literatura venezolana

de hoy y de siempre

Elpidio Leal

Milton Quero Arévalo

A don Enrique Amado

Elpidio Leal, el sencillo e inobjetable linotipista de la imprenta Gutenberg el de los bigotitos untuosos y sonrisa congelada, sabía que no había nada en este mundo que le hiciera más pliegues a su corazón, que el ver comer a las putas del Regency. Era algo tan desagradable que le producía urticaria. Sentía entonces, una tristeza de domingo cuando las veía con las piernitas juntas, sosteniendo en sus rodillas el envase de aluminio desechable y blandiendo los cubiertos de plástico. Era habitual que su orificio glótico se le trancara de tal manera, que debía salir del local por una bocanada de aire fresco. Sólo así, se acordaba  de su mujer, de sus seis hijos, del loro Luis y del perro Sabas. Evocaba con nostalgia al lorito Luis mentándoles la madre a todos los hijos varones de Germán Toro, con las hembras era diferente, a éstas las esperaba todas las mañanas con su peinado copete y sus alas desplegadas y con ese dulce olor que despedían los uniformes almidonados. Les decía:

-¡Buenos díass mis bellezas!

Entonces Carmencita, montaba el café y preparaba el desayuno. A veces no sonaba el despertador, pero el loro Luis era puntual y preciso. Siempre a las 6.30 a.m. la despertaba con su vocinglera alharaca.

Una tarde el loro Luis armó un escándalo de tal magnitud, que el señor Pimental se vio precisado a dejar sus ocupaciones habituales, para ver que ocurría en la casa de su compadre Elpidio.

-¡Toritoss coños e’madress!

Se defendió Luis, con su perspicuo hablar ante un cacure de avispas que le habían lanzado. Elpidio se fue corriendo a la refinería a caerle a coñazos a Germán Toro, mientras Sabas le ladraba sin cesar, porque Carmencita le había untado barro con orín y el pobre lorito estaba marrón, pesado e irreconocible. Entonces, restregaba su cuerpo por toda la jaula, tumbaba el agua y pateaba los guineos, ya que además del dolor que le producían las picadas, no se sentía a gusto con ese orín menopáusico que le hurgaba sin cesar.

Pero algo inexplicable empujaba a Elpidio al local de su amigo Alfredo Urrutia. Era una rabia doméstica, una desazón por Isaac Abaad, por los horarios, por la verde Santamaría de la imprenta, por los deberes, pero a su vez, era algo tan poderoso y sensual como el lunar de la mórbida nalga izquierda de la húmida Vanessa, que se prolongaba por su ondulante cuerpo, hasta llegar a los meandros de su pubis, y que él desfloraba con un gusto cabal.

Ese vaho pestilente lo circunscribía y lo iba cercando en una madeja infinita que Vanessa le iba urdiendo. Por ello, se reconocía en las luces de neón del local, en las cortinas hechas de chapitas de refrescos, en la empeluchada caja registradora color fucsia y en los rojos asientos de semicuero, quemados por las ascuas de los cigarros. Vomitó su pena, inflexible e impermutable. Una pena parecida a las sardinas con cebollas que Carmencita le preparaba, cuando ya no quedaba nada en la nevera, o mejor aún, a las pústulas de las patas traseras de Sabas, que pululaban al igual que los remordimientos que él sentía, por tanto puño de camisa limpio, por tantos días de bogar el jabón las Llaves en la astillada ponchera de peltre, por tanto cuello zurcido y por tantos días de buena comida que Carmencita le prodigaba. Sabía que no lo merecía, que tanta mayonesa regada en el mantel de Holanda era mentira, como mentira era el marroncito corto de la mañana, hasta la doble llave a las 9 p.m. de la puerta principal. Lo comprendió mientras fatigaba su cerveza, tratando de armar un acróstico que le había encargado Lorenzo López:

-No se niegue por el amor a Dios; era mi único hijo varón.

Tenía en sus manos el grado de cabo segundo y un botón de su uniforme que Lorenzo le había dado junto con unas agotadas lágrimas, que sintió obstinadas y frías hurgándole la palma de la mano.

Iván José, había muerto en unas maniobras militares en la sierra de San Luis. Se decía que Lorenzo no había podido soportar la muerte de su hijo y por ello, se había entregado a la bebida. Elpidio empujó sus anteojos de carey, chasqueó sus dientes y se arrellanó en la barra con papel y lápiz.

Por los intersticios de la puerta principal, apareció la nueva putica que Alfredo había reclutado en el barrio El Corazón de Jesús. Le conmovió su corta edad y su pingüe cara rosada, de donde emergían unos enormes ojos saltones llenos de asombro, que iban fiscalizando todo lo que se encontraba a su alrededor. Se venía contoneando con una cortísima falda roja y unas plataformas blancas de patente, que la hacían ver como una walkiria. Se acercó al rinconcito azul -el mismo que estaba decorado con los cupiditos sonrientes- cuando fue abordada por el luético Jaime Villa. Entretanto, el acróstico iba apareciendo:

nfinito dolor tu partida

V  erte ir con hondo pesar

ñoro tu risa

o importa donde estés

Todo esto le parecía en extremo fútil y baladí, pero a la gente le gustaba y él que era magro y vanidoso se complacía en hacerlos.

Vanessa rayó la escalera principal, la que conduce a las habitaciones y Elpidio sonrió, con esa habitual sonrisa estúpida y sin gracia que era relegada por unos dientes manchados y sin brillo. Alfredo le sirvió otra cerveza, e intercambiaron sonrisas y una que otra palabra que nadie advirtió, salvo Vanessa que apuró el paso y se sentó a su lado. Él la retenía a su lado y la protegía de todas las miradas lujuriosas. Le daba gusto que se supiera que ella, era la mujer de Elpidio Leal. Él pagaba con abundancia y desprendimiento. Por ello, Vanessa era conocida como La 18 quilates. Elpidio procuraba que brillara siempre. A menudo se le aparecía con un regalito, que ella aceptaba con una sonrisa y su consabida meneaíta e’rabo. Su último capricho, fue comprarle una cadenita  -tejido chino-  que él se empeñó en que la llevara en el tobillo.

Cuando las lenguas de sol, que se vienen arrastrando desde el cerro Santa Ana, penetran a través de las telas metálicas de las ventanas de la casa Nº 5, vereda 17, del Banco Obrero, Carmencita, que es herida por ese abrasante sol, da las órdenes precisas en la anegada cocina a su hija Zenaida, que llora su gordura y la soledad que le impone su padecimiento de angiomas, mientras Elbita permanece tendida boca abajo, observando con devoción los ágrafos que describen las hormigas cuando recogen las migas del almuerzo.

Todo este mundo es perturbado por un hondo grito que prorrumpe Carmencita:

-¡Muchachoelcarrizo!

Y sale el mazo de ablandar la carne, despedido desde un ángulo de la cocina, buscando a Marquitos que ha hecho en el porche una inmensa cruz con los visures y machorros que cazó en el llanito.

-¡Marcos Antonio Ceferino Leal Jiménez!.

Marcos se pierde de vista, saltando la cerca de los López y atravesando el solar de los Iseas, porque ya siente sus tres nombres y dos apellidos relamiéndole las espaldas.

La puerta batiente de la cocina, que ha quedado bailando de un lado a otro, nos descubre el dulce rostro de Carmencita, que enjuaga sus cadencias en un pozo de amargura, que le ha ido construyendo Elpidio, con su silente terquedad de hombre apocado. Carmen, que sabe que la engaña, le paga con su silencio y se dice:

-Ni un solo sonido que pueda parecer una palabra, Carmencita, ni un solo movimiento que pueda parecer un gesto.

Recoge la borra del café y pasa el lampazo por el verde piso de la cocina, que ya parece un prado de tanta cera Cruz Verde de todos estos días. Y con ese silencio desesperante le sirve la comida recalentada y lo deja sólo con un vaso de agua fría, y frente a él, un bajorrelieve universal de la Ultima Cena, donde Santo Tomás con ese dedo inquisitivo pareciera estarlo acusando siempre.

Carmen no se afana, ya que sabe que todo le pertenece: Los recuerdos de los bautizos, los dolores de los partos, el álbum de fotos, el juego de comedor, la batería  de ollas y la hoja de cayena que se encuentra atrapada en un resquicio de la puerta.

La casa se baña diariamente de su luenga y atildada sonrisa y sus dotes de buena administradora, que va prodigando con los días, interrumpida solamente, por la atención que ahora le presta a la vida exagerada de su acendrada vecina Evancita Caraballo de Carrillo. A menudo se sorprende a sí misma espiando a través de las ventanas, la vida placentera que Alvaro Carrillo le obsequia. Estima los detalles y los comenta con sus otras vecinas, como aquella vez que le llevó mariachis el día de su cumpleaños, o el día que le regaló un collar con una efigie de nácar, por el cual ella suspiraba tanto. Todo esto le producía un profundo dolor y a su vez una tímida sonrisa, que ella se encargaba de disipar, con los matutinos cambios de agua, de la jaula de Luis o con los baños de kerosén que le infligía a las consecuentes pulgas de Sabas.

Elpidio comenzó a darse cuenta de que no avanzaba en su acróstico. Que había quedado absorto mirando un momento de quietud que de pronto surgió en el Regency y que Alfredo se empeñaba en disipar haciendo bolitas de humo, que se deformaban en el aire o bien se estrellaban en el rostro de la odalisca de mármol, que estaba a un extremo de la barra.

Maciste abría la puerta principal y la sacudía fuertemente con sus enormes brazos, para que entrara aire puro, que pasaba reinante por la pista de baile, para luego ser bebido por los rostros sudorosos de los clientes. Maciste era un negro inmenso, que en tiempos pasados fue luchador, vestía unos bombachos de satén blanco y unas sandalias de cuero, llevaba el torso desnudo cruzado por un tahalí del que colgaba una falsa cimitarra. Alfredo hacía untar su cuerpo en aceite.

Un pensamiento ocupaba a Elpidio. Un solo pensamiento cruzaba por su mente y se depositaba como un dolor de cabeza entre sus sienes, dándole sincopados golpecitos. Este era el presentimiento de saber que provenía de un ancestro que fue un cobarde, un traidor o un delator. Esto, lo comprobó en su actitud falible, en el estúpido sentido que le daba a su existencia, en el comprobado hecho de saber que había venido al mundo, a no probar nada, a no conquistar nada, a no dejar nada que pudiera nombrarlo ni aún después de muerto. Este hecho lo atormentó de tal manera, que comenzó a mirar con detenimiento la flexible tela de araña que crecía en un recodo del techo, los vasos de Lieja que Alfredo había heredado de su amante la Madame Cecil Bont; el sucio que se depositaba en el viejo gong chino, el óxido de la recta hacha céltica, la bola que pendía del techo, hecha de trocitos de espejos, que reflejaban los rostros fraccionados de los clientes. Aquí, la sonrisa de Pedro Castañeda, allá, el lunar en la comisura de la boca de Dulce, acá, la herida de tiburón en el brazo de Rafa Peña, y en otro extremo los ojos expandidos de Luis Segovia. Todo este mundo cubista giraba, desperdigando migajitas de miseria que eran recogidas en el tiempo y en el espacio por sus propios dueños.

La voz de Vanessa a su costado comenzó a ludir su cuerpo inesperadamente y sintió ese pedazo de eternidad que siempre sentía cuando estaba a su lado. Igual le pasaba cuando miraba absorto, el incunable que guardaba con sumo celo Isaac Abaad en la caja fuerte de su oficina y que le mostraba cuando estaba de buen talante. Se maravillaba de poder ver Catholicon, de Juan  B. De Jana (Maguncia, 1460 ) cuerpo 10, a dos columnas de 17 a 18 ciceros. O también, por que nó, cuando escuchaba la canción Profecía interpretada por Fernando Albuerne y sobre todo cuando el cantor llegaba a este punto (… y pensará que ha sido fantasía la realidad de hoy…) el mundo se detenía y todo se paralizaba, como se detenía la linotipia cuando se trababan las muescas de rotación. Entonces debía mover el disco giratorio, alisar la base del lingote, para regular la altura de los tipos y con dos cuchillas calibrar los bordes. Acto seguido la línea fundida pasaba al galerín.

La vida de Elpidio, se había ido simplificando de tal manera, que ahora se componía  de 3 movimientos, que él se complacía en llamar los movimientos de acetato y que eran a saber: Uno, el que solía llamar la realidad de las 33 revoluciones, era el mundo de los obcecados reclamos de Isaac Abaad, Carmen y el comisariato quincenal, la linotipia y los horarios. Este mundo era gradual, preciso y su tránsito era normal y seguro. Era la impalpable cotidianidad, que lo iba horadando sin compasión. Otro, era el albur oculto de las 45 revoluciones. Este mundo estaba suspendido en el tiempo. Se detenía y tenía sabor a eternidad, estaba compuesto por la habitación Nº 6, la cama Luis XV de copete rojo y las pantaletas fucsia de Vanessa. Cuando Elpidio franqueaba la puerta Nº 6, todo se detenía y el hielo donde reposaba un añejo vino del Rhin, asombrosamente no se derretía, igual pasaba con su reloj marca Nido, en el cual las manecillas se detenían misteriosamente. Era la eternidad que entraba en un círculo vertiginoso, que era perturbado solamente, por los prolongados orgasmos de Vanessa, entonces la realidad le estallaba en mil pedazos, el mundo avanzaba de prisa y todo insurgía a 78 revoluciones y veía con pavor los rostros de Elpidio Jr, Marcos, Edixon, Valmore, Zenaida y Elbita que pasaban a 24 fotogramas por segundo. Por ello, era habitual que Elpidio derramara el café de la mañana, tropezara con alguien en la calle, que dejara de abotonarse las mangas de su camisa o que discutiera con su jefe. Estas discusiones solían ser interminables y a menudo concluían de la misma manera:

-Juan Gensfleish Gutenberg de Sorgenloch.

A lo que Elpidio a la sordina y entre dientes se respondía:

-Génesis ix capitel.

Isaac Abaad provenía de una rancia familia judía, que venía huyendo de Alemania, se habían establecido en América a comienzos de siglo. Isaac era un hombre alto y blanco, su rostro plural era de una severidad absoluta, de donde destacaban unos abultados carrillos, surcados por diminutos capilares que iban formando un delta que terminaba irrigando la comisura de su boca. Era un volumen turgente de carne, que cuando discutía movía su cabeza de un lado a otro reclamando su razón.

Elpidio, que acariciaba la linotipia cuando le hablaba, era de la opinión de que los tipos móviles fueron inventados antes que Gutenberg por el llamado “Sacristán de Haarlem”. Entonces, Isaac se le abalanzaba como un elefante marino, defendiendo territorialidad y le contestaba con tal ímpetu, que sus palabras venían llenas de saliva y una gamberra viscosidad, que se estrellaba en sus lentes, no sin antes decirle:

-Lorenzo de Coster fue un protestante errático. Además está claro que en la edición de Tito Livio, fechada en Maguncia en 1502, se lee perfectamente que el arte tipográfico fue inventado por Gutenberg.

Elpidio, asentía con la cabeza mientras limpiaba sus lentes, no sin antes recordarle, ya que sentía cierta debilidad por las fechas, que el primitivo incunable Speculum Salutis, fechado en 1450, traía la frase Genesis ix Capitel volteada; prueba ésta suficiente y concluyente, además de probatoria, de la existencia de los tipos móviles en Holanda.

Podían permanecer horas en estas estériles discusiones, donde cada uno colocaba jalones a sus argumentos, para que el otro no los penetrara, pero al final siempre terminaban igual; los dos sentados alrededor de la mesa de ébano, observando con una veneración monacal el grabado de la Hypnerotomachia Poliphili de Francisco Colona en edición de Aldo Manuncio (Venecia, 1499)

Era entonces usual, que se sumergieran en una actitud inédita a explorar la figurita del hombrecito con tricornio, que amparado a la sombra de una bóveda de cañón, huye de un dragón que lo persigue con las fauces abiertas, luego pasaban sus manos por la cola del dragón, por los arcos y arquitrabes, y relamían esas paginas buscando un trocito de esa historia para absorberla y retenerla por siempre; y comenzaban a dar gracias por el silencio, por el dolor, por la amistad, por el testimonio del tipógrafo alemán  Friederich  Zell, por el crisol que funde el metal de la imprenta a 5% de estaño, 25% de antimonio y 70% de plomo. Se vanagloriaban y reconocían en su oficio divino: Ser impresores.

Elpidio pensó en Martín Lansberg de Wurtzburgo, quien murió asesinado por su esposa, y se espantó de su destino, el cual se le antojaba no podía ser rebatido por el suyo. Se pensó descendiente de alguno de estos impresores y especuló que la muerte de Martín Lansberg, era la suya que ocurría diariamente y que se diluía en el tráfago amargo de la cotidianidad. Elpidio, empinó su cerveza y ahogó la espuma que aún reverberaba en sus untuosos bigotes y con un rápido movimiento de su lengua apagó esa bruma, y con ese amargo sabor que estallaba en su paladar, pensó en el acróstico de Iván José. Necesitaba terminarlo para allanar el dolor de Lorenzo López que ya había venido a buscarle.

Un fuerte olor a carne molida invadió de pronto todo el local. Buscó con sus ojos camaleónicos ese plato de albóndigas que tenía exceso de ajo y cebolla. Pero no encontró nada. Pensó entonces, en la posibilidad de un eructo de alguna puta, así que tomo un  trago de cerveza, para disipar esa incomoda sensación que ya empezaba a invadir su garganta. Se concentró en el papel que tenía en frente. Había terminado el primer nombre y recordaba la sonrisa de Vanessa, unida a un beso en su cuello, beso de la carne, beso ahíto de sexo, beso preñado de ganas como solamente ella podía darlos.

Por encima de su hombro, sintió la impaciencia agolpada de Lorenzo López, que le repetía una y otra vez: “Era mi único hijo varón, era mi único hijo varón”. Sintió una tímida compasión por ese hombre, que esperaba sentado en un rinconcito del local, con una fe absoluta. Pero no se le ocurría nada. Pensaba tan sólo en su espuria relación con Vanessa, en la fuerza de ese deseo que lo degradaba. Observaba con asombro como aumentaba su lujuria y como decrecía su interés hacia su familia. Censuró su exiguo amor hacia los suyos, sus llegadas tarde y sus ausencias, el dinero que le negó a Elpidio Jr. para comprar barajitas de béisbol, los correazos que le dio a Edixon por haberle llenado el sombrero con flores de cayena, el enchufe  quemado de la licuadora Oster que ya cumplía 3 meses esperando ser cambiado. Sintió lástima por tantos acrósticos deleznables, por tantas horas de infidelidad, por tanta mentira barata. Sacudió su cabeza y tomó lo poco que quedaba de su cerveza sin respirar. Después gritó o dijo: ¡Ah verga! Y desapareció con Vanessa en el dorado atardecer que bañaba la escalera principal que sube a las habitaciones.

Alfredo lo miró asombrado. Siempre había sido parco y mesurado en sus gestos. Recogió los desperdicios que había dejado y limpió la barra. Agarró un pequeño papelito mojado de cerveza y leyó:

J ódanse todos

O igan y vean mi vida salaz

S esabe que estoy perdido

E ntonces déjenme en paz.

Se sonrió al principio y luego emitió una fuerte carcajada tan prolongada y graciosa, que se le unieron a coro la Isabela, Katiuska y My Fair Lady. Pensó que era una errata de Elpidio o una de sus tantas bromas gráficas que solía dejar.

El rostro misericorde de Lorenzo López lo hizo buscar el verdadero y destruir el apócrifo, pero no encontró nada, salvo la espuma en el fondo de su vaso, que solamente contenía la baba y las vanas frustraciones de Elpidio Leal, que estallaban en el fondo, junto con un hondo sentimiento y la bilis de todos estos días.

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*Fuente de la imagen: https://agraficas.wordpress.com

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