literatura venezolana

de hoy y de siempre

El Cabito (fragmentos)

Dic 5, 2023

Pío Gil

Capítulo XIX

En una de las habitaciones interiores el reloj que tictaqueaba sobre la mesa, dio dos campanadas. Teresa se estremeció como si saliera de un sueño. Colocó sobre una consola el tejido de crochet que, dominada por sus pensamientos hacía muy distraídamente, tan distraídamente, que muchas veces se hincó los dedos, o tuvo que deshacer lo hecho, para rectificar los puntos. Permaneció inmóvil un momento, con las miradas perdidas en el vacío. No llamó su atención el lujo cursi de la casa, la casa que fue de su abuelito, y de la cual habían sido arrojados. Días antes, Gumersindo Rivas, precipitadamente, la había hecho amueblar, Valarino le puso el alumbrado eléctrico, y como retoque final, Efraín Rendiles atestó el seidboard de conservas suculentas y vinos generosos. También el callejón lo adoquinaron en poco tiempo una nube de trabajadores. Era práctica de los cortesanos fraudulentos reparar las calles por donde sabían iba a pasar el Cabito, para hacerle creer a este rey que rabió, tan adulado y tan engañado, que las calles estaban buenas.

Teresa se asomó a la ventana para mirar con cierta inquietud hacia la casita de arriba, de la cual se había escapado sigilosamente, después que a fuerza de mimos convenció a doña Manuela que debía tratar de dormir un poco, y la acomodó en el catre, como a un niño. ¿Qué haría la anciana? ¿Habría notado su ausencia?…

Miró después la calle. Se sorprendió de ver que dos lámparas voltaicas, que no se encendían nunca, colocadas a alguna distancia una de otra, y funcionando mal, lanzaban sus destellos intermitentes. Con sus largos pestañeos sometían el callejón a alternativas de luz y de sombra, que tenían apariencia de travesura maligna, como si después de emboscarse en las tinieblas, alumbrasen de improviso, para sorprender algo. Los focos de arco le parecieron a Teresa las pupilas fisgonas de dos polifemos desconocidos, que con su único ojo se hacían a distancia guiños burlones que se referían a ella. Volvióse a su asiento. Tomó el tejido para continuar la interrumpida labor, pero quedó en suspenso otra vez. A lo lejos se oyó un silbato, que fue contestado por otro, y después por otros cada vez más próximos; el último sonó casi al pie de la ventana. Una fugaz oleada de rubor purpureó el rostro de Teresa: en la calle esa noche no solo habían encendido focos eléctricos, sino que también habían colocado mayor número de policías. Eran precauciones que el gobernador tomaba por la seguridad del Invicto en sus correrías nocturnas.

Coincidiendo con los pitazos, un rumor confuso como el de los truenos lejanos, se escuchó hacia el término del callejón. Del rumor impreciso y brumoso, que se acercaba gradualmente, se destacó con claridad el ruido de las ruedas de un coche, después el golpe de los herrados cascos sobre el empedrado, más luego un aislado chasquido de fusta, y por último, la respiración anhelosa de los caballos, que piafaban impacientes cerca de la puerta.

Desde la ventana, a donde llena de angustia se asomó por segunda vez Teresa, vio que dos hombres descendieron del coche y se pararon un momento en la acera. Uno, el más pequeño, se despojó de un abrigo y se lo entregó al otro, un hombre alto y obeso, diciéndole:

—Espérame, Leici.

El llamado Leici recibió el abrigo, se envolvió en su macferland, metió nuevamente su voluminosa personalidad en el coche, que osciló con el peso, y se repantigó en los cojines lo mejor que pudo para la larga espera. Resonaron en el zaguán unos pasos cojos y a poco apareció en la puerta de la sala el general Castro.

Llevaba un sombrero de jipijapa de baja copa y anchas alas. Del bolsillo de la blusa militar, colgaba una riquísima leopoldina, verdadero muestrario de piedras preciosas, que descomponían en una orgía de destellos los colores de la luz. Obligado, no se sabe si por la urgencia libidinosa o por la afección, veíanse por entre la blusa abierta los pantalones desabotonados, solamente sostenidos por las elásticas. Dio las buenas noches, y colocó sobre la mesa dos pequeños revólveres, que sacó de los bolsillos de los pantalones.

Teresa, lívida, se puso en pie al verlo, y se quedó petrificada por un sentimiento de invencible horror. Tornó a sentarse; recordó que no podía huir y que su sacrificio había sido ya voluntariamente aceptado por ella. Con el pretexto de colocar su labor sobre la mesa, se volvió cuando el Cabito se acercó a saludarla.

—¿La orden de libertad? —preguntó con voz seca y breve, sin mirar al Héroe.

—Prometí traerla; hela aquí.

Después agregó el Héroe con su fatuidad habitual:

—Pero juzgo por esa pregunta, que la orden era tan esperada como yo, si no lo era más.

Teresa tomó el pliego, y leyó: «El jefe del castillo de San Carlos pondrá en libertad al detenido Juan Bustos. Cipriano Castro».

—No solo he traído la orden tan esperada por usted —agregó el Cabito sacando del bolsillo otro pliego que alargó a Teresa—; usted puede escribir lo que a bien tenga.

Era un cheque en blanco.

Ante aquel ofrecimiento Teresa no sintió desdén ni sintió ira. ¿Se puede experimentar acaso ira ni desdén hacia la deyección que aparece de improviso en nuestro camino? Ante el cheque que el Cabito seguía ofreciendo a Teresa, esta apenas hizo un movimiento hacia atrás, recogiéndose los vestidos. Y sin responder nada al amoroso reproche ni a la grosera generosidad, cerró la ventana y se dirigió resueltamente al dormitorio.

Teresa al encaminarse a la alcoba miró al Cabito como invitándolo a que la siguiera en el acto, sin perder un momento. Estaba agitada por una impaciencia dolorosa y colérica. No era que, como los dichosos en presencia de su dicha, deseaba empezar; era que como los condenados en presencia de sus torturas, deseaba terminar. La copa que el destino le alargaba era acerba, y quería apurarla pronto, de un solo trago.

Traspuso la puerta, y cuando casi se desdibujaba en la apacible semioscuridad de la estancia, volvióse otra vez para mirar al Cabito, y le hizo con la mano y con la cabeza un imperceptible movimiento como diciéndole: ¡Pronto! ¡Adelante!

Sin embargo, la invitación no quería decir: ¡Vamos!; quería decir: ¡Terminemos!

El Héroe, lleno de vanidad, se sentó en la sala para obligar a aquella beldad a que lo llamara al placer, como obligaba a los pueblos con sus renuncias cómicas, a que lo llamaran al poder.

La joven llegó al tocador. Se quitó de la cabeza las horquillas y peinetas; sus rubios cabellos, cayeron como un nublado de tristeza sobre el alabastro de sus hombros y de su cuello; luego se hizo el rodete helénico, que dio a su cabeza los perfiles de una Diana severa, y se lo ató con una cinta roja, que brilló como una centella de fuego sobre un celaje de oro. Sus dedos se enredaron en una fina cadena que sostenía en su garganta una virgencita de esmalte: era un obsequio de Juan. Llevada de un honrado sentimiento de lealtad hacia su novio se quitó la medalla, le dio un beso de despedida eterna y la colocó en un cofrecito.

El corpiño rodó por el suelo como una bandera de castidad arriada de su asta; después el corsé también rodó por el suelo, como la armadura de una virginidad vencida.

El Cabito, que viendo que no se le llamaba, se resolvió a venir, daba vueltas, cojeando, alrededor de Teresa y quiso ayudarla a desnudarse; y ese auxilio inhábil de los hombres, cuyas manos en esos momentos aprietan los lazos en vez de soltarlos, ese auxilio cuya torpeza tanto hace reír a las mujeres enamoradas, fue un suplicio para Teresa, quien se estremeció cuando sintió el contacto de un dedo que le rayó la piel.

Se apartó del tocador y dio unos pasos en dirección al lecho. De pie cerca de él, serena y triste, desató con sus propias manos las cintas que ataban las enaguas: no las dejó caer. Sus alternativas inestables de resolución y de vacilación, se presentaron de nuevo. Con un movimiento repentino de aplazamiento, cogió las ropas cuando empezaban a rodar y las levantó hasta el pecho, donde las retuvo con los codos pegados al cuerpo fuertemente, con cierta energía de defensa. Nuevamente recordó que no había salvación para ella, y nuevamente se resolvió. Soltó los vestidos, los cuales descendieron lentamente por el busto abajo, con una lentitud acariciadora y egoísta, como si les doliera abandonar aquel cuerpo de durezas y blancuras marmóreas; al llegar a la cintura esbelta cesaron de rodar, detenidos por el contorno amplio de las caderas; merced a un esfuerzo de Teresa cayeron al fin a los pies de la virgen, en una apariencia de dolorosa derrota. Y aquel conjunto de las blanquísimas ropas esparcidas por el suelo y Teresa erguida en el centro, parecía los pétalos y el pistilo coronado de dorado polen, de una inmensa flor dolorosa, una flor de holocausto, una flor destinada a los ritos crueles que se celebran ante esa divinidad tan implacable y sorda: el destino. Al fin dio un paso, el paso decisivo, el paso último, fuera del cerco de las ropas, en dirección al lecho. El cuerpo de la virgen esbozó bajo la túnica toda la esplendidez de su euritmia. Surgieron los pechos temblorosos y rebeldes, volados hacia adelante, no esféricos, sino cónicos, terminados en el pezón que se destacaba enérgicamente bajo la tela, y semejantes a dos palomas que alzaran el pico ansiosamente hostigadas por el velo que los cubría. Apareció el perfil de la lira pagana en las caderas victoriosas y formidables, hechas para la maternidad y para el placer, para tener
hijos y para vencer hombres, incubadoras de vidas y agotadoras de vida, mortales y fecundas, como todos los laboratorios de la naturaleza. Y cuando abandonados definitivamente los vestidos, dio hacia el lecho el paso definitivo, de aquella dolorosa flor de belleza se escapó un leve y desvanecido olor de mandrágora, el aroma turbador de las vírgenes, las orobias íntimas de la hembra intocada, que llenaron la alcoba de efluvios de tentación.

Teresa se sentó en la orilla del lecho. De sus pies primorosos desprendiéronse las zapatillas, que hicieron al caer el toque de llamada que dice ¡ven! en las alcobas nupciales. Y se quedó allí, encorvada, inmóvil, meditabunda, las manos entre las rodillas, el cuerpo sacudido con nerviosos escalofríos, luchando entre el deseo de huir y la imposibilidad de huir, mirando el suelo con ojos asombrados, llenos de interrogaciones y de lágrimas contenidas.

Y permanecía así, dudando si estaba despierta o sumida en una horrible pesadilla, cuando vio que, en ropa interior, avanzaba hacia ella el Cabito, como un ridículo mensajero de la realidad odiosa. La hirsuta barba esponjada como las púas de un erizo, los ojos cabrilleadores de lascivia, la barriga prominente y descendida balanceándose sobre las piernecitas atrofiadas y cortas, la palidez intensa, daban a aquel Genio a palos un aspecto risible, y lo ponían a una distancia inmensa de la dignidad de la gloria. Parecía un macaco con paludismo. Se comprendía que si aquel Grande Hombre se hubiera entrado al templo de la Fama, la diosa le habría roto su trompeta en las costillas, para obligarlo a salir.

El Héroe llegó y puso las manos sobre los hombros de la virgen para doblarla sobre el lecho; pero ella sin poderse dominar se puso en pie y lo hizo retroceder con un empellón violento e inverosímil, dado con todas sus fuerzas y al mismo tiempo contra toda su voluntad, con el asco contradictorio con que empujamos un costal de inmundicias que se nos viene encima, al cual a la vez no quisiéramos tentar.

Cuando Teresa lo vio que trastabillaba lejos, entonces sí, toda encorvada sobre sí misma, se echó sobre las sábanas, por su propia voluntad, estaba tendida en aquel lecho no llevada por la mano de ningún hombre, sino porque había querido someterse a su destino.

El Piteco volvió como macho troglodita, exasperado por la resistencia de la hembra. No tuvo que vencer ya ninguna oposición. Teresa lo dejó hacer, se abandonó, se dejó acomodar boca arriba, y se entregó con frialdad de estatua, con insensibilidad de momia. Ocultó el rostro entre sus manos cuando él quiso besarla; cruzó los brazos sobre los pechos cuando él quiso resobarlos. En aquel naufragio de su virginidad salvó la pureza de su boca, que no fue besada, la pureza de sus ojos que no vieron nada y la pureza de sus manos que se escondieron mudas de caricias entre las faldas de la túnica que el sacrificador le remangó hacia arriba, con violenta avidez faunesca.

La virgen gimió bajo las pezuñas del sátiro. Sintió ella sobre sí una montaña que le impedía respirar; alrededor de sus hombros percibió unos brazos estranguladores; en su cuello la proximidad de un rostro y las púas de unas cerdas que atravesaban la tela protectora que cubría su faz. Oyó después una respiración horriblemente bestial, unos resoplidos de hipopótamo enamorado, que iban haciéndose por momentos más y más estertorosos. Y en un instante dado, con un movimiento irresistible, que no fue pensado ni instintivo, sino un acto reflejo y orgánico, que sorprendió a la misma Teresa; con un movimiento en que no intervino su voluntad y que se inició en las partes más profundas y recónditas de sus entrañas, como si ellas, con todas las fuerzas de la vida, con toda la repulsión del odio se negara a recibir algo en su seno, Teresa de una sacudida, derribó al Cabito de encima, se sentó en el lecho, y con los pies, a patadas, animada de una cólera repentinamente desbordada, lo mancornó contra el copete de la cama, y le contuvo allí.

Entonces vio asombrada que aquel Invicto ante el cual temblaban dos millones de hombres, como si de repente lo hubieran abandonado las fuerzas, no se rebelaba, y apenas se agarraba, y se restregaba contra las piernas de ella, lanzando en el acceso de la pequeña epilepsia, sonidos roncos e inarticulados, por entre los babeados labios, ridículamente contraídos por aquella defraudada eyaculación onánica.

El Cabito no se cree amado de las mujeres, escepticismo raro en aquel déspota que se cree admirado por los hombres. Por su parte, él no las ama tampoco. Ese ser de contradicción, profundamente mujeriego, tiene sin embargo hacia ellas un odio secreto. Su salacidad es sádica. Posee a las mujeres con ira. Va hacia ellas no con amor, sino con rencor. Por eso se ha hecho de preferencia estuprador, porque en el estupro hay dos cosas que él ama: la sangre y los gemidos. Las caricias que le prodigaban algunas de sus queridas, las recibía como una muestra de infinito arte que las mujeres tienen para fingir. Tras de esas caricias él descubría el desamor de ellas; y por eso los puntapiés humillantes que le dio Teresa después que se lo quitó de encima, tenían para él el mismo valor moral que los besos de otras: toleró estos golpes, como toleraba aquellos besos. El amor de ella, el corazón de ella, las caricias de ella, las ternuras románticas de ella eran del otro, del llamado Juan, el preso ese cuya libertad y cuya vida compró con su propio sacrificio. «Bueno pues, ¿y qué?», se decía el Héroe lascivo y no enamorado; «el cuerpo para mí y el alma para el otro, no es malo el cambio». Y se levantó del lecho con una mueca de burla en la faz y se fue sin ofrecer ni exigir una palabra de amor.

En las impresiones dolorosas se verifica la ley de la vida y de los seres: la más fuerte devora a la más débil: el dolor de la estocada apaga el dolor del alfilerazo. La vergüenza que la produjo a Teresa su inmolación, que equivalía a echar sobre sí, y para siempre, el desprecio de Juan, le anestesió los nervios y la impidió sentir el desgarramiento físico de su castidad. Su inocencia se despidió sin dolor, y se fue sin avisar su partida. La sensación no le hizo a aquella virgen ninguna advertencia. Aquella doncella ya sin virginidad no había conocido la vergüenza de la desfloración. La sangre del estupro incontaminada de huella masculina, fluyó material y moralmente pura como la sangre de una puñalada.

No supo ella el momento en que «Las rosas blancas se tornaron rojas» y fue horas después, cuando, a la luz del alba, alcanzó a ver esparcidos en las sábanas algunos reveladores pétalos purpúreos, que se dio cuenta de todo. Los pétalos purpúreos tiñeron su rostro de vivísimo carmín, y le hicieron soltar en tropel, libres al fin e incontenidos, los sollozos que desde hacía tantas horas pugnaban por salir de su garganta; y cuando así lloraba, un halo de castidad, extraterreno destello de su alma dolorida, circuía su frente y se le escapaba por los ojos, como luz diáfana y pura que sigue brillando a través de un bombillo de alabastro roto.

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