Ysaías Lucas Núñez
Antes de escoger el nombre, la dueña revisó con minuciosidad los anaqueles de su memoria intentando no ponerle uno que llevase alguien de la familia. No pudiste ser macho, le reprochó a la perrita. Lo decía porque su familia estaba compuesta, casi en su totalidad, por mujeres que habían muerto después de la Guerra Federal. En su mente octogenaria había un vetusto árbol genealógico con ramas del pasado que en ocasiones se confundían con el presente y el futuro, y que intentaba no seguir por temor a llegar a verdades hirientes. La perrita movió la cola esperando a que le diesen un nombre. Si pudiésemos entrar en la mente de la mascota como lo hicimos con la vieja, podríamos decir que esta esperaba llamarse Perla, Lulú, Nena, o un largo etcétera de nombres cursis acordes a su peso y estructura ósea, pero jamás Lourdes.
Así es, te llamarás Lourdes. Lourdes pestañeó con la paciencia de alguien como ella, donde parecía que a la naturaleza se le había pasado la mano en materia de ojos y de delgadez. Lourdes, de cachorra cabía en la palma de la mano, y de adulta, también. Había crecido, es verdad, pero no lo suficiente como para que sus enormes ojos lo advirtieran. Por las tardes la dueña la llevaba en el regazo como si fuese un bebé, y le daba de comer todo cuanto comía en los cocteles y reuniones. Malteada de chocolate, helado de tamarindo, ponqués, roscas, guarapita, arepas dulces, chicharrón con pelo, y tantas cosas que su estómago no lograría recordar por más que quisiera. Salvo una cosa.
No, de eso Lourdes no come. Era la respuesta que le daba la dueña a otra vieja perfumada sobre si la niña comía comida para perros. No contó el porqué, pero Lourdes recordó el día en que se vomitó en los brazos de la dueña por zamparse aquellas cosas que olían a excremento de gallina. Eran menudencias que le pasaban a seres venidos a este mundo, desde los más racionales hasta los que no. Le agradeció la discreción.
Un día, la dueña le había hecho pintar el pelaje del mismo color que ella, de un rojo chupeta. Lourdes, te ves hermosa como yo, había dicho la dueña frente al espejo, aunque por más que quisiera Lourdes no veía más que un color frío y triste como el gris. No, no había quedado hermosa. Luego la había hecho llevar un vestido confeccionado con la misma tela del de ella, según era seda de la India. Y pasó lo que ya comenzaba a ser ordinario, el clan de las viejas no dejó de decir que se veía bella, preciosa, linda, divina, cuchitura de Dios. Piropos que no hacían más que exasperar a Lourdes, y que de tener fuerza en la mandíbula les hubiese quitado una mano, o al menos un dedo, si no era mucho pedir. Mas ella no se enteraba, y no tenía forma de saberlo, que esos cambios de carácter y ánimos obedecían a la naturaleza de ser hembra, o mujer, como decía la dueña. Una tarde, mientras caminaban por el malecón del Paseo Colón, Lourdes oyó los pasos de una bestia que, lejos de asustarla, se emocionó, y más cuando vio a quién pertenecían. Un perro gigante y fornido se acercaba, y ella, desobedeciendo a la dueña corrió al encuentro, pero aquel, el muy ingrato pasó de largo, y ella corrió detrás, preguntándole si podían hacer eso que no sabía explicar, ahí mismo en la arenita, que no importaba, que ella cooperaba. Sin embargo, eso nunca pasó, primero porque la dueña no la dejaba, le decía que la dejarían en silla de ruedas, y segundo porque los perros huían ante la insistencia loca de esos ojos saltones y enfaldados. Lo bueno es que eso era por temporadas, del resto vivía en el regazo de la dueña, oyéndola echar chistes de sus abuelas y tías sinvergüenzas. Cuando la dueña estiró los brazos para recoger lo que había ganado en la partida de ronda, Lourdes aprovechó para saltar al suelo. Fue tan mala su suerte que una pata se le enredó con la bufanda de la India, pero aguantó el dolor. Había una urgencia que no podía retener más. Se meó en la alfombra persa de la dueña de la casa.
Mira lo que ha hecho tu perra, gritó la vieja.
La dueña de Lourdes no pudo más que pedir disculpas, que no sabía cómo había pasado, cuando Lourdes era una niña bien educada, que hacía el uno, pipí, y el dos, lo que ya sabemos, en su baño perruno. Entonces, viendo que esto no calmaba a la otra, decidió pegarle, ahí sí chilló, y la dueña de la alfombra persa se tranquilizó.
Esa noche, la dueña de Lourdes llegó enojada a casa, no le dio de cenar ni de beber, para que aprendiera a no dejarla en ridículo frente a sus amigas, para que aprendiera a no mearse en casas ajenas y supiera valorar el vestido de seda india que ahora permanecía tirado en un rincón. Con todo esto, en la madrugada Lourdes se fue acostar con la dueña, no sin antes lamerle la cara y probar la crema antiarrugas que ese día había decidido ponerse. La vieja lloró.
El castigo se alargó un poco más de lo esperado, con jornadas en las que no se comía ni bebía nada, fuese en casa propia o en la casa de alguna vieja parlanchina, misma que decía algo y las demás coreaban lo escuchado, era, en verdad, desesperante, por más que dijesen una y otra vez descanse en paz mientras la barriga ardía de hambre cual infierno. Al finalizar los coros, cada una ayudó a recoger las sillas, y la dueña le fue preguntando a cada una qué se iba hacer, y cada una le dijo que nada, que se irían a casa para prepararse para Semana Santa. Lourdes no lo dijo, y cómo, pero al igual que oía las tripas de ellas, oyó que se irían a jugar ludo, que una de ellas ya había puesto a enfriar una caja de cervezas.
Nos vemos en el Domingo de ramos, le dijeron.
Llegó el Viernes Santo y extrañamente no las vieron ni por aquí ni por allá, y con la naturalidad acostumbrada, bueno, más o menos, porque ese día, sin saber si era pecado o no, le pagó al monaguillo para que le diera unas hostias consagradas. El cuerpo de Cristo, le dijo la dueña a Lourdes mientras masticaba, tienes que decir amén. Di, pues. Lourdes siguió masticando, esperando más bien a que le dieran otra de esas galletitas que se le pegaban del paladar. Come, malagradecida, que el día menos pensando uno se va de este mundo.
Si hay algo que se le agradece al tiempo es su poder para olvidar y ocultar heridas, tanto es así, que al rato corrían en la orilla de la playa. Una se reía, la otra ladraba, aunque cómo negar que eso que llamamos ladridos no eran carcajadas caninas. Risas que asustaban a las gaviotas, y que a los pelícanos ni gracia les hacían. De vez en cuando bordeaba la falda de espuma que dejaban las olas y que la arena desaparecía con rapidez, como si tuviese miedo de que Lourdes la deshiciera por una costura, de la misma forma que lo había hecho con el vestido de la India. En todo caso, presa de esta felicidad, Lourdes se dejó llevar por las ganas de correr más allá de la orilla, pues ahora un olor la invitaba a seguir.
Señorita, por ahí no, gritó la dueña. Se te van a mojar los zapatos. Lourdes quiso hacerle caso, que unos zapatos como esos costaban bastante, pero no lo hizo. Se adentró en el mar. Nadó con las patitas enzapatadas, mojándose toda, tragando agua salada, oyendo las piedras removidas por el agua, oyendo las olas confundirse con los gritos de desespero de la dueña. Nadó mar abierto, viendo los peces volar allá abajo, oyendo las gaviotas nadar allá arriba, siendo devuelta una y otra vez, subiendo y bajando, bajando y subiendo, hasta que dio con el olor a casa y pescado frito. Provenía de una balsa donde un hombre dormitaba a la espera de quién sabe qué. Aquel, y demás está decirlo, jamás esperaría pescar un perro con zapatos, cosa que le dio mucha risa y pena, y menos Lourdes quien tampoco pensó que perdiendo aquella comodidad señorial, terminaría recuperando su dignidad natural y humana.