Juan Pablo Sojo
Hasta ahora el pan estaba maldito. ¡Aquellos frutos manchados por el hereque, blanco y endurecido como la fría cal con que rellenan las urnas de los muertos!…
I
Un sino fatal se cumplió sobre los pueblos. Rebaños de hombres, de mujeres, de niños, abandonaban sus hogares, salían locamente a la aventura, impulsados por la necesidad de ganar el pan nuestro de cada día.
Sobre aquel pueblo de calles solitarias, sobre la tierra desnuda y reseca, soplaba una brisa cálida que producía malestar, escalofrío de fiebre, de inconformidad. Los ojos brillaban con el reflejo de los pantanos hociqueados por cerdos alzados; los puños se crispaban tratando inútilmente de apresar una cosa imposible; las líneas de los rostros terrosos alargábanse con agonía sin esperanza. De los pechos escapaban hondos suspiros, sordas imprecaciones de seres que lo han perdido todo.
El sol brillaba por encima de los techos envejecidos, de los sembrados en ruinas; y parecía que desde lo más profundo de la tierra, brotaba la podredumbre maldita que deshacía las raíces de los conucos.
Sólo los cacahuales habían resistido aquel malestar de la tierra. Sus rojas mazorcas se apretujaban, ricas en savia, como enormes gemas de acabada orfebrería. Pero tan rico presente de la Naturaleza, permanecía intacto en los árboles, cuya vergüenza se les miraba en las hojas caídas, igual que las orejas de los perros fieles a quienes desprecian los amos.
Nunca la mano del hombre estuvo ociosa. No se olvidaron los hierros de la labranza en cualquier rincón por premeditada negligencia; ni el canasto ni la vara dejaron de sentir la presión ruda de las manos callosas, porque aquellas manos apuñaran ahora los vasitos colmados de aguardiente; ni la tierra se cubría de tupidos rastrojos, porque los músculos descansaran flojamente ahora sobre cualquier banco, en un quicio carcomido, a lo largo en los crujientes catres. Era la podredumbre de la tierra que avanzaba, filtrándose hasta los huesos de los hombres.
La podredumbre maldita podría hasta el aire…
El cacao no valía ya nada. Cuatro años de verano habían reducido las energías de los hombres, gastadas en diez, en veinte siembras consecutivas y en otras tantas esperadas cosechas que no llegaban nunca. Sólo el cacao florecía y cargaba a orillas del río. El único fruto ofrecía su pujante cosecha a los hombres de Pueblo Viejo, y su exuberancia, que desafiaba la ruina del tiempo, era despreciada por ellos; producía dolorosa amargura en el pecho de los hombres; era como la risa de la muerte burlándose de la inútil esperanza de los hombres. Y los hombres la odiaban.
II
Día domingo.
Las calles de Pueblo Viejo, desiguales y llenas siempre de una soledad triste, mostraban un poco de animación. Hacía un día claro y alegre, en contraste con aquella sombría expectación que contraía el rostro de los habitantes.
Bajo un copudo mamón de la plaza, conversaban tres hombres.
—Mire, José del Saú; yo no creo en esas cosas… Pero bien, el padre cura se ha empeñado, y hay algo de convicción, de una profunda verdad en su conciencia. Se lo he leído en los ojos…
El interpelado, un negro pequeño, robusto, metido en su blusa dominguera bien planchada y olorosa a cedro del baúl, hizo una mueca para reír y dejó vislumbrar fugazmente la blancura de sus dientes. Luego adoptó una grave seriedad para mirar con sus ojos grandes y zarcos —ojos extraños en un negro—, la cara del que hablaba, larguirucha, sonriente y de piel clara, en la que se movían unos bigotes canosos y donde abultadas cejas apenas dejaban paso a unos ojillos curiosos e indagadores.
—La rogativa que sacará el cura, no tiene ninguna relación con los fenómenos físicos… Ustedes no entienden eso, pero así les hablo a mis escolares. En ustedes y en ellos existe aún esa clase de fe que mueve las piedras…
—Bueno, maistro —interrumpió el tercer oyente—; na se pierde con probá.
—Así es, compae Tota —confirmó José del Saú, mordiendo la punta de un tabaco que luego prendió con dos largas chupadas, y, a través del humo azulado, vió encogerse entre sus enjutos hombros al maestro, volver la espalda con aquel típico ademán que siempre tenía para manifestar su contrariedad y luego, perderse su delgada silueta en la primera esquina, donde lucía el rojo letrero la pulpería del isleño don Roque.
José del Saú lo miró partir y ni siquiera escuchó los comentarios de Tota, que lanzando una gruesa carcajada, exclamaba:
—¡Loco e perinola, já, já, já!
Allí lucía aquel letrero rojo que decía: «La Bonanza»… Tras de un sucio mostrador y aquellas armaduras apiladas de litros empolvados y potes salpicados de moscas, acechaba la gruesa humanidad del isleño, en espera de una oportunidad para explotar las energías de los hombres… Y su hija Violante, allá adentro, que nada sabía del papelón, ni de negocios de haciendas a trueque… Violante, la hija de aquel isleño burdo… ¿Y quién era él, para poner sus ojos en ella?… ¡Si al menos lloviera como antes!… ¡Ah! La rogativa del cura. «Eso traerá lluvias», comentaba la señora Bernarda, la beata, que decían conversaba con un santo renegrido y viejísimo que tenía en un rincón de su cuarto… —Cuando vuelva a llover, haré una buena siembra de maíz y mi conuco me dará muchas cosechas de plátanos. ¡El plátano vale mucho ahora! Y tendré dinero, bastante dinero para lograr que Violante… No.
«La rogativa que sacará el cura, no tiene ninguna relación con los fenómenos físicos». ¡Maldita sea!
La pesada mano de Tota sobre un hombro, lo zarandeó: —Bueno, compae, como le venía diciendo… ¿Nos vamos pa el tarantín del Tuerto, o no?
Silencio del otro. Desde lejos llegaban los toques de las desportilladas campanas de la iglesia, llamando a la rogativa.
—¡La p…!, compae Saú; ya me voy a zampá e cabeza casa ’el Tuerto. Mire el mujerío y la cantidá ’e pazguatos que suben a rezá…
—Vaya usté solo, compae Tota. Yo me quedo.
Tota lo miró con extrañeza. Hizo un gesto con las manos y echó a andar. Unos pasos más allá sonó su risotada nuevamente:
—¡Catequisao ’e bola! De aquí a que termine esa vaina es mucha la caña que yo e rajao. ¡Já, já, já!…
Los ojos de José del Saú, no se apartaban de aquellas puertas oscuras, de aquel letrero rojo que ya no leía, sino que le gritaba en los oídos: ¡La Bonanza!… ¡La Bonanza!…
Una puerta se cerró. Luego otra, y la tercera quedó entornada. Su mirada se clavó allí. En el aire había un revuelto alarido de campanas, un confuso murmullo de risas, de palabras, de trajes almidonados que pasaban rumbeando hacia el templo. De pronto sus ojos se iluminaron… ¡Violante! Alta, blanca, delicada, acababa de salir por la entornada puerta, cubierta su negra cabellera por la mantilla andaluza blanca, haciendo resonar sobre las lajas de la acera sus menudos pasos, bajo el azul traje de seda costosa. Detrás, la gruesa figura del isleño, vestido de negro, luciendo su bastón de dorada empuñadura en la mano gorda taraceada de piedras brillantes, encasquetada aquella empolvada camarita que hacía juego con sus mostachos abundosos y negros. El isleño y su hija… ¡Hijo de perra! A buen seguro que no pedirás que llueva… «El padre cura se ha empeñado, y hay algo de convicción, de una profunda verdad…». «Se lo he leído en los ojos…». «Ná se pierde con probá», había dicho Tota, y sin embargo, fué a rascarse al tarantín… ¿Y si lloviera? Al menos era el deseo de todos. ¿Qué importaba entonces el mal deseo de uno solo, de un isleño hipócrita ante el deseo de un pueblo?… Si existe un Dios… Pero el maestro había dicho… ¡A la porra con el loco del maestro de escuela!
III
Eran cálidos los días de noviembre.
El corazón de los habitantes comenzó a alentarse con aquellos turbios nubarrones que cruzaban el cielo. Y el cielo desgajó su bendición sobre los campos que volvieron a sentir el roce de los linieros y el golpe fecundante de la chicura.
Vinieron ligeros días de sol y la siembra quedó retoñando, arrullada por brisas augurales. La brisa traía su olor a pan y a flores, a comodidad y olvido de tantas necesidades.
José del Saú halló a Tota en el tarantín.
—¿Qué tal, compae Tota? ¿Cómo va el negocio, Tuerto? —El ojo solitario del tarantinero, rojizo y maligno, le hizo un guiño.
—Pura catamita es esto, José… ¿Lluvias?… ¡Me enjuago el ojo con ellas!
—Vayan a ver mi conuco… Hay ya más de mil nenes de plátano sanitos. Todo el mundo trabaja en la finca.
—Esperamos la buena…
—¡Yo no espero un ca… rrizo! —exclamó Tota, medio borracho—; pregúntale al Tuerto…
—Asina es, José. ¿A quién se le ocurre sembrá en noviembre?… Éste se está bebiendo lo que le queda, y yo estoy vendiendo lo que escurro de ese barril que está hay… ¿Sabes quiénes se fueron anoche?… Los Monterolas, Manuel Rosendo, Socorro. Se llevaron hasta sus mujeres. ¡Já, já, já!
—Yo no tengo mujé, Tuerto; ni hermanos… Sólo me queda esa tía vieja, que enterrará sus güesos aquí…
—¡Qué cara! —terció Tota, con la lengua torpe—; tú aspiras a mucho… Tú eres grandero… ¡Sirve otro pa los tres, Tuerto!
Tota, agarró su vaso, lo vació de un golpe y chasqueó un poco, pasándose luego la manga del brazo por la boca…
—¡No hay como Caracas!… Yo sólo espero ve en que para toa esta vaina, pa decile a mi salao: ¡alza y ráspalo!
El Tuerto levantó su vaso y miró al trasluz del vidrio con un solo ojo, durante un instante. El verdoso licor herido por la claridad solar, hizo destellar su pupila con reflejos siniestros…
—Todos tenemos que dimos, José convéncete… Tenemos que dimos, como se fueron los otros…
Dijo y apuró el palo con envión desesperado.
Oscuros nubarrones se condensaban allá en el horizonte. El corazón del agricultor se encogía dolorido, pero al mismo tiempo alentaba esperanza. Y la lluvia volvió, esta vez menuda, juguetona, como mujer liviana…
—Es un norte pasajero… Mi conuco sigue echando d’arriba, p’arriba… «¿A quién se le ocurre sembrá en noviembre?»… ¡Flojazos! Pa Caracas huyéndole a la tierra, al trabajo… «Tú aspiras a mucho». «¿Tú eres grandero?»… ¡Já, já, já! Ya lo creo que lo era, pero ellos no sabían con quién… La cosa sería así: primero un buen racimo de dominicos expresamente pintoniados para ella… Melones, jojotos… Después cuando comprara la canoa, y el ranchito… Bajaré yo mismo mi plátano por el río… ¿Musiú Valentín, el blanco aquel almacenista del puerto, pálido como una pastilla socata? Sí. Le vendería de contado. ¡Eso sí!… «Pura catamita es esto, José. ¿Lluvias?… ¡Me enjuago el ojo!…». ¡Estúpido! ¡Grosero!
Caminaba hacia la esquina de don Roque… El letrero rojo… Violante, vestida de azul, con sus cabellos tintos como las noches de Pueblo Viejo…
—Buenas tardes, don Roque.
El aludido miró entrar a José del Saú, con frialdad, pero un vivo interés le bailó en los ojos.
—Muy buenas, muchacho. ¿Cómo anda la siembra?
—Don Roque: cuando coseche, no sólo le pagaré ese piquito… Tal vez le compre el ranchito aquel suyo, el del Cerro…
—¡No me digas, m’hijo! Ya tú sabes que ésta es tu casa…
Gruesos goterones comenzaron a golpear los tejados y la desnuda tierra de las calles. Pronto se desató del cielo la furia pluvial, inacabable…
Llegó la noche y el aguacero era cada vez más recio.
—Muchacho —dijo el isleño—; quédate a comer con nosotros… Este palo de agua pasará pronto…
—Si es su gusto —había dicho José; mas, en su alma, sentía el frío golpe del agua.
Pasaron al interior, atravesando el corredor a oscuras que comunicaba con las habitaciones de la familia. En el camino, el isleño seguía diciendo:
—Y si sucede lo peor, tú sabes que puedo hacer negocio por la hacienda de tu tía…
—Ella no quiere vender.
—¡Bah!… Tu tía es ya una anciana que no vale… De todas maneras, yo puedo esperar…
José del Saú, se deshizo instintivamente del brazo, de aquel brazo gordo y peludo capaz de estrangular y robar, que engarzaba el suyo… ¡Pero Violante!… La emoción de verla tan cerca… De hablarle…
La luz de la lámpara del comedor se le metió en los ojos.
—¡Señora Bartola! —rugió la voz de don Roque—; tráigase un servicio más a la mesa.
—Ajá —contestaron temblonamente desde la cocina.
—Papá —y la voz de Violante, clara, dulce, salía de un cuarto cuya entornada puerta velaba una fina cortina—; ¿a quién has traído? ¿Al padre o al maestro?
—Un amigo mío, Violante: José, el sobrino de la señora Catana.
Siguió un silencio. Los oídos de José, se llenaron de todos los ruidos de la noche; el rumor interminable de la lluvia; el glú-glú del agua rebosando los canalones…
—Papaíto, espera un momento.
Poco después salió, tomando asiento. Sonrió al saludar a José, y él no pudo reprimir un suspiro.
Comieron calladamente.
Luego del café, Don Roque sacó una caja de guácharos. José lanzaba el humo hacia el techo, y del techo renegrido bajaban sus ojos zarcos hasta las pupilas negrísimas, sombreadas de dulces pestañas de Violante.
Ella comenzó a decir:
—Cuéntenos algo, José.
Un absurdo temblor le cogió las manos, se le subió a la garganta. ¿Qué contaría?
—No me acuerdo de nada, Violante…
—Una cosa así, que no sea cuento, pero que parezca un cuento…
—Una cosa así… Por ejemplo, ¿lo del chingo Dolores, pescando, con la guabina encantá?…
—¡Qué gracia! No existen encantados, bobo. Otra cosa… Por ejemplo, algo de brujerías… ¿Usted cree que existan brujos, José?
Quedó pensativo ¡Qué gracia! No había encantados. Existían los daños…
De repente, se le vino algo bueno:
—Según me cuenta tía Catana, allá por la Legalidá, vivió un hombre a quien mentaban el zambo Baldomero…
El isleño roncaba en su silletón. Afuera, seguían los gruesos goterones golpeando los tejados y el enladrillado del patio.
IV
Llovió durante cuatro días seguidos. Crecieron el río y los caños hasta desbordarse, inundando campos y sementeras.
La brisa gris traía nuevamente ese viejo olor a ruina y a podredumbre que subía de la tierra. Y los hombres comenzaron a dudar de Dios…
—¡Já, já, já! —reía a todo pulmón el tarantinero, y su ojo huérfano brillaba malignamente—; ¡me ensucio en el cura y en las rogativas!
Los hombres le escuchaban y gesticulaban, cada quien diciendo a voz en cuello horrores del párroco y de las beatas.
El isleño hacía buenos negocios. Compraba a trueque lo que podía salvarse de las cosechas. Vivía alerta, como un pájaro necrófago en medio de las ruinas. Muchas haciendas, tierras, animales, joyas y objetos valorables podía aun aprovechar si tenía paciencia en la espera…
José del Saú pudo, a pesar de la fatalidad, realizar en parte su sueño. Con lo que logró salvar, compró una canoa y aun le sobraron algunos bolívares para abonarle el piquito a don Roque.
—La pinté de azul y le puse un letrero blanco. «Violante». ¡Qué linda quedó mi canoa!
—¡Piazo e’bolsería has cometió! —arguyó Tota, tambaleándose—; ¡ponerle el nombre de la hija de ese ladrón!
—¡Cállate! —le gritó José, casi con ademán de pegarle. Luego, bajó la voz—: No hables así, compae, por el sacramento que tenemos.
El otro continuó, sin hacer caso:
—Treinta pesos una canoa y el resto nos lo bebemos, ¿verdá? ¿Y qué más da? Vendes a «Violante» y también nos la tiramos, ¡já, já, já!…
José salió del tarantín aturdido. Treinta pesos una canoa que también tendría que vender. No había caído en la cosa. Treinta pesos… ¿y después?… «Todos tenemos que dimos…», como los otros… ¿Y ella? Ni siquiera sabía que su canoa tenía su nombre.
—¡Eh! ¡José!… ¡Eh!…
Volvióse. Era la señora Bartola, con un recado de Violante, que lo mandaba llamar. Apenas contestó, echó a caminar aceleradamente. Violante quería que él le desramara una mata del patio… El corazón se le saltaba y sus latidos se confundían con los golpes de sus talones sobre la tierra… La diría: tengo una canoa nueva… No. Mejor: le pinté con letras blancas… Y ella echaría a reír. Se echaría a reír y le diría bobo. Ella diría: ¡Qué gracia…! Pero ¿y si se burlaba de él?…
Entró en la casa. El isleño le palmoteó un hombro:
—Ya sabes muchacho, yo puedo esperar…
No contestó y siguió adelante. Desde un cuarto, con la puerta entornada y velada por la fina cortina, su voz lo hizo detenerse.
—José; móntate sobre el bahareque y córtale las ramas a esa mata de guanábana. Ha llenado toda la casa de hormigas…
Luego agregó:
—¿No sería una brujería, José?
Rió de aquello y continuó hasta el patio. Tomó un machete de la cocina y montando en un cajón, logró, con algún esfuerzo, pararse sobre la gruesa pared. Miró las ramas y al fondo de la casa vecina, una casa abandonada y solitaria… ¡También se habían ido!… Cortó una rama. «¡No hay como Caracas!»… Y Violante allí mismo, tal vez acostada, con su bata de encajes, como la noche de la lluvia… «Una cosa así, que no sea cuento»… «¿No sería una brujería, José?»… Cortó esa rama también… ¿si estuviera medio vestida?, leyendo descuidadamente en uno de sus bonitos libros… Sí. Medio desnuda, suelto el perfumado pelo, los senos escapados del sostén, palpitante, tibia… Sola en el cuarto…
La cruel picazón del hormiguero le hizo darse un manotón, y el filo del liniero le cogió la muñeca. Lanzó una exclamación y chupo la herida, algo profunda. Tumbó aún la última rama y se tiró al piso, echando abajo el cajón.
El estropicio hizo salir a Violante. Vestía una bata blanca, ceñida, que marcaba sus formas perfectas.
—¡Dios santo! —exclamó al mirar la sangre, cubriéndose el rostro con las manos.
—No es nada, Violante… No sea miedosa.
—¿Pero cómo no, hijo?
Trajo agua, yodo y vendas. Mientras le curaba, él miraba su negro pelo, abierto en dos sobre la frente. Miraba el nacimiento de sus senos pequeños, su cuerpo todo, perfumado, oloroso a hembra… Aquel absurdo temblor le cogió nuevamente las manos, se le subió a la garganta…
—Señorita Violante…
—¿Qué?
—Mire… Esto no es nada para lo que me hice en el conuco… Cortaba racimos para bajarlos en mi canoa…
Silencio.
—Mi canoa… La pinté de azul como… ¿qué digo?, le puse el nombre suyo…
—¿Mi nombre?
—Sí, con letras blancas… Con letras blancas, le puse: «Violante»…
Ella no dijo nada. Ni sonrió siquiera. Lo vendó cuidadosamente y al despedirlo, lo miró con aquellas pupilas tan negras como las noches de Pueblo Viejo.
V
Los hombres no podían vender ahora ni el plátano. Los tiraban a los cerdos. Estaban manchados por el hereque, blanco y endurecido como la fría cal con que amortajaban los cadáveres…
—¡Ahora, hasta el pan!… Qué linda estaba la canoa, pintada de azul, con sus letras blancas, cuando ella fué con su padre a verla… Veinte pesos solamente quiso aflojar el tacaño… Ya no podría manejar una palanca… Y ella dijo indignada: ¡Qué horror, papaíto! ¡Le pusieron una B de burro a mi nombre!… ¡Una B de burro!… —Y el mundo le comenzó a dar vueltas…
—Compae Tota, vendí la Biolante…
—¡Eso merece un palo, compaíto!
Tota lo arrastró al tarantín. Bebieron hasta el anochecer. Parpadeaban las estrellas en la noche fresca y silenciosa, cuando llegaron bajo los árboles de la plaza.
—Después de lo que me ha contao, compae José, voy a decirle algo: Esa muchacha es la maldición de este pueblo… Ya nos ha pasao a muchos lo mismo. Es como un cebo que atrae a todos los hombres… Suspira uno; quiere volver a empezar; suda la sangre sobre la siembra… Y termina debiéndole hasta la franela al isleño. Porque ella es bonita. Blanca como el hereque, ¡esa enfermedá que nos arruinó a todos!… ¡y el taita le bebe la sopa a los guérfanos!
José lanzó un salivazo contra un árbol. Era también un huérfano. No tenía más que aquella viejecita enferma, agonizante sobre un catre… «Yo puedo esperar…». Ya lo creo; la hacienda…, lo que quedaba para enterrar sus pobres huesos…
—¡No hay como Caracas! —dijo Tota, y siguió, con voz más ronca—: Mañana me amanecerá en el camino, compae… ¡Esto aquí se pudre!
José comenzó a dar pasos sin rumbo, calle abajo. Había dejado a Tota maldiciendo, llorando como un niño, y era como oír el lamento, la maldición de todos los hombres… Y ella se había indignado, reído de su ignorancia; de aquella B blanca, como la enfermedad maldita que ahora subía de la tierra hasta su corazón.
Desde el cielo, un lucero le hacía guiños cambiantes. Imaginó el ojo solitario del Tuerto, mirando a través de un cristal inmenso… Un perro aulló tristemente en la quietud de la noche.
