literatura venezolana

de hoy y de siempre

Dos cuentos de Milagros Mata Gil

Nov 21, 2021

El pájaro imposible

El deseo por esa figura salvaje y graciosa  me acompaña siempre: o por lo menos revive cuando el amor o lo inesperado, me invitan.

José Balza: La sombra de oro

Todo comienza con los esplendores de un adjetivo hallado en el relato de un niño que desea seducir un pájaro. Desde el fondo de la luz, me voy sumergiendo en el sueño.  En el cuaderno están guardadas las hojas del árbol de oro y la fotografía que capta a un hombre y una mujer posando juntos, sonrientes, recortados contra un fondo oscuro. A su derecha, un espejo refleja la otra cara del día.

Las hojas del árbol y la foto me devuelven a las zonas mágicas por donde transitamos aquellos días. Siempre próximos. Comiendo juntos. Adivinándonos el destino en los signos de la baraja, o en las palabras del horóscopo. Revelándonos gustos y recuerdos. Recibiendo el asombro de los otros. A ratos, cada quien volaba hacia sus particulares espesuras, para resguardar los misterios. Es agosto. La claridad de este domingo, silencioso y solemne, me trae visiones de muerte. Las letras se destacan sobre la pantalla. Corren. Se agrupan a un leve golpe de teclas.

La habitación del hotel tiene ventanales cubiertos por persianas amarillas. Toda la luz está apenumbrada hacia tonos nostálgicos. Hay cierta cualidad de lo clandestino en el aire. Alfombras y tapizados marrones. Cubrecamas verdeoscuro. Lámparas que jamás iluminan directamente. En habitaciones paralelas, dos seres construyen su versión de los hechos: las adaptaciones de sus biografías. El lee una carta escrita a mano, en papel bond  16 con membrete de oficina pública. La letra es firme y a veces desordenada por el arrebato. Ella intenta leer un libro, adormecida por la música que brota de un pequeño artefacto: se reproducen temas de famosas películas de amor. Lee, deslumbrándose por la elegancia del lenguaje del escritor, por su breve eficacia. Piensa también en un gran tablero de ajedrez: en una partida muy larga que es  a veces   un ejercicio literario. Piensa en la lentitud de las jugadas, en su carácter ambiguo, en ese silencio mortal que envuelve el bosque lleno de trampas donde se mueven las piezas. Quizá escribió una carta ese mediodía. De cualquier manera, sólo son ficciones.  Movimientos que la pueden volver o no invisible. De pronto, alguien toca la puerta. El sonido es apagado por el rumor de los acondicionadores de aire. Sin embargo, ella lo escucha y se levanta. Abre sin preguntar, porque adivina.

Después de la cena copiosa, fueron los tragos en el bar de los boleros. Nunca tuvieron la necesidad de sentarse juntos para ir construyendo la atmósfera de los encuentros. Tampoco pronunciaron palabras que fueran más allá de las estrictas trivialidades sociales. Con lo vivido. Con la carta que ella le entregara al mediodía, todo estaba dicho. Esa noche se despidieron en el pasillo, deseándose descanso. Ni promesas, ni seducciones contenidas. Ahora, él atraviesa el espacio entre sus puertas enfrentadas. Y ella abre, recién bañada, cubierta por una doméstica franela ancha, azul y un poco desteñida. No lo esperaba, pero tampoco se sorprende. Es el riesgo de lo inextinguible. El entra. La mira. Tampoco ahora se dicen palabras. Ambos saben que todo lo que ocurra ya habrá sido  minuciosamente deseado. El abrazo es espontáneo, fuerte, por un momento, casi fraternal. Después, los labios se buscan febrilmente. Se funden los jugos de las lenguas encendidas. Los espejos rectangulares  repiten sus imágenes. En la penumbra de la habitación, iluminada por la lámpara de cabecera, sólo se destaca la cama, con el cubrecama corrido sobre la sábana blanca. En los espejos están los dos cuerpos: él la empuja contra la pared. Sus manos pequeñas y sensibles, han  levantado el borde inferior de la tela y tocan con delicadeza los senos, detallan los pezones, mientras los besos se intercambian con lenta ferocidad. Ella le acaricia los cabellos recortados en la nuca, en las sienes, toca los lóbulos de sus orejas, desliza las manos por sus hombros y su espalda. Hay un aire salvaje y paradisíaco en medio de la milimétrica precisión de ese hotel civilizado. El recorre su cuerpo, tantea sus formas. Ella abre la camisa. Muerde la piel, respirando ansiosa el olor. Aspira el aire con cierta desesperación. A ratos se curva, estremecida. Él la acaricia por encima de la pantaleta de suave textura, provocándole escalofríos y gemidos. Ella corre los dedos por el borde del cinturón hasta encontrar el cierre. Él la ayuda a despojarse de la franela, de la pantaleta, contempla su sólida desnudez. Pasa las manos abiertas por la rotundidad de las caderas, por la estrechez de la cintura, lame los pezones exaltados. Ambos parecen estar envueltos en azules chispas siderales cuando caen en la cama. Tiemblan descubriéndose en olores y sabores. Se desvanecen entre las sábanas. Prueban el vacío. Se sienten, piel contra piel. Se convierten en electricidad pura: reflejos de un arco voltaico. El deseo es simple, coherente, concreto.

Entonces abro los ojos, y la música acabó hace rato. En el silencio, trato de captar los sonidos de la noche. Un coro de grillos después de la lluvia. El aire acondicionado está demasiado frío y me cobijo. Recuerdo el sueño, lo voy recuperando lentamente. Todavía una nota apasionada vibra brutalmente dentro de mí. También recupero el relato que leía: el pájaro de la selva en manos del niño, el pájaro imposible que el niño cautivara entre las ramas del árbol de oro: lo había deseado tanto que pensó que la fuerza de su deseo tendría el poder necesario para retenerlo. Prefirió no tocarlo. Poseerlo con la sola abstracción del pensamiento. Saberlo suyo sin tener el derecho de los sentidos, ni de la razón. Lo dejó intacto. No cortó sus alas. No alteró su plumaje. No lo sometió a la jaula. Sólo contaba la felicidad que compartían niño y pájaro, y que venía del reflejo perfecto de ambos en el prisma. Todo error, toda carencia, quedaban soslayados, porque era imposible permitir que una secuencia infame rompiera la maravilla del ejercicio. Desde el centro de la madrugada, llega el día certero. Las emociones del sueño y el texto se han ido desvaneciendo. Una extraña felicidad madura en mí. Me siento como si fuera navegando en una barca tibia y dorada, una barca de oro, sólo yo entre el sol y el río.

Y ahora, cuando he regresado a mi casa, se van difuminando las imágenes del hotel, la fingida carta y el sueño. Reviso el calendario para  comprobar que esos días transcurrieron, porque parecen diluirse en una materia onírica. Aquí las luces son blancas, crudas: dibujan con específica realidad todas las cosas. Los ventanales son amplios. Las cortinas, claras. No hay resquicios para lo ambiguo. Todo lo demás parece fantasía. Pero la foto en el cuaderno, las hojas del árbol de oro, la memoria del reverberante color metálico del río, y hasta la certeza de la barca dorada, me aseguran el paso del tiempo.

Escribo, voy creando un mundo: su atmósfera. Voy inventando los sentimientos, las pasiones, los deseos. Las letras doradas se reúnen en la pantalla, forman palabras. Materia prima. Realidad implícita del texto. Ignoro el vínculo entre lo vivido y lo escrito. Por un instante, que es para siempre inaprehensible, yo soy el niño que poseyó el pájaro,  soy el pájaro,  soy la mujer que escribió la carta, el hombre que la leía, soy la que soñó, lo soñado y los protagonistas del sueño: soy aquella que recuerda y es recordada, y la que escribe este domingo, en medio de la mañana solar de agosto, cuando la muerte se anuncia, justo para que la muerte no venga.

 

En busca de la rosa invisible del paraíso

Una sola rosa es todas las rosas Y es ésta: el irreemplazable, El perfecto, el dócil vocablo, Que encuadra el texto de las cosas. Cómo lograr decir sin ella Lo que fueron nuestras esperanzas, Y las tiernas intermitencias En nuestro incesante partir. 

Rainer María Rilke: Las Rosas

I.

Contra lo que todos habrán considerado, la muerte de la esposa no le fue desamparo sino una inconfesable liberación. Después de casi 50 años de un matrimonio avenido a las rutinas, después de los últimos siete años y de las terribles crisis que sobrevinieron sobre ellos y que le hicieron sentir cómo el alma se le iba marchitando dentro del cuerpo, y cómo el cuerpo se le iba afectando de innumerables dolencias y amarguras, ahora iba sintiendo el crepitar de la vida, que siempre busca una manera de surgir. Siete años antes, su corazón se había alegrado con la visión de un idilio portentoso, pero prohibido. Nunca pasó, y quizás nunca habría pasado, de unos textos intercambiados, unas miradas que llevaban gozo, unos gestos compartidos, alguna caricia iniciada y resistida en el intento, la íntima alegría de los encuentros en los dos servicios semanales que él dirigía como pastor: una mujer lo había amado sin pedirle nada a cambio de su amor, pero él la sentenció, o ayudó a sentenciarla, a la ignominia y la vergüenza. Una mujer había creído en él, había pensado que él tenía extraordinarios dones, inclusive había creído, contra toda lógica, que le sería posible regenerar los órganos dados por perdidos, como él le confesó que deseaba. Y él no pudo tan siquiera otorgarle a ella una regeneración en su congregación, reconociendo las fallas que se cometieron y las injusticias. Una mujer había asumido sobre ella todas las culpas para salvarlo y, al hacerlo, salvó además a todos aquellos que la acusaron y la execraron: la acusaron de acosarlo con mensajes de texto eróticos, aunque nunca hubo tales mensajes y los que hubo y bordeaban en la seducción, siempre fueron los suyos. Su esposa regó la acusación, mujeres de la congregación se erigieron en guardianas de la virtud pastoral: señalaron a la mujer como culpable, la insultaron en las plazas y los atrios y en las esquinas y en los patios maldijeron de ella. Y él calló, mintió y volvió a mentir para resguardar su ministerio, se justificaba, y la santidad de su matrimonio: a la esposa le prometió que jamás la volvería a ver y fue necesario entonces que la expulsaran de la iglesia. Pero cuánto de la renuncia a aquella promesa de felicidad en el amor se le había convertido en dolor y soledad y sequedad de espíritu.

II.

A estas alturas él se pregunta aún ¿quién los incitó a su infame acción sino fue la infernal Serpiente, como dijo el Poeta? Una mujer de la congregación la encarnó, fue la propagadora por excelencia de las semillas de cizaña, Mileida era su nombre, y con malicia animada por envidia y deseo de poder ofuscó a la esposa. Cuando pensó que peligraba su intento de control, impulsó en la iglesia una guerra impía, una lucha temeraria que finalmente le fue inútil: la congregación se fue desbaratando: algunos se enfriaron por un tiempo, o para siempre. Otros, emigraron a otra iglesia, tocados por el escepticismo. Y pasaron meses, largos y tediosos, para que volviera a haber algún ritmo más o menos armonioso en un espacio donde todos se habían mirado con sospecha. Dentro de su casa, se instauraron zonas de penumbra y secreto que tardaron en hacerse rutinarias hasta volverse parte de la historia personal de cada cual: él, su esposa, sus hijos, sus hermanos: la familia. Como alguien comentó, sobrevivieron al final los más fuertes. Pues, después de todo, nada pasó: todo fue rumor e insulto soterrado: nada pasó.

III.

Ahora, él llamará por teléfono a aquella mujer. Nueve meses antes, la esposa habrá fallecido en medio de incomodidades sin fin y le habrá pedido que la buscara y le pidiera perdón por la injusticia, pero no se atreverá a hacerlo sino en estos momentos, porque supo por personas interpuestas que ella se proponía irse de viaje por un tiempo largo, indefinido, quizás para siempre. La llamará, pues, para pedirle una entrevista, y ella fingirá que no reconoce la voz, ni el número. O quizás no lo reconoce, quién lo sabe, y le dirá que como para qué, y él, para aclarar de una vez todo aquel asunto, tan lejano, porque ya estamos viejos y cercanos al final, y me gustaría, si es posible, sanar las heridas y reanudar nuestra amistad, y ella, con esa ligera tesitura de duda que las mujeres imprimen cuando están al teléfono, y quieren, pero no quieren acceder, dirá sí, claro, no hay problema, pero hoy es martes, dirá, y no podré recibirte sino el viernes a las 5, dirá, resaltando el tuteo. Cosas de trabajo. Compromisos, ya sabes. Y él lo que sabrá es que lo hace para darle crueles largas al asunto y vengarse así de su indecisión y su silencio Aquel viernes, frente a la reja, puntual, se detendrá y aspirará los olores del cerco vivo de cítricos que circundará el terreno: limones, mandarinas, naranjas, toronjas, sembrados al azar y luego recortados para que crezcan horizontalmente y se mantengan a metro y medio del suelo. Por el borde de la casa verá una jardinera llena de flores semisilvestres: campanillas azules y amarillas, margaritas de muerto anaranjadas, las que llaman viudalegre, en blanco y en violeta, cariaquitos amarillos y morados, hibiscos rojos y buganvilias de diversos matices. Todo respirará fortaleza y supervivencia, y él temerá que le falten fuerzas para ingresar a esa casa en la hora crepuscular que los alcanza ¿qué quiere en realidad, qué busca? ¿Redención, restauración, esperanza, el cumplimiento de un sueño largamente guardado, clandestina, secretamente? Llamará, sin embargo, por el celular, para avisar de su presencia y casi de inmediato sentirá el zumbido de la reja de entrada, y ella abrirá, a la vez, la puerta principal, como si lo esperara allí mismo, y él entrará al porche iluminado por los colores de la tarde, el porche donde cuelgan los helechos, tal y como él lo recordaba. Bienvenido, le dirá, extendiéndole la mano, y su sonrisa parecerá genuina. Conservará la prestancia gentil, el gesto desenvuelto y el perfume, oh, el inolvidable perfume. Llevará una especie de túnica azul oscuro hasta las corvas, de una tela vaporosa, que caerá sobre un pantalón gris ceñido y sandalias cerradas, sin tacón. Lo invitará a la cocina donde ya estarán servidos el café y los pasteles de hojaldre y el quesillo y el queso y la mermelada, todo eso que a él le gusta en la celebración ¿de qué? Él le contará de su viudez, y ella guardará silencio, no le expresará sus condolencias, él le dirá, insistiendo en la conciliación, que su esposa, al final, había querido que los perdonara, y ella desestimará, ha pasado mucho tiempo y está olvidado, pero él insistirá, solicitando el perdón explícito de aquella mujer, y ella dirá que hace mucho que recuerda en paz, seguirá indiferente a esa muerte, y lo invitará a visitar su huerto: las filas ordenadas de ají dulce, de papaya, de pimientos, de yuca, de tomates, de plátanos, los caminos de batata, los almácigos de las hierbas medicinales y de cocina, ella explicará los tiempos de cosecha, lo llevará hasta el vivero circular y le mostrará la vida: es la vida, y él se irá desesperando porque no parece haber sitio para él en esa vida donde ella reinará tranquilamente, y él le dirá que quiere una oportunidad, y ella dirá si acaso no le basta que le abriera su casa tan confiada y compartieran el pan, y él, no, pues quiere demostrarle a ella su amor, y ella se reirá ¿de qué clase de amor se está hablando? ¿El de un pastor por su oveja desechada, que logró sobrevivir en el desierto? No: el de un hombre que la amó y no la ha olvidado. Un hombre que la amó como mujer. Que la amó hasta el delirio doloroso. Y ella se reirá, porque ya ha caído la noche tibia y hay luceros y se encienden los faroles de la calle, y regresarán a la casa.

IV.

¿Y cómo sería esa demostración? Preguntará curiosa, incrédula, burlona, ahora frente a las tazas de café con leche espumosa. Yo sé que no soy digno, pero ¿aceptaría casarse conmigo, ser mi compañera, mi amiga, mi ayuda idónea? (todavía sin tutearla, aunque ella sí lo hace, y lo llama por sus dos nombres) Porque, dirá, sólo quiere ofrecerle algo que sea digno y honesto y mostrable a todos los ojos, y ella reirá, pues por supuesto es una locura, y luego se enseriará: hay tantas preguntas y tantos obstáculos y tantos resentimientos y ella va desgranándolos, va desmigajando su propuesta, va fragmentándola en una especie de análisis quirúrgico al que él se somete, esquivando, aclarando, respondiendo, hasta que no queda sino el esquema básico del asunto: ya no importan los prejuicios, la opinión de la familia, ni de la congregación, ni la tiranía de sus pastores, ni el lugar donde vivirían, ni las cuestiones económicas: él, dirá, ya está rendido y dispuesto a renunciar a todo aquello que una vez lo detuvo: sólo quiere emprender la búsqueda de esas rosas invisibles que los poetas dicen que crecen en el Paraíso.

V.

Es entonces cuando ella le preguntará si sabe bailar y él se desconcertará, dirá sí, dirá no, y ella le responderá que eso podría ser un problema, porque siempre le han dicho que un hombre que no sabe bailar… y deja en suspenso la alusión que él ahora entenderá y se sentirá retado y desconcertado, y ella lo conducirá a una salita iluminada indirectamente, una cama matrimonial, un televisor, una computadora de escritorio con pantalla grande, un aparato de sonido, una nevera pequeña y una cocineta: una especie de apartamento en miniatura que ella presentará como su habitación propia, otra vez mostrándole su reino e independencia, otra vez haciéndolo sentir las dudas, y pondrá música: lenta, baladas, Sandro, Penumbras, y lo invitará a bailar: fuego lento que quema ansias y corazón: incendios que van desde el oído sensibilizado a la música y la letra y la voz hasta la piel y la entraña. Bailarán, firmemente unidos, y él sentirá su respiración tibia en el cuello, tratará de no estrecharla, se contendrá, porque no sabe hasta dónde llegar, indeciso ante la provocación que parece evidente, pero quizás no lo sea, y cauteloso ante la sonrisa de ella que él no ve, pero percibe, quizás su ironía, indescifrable para él, pues su experiencia con mujeres no es mucha, y no sabrá nada más sino que su cuerpo está tenso de deseo, respondiendo al roce suavísimo del de ella. Entonces, canta El Puma: atrévete/ crucemos el Jordán/ Y ambos evocarán a Josué: ella recordará cómo él la echó de su congregación sin darle ciudad de refugio y se tensará, la sonrisa imperceptible detenida. Él, recordará su incapacidad para cruzar su personal Jordán, todos sus miedos. Yo sólo quería ayudarte a desarrollar tus potencialidades, servir al Señor sirviéndote, le dirá ella, quebrantada de congojas, y él entonces la envolverá y buscará su boca con la suya para callarla y consolarla. Será un beso cálido y hondo, su lengua buscando la de ella, ambos rendidos a la emoción. Por primera vez. Se separarán y ambos estarán llorando y ambos se abrazarán como recién llegando de un largo larguísimo viaje. Y volverán a besarse, detenidos en el baile detenido mientras Raphael canta como yo te amo. Él pasará la mano por la tela de la túnica, buscando la piel que sabe suave y caliente. Ella le preguntará si tiene vellos en el pecho, y él se reirá, se extrañará, pensará que ella tiene esas cosas, esas salidas, y le dirá que sí y que si quiere verlos, y ella le dirá que no, que quiere tocarlos y él se apartará un poco para desabrochar la camisa y los dedos de ella, ávidos, audaces, exploradores, se enredarán en los vellos y buscarán los pezones erizados, mientras los de él habrán encontrado la ruta hasta los senos de ella, y temblarán ambos, y ella se alejará un poco y le besará con unción la frente y la mejilla y otra vez se prenderá a su boca, e irán despojándose de sus ropas, tajantes y eficientes, mientras la música sigue sonando de vez en cuando la vida/ nos va besando la boca canta Serrat y ellos serán como niños que descubren un campo mágico al que tienen que entrar de puntillas para no romper el hechizo: él dudará ¿no quieres esperar hasta después de la boda?, preguntará, porque en verdad estará asustado ante la perspectiva del abismo para el que no estaba preparado al llegar. Y ella le dirá, endureciendo el cuerpo, estableciendo una distancia: si tú quieres, esperemos, pero recuerda que no he aceptado aún, y él la besará otra vez, se sumergirá en ella, cansado ya de tantos caminos desandados y tantas excusas, y se olvidará de las dudas, tan improcedentes para ellos, que van rumbo al ocaso. Y así, con pasos de alegre danza, caerán en la cama, desnudos y dichosos, él la buscará perentorio, ya listo para la entrega, la montará sin dejar de besar su boca, para írsela bebiendo, embriagándose de ella, apretará con manos fuertes las caderas, hechas para los amantes y las maternidades, y ya probadas, y ella abrirá las piernas, cincho ardiente. Ciertamente, las carnes ya no tendrán la firmeza de otros días y la belleza de los cuerpos es distinta, y se fundamenta en la pasión y los matices de la luz y los perfumes, pero la liturgia será la misma que ha creado mundos desde que el mundo existe. Él penetrará confiadamente, rotundamente, en la húmeda caverna donde encuentran respuestas recónditos misterios y lo sacudirá la certeza de la epifanía tan ansiada, tan imaginada. Ella lo recibirá, trastornada por tanta ventura y tanto fausto. Él embestirá y se conmoverá cuando ingrese en el orgasmo inevitable, derramándose en ella, abrumado por el placer, pero sintiendo vergüenza por la rapidez de un final que es principio, y musitará disculpas, que ella acogerá diciéndole que no hay mayor homenaje que su urgencia. Se enlazarán luego, desnudos, íntimos, mojados en sus jugos animales: una sola carne. Finalmente. Él le susurrará: ahora tienes que casarte conmigo para hacerme un hombre honrado, y se reirán suave, calladamente

VI.

Mira el celular, con inmensa duda y temor y temblor ¿Se atreverá? ¿Y cómo será recibido?

Sobre la autora

Tomado de: La bisagra, el fogón y el candil; blog oficial de la escritora. https://bfcrevistaliteraria.blogspot.com/p/cuentos.html

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