literatura venezolana

de hoy y de siempre

El Vargueño (fragmentos)

Ene 10, 2025

Luisa Martínez

A

Abren la puerta y a mi encuentro viene la penumbra a recibirme y envuelta en ella, la dueña de la casa, escritora como yo, entregada a obras de filantropía abandonadas luego, cuando aceptó al que es hoy su marido, el escultor Guillermo Ribas.

Del vestíbulo pasamos al corredor, en donde me siento transportada a otros tiempos: las sillas góticas, en cuyo espaldar se ve pintado un escudo; el candelero alto, imitando en su decorado la ataujía de esmaltes y piedras preciosas ejecutadas por los artífices moros, una mesa de líneas sencillas, evocadora de una época medioeval y en el fondo de la estancia, un vargueño con esta leyenda en letras góticas: Apura el vino de la vida mientras dure; la luz completamente velada por pergaminos cubiertos de motivos también góticos; las paredes decoradas y ante esto, tan perfectamente íntimo y armonioso, me acuerdo de la frase malintencionada y rencorosa de la vecina: “Son bohemios y no tienen muebles”.

¡Ah!, vecina criticona, si supieras que para un artista tiene mucho más valor el vargueño con su leyenda, que te impulsa a coger la vida y a apurar su vino a grandes sorbos hasta embriagarte, que todos los muebles baratos, comprados por cuotas, que responden cada cual a un fin determinado: el colgador para los sombreros; el aparador para guardar la vajilla de gusto charro que solo usas los días de santo; la lámpara, con una bombilla muy potente encima de la mesa del comedor, para ver bien lo que comes.

En la casa de los Ribas la comida no tiene esa importancia trágica; más importante es contemplar las sombras fugitivas creadas por la llama vacilante del cirio, y más lo es aún el consejo de la leyenda que te incita a olvidar un poco tu itinerario rutinero de todos los días.

¡Confieso que sentí desconcierto cuando vi la mesa servida para el té! ¡Las seis y media, y la invitación era para las cinco!

De una habitación vecina se oyen voces que al principio no reconozco, mas luego vienen Ribas y Vicenta Campos, escritora, que acaba de publicar una novela muy alabada por algunos críticos y acerbamente criticada por otros; mas para Vicenta, ello es acicate; sus cabellos negros, rebeldes, y su mirar indómito dicen a las claras que no la arredra el comentario. Contestó a la crítica enconada con bríos y altivez; no huyó de la controversia; la retó, más bien.

Joven, esbelta, da la impresión de una savia fuerte dispuesta a entregarse, toda impaciencia, por vivir su vida. “Vivir su vida”, frase habitual que asoma continuamente a sus labios. ¿Qué llamará Vicenta “vivir su vida” en nuestra provinciana Caracas? ¿Casarse? ¿Tener hijos? Para una mujer sincera, “vivir su vida” es entregarse a un gran amor.

En Caracas, todo un ritual de Concejo Municipal, de iglesia, de traje de boda, de regalos, acompaña el don que una mujer hace de sí misma; y ya roto el ensueño de la virgen, su vida se desliza monótona en la diaria servidumbre, que ya no es amor sino deber.

¿Soñar y soñar qué?, a menos que cuando menos se espere una pasión avasalladora que acalle prejuicios y conveniencias; mas para eso está Caracas con sus rancias costumbres, que detiene el impulso y esparce las brasas, hasta convertirlas en cenizas.

Apura el vino de la vida mientras dure.

No, Vicenta, el vino solo puede tomarse en un vaso transparente de vidrio y si acaso, de cristal tallado. En el cáliz de piedras preciosas que guarda, si se escancia, la hez, en él le está vedado tomar a las mujeres buenas…

Y tras de ella, como si dijéramos el eco de Vicenta, llega también la que es la heroína a medias de este ensayo de novela; la del andar vacilante y las crenchas rojizas. Toda la vida concentrada en los ojos exageradamente abiertos.

Chiquilla que conocí en otros tiempos, locuaz y vivaracha, y que ahora guarda, hecha añicos, su enorme inquietud de vida. ¡Pura coincidencia en la mañana!

Después de varios años sin volvernos a ver, me hallé con ella y charlamos largo rato, y este mismo día, en la tarde, cuando menos me lo espero —pues vive encerrada en su casa, obsesionada por el recuerdo—, paso la tarde con ella y me siento el eslabón que, un instante, retiene dos vidas separadas para siempre.

B

Ella se llama Berta Regina, pero la llaman Regina, un nombre muy difícil de llevar, evocador de realeza y de mando y que contrasta con su doliente actitud.

Trascurridos los primeros instantes, pasamos a otra habitación. Ahí sí tenía razón la vecina: por único lujo, las paredes tapizadas de púrpura, y como perdido en la sombra, un solo y enorme diván.

La penumbra incita al amor, a un amor de esos que Caracas, inexorable, pisotea.

¡Ah!, los Ribas viven encerrados y no tienen muebles.

¿Para qué más muebles si cuando vuelven a la casa les falta tiempo para amarse?

Los muebles y enseres son la compensación de los que no están saciados de amor. Para engañarse los unos a los otros, compran objetos y cuadros, coleccionan antigüedades y así defraudan la espera o se hacen perdonar el fracaso.

Y Regina se recuesta en el diván y su cabeza se apoya en el hombro de Vicenta. Parece que la fragilidad de aquella se pierde en la fuerza de esta.

Hablamos de la contestación de Vicenta a la crítica enconada:

—Deme su opinión sincera —me dice.

—¿Con qué derecho me pide sinceridad? La sinceridad en Venezuela es algo que raras veces se otorga.

—¡Que antipática! —me interrumpe juguetona—. Todo el mundo tiene derecho a pedir sinceridad.

—Pero todo el mundo tiene derecho a disfrazarla.

—¿Por qué no me la ha de dar?

—Porque cuando se exige es porque una contestaría en igual forma.

—Entonces, démela.

Sé demasiado que ella en realidad no me la daría, o instintivamente temo que, si le pido a mi turno sinceridad, aprovecharía para decirme verdades amargas que no quiero oír; sin embargo, se la doy atenuando la crudeza de mi opinión.

Regina evoca la casona donde viví tantos años.

—Cuando era chiquilla —cuenta—, por el portón siempre abierto (pues la casona y sus dueños, solo tenían el lujo de las arcadas y de las enredaderas que florecían, escondiendo así los descalabros del tiempo), ella solía penetrar y pasear por los corredores en donde nunca se oía el retozo de los chicos.

El recuerdo de la casona me hace daño. Sus paredes estaban impregnadas del silencioso sufrir de los míos, que también en un tiempo anhelaron, como Vicenta, vivir su propia vida, anhelo que ahogó, celosa, la austera casa solariega.

—¡No!, la casona me robó alegría a cambio de su acogida; despojaba de consuelo a los que venían a cobijarse bajo su amparo. En sus aposentos, a cierta hora de la tarde, se sentía palpitar, si se prestaba atento el oído, el dolor mudo de los que, por sostener la tradición, sacrificaron juventud y belleza.

… Aún resuena en mis oídos la voz monótona con que se reza a los agonizantes, acompasando el estertor cada vez más lento, más tarde, de una que pasó por la vida prisionera de la casona, dejando tras de sí una estela fugitiva y anónima de deberes cumplidos.

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