El gallo pelón
La casa blanca. El patio grande, grande… La tierra negra cargada de semillitas que caen de los árboles verdes. Y la gallina jabada con sus cinco pollitos.
Las comadres del corral, otras gallinas gordas, blancas, negras, amarillas, cuchichean…
Ya salieron los nuevos polluelos del cascarón.
Y sacuden las alas, muy contentas, porque va aumentando la prole y dentro de poco el corral será un gallinero. La señora mamá de los pollitos recién nacidos pasea con ellos, muy oronda, por el patio.
Se mete en los rincones, picotea en los jirones de tela de araña que caen de las paredes y sumerge el pico en agua clara que hay en la pila, bajo la mata de naranjas…
Pío, pío, pío…Corren los polluelos mayorcitos para ver a los más pequeños. Estos tienen un plumaje amarillo, muy suave, como de seda, el pico rojo, las patas tiernas un poco vacilantes…
Al mediodía, la gallina madre se acurrucaba junto con sus hijos a la sombra de la mata de naranjas. De allí conversaba con la gallina blanca que daba calor a sus huevos dentro del nidal.
Gallina blanca, estoy muy contenta. Ya mis pollitos están creciendo. Sus alas aumentan en fuerza y tamaño, se les fortalecen las patitas y dentro de poco se valdrán por sí mismos…
Gallina jabada –contestaba la otra–, me parece que tendrás unos hijos hermosos, pero…
Este “pero” alarmó a la gallina jabada. Ella sabía que la “blanca” era su mejor amiga del corral. De las otras podía esperar malas intenciones. En cambio, todo cuanto decía su compañera color de nieve, era sincero.
Chica, ¿qué has notado? ¡Dímelo! –y la pobre mamá temblaba, muy nerviosa.
¿No te has fijado? Uno de tus polluelos está peladito. Parece que no le crecen las plumas.
Ya la jabada lo había observado, pero no se atrevía a creerlo. Una vez en el gallinero hubo un gallo pelón y nadie lo quería. Si su hijito crecía así, llegaría a ser el escarnio del corral. Y la pobre gallina se horrorizaba al pensarlo.
Y tal cual sucedió, como para castigo de la familia de la gallina jabada, orgullosa de ser en el vecindario la más fecunda en carnes y plumaje.
Y para colmo, el gallito pelón era travieso. Se atrevía a pasar por encima del cercado y llegar hasta la cocina para devorar las sobras de la cena. Se trepaba en la mata de naranjas desde temprano y en vez de dormir como los otros permanecía con los ojos abiertos, mirando la luna blanca, blanca…
Iban naciendo, luego crecían todos los polluelos y cada cual era más hermoso, más rico en plumas que los anteriores. De manera que se establecían comparaciones, y el gallito pelón, feo, feísimo, era –como lo había sospechado su madre– el escarnio del corral de buena casa.
Siempre estaba solo al lado del abundante plumaje materno. Y la gallina jabada lo reprendía.
Ya que era el más feo de los demás polluelos, ¿por qué no tratas de disimularlo? Haces todo lo contrario de lo que debes hacer. Corres el primero cuando llega la comida, pías como ninguno, aleteas con más fuerza que tus hermanos y dentro de poco pretenderás cantar más alto que tu mismo padre…
Y el gallo la escucha y frunce el entrecejo. ¡Vaya! Si los demás polluelos imitaran su voz, se sentiría orgulloso; pero el que este “pelón” pretenda remedar el clarín de su canto le produce una desazón profunda… ¡Aunque se trate de su propio hijo!
Gallito Pelón estaba cohibido. Mas, a pesar de todo, no podía modificar su personalidad. No podía dejar de hacer precisamente lo que censuraba la gente del gallinero.
¡Oh, si veía que dos pollos querían pelear, se sumaba al más débil para ayudarlo! Una vez, una de las comadres de su mamá le quiso pegar a una pollita por un motivo trivial, y él salió a defensa de la jovenzuela. Y es quien se come los bachacos que se meten en los nidales para evitar que piquen a los recién nacidos, es quien se los come, a pesar de que se le suben por las piernas y le destrozan el pecho desnudo de plumas.
Trata de ser útil, pero nadie lo toma en cuenta. En todo el patio se oye decir lo mismo…
– ¡Qué gallito tan feo! ¡Nos avergüenza!
Él también se siente avergonzado. Se ha visto en el agua de la pila, clarita como un espejo… Y el cristal del agua le ha dicho la verdad.
Una tarde hubo una alarma en el corral… El gallito pelón, que ahora no quería mostrarse, y que se escondía en su fealdad en un rincón del patio, salió de su escondite. Una sombra negra, negra, se proyectaba en el suelo, hurtaba su claridad al sol, y los polluelos y las gallinas corrían despavoridos con las alas abiertas, sin hallar qué hacer… El gallo padre hinchaba su garganta, esponjaba las alas, y hacía un ensayo de sus espuelas en el aire para huir después…
Gallito Pelón alzó la cabeza hacia la sombra negra y comprendió el espanto de sus compañeros. No había visto nunca a los gavilanes, pero por las alas agudas y el pico feroz conoció a su enemigo… El gavilán estaba quieto, muy quieto en el centro del cielo, venía descendiendo sobre el patio y a cada minuto era más grande la sombra de su cuerpo al lado de la sombra del naranjo.
Dentro de poco lo cubriría todo… El corral, de espanto y de dolor… El naranjo, de quejidos y plumas cuando intentara arrastrar una víctima hacia arriba, hacia arriba…
La gallina jabada quería esconder a todos sus polluelos con las alas que no alcanzaban… Y hasta llamó a Gallito Pelón, pero él no fue…
Con la cabeza baja, inmóvil junto al tronco del naranjo, meditaba. ¡Oh, esos plumajes de todos colores, tan bellos esponjosos y finos, dentro de poco iban a caer destrozados por el pico voraz del gavilán hambriento… Pobres polluelos, tan ufanos de su hermosura, y expuestos como él, un mísero gallo pelón, a ser víctimas de la voracidad del ave de rapiña!
La gallina gimoteaba.–¡Mis polluelos, mis polluelos bonitos!
El pelón empezó a ascender por el tronco. Arriba estaba la rama frondosa donde subía de noche bajo la luna clara para mirar los jardines cercanos, el agua de la pila con las estrellas en el fondo, y más adentro aún, más adentro, en el fondo del redondel de piedra, la sombra del naranjo como pedazo de la noche misma que hubiera caído en el agua…
La jabada cacareaba con los ojos abiertos de espanto
–Gallito pelón, gallito pelón, ¿qué haces?
El naranjo tenía las flores abiertas, los azahares blancos que perfumaban el patio. Había un mazo frondoso, con muchos cálices temblorosos, un mazo que parecía un nido… En él se acurrucó el gallito.
Hasta la rama del naranjo llegaba el grito de la gallina…– ¡Gallito pelón! Gallito…
El cerró los ojos. Acababa de ver el cielo azul, más cerca que cuando estaba al pie del tronco… Le pareció lindo, lindo como nunca… ¡Qué lástima, si no tuviera la sombra aquella!
Esa sombra que se viene acercando, acercando, con el pico torvo, las alas negras horribles, los ojos de fuego y el pecho sediento de sangre…–Pío, pío, pío…
La gritería está abajo, el miedo, el egoísmo de los bellos, que no quieren caer en las guerras del gavilán… Pero arriba, arriba, en la copa del naranjo está el gallo feo, el gallo pelón, el primero en todas las iniciativas, hasta ésta de inmolarse por salvar el gallinero… –Pío, pío, pío…
De arriba viene el silencio; de abajo, la gritería… Nadie comprende, nadie sabe… Por fin, la gallina jabada, que al fin y al cabo es la madre del gallo pelón, hinchaba su garganta para gritar
–Mi gallito pelón era un héroe… Mi gallito pelón. ¡El héroe del patio!
Miraba las plumas, las plumas que no sirven sino de adorno. Entonces sólo pudo comprender el corazón de su gallito, cuando ya no había remedio, cuando ya estaba muerto…
Las blancas, las negras, las amarillas, todas las gallinas del patio lo dijeron a gritos al vecindario. Y de corral en corral se oía. – ¡Gallito Pelón!
No se supo lo que pensaron los polluelos del plumaje hermoso, no se supo… Pero ya no los peinaban con tanto esmero…
A los ojos de la multitud gallinácea, mucho más bello era el recuerdo del gallito pelón, allá, en la copa del naranjo, con su cuerpo sin plumas, bajo el cielo azul, junto con el mazo de azahares, en las garras del gavilán…
El castillo de caramelo
La mano blanca, la mano femenina ha tratado de salvar el castillo de azúcar. Sobre las almenas acarameladas, con apariencia de encaje, hay un soldado de porcelana. La torta de tres pisos, es tan clara, que copia las últimas luces de la fiesta. Situada como una isla, en el centro de una gran jofaina llena de agua, con su aspecto de fortaleza parece resistir el asedio de las hormigas. Esas hormigas inquietantes que olfatean la golosina desde su mundo subterráneo.
A través del túnel que abre paso a ese mundo desde el fondo de la tierra, no se acierta a descubrir la silueta de la mujer que burla el intento goloso. ¡Es tan alta, tan espigada del suelo, que los pequeños ojos no la abarcan en toda su extensión! Piensan en ella como en algo superior a las fuerzas de todo el hormiguero formado por millares de trabajadores y de guerreros de rubia coraza.
Y espían la hora de la sombra para hurgar en torno de la mesa donde hubo el banquete… Y su instinto las lleva a seguir el sendero que conduce al castillo.
Mas entre la orilla y la fortaleza de encaje de azúcar se interpone el agua. Es un agua quieta, dormida, que no se alza amenazante, que no ruge ni grita a través de las bocas abiertas de sus gotas. Pero no pueden cruzarla sin riesgo de perecer en su cristal frío, en su cristal sin vibraciones.
El hormiguero sufre escasez… En el jardín se ha llevado a cabo una innovación. Para defender las hojas y las rosas, para defender las raíces de la voracidad de otros insectos se han teñido de blanco los troncos que les sirven de base. Y aquella blancura es ponzoñosa. Mata, destruye la vida animal. Un ejército de hormigas pereció en la primera incursión. Allí se contaron por montones los guerreros de coraza dorada, segadas en lo mejor de su existir.
Si la situación no cambia, todos han de morir… Por hambre, por inanición. Las madres andan tristes con los hijos a cuestas. Los jóvenes están pálidos y ya no son tan ágiles como antes. De no tomar una decisión, dentro de poco el hormiguero quedará diezmado. A menos que se decidan a emigrar.
El objetivo es el jardín próximo, más ancho, con árboles crecidos, con arbustos y flores repletas de miel. Un jardín lleno de tentaciones donde todavía no hay escalas de muerte en los troncos, libres de la blancura venenosa. Pero que está defendido por guerreros avezados, por tremendas hormigas negras celosas de su bienestar, celosas de su reino, unas hormigas ricas de vitalidad que aún no han sufrido en sus filas el estrago del hambre, que saben descabezar y romper el cuerpo del enemigo con sus antenas poderosas.
Y el hormiguero rubio vacila entre la alternativa.
—El castillo de azúcar, la torre de caramelo defendida por el agua inmóvil…
—¡Oh, sí!, el castillo o la guerra con las otras hormigas.
A veces la sombra ayuda. Y en este caso, ¡qué noche más bendita para el asalto! La mano blanca, la mano femenina, yace adormitada bajo sábanas tibias y olorosas. Y el soldado de porcelana es un cuerpo sin alma, sin vida, hecho «para detener el vuelo de las moscas con su espadón de plata, pero incapaz de interponerse en el camino de las hormigas.
Los pequeñuelos se relamen de gusto trepados sobre la espalda de la madre. Es dulce el caramelo que aguarda en las almenas, en el artesonado calado y transparente. Nada importa que el castillo se encuentre lejos del hormiguero. Hay que emprender la marcha antes de que el alba se asome sobre los cristales de la mansión, y ponga al descubierto el castillo, el ejército y la aventura.
Y así van, entusiasmados, contentos, seguros de lograr su objetivo. Pero han olvidado que el agua quieta, el agua color de espejo, es un obstáculo que se necesita salvar.
La hora avanza y es necesario ganar tiempo. De una orilla a la otra ¡cuánta distancia! El ánimo de aquella multitud hambrienta que ha puesto sus ansias de vida en la captura de la fortaleza, se halla sobrecogido, alarmado… Los jefes deliberan, y a una voz…
—¡Voluntarios! —piden—. ¡Voluntarios!
Se destacan los suicidas. Hay que tender un puente, un puente de cuerpos y corazas para que pase el resto del ejército. Hay muchas hormigas dispuestas para la ofrenda y el sacrificio.
Y empiezan a tenderse sobre el agua.
Es un tejido, una malla de vidas, con su cubierta de oro y sueños… Los otros, la falange nutrida de hormigas ha de llegar después, y por eso le abren el camino. Por fin se acercan. Desfilan a paso lento, con la carga de los chicuelos, y las hembras cooperan tanto como los machos. El hormiguero se mueve, anda, vive como un solo cuerpo. Cuerpo de vencedores.
Pues han logrado abordar la fortaleza. Ya algunos han trepado sobre las almenas y osan encaramarse en los hombros del arcángel de porcelana… Un arcángel de hallazgo. La porcelana se derrite, es falsa, es sólo una cosa simulada. La criatura con alas estaba hecha de pasta, de dulce, recamada de nieve y azúcar. Y los guerreros blondos celebran la hazaña, gritan su triunfo, mientras lo van desmenuzando entre sus bocas voraces.
El puente de la muerte que ha salvado al ejército, el puente de suicidas permanece rígido, tendido sobre el agua para dar paso al retorno.
De pronto el alba pone su nota indiscreta sobre la jofaina, sobre el agua que acusa el destrozo hecho en el castillo. Tiemblan los cristales bajo aquella luz azulada que envuelve en su tibieza la mano femenina que se inquieta de pronto y se sacude en el regazo de la mujer de silueta espigada.
Y una gran sombra que no aciertan a abarcar totalmente las pupilas pequeñísimas de las hormigas, una sombra inmensa cual la sombra de un dios, tan profunda como lo desconocido, se interpone entre el alba y el ejército cargado de botín que ya regresa a su mundo subterráneo… Y una voz atronadora, tremenda, apocalíptica, increp …
—¡Las hormigas! ¡Las malditas hormigas!
La mano femenina, la blanca y cuidada mano se alzó en un ademán de protesta. Se hallaba a punto de descargar su furor sobre los invasores del castillo de caramelo. Podría destruir de un solo golpe las huestes disciplinadas, el rubio ejército que había de sanado su voluntad… Podría aplastar a los habitantes del hormiguero con un movimiento de sus dedos, que en este momento parecían poseedores de los atributos de la Divinidad…
Pero la mujer de la silueta delgada y alta desconocía los móviles que guiaban el mundo en donde se movían las hormigas, sus problemas, sus razones, el por qué de aquel asalto, ni el pensamiento que dirigía aquella acción tan parecida a las acciones humanas.
Y el castillo de caramelo se deshizo en presencia de quien lo había construido sin que nada, nada estorbase el paso de las hormigas, sin que nadie, nadie pudiera decir si habían hecho un bien o un mal…