Armando Rojas Guardia: El largo porvenir de Proserpina
Por: Luis Moreno Villamediana
La desaparición física de Armando Rojas Guardia (Caracas, 1949-2020) deja un doloroso vacío. El influjo de su obra es una recurrente constatación desde los días cuando, junto con otros importantes poetas, se lanzó a la aventura de crear el Grupo Tráfico. Armando lega libros luminosos, pero sobre todo su huella resulta una suerte de marca de agua en muchas páginas de aventajados discípulos o, más aún, impregna la cifra de sus vidas. Prodavinci rinde tributo a su memoria con la publicación de varios textos que en su momento sirvieron como valoraciones críticas de algunos de sus títulos.
El relato de Armando Rojas Guardia, Proserpina (Caracas, La Guayaba de Pascal, 2014), puede leerse en principio como una versión contrapuesta y ritual de Lolita. En la novela de Nabokov, Humbert Humbert comienza su reporte con el antecedente de Dolores Haze: Annabel, su primer amor, la niña europea. Con ello busca establecer una continuidad erótica, el motivo de su pasión madura por aquella nínfula de Nueva Inglaterra. La estructura de Lolita es previsible, sigue el orden de los informes contenciosos que aclaran los vínculos causales entre una secuencia de eventos y un posible crimen; la cronología en ella es la manifestación de una filosofía determinista e inclinada a revelar la razón detrás del misterio —por qué al protagonista le puede interesar una pre adolescente.
Pero Rojas Guardia invierte ese patrón explicativo y el evento original va de hecho como coda y no como premisa; en el cuento se habla del pasado como «la meta misma del futuro que hoy escribo» (41). Esa alteración transforma el pretexto de la escritura en una epifanía, y de ese modo mitiga el esquema de acción y reacción. El trastorno de la sintaxis narrativa hace que la historia se desarrolle en circuito cerrado, una modalidad intempestiva de la literatura que elige confundir los eslabones entre vida y discurso. Proserpina aparece entonces como el desarreglo de ese tópico que define lo escrito como derivación de la experiencia: allí lo real es también un fantasma del deseo, una lectura retrospectiva y tal vez infundada, una ilusión que depende del envite estético.
Rojas Guardia narra en Proserpina la aventura amorosa de un diplomático venezolano con «la enigmática y esbelta esposa del embajador de un país selvático» (11). La relación tiene lugar en Egipto en los años cincuenta. Hay mucho de cinematográfico en esa elección: las imágenes que conforman el texto siguen la tradición que va de Josef von Sternberg a Minghella e incluye títulos como Casablanca e India Song. Las preside un exotismo matizado, que provee –en la cumbre del encuentro sexual– la utilería de túnicas, kif, perfumes y viñetas, y prescinde de la etnografía racista del orientalismo.
Desde el inicio, el narrador nota el «conflicto religioso» de su amante: la búsqueda de un remanente sagrado al fondo de la carne, las señas de una transcendencia que pasa por el cuerpo y lo supera, hasta lograr la ingravidez. La indagación de Proserpina se resume en el verbo hebreo yada («conocer» y «unirse sexualmente»): lo que ella procura es el entendimiento por medio de la cópula. En el relato, el placer de la materia es el vehículo de lo absoluto, un estadio anterior pero imperioso de la iluminación. El sexo se erige como método de adquisición de un reino espiritual, lo que a posteriori justifica siquiera vagamente la locación egipcia: la esperanza de gloria no es paulista, sino más bien tántrica —pero el Tibet quizá no sea un escenario justo para las exaltaciones genitales. En este contexto, sin embargo, el budismo Vajrayāna está cernido por las ideas de Bataille y Pierre Klossowski.
La fe en ese sistema lleva a los personajes a planear un encierro donde habrán de buscar a Dios con el «máximo rigor»: el objetivo de aquella ceremonia de los cuerpos, deshecha de los desvelos periódicos, es asumir «una diáfana vigilia dentro de la cual la mente, nutriéndose elementalmente de la carne, alcance un grado supremo de lucidez» (33). Ambos hacen acopio de objetos y actitudes que hipotéticamente tendrían que propiciar el advenimiento de lo Trascendente. Sí, en la Legación de Venezuela han decidido fundar un «monacato erótico» que no funciona porque lo tutelan la voluntad y el raciocinio. Solo cuando por fin se aman con violencia, con un vicio humillante, pronunciando los «vocablos de limo» y admitiendo los olores inmundos, Proserpina y su hombre se reconcilian el uno con el otro y conocen a Dios.
La utopía literaria
Esa abreviación de la anécdota es falsaria, pues hace creer que Proserpina relata lo que ya concluyó y se puede identificar como suceso. No, Rojas Guardia circunscribe lo que puede llamarse una utopía literaria, desligada de aquella que Gérard Genette pormenoriza a propósito de Borges –la consecución de un sitio imaginario donde Kafka y Cervantes son contemporáneos, y la causa y el efecto confluyen–: lo narrado acá incluso va a un área sin coordenadas más allá del lector, que no puede adjudicarle la posibilidad de un presente cumplido en el instante de la recepción. La lectura tropieza con la constatación de que registra hechos fantasmas, solo que en esta obra la expresión no remite a algo amputado, sino a eso que ni siquiera ha surgido aún. El cuento apuesta por la revelación de la literatura como potencia, no como actualidad. La fiesta diplomática donde un secretario de embajada y Proserpina se encuentran, el paseo por el Nilo, el sexo en el desierto y el despacho son apenas propósitos que apuntalan el concepto de ficción como eterno aplazamiento. Hasta el descubrimiento de Dios al final de un coito salvaje es ilusorio: pertenece al territorio de la fe y de la teleología. El relato de Rojas Guardia es más radical que La invención de Morel: en el porvenir de la novela de Bioy Casares, quien viaje a la isla y sea testigo de las celebraciones, las partidas de tenis y la complicidad entre Faustine y el fugitivo –otro venezolano– podrá pensar que las imágenes son, más que verosímiles, reales, porque tienen una extraña solidez que engaña el ojo. En Proserpina, lo representado tiene la concreción virtual de aquello que se aguarda sin gran seguridad, que pertenece a una era no mesiánica —es decir, a la simple perspectiva de lo desamparado.
¿Qué Proserpina se asoma después del éxtasis sexual del Cairo? Da la impresión de que el orgasmo es la última etapa de ese porvenir utópico: en la doble acepción del vocablo, la historia acaba allí. La pequeña muerte produce, ambiguamente, el nacimiento en regresión de la otra Proserpina —la Lolita del texto. Rojas Guardia sabe que en ese punto el bucle continúa: está obligado a hacer que «aquel futuro húmedo de olores me evoque el útero pretérito dentro del cual ese mismo futuro halla su final, y recomienza» (41). Así opera la física de ese universo narrativo, como un modelo teórico basado en recurrencias que desconocen los términos de partida y arribo. La prima Proserpina debía ser el estándar erótico primario de la esposa del embajador de un país agreste, pero esas páginas finales sólo pueden leerse como otro deseo de cuajo. En la biografía del escritor que concibe esa «fantasía narrativa», las figuras lejanas son prótesis que actúan como excusas para el acto creativo, no sedimentos redimidos por la memoria involuntaria; ayudan a la movilidad del relato, no le dan veracidad. La realidad del libro depende únicamente de leyes compositivas; de la fusión fonética que entremezcla a la ardiente sirvienta negra de la infancia, Justina, con la Proserpina casi virginal del Tuy y con la otra del Nilo; del convenio que establece lo infinitamente postergado con su pasado apócrifo.
El cuento de Armando Rojas Guardia es la «zona rotunda del sexo que nos llama», como se lee en el último párrafo. La literatura que ocupa esas páginas se asimila a un absoluto erótico que de antemano anuló la cronología y sus hitos, y creó un espacio lingüístico que se conjuga en futuro. Entre esos límites todo puede ocurrir: la perfección coital, la Presencia de Dios, el recuerdo sin tachas, el amor sublimado, la poesía salvaje y numinosa.
*Tomado de: https://prodavinci.com
Proserpina: ascética y erótica de la escritura
Por: Carlos Pacheco
Para algunos seres, la escritura es mucho más que un oficio. Profesión podría llamarse, con tal de que digamos profesión de fe en una dimensión ética y trascendente, justamente profética, del lenguaje. Proferir, escribir, puede llegar a ser entonces un acto erótico y tanático a la vez, donde elegir y cambiar, inscribir y borrar, insistir y fijar (antes de volver a dudar) son los vaivenes de una danza verbal encarnada en el léxico, articulada por el esqueleto sintáctico, sostenida por esa música que es la prosodia, animada e iluminada por un deseo de la significación que llega en ocasiones a ser tenaz y punzante como un dolor. Ese reiterado acto de amor y sufrimiento conduce en ocasiones a la gestación de un texto logrado, memorable como el que celebramos esta tarde, capaz, como dice su prefacio, de conmover a su lector en esa otra relación amorosa que puede llegar a ser la lectura.
Hay aquí un misterio. ¿Por qué un escritor se dedica con abnegación a trabajar un texto, abandonando todo lo demás, como un enamorado? ¿Qué exigencia interior irrenunciable hace que ese oficiante de la escritura dedique cientos o miles de horas a elaborar y reelaborar ese tejido de palabras? No lo sé, pero sí estoy seguro de que Proserpina (Caracas, La Guayaba de Pascal, 2014) tenía el destino de existir y ser leído como el relato que hoy tenemos entre las manos.
Proserpina es excepcional y convoca nuestra atención en primer lugar porque se trata de un cuento –pleno y redondo donde los haya– escrito con pasión por el autor de una reconocida obra poética y ensayística que, para lo mejor de nuestro conocimiento, nunca antes había transitado el no menos exigente camino de la ficción breve.
Nos impacta su inédita profundidad en la exploración de un tema a la vez muy central en la obra de Rojas Guardia y de muy inusual presencia en nuestra literatura venezolana. La pasión amorosa no sólo aparece allí como metáfora maestra del encuentro y el diálogo con el Ser Supremo, sino también como método de búsqueda y cultivo sistemáticos de esa religiosa relación con lo Superior. Es el vínculo doble (La doble llama, según el título del notable ensayo de Octavio Paz) que llegan a pretender los amantes: suma pasión humana e ilimitado anhelo de lo divino en una convivencia que solo parece accesible a través de excepcionales estados de conciencia. Por eso, con disciplina y tesón, con persistencia y atención meticulosa similares a las que se exige el soñador de “Las ruinas circulares” para concebir un hijo soñándolo, estos amantes arquetípicos se proponen alcanzar la mutua fecundación espiritual en un orgasmo supremo que pudiera llevarlos a perder la conciencia o, más bien, a abandonar su limitada y repetitiva conciencia ordinaria) para abrirse y disponerse por instantes al contacto con una conciencia superior en una experiencia mística.
Esta historia inusual nos presenta así las muy diversas facetas del encuentro de los amantes en estos abismos superpuestos y paradójicos de la mutua entrega: la inevitabilidad de su amor, la necesidad –para abrirle espacio– de romper del todo con la ortodoxia y las convenciones sociales, las dudas y vacilaciones habitando en el centro de esa pasión indetenible, la necesidad de separarse del mundo y de practicar una suerte ascética amatoria, de erotismo sacro, con sus renuncias, esfuerzos y riesgos; y finalmente, la comprensión y el autoconocimiento producto de esa relación excepcional y sin fronteras…
Por otra parte, Proserpina exhibe una alta elaboración estética apoyada, ante todo, en un tratamiento de la temporalidad que nos sorprende y perturba desde el inicio, cuando advertimos que la narración se produce mediante verbos conjugados en futuro: “Proserpina y yo nos conoceremos en una fiesta diplomática…” Lo que llegamos a comprender más tarde es que en realidad –gracias a una lúdica operación metaficcional– el cuento que estamos leyendo está aún por escribirse y, más aún, que desde la perspectiva del narrador, la realidad misma allí representada (cuyas coordenadas espaciotemporales son la ciudad de El Cairo hacia 1950) aún no existe. En el mundo de la ficción, el narrador crea (literalmente) esa realidad al narrar en su cuento lo que habrá de ocurrir años después. El cuento es entonces, en su mayor parte, un proyecto de cuento futuro, apenas el guion de su eventual desarrollo: un cuento dentro del cuento que aún está por escribirse. Nada mejor para mantener alerta al lector, para alimentar en él una saludable conciencia de ficcionalidad y para relativizar toda pretensión recta de sabiduría o prédica espiritual.
Con este complejo recurso metaficcional convive una intertextualidad certera, mediante la cual la vasta erudición del autor trabaja con notoria eficiencia para diversificar y dar mayor profundidad al relato. Entre todos estos intertextos, tanto literarios y filosóficos como musicales y plásticos (de Durrel y Kavafis a Lezama y Fauré), tiene relieve singular la figura de Borges, sus gestos, inclinaciones y procederes. Desde la existencia misma de una nota bibliográfica y de un prefacio introductorio donde se le cita (prefacio que debería leerse ya como parte del relato) hasta la microscópica aparición en el texto del adjetivo “unánime”, sin ignorar los ritmos y sonoridades de la cuidada escritura, este relato resulta una ofrenda narrativa, difícil de superar, al poeta y ensayista porteño que cultivó en el cuento una forma excelsa de poesía y de pensamiento.
Pero el juego intertextual dista mucho de ser filatelia decorativa o estrategia de autolucimiento. En la última parte del relato nos aguarda una sorpresa crucial, cuando sin previo aviso, en un repentino giro, la narración muta radicalmente su emplazamiento espaciotemporal. De un orientalista y refinado entorno diplomático en la capital egipcia de mediados del siglo XX, la acción es transferida súbitamente a un contexto rural venezolano unas tres décadas atrás que para nosotros evoca de inmediato la hacienda Piedra Azul de Memorias de Mama Blanca. Allí se nos revela la naturaleza verdadera de los protagonistas y de su relación que, gracias a los poderes de la ficción habían sido antes transmutados. Un último pliegue de esta complejidad es marcado por ciertos comedidos rastros autoficcionales que el autor va dejando por el camino narrativo solo para que sean reconocidos por avezados rastreadores.
Estamos, en fin, ante una historia de amor inquietante desde su inicio, porque no soporta cercanía con modelos o estereotipos. Si el verdadero encuentro amoroso no admite programa ni código alguno, tampoco hay nada sabido ni consabido en esta práctica rojasguardiana de la escritura narrativa que no se parece a nada, porque está al servicio de una exploración abierta de la interioridad.
Este cuento significa además una nueva osadía de su autor: en momentos de tan militante descreimiento, de programático escepticismo, cuando resulta prestigioso declararse agnóstico y algunos sienten vergüenza de mostrar alguna inquietud espiritual o trascendente, Rojas Guardia, siempre a contracorriente, se atreve una vez más a optar por la paradoja al entrelazar amor erótico y aspiración religiosa, arrebato carnal y pasión mística.