguiente. Si Sánchez no regresaba, entonces se habría delatado. Pero volvió al otro día y al siguiente también. Galarza se paseó de nuevo entre los comerciantes y volvió a escucharlo, sus sospechas crecieron. ¿Por qué regresaba al mismo sitio todos los días? Concluyó que Sánchez se había adaptado al entorno, tal vez creía haberse mimetizado. Decidió seguir evaluándolo como a un objetivo.
Sánchez saludaba todos los días a sus vecinos de la acera: bromeaba con la gente del carro de las parrillas, con los del puesto vecino que preparaban arepas. Compartía la sombra de un árbol enorme con un vendedor de ropa, el árbol les proporcionaba el cobijo perfecto para trabajar debajo del sol del mediodía. Unos metros más allá se ubicaba el de los discos piratas y uno de zapatos deportivos. Incluso, había otro vendedor de perros calientes a cincuenta metros de Sánchez y algunas veces compartían insumos de trabajo como pan, salchichas, salsas o repollo. Todos ellos se ubicaban en el mismo lugar a lo largo de una avenida, no les hacía falta señalización o marcas para identificar su espacio de trabajo. Los obreros de la planta ensambladora que estaba al frente, también conocían a los vendedores habituales y solían llamarlos por su nombre.
— ¡Sánchez! Prepara tres con todo. — Le gritaban los obreros desde un pasillo al aire libre antes de salir.
A Galarza le sorprendió la comodidad con la que se desenvolvía el objetivo. Quizás llevaba suficiente tiempo en ese lugar como para sentirse así. Los fugitivos regulares solían quedarse por un día o dos en un sitio y luego buscaban otro punto para trabajar, pero seguro Sánchez lo sabía y por eso adoptó una rutina, para no llamar la atención de los agentes.
Muchos fugitivos se dedicaban a vender comida. Galarza lo vio como una casualidad, pero cuando se agotó su provisión de pastillas alimenticias y probó los alimentos locales lo entendió: la carne real tenía sabor, daba más energía, agudizaba los sentidos.
De los perros calientes le atraía el olor, la textura, la pequeña explosión en el paladar y contrario a lo que le habían dicho en su entrenamiento, no se envenenó ni se deshidrató. Morder un pan con salchicha se sentía como una pequeña gloria. Comida chatarra le dicen los nativos, pero él los prefiere a los suplementos alimenticios que usó durante toda su vida.
Galarza convirtió la hora del almuerzo en una pequeña ceremonia. Disfrutaba ocupar una mesa, ubicar el plato, los cubiertos, el vaso, tomar jugo (las gaseosas le desagradaban). Los pequeños negocios de almuerzos ejecutivos, le permitían realizar su rito diario. Se cuidaba de no asistir con regularidad a los mismos lugares para que no le reconocieran.
Le gustaba saborear cada elemento del platillo por separado, los unía, probaba de nuevo, tomaba un trago de jugo y agradecía por ese instante. En casa, el almuerzo era sólo un trámite que el reloj indicaba a las doce y se cumplía con dos pastillas proteicas; a las cuatro de la tarde una como merienda; a las seis otra para cenar, acompañada de los suplementos digestivos.
También le gustaba aspirar el aire limpio (o menos viciado que el de su casa). La intensa luz solar lo revitalizaba. A veces, al mediodía, se paraba en el medio del estacionamiento del centro comercial que estaba detrás de Sánchez y se quedaba ahí un rato, sintiendo picazón. Esa sensación se debía a las células de su piel quemándose, pero eso no le importaba, prefería eso a las cremas que debía untarse en casa a diario para protegerse de la radiación. Sin embargo, no logró perder la palidez característica de su sitio de origen.
Las tentaciones abundaban y seducían con facilidad. Galarza comprendió por qué los ciclos de permanencia se hicieron tan cortos, a veces de sólo horas. Pero eso no evitó que las deserciones de los agentes se incrementaran. Se esperaba que hubiese algunas de vez en cuando, se consideraban como el nivel entrópico indispensable para funcionar, un indicador que nunca molestó.
Pero la cantidad de agentes que no regresaba comenzó a salirse de control y ahora el Ministerio tenía que lidiar con los ilegales usuales y los agentes desertores. Galarza trabajó recuperando prófugos regulares hasta que ejecutó a dos de ellos sin autorización y sus supervisores lo suspendieron. Cumplió parte de su castigo y pidió que lo reintegrasen para trabajar recuperando a los agentes fugitivos. Galarza alegó que los desertores conocían las tácticas de búsqueda y sabían cómo ocultarse, pero él tenía la experticia necesaria para ubicarlos con rapidez. El Ministerio accedió a reincorporarlo, siempre y cuando respetase las normas de la institución.
Sin embargo, algunos casos podían necesitar hasta quinientas horas para resolverse. Por eso decidió alargar las estadías hasta culminar cada misión. Al principio, esto le trajo problemas con los supervisores, pero cuando comenzó a presentar los resultados, dejaron de molestarlo.
Inició su búsqueda dentro de los grandes grupos de vendedores ambulantes. Los ilegales regulares solían unirse a ellos porque podían trabajar sin las trabas burocráticas de costumbre; no necesitaban documentos, ni cuentas bancarias, todas sus transacciones se hacían en efectivo. Y para los nativos los buhoneros eran prácticamente invisibles. Por lo tanto, tenía sentido que los agentes desertores procediesen de la misma forma.
Para ingresar al comercio informal se requería dinero. Por eso, los ilegales trabajaban al principio haciendo cualquier cosa. Así ahorraban y se adaptaban al medio ambiente, no les importaba dormir en la calle las primeras noches. Muchos de ellos disfrutaban ver las estrellas y la luna. Se quedaban absortos admirando esa luna extraña, completa, sin los fragmentos del satélite flotando su alrededor. En casa, cuando el cielo nublado lo permitía, se apreciaban sus restos como migas, como si un gigante inter espacial la hubiese mordido.
Algunos se empleaban por temporadas en la construcción. Tomaban los trabajos pesados que nadie quería. Como esas labores quedaron a cargo de los robots después del 2050, a los ilegales les costaba mucho esfuerzo ejecutar ciertas tareas y su falta de experiencia los dejaba en evidencia al mover una carretilla o al mezclar el cemento. Los superiores de Galarza le recomendaron vigilar a estos trabajadores durante sus primeras misiones, porque identificaría con facilidad a los objetivos. Capturó a varios en ese sector, hasta que un día tuvo problemas con dos de ellos.
Los fugitivos se desempeñaban como ayudantes de albañilería y cargaban sacos de cemento y cajas de materiales en una construcción. Galarza tuvo sus sospechas apenas los vio. Trabajaban con el torso desnudo y el color de la piel los delataba, él reconoció enseguida esa palidez grisácea, así como el estabilizador temporal en la muñeca.
Ese brazalete parecía un adorno para los nativos, pero para los ilegales era un accesorio indispensable para soportar la estadía durante los primeros meses, incluso años. Ese dispositivo ayudaba a adaptarse al entorno y evitaba que enloquecieran.
Se requería tiempo para que la mente aceptase por completo el viaje. Sin la pulsera, ésta se resistía a creer que se encontraba en el pasado y los estados de vigilia empezaban a confundirse con los sueños y los recuerdos. Las personas hasta alucinaban y muchas veces negaban encontrarse en el siglo XX o XXI, el dispositivo liberaba pequeñas dosis de calmantes al torrente sanguíneo que servían para tranquilizar al usuario. Al mismo tiempo, la pulsera llevaba un pin que se insertaba en la piel y funcionaba como un filtro para las toxinas de los alimentos, sin ese filtro, el organismo podía rechazar la comida y hasta el agua.
Cuando Galarza quiso arrestarlos, éstos le golpearon y huyeron. El trabajo los había fortalecido. El agente Galarza, en el suelo, presionó un botón en su estabilizador y envió una señal al de los prófugos, los dispositivos liberaron una descarga eléctrica que les tiró al piso.
Galarza se incorporó y caminó adolorido hacia ellos, les dijo que volverían con él o de lo contrario serían ejecutados. Los hombres, aún atontados, dijeron que preferían morir que regresar. No temían a la cárcel, si no a perder la vista de la luna, el aire limpio, la luz del sol y por encima de todo, el sabor de la comida. Vivir en sus épocas ya parecía un castigo, así que no había forma de empeorar nada de eso. Uno de ellos venía del 2115 y el otro del 2134.
Entonces, Galarza les dijo que los ejecutaría en vista de que ya habían reconocido su culpa y por lo tanto no necesitaban de un juicio. Antes de proceder, les explicó que viajar al pasado ponía en peligro a la raza humana, cualquier pequeña modificación en la línea del tiempo podía tener consecuencias inesperadas en el futuro (es decir, en el presente de Galarza). Los ilegales no dijeron nada, permanecieron en el piso escuchando la perorata hasta que el agente envió otra señal a los estabilizadores y les provocó un infarto.
Sus superiores le reprendieron cuando regresó al Ministerio. No correspondía a él realizar ejecuciones, ese mal ejemplo podía ser replicado por otros agentes. El uso de la fuerza quedaba estrictamente limitado a la defensa propia. Galarza alegó que ya habían confesado, tenía una grabación que lo demostraba, además, para ellos no bastaba la deportación. Volverían a fugarse a la primera oportunidad.
— Eran irrecuperables.
— De cualquier forma, usted no tenía la autoridad para decidir eso. — Afirmaron los superiores. — Su misión consistía en traerlos al Ministerio y luego el Sistema Judicial haría el resto. El Ministerio no puede arriesgarse a que otros agentes lo imiten y se forme una banda de justicieros saltando por el tiempo.
Lo suspendieron mientras se decidía si continuaría o no como agente activo. Galarza tomó la sanción con calma y se marchó a su módulo residencial (un habitáculo de un solo ambiente en el que dormía, cocinaba y veía el holovisor).
Le torturaban las noticias sobre las fugas, hasta el presentador de un noticiero que solía ver desapareció, nadie lo notó al principio porque los productores recrearon su holograma usando grabaciones. Pero los rumores de su huida se esparcieron.
Galarza llamó a los compañeros del Ministerio para que lo tuvieran al tanto de la situación. Confirmó lo que se decía en las noticias: había bandas organizando escapes masivos con aparatos de fabricación casera. Debido a las limitaciones técnicas de tales dispositivos, el salto se hacía sin precisar con exactitud a qué época del siglo XX o XXI llegarían. Los agentes desertores habían aportado conocimientos para mejorar los saltos, pero todavía quedaban huecos muy amplios en los paréntesis temporales.
En las noches se revolcaba pensando que perdía el tiempo encerrado en su módulo. Perder el tiempo, la expresión siempre le sonó extraña, pero ahora, cuando le llegaban los chismes de que sus colegas también se escapaban, la sentía como un peso atado al cuello. Cada fugitivo representaba una pérdida de tiempo para el presente, porque su presencia en el pasado ya introducía cambios en la línea temporal. Incluso alguien que respirase en el pasado dejaba una huella de carbón que no debió haber estado ahí. Las consecuencias eran imprevisibles.
El clima empeoró con los meses, los casquetes polares entraron en una fase de fusión irreversible y muchas ciudades costeras se perdieron en inundaciones, pero poca gente se albergó en los refugios dispuestos para el desastre. Después de varias semanas se quedaron casi vacíos. Nadie podía explicar en dónde se encontraban los refugiados. Se decía que se habían marchado a otras ciudades con familiares o amigos. Aunque el problema de espacio en las ciudades impedía a muchos darse el lujo de la solidaridad. Los campos tampoco, éstos sólo se usaban para la actividad agrícola a través de permisos especiales a los que accedían los grandes inversionistas. Se había creado la expectativa de que los refugiados harían colapsar a los centros urbanos. Por lo que muchos inversionistas compraron y alquilaron terrenos, esperando con ansias el momento en el que los gobiernos se viesen obligados a recomprárselos para construir albergues para los refugiados. Pero transcurrieron los meses y los vaticinios de la crisis del espacio nunca se dieron. Se llegó a la conclusión de que los refugiados se habían fugado al pasado y éstos habían causado alteraciones en la línea del tiempo hasta afectar el clima. Entonces, los gobiernos concluyeron que todo se reducía a resolver el problema de los prófugos del tiempo.
Galarza solicitó reintegrarse al servicio activo. Deseaba contener a los ilegales, especialmente a sus colegas, ellos sabían esconderse mejor que los demás, pero él tenía la experiencia necesaria para encontrarlos. Sus superiores le escucharon y decidieron hacerle varias pruebas sicológicas antes de tomar una decisión. Un jueves por la tarde le notificaron sobre su reincorporación. Galarza imaginó que ya quedaban pocos agentes de dónde escoger, pero no le importó, sólo deseaba volver al trabajo.
Unos días después hizo su primer salto a finales del siglo XX. Le habían asignado un sector de una ciudad en Suramérica. Le recomendaron buscar entre los comerciantes informales que pululaban en la ciudad.
Tardó unas semanas en encontrar al primer agente entre los vendedores callejeros de libros usados. Le pareció absurdo regresar, hacer el papeleo y esperar a que lo autorizaran para un nuevo salto, así que se quedó sin avisar a nadie. Ya tenía un objetivo probable, así que lo siguió, miró su rutina y una tarde se acercó a las cajas de libros, tomó uno y dejó que el objetivo le hablara. Confirmó sus sospechas por un comentario que le hizo sobre un ejemplar de El proceso de Kafka que él hojeaba.
— Me gustan estas historias en libros de papel — dijo el hombre — en el futuro no las habrá de esta forma, serán reemplazadas por versiones interactivas. Usted tomará El proceso y podrá escoger entre ser Josef K. o el juez del tribunal y vivirá toda la novela como si estuviese ahí. Parece muy divertido, pero en realidad usted experimentará la versión de un programa, no la suya. Aunque leer es siempre un simulacro, le quitarían el placer de recrear la historia en su cabeza. ¿Se imagina eso? En el futuro hasta los sueños serán una aplicación de la inteligencia artificial.
— ¿Y usted cómo sabe eso?
— Lo leí en una revista, ese será el futuro, ¿va a llevar el libro?
Lo que terminó por delatar a aquel hombre, además de haber descrito la experiencia de la lectura con tanto detalle, fue la frase inteligencia artificial, aún faltaban varios años para que desplazara a la palabra computadora del habla común.
Esa noche después de que el vendedor recogió sus libros, Galarza lo siguió hasta un callejón en donde le disparó un dardo tranquilizante por la espalda. El hombre dio unos pasos más y se detuvo. Galarza se acercó y le preguntó:
— ¿Cómo te llamas?
— Arnold Gil.
— ¿De dónde vienes?
— De Puerto Ordaz, capital de La Nova Amazônia brasileira.
— ¿Y cuál es tu trabajo?
— Vendo libros usados debajo de un puente.
— ¿Y antes de eso?
— Trabajé como agente del Ministerio Temporal, en deportaciones.
— De acuerdo, sígueme.
Gil siguió a Galarza hasta el final de la calle y desde ahí hicieron el salto hasta el Ministerio. Galarza entregó al prisionero. Luego de la reprimenda por exceder el tiempo autorizado, tuvo que hacer pruebas físicas y sicológicas. Todo salió bien y se le consideró apto para ejecutar un nuevo trabajo.
Antes de saltar, Galarza se reunió con sus supervisores y les sugirió que se le enviase a una época anterior a la última. Imaginó que los rumores sobre la desaparición de Gil se esparcirían y podían poner sobre aviso a los desertores de los años subsiguientes. Propuso escoger un intervalo en la línea de tiempo que no sería visitado por agentes. Eso daría la idea de que existía una época a la que el Ministerio no llegaba, podrían incluso esparcir rumores sobre limitaciones técnicas para alcanzar ciertos años. Sugirió suplir al mercado negro con componentes para hacer saltos a ese período en específico. Eso debía producir una acumulación de desertores en ese hueco temporal y entonces se podría hacer una redada. Espías ocasionales harían visitas sólo para verificar si la estrategia funcionaba, nada de capturas ni ejecuciones.
Los supervisores se mostraron de acuerdo con el plan. A Galarza se le nombró jefe del equipo de tareas para recuperar desertores. Él pidió trabajar a solas al inicio, luego evaluaría a algunos agentes para cumplir diversas fases del proyecto.
Todos estuvieron de acuerdo y sólo se le exigió someterse a un examen sicológico cada vez que volviese de una misión. Galarza accedió y saltó de nuevo al pasado como se había programado.
Después de su experiencia con Gil, probó entre los vendedores callejeros de cosas usadas. Los ilegales sentían una extraña y nostálgica admiración hacia las antigüedades. Así identificó a una prófuga que vendía ropa de segunda mano, otro que reparaba electrodomésticos dañados para revenderlos. Los ilegales habían descubierto un resquicio de felicidad en ese país, en los años previos al Acuerdo del Orinoco, el que dividió al territorio en dos bloques como forma de pago a sus acreedores. El bloque al norte administrado por China y el bloque al sur por Rusia a través de una base en Brasil.
Una forma sencilla de identificar a los objetivos consistía en hacer comentarios al voleo para engancharse con ellos en una conversación intrascendente. Si se daba el intercambio, Galarza buscaba una inflexión de la voz por la que se escapase el acento, también evaluaba el lenguaje corporal de los sospechosos: si notaba en la cara la huella de una saudade pasando como un fantasma, entonces había que indagar por su lugar de origen, por sus familiares, por algún recuerdo de la niñez. Aprendió a ganarse su confianza hablándoles sobre los objetos que vendían. Cualquier pregunta sobre la calidad de la tela de la ropa, la respondían dando tirones a los pantalones con la excusa de mostrar su resistencia, a veces caían en una especie de trance kinestésico con la tela, disfrutaban de la textura, del olor y hasta del sonido del jean al estirarlo con fuerza. Los nativos no sentían ningún apego hacia su mercancía más allá del valor económico, sólo se apuraban por venderla, a cualquier precio en algunos casos, pero más nada.
Por eso le costó reconocer a Sánchez, quizás porque vendía perros calientes y éstos se devoraban en pocos minutos una vez puestos en manos de los clientes o porque elaborarlos no requería mayor destreza que la de manejar correctamente la pinza. Además, los panes no emitían música, ni en las salchichas hay historias secretas y fascinantes de otros mundos, lo único llamativo es el perro caliente terminado, con su ensalada de repollo y zanahoria, las papitas fritas y el baño de queso amarillo que lo convertía en un diminuto carnaval de colores destinado a desaparecer antes de que se pudiese crear algún lazo entre Sánchez y el objeto. Quizás la fijación de Sánchez tuviese que ver con el sabor, pero nunca lo vio comiendo uno, tal vez hasta él mismo se había aburrido de ellos. Galarza no encontró nada en particular que confirmara sus sospechas.
Luego de varios días observando quiso desistir, ya había invertido suficiente tiempo con el sujeto y no podía darse el lujo de equivocarse, no después de haber ignorado la fecha de regreso y consumido todos sus recursos, prefería buscar otro sospechoso y capturarlo, así no regresaría sin resultados. Lo tenía decidido, pero justo esa tarde, varios de los obreros de la planta enfrente se acercaron al carrito de Sánchez y quiso echar un último vistazo de cerca, así que se unió a la bandada de clientes. Entre los gritos y risas de los comensales Galarza se acercó y levantó el índice para señalar que deseaba uno.
— ¿Con todo? — Preguntó Sánchez.
Galarza asintió, no quería arriesgarse a que lo reconociera por su acento. Comió con parsimonia y observó los frascos de salsas que Sánchez limpiaba continuamente, al igual que a una pequeña plancha que había adaptado en una esquina del carrito para sofreír carne picada con cebolla y pimentones, que luego servía en el pan en lugar de la salchicha, después de cada pedido removía los restos de la superficie con una espátula. Era una alternativa que ofrecía en lugar de los perros calientes por un poco más de dinero. En la esquina opuesta a la plancha había un termo enorme de plástico con jugo de naranja, una opción extraña comparada con la usual y cómoda gaseosa, tal vez a Sánchez le desagradaba el refresco tanto como a él. En casa todas las bebidas eran artificiales excepto el agua. Hizo otra seña a Sánchez para que le sirviera un vaso de jugo y éste actuó con rapidez para dárselo. Lo saboreó con prolongado deleite. Galarza arrojó el vaso y la servilleta a la papelera, dejó ver su brazalete de seguridad, miró a Sánchez y él no hizo ningún gesto al ver el estabilizador.
Galarza pagó y dejó su mano extendida con los billetes, mostró de nuevo su pulsera. Sánchez tomó el dinero, lo contó y le entregó el cambio. El agente dio media vuelta y se marchó pensando que Sánchez no podía calificarse como un objetivo, otros agentes habían retirado personas por equivocación y no se podía pronosticar el impacto de esas arrugas en la línea del tiempo. Así que prefirió dejarlo pasar. Cruzó la calle, caminó hasta la siguiente esquina y al doblar miró de nuevo.
Observó que Sánchez limpiaba las superficies del carrito con un paño amarillo, lo deslizaba despacio y retiraba las migajas de pan, los restos de repollo o papitas, las marcas húmedas de los vasos, las salpicaduras de las salsas. Tomó una botellita con atomizador y esparció un líquido azulado sobre el metal, pasó la punta de un cuchillo entre las uniones de las láminas, secó todo con hojas de papel absorbente. Sonrió al ver su reflejo en el metal. Galarza también sonrió, había encontrado la señal definitiva, dobló en la esquina y se ocultó.
Al finalizar el día, Sánchez recogió los bancos y demás accesorios de trabajo, movió el carrito y con una escoba limpió su área. Cuando se disponía a subir a la moto, Galarza lo sujetó por un brazo y le hundió un objeto por un costado.
— No te muevas. — Ordenó.
Sánchez no opuso resistencia, ni siquiera volteó a mirarlo.
— La plata está en el carrito.
— Tú sabes que no busco eso. Camina.
Galarza lo llevó al estacionamiento del centro comercial al lado. A esa hora ya todos los comercios habían cerrado y caminaron hasta un rincón detrás de una caseta de energía. Ahí lo soltó y le apuntó con el arma: un objeto pequeño y rectangular. Sánchez levantó las manos y se apoyó contra la pared. No quitó la vista del dispositivo.
— Reconoces esto ¿no? — dijo Galarza agitando el arma. — Debo notificarle que se encuentra bajo arresto. Se le acusa de los crímenes de inmigración temporal y deserción. Regresará conmigo o deberé ejecutarle.
— No puedes ejecutarme y tú lo sabes. — Dijo Sánchez sin disimular su acento.
— A menos que mi vida se vea en peligro.
— El único que lleva un arma y hace amenazas eres tú. Por eso te buscamos.
— ¿Buscarme?
— Te nos has escapado por mucho tiempo.
Entonces Sánchez presionó con un dedo la palma de su mano derecha y un pulso eléctrico desde el estabilizador temporal de Galarza le hizo desplomarse. Sánchez se acercó al cuerpo tembloroso del agente y le quitó el arma.
— Todavía no sabemos cómo proteger a los viajeros frecuentes de la esquizofrenia, el brazalete sirve por un tiempo o para un salto o dos, pero los saltos continuos terminan afectando a las personas. Cuando mataste a esos dos hombres imaginamos que habías caído, pero tus supervisores no lo creyeron. Te aprecian en el Ministerio, por eso acordaron la suspensión. El Departamento de Conducta pensó que tenerte ocioso podía empeorar tu estado, así que sugerí continuar con tu juego del cazador implacable, eso nos ahorraría mucho tiempo y recursos, hasta podríamos recuperar algunos ilegales durante el proceso. Pero cediste, le agarraste el gusto al sol, al aire, probaste la comida y te quedaste sin autorización. El Ministerio emitió su veredicto de inmediato. Lo traigo conmigo por si lo quieres ver. Te volviste irrecuperable. Ni siquiera has confirmado si soy un ilegal regular o un agente. Sólo deseabas ejecutarme. ¿No es así?
Sánchez tomó el arma y le apuntó.
— Por cierto, la emigración se legalizó. Preferimos darle un salto seguro a la gente. O al menos a los que puedan pagarlo. Ya nadie quiere quedarse allá. — Dijo Sánchez antes de ejecutar la sentencia.
