literatura venezolana

de hoy y de siempre

Historias de sombras

Navil Naime

Aroma

Sobre un montículo de polvo escribió una palabra. La vio posar ante sus ojos y brillar con impaciencia. La letra inicial era gris y menuda. Parecía saltar desde la elevación hasta su frente y volverse a clavar sobre la tierra. La palabra lloraba. El loco la miraba con una curiosidad transformada por el hastío. El sol se mezcló con la tristeza. El resultado fue un resplandor, casi un espejismo.

El viento sacudió la maleza y se llevó la palabra. El hombre la vio temblar en el aire, arremolinarse y luego volar hasta perderse.

No podía entender lo que miraba. Permanecía estático, en actitud de espera. La voz del nombre volvía como un eco desde su ausencia. Invadía su sombra, acechaba su espacio. Lo acosaba. De pronto dejó de escucharla. Cuando cesó la voz, percibió el por qué de la tristeza. Si intentaba rescribirla, la letra inicial palidecía hasta desaparecer. Buscaba una respuesta en el pulso de sus sienes. Araba en los recuerdos. Giraba en su laberinto.

En el arco de su frente la angustia transpiraba. Veía a la letra esquiva disolverse en los olores, disiparse en los sueños, sepultarse en las marcas de sus pasos en la tierra.

La luna arruinaba la oscuridad de la noche.

Fue apenas un instante, un segundo de luz en su penumbra. El bostezo del recuerdo arrastraba formas del pasado. Se fue, como llegó, fugaz e inadvertido.

Y supo que extrañaba un aroma de mujer.

 

La estación

En la estación del tren se ha quedado dormido. En su sueño, un niño de seis años avanza en una escalera. Era un hijo de nadie; sólo un pequeño de la vida. Ascendía sin asirse de nada. Miraba, entretenido, los cordones de sus zapatos. Sus manos parecían flotar en la tibieza de la tarde. Por encima de su vista, un marco pomposo encuadraba a un celestial bisabuelo. Debajo de su cuello, un triángulo de luz le dividía la espalda.

No terminaba de llegar; extrañamente, en la medida en que avanzaba, se alongaba la escalera. Del retrato surgía una luz que lo urgía a apresurarse. El triángulo a su espalda lo aferraba y lo retenía. Cuando giró para descender, una fuerza superior a su voluntad lo arrastró escaleras abajo hasta el piso. Aturdido, en la oscuridad, observaba las lámparas del techo pendiendo sobre su cabeza. Aún así, lograba divisar el retrato del anciano, mirándolo muy lejano, desde su extinto tiempo. Quiso llamar a alguien. Ninguna mano, ningún rostro, ni siquiera un nombre acudió a su silencio.

Cuando se incorporó, sus pies tocaban el agua de un charco. Un cielo de ocaso teñía de rojo sus harapos. Una estrella prematura titilaba en soledad. Y entonces recordó que no era niño.

Despertó agotado. Tenía el horizonte rozándole la cara. Sus rodillas latían de cansancio y en sus manos resaltaba la cicatriz de aquel recuerdo.

Algunas tardes, los vagones del tren se quedan en sus ojos y viajan a sus sueños. Desde ellos, un niño, siempre triste, mira con los ojos húmedos hacia la estación. Como diciendo Adiós.

La abuela           

Antes de que el pueblo despertara la abuela ya había muerto. Las paredes estaban en penumbra y la casa se había tornado más pequeña. Vistieron la puerta de blanco y azabache. Sendas velas crujían, acompañando el lecho. El ruido de los pájaros entreabría la ventana. Desde allí, el viento de su última mañana sacudía las cortinas.

Antes de concluir el último rezo la procesión ya avanzaba hacia su destino. Una lenta lluvia brillaba en el pavimento. Un techo de paraguas oscurecía la mañana. La tristeza tiraba de la ropa y se escondía en los zapatos. En la cajita de la abuela no cupieron sus ochentas años: afuera quedaron dos pendientes de oro y las trenzas de sus nuevos zapatos. En la pequeña cómoda, una bolsa escondía sus retratos.

A pocos pasos del cementerio un viento helado sacudió los paraguas y arreció súbitamente la lluvia. Los árboles cortaban el zumbido de la tormenta. Fue cuando todos empezaron a correr. Primero a largos pasos y luego, frenéticamente, en desbandada. Duró unos pocos minutos. Los dolientes no entendían cómo alguien podía morirse en un día tan complicado. Los cuatro hombres que llevaban a la anciana en hombros, depositaron la cajita frente al sepulturero y corrieron a guarecerse. Los cipreses rugían impacientes.

El loco acompañaba el cortejo. Inmutable en el agua, observaba, divertido, la prisa de los deudos. No hubo palabras finales. Ayudó al sepulturero a izar el féretro y a depositarlo en su nicho. La tapiaron muy bien y sin adioses: supieron hacer las cosas para siempre.

Los restos de la lluvia temblaban en las hojas de los apaciguados árboles. La tarde se ocultaba entre jirones de neblina. El loco chapoteaba en las manchas pardas de la tormenta. Antes de marcharse miró hacia el cementerio y le comentó al sepulturero: «Pobre abuelita, tuvo que llover para que la olvidaran».

Una fiesta

El loco despertó sobresaltado. Un coro de voces desentonadas destruía la paz de la medianoche. La luz de las farolas manchaba débilmente el pavimento. Un reborde de luna se asomaba entre dos nubes y luego se escondía. Debajo del ruido, el silencio respiraba.

El loco se aproximó tímidamente. Seis personas festejaban. La oscuridad les había tragado los rostros. El líquido amarillento de los vasos les espesaba la voz. Una rubia bulímica lo descubrió a lo lejos. Sus ojos y sus cejas eran transparentes. Dijo en un tono demasiado elevado: «Que comience el festejo. Ha llegado nuestro último invitado.»

Una estrella se asomó a un lado del reborde de luna. Titilaba frenética, como un escozor. El bullicio opacaba las farolas y dejaba manchas en el cielo. El loco se incorporó abruptamente al grupo. Los miraba desde el pasado. Escuchaba sus voces circulando en el aire espeso de la madrugada. El ruido desgarraba sus harapos y pendía de su barba. El novio de la rubia miró al indigente con aprensión. Dudó antes de sujetarlo por un brazo. Su mano derecha en los harapos se contagió de locura. Tiró de él con tal fuerza que lo lanzó contra el piso. De bruces en el asfalto el mundo se le puso de revés.

Nadie dijo nada. Las farolas estaban  ruborizadas de vergüenza. La luna se ocultó detrás de las nubes, y estas, detrás de la oscuridad. La estrella dejó de titilar.

Apenas logró incorporarse ensayó una desastrosa sonrisa. El resultado fue un rictus sardónico que le desfiguró el rostro.

Lo vieron alejarse pausado y claudicante. La noche se hizo más lánguida y profunda.

Echado otra vez sobre su sombra el loco se quedó meditando: «Me conmueven estos hombres. Qué manera más triste de ser felices».

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