literatura venezolana

de hoy y de siempre

Dos cuentos de Eduardo Arcila Farías

Oct 29, 2025

El rompe-huelgas

¡Calor! ¡Ruido! ¡Polvo!

En el vasto taller todo marcha a gran velocidad. Los inmensos volantes giran como ideas locas. Las cintas dentadas de acero bajan desde un segundo piso, flexibles y vibrantes. Ante las sierras los hombres se mueven atropelladamente, caminan a largos pasos, se entrechocan y siguen como animales ciegos. El aire se puebla de virutas. Los dientes se clavan en la madera, y salta un chorro de serrín que el viento lleva a todos los rincones del taller, hasta los propios pulmones de los obreros. Rápido! Las sierras giran veloces.

No hay tiempo que perder.

«Cuidado con los accidentes!» Unas manos empujan los tablones y dirigen la operación del corte. La madera cruje al contacto del acero y un sonido metálico se levanta como un alarido dominando el ruido confuso de las máquinas. En más de una ocasión la mano se ha ido detrás del tablón, ha saltado en lugar de serrín un chorro de sangre, y un grito ha cruzado el salón como una ráfaga. Las manos ante otras máquinas se han quedado en suspenso, con un ligero temblor.

¡Un trágico receso en el trabajo!

Las sierras continúan girando insensibles, y los obreros corren hacia el herido. Gritos. Temblor de voces. ¡Al teléfono! La ambulancia, pronto! Y la vuelta al trabajo.

Ha sido tan sólo un receso. Los tablones han comenzado a deslizarse nuevamente hacia las sierras. Pero las manos frente a las máquinas tiemblan todavía. ¿A quién le tocará la próxima vez? Los rostros se han tornado graves, los ojos miran con recelo. Y cada uno de los obreros tiene la convicción de que en la próxima vez el turno le tocará a él.

Carlos Morillo tiene 32 años de vida y 18 en el trabajo. Era un muchacho cuando su padre lo llevó a la fábrica. Conoce bien el oficio. Estuvo trabajando primero en el transporte de madera: jineteó en el río los rugosos troncos arrebatados por la corriente, desafiando la fuerza del viento y la del agua, la grúa levantada en los improvisados muelles erguía su armadura como una prolongación de su brazo extendido, poderoso e infatigable como aquélla. Luego pasó a desempeñar otras labores. Ha visto mucho y sufrido otro tanto. Le emocionan ya muy poco los accidentes, porque ha visto demasiados. En cierta ocasión un engranaje le agarró la mano izquierda, pero él es ágil y nada lerdo, y pudo sacarla de entre las ruedas. Sin embargo le trituró el pulgar. Desde entonces lleva ese dedo feo, aplastado, con la uña partida y hundida hacia los bordes. También desde ese día comenzó a ver las cosas de manera distinta. Mira soltar los chorritos de serrín cual si las sierras soplasen como niños ociosos, pero no se le ocurre tomarle confianza a las máquinas. Sabe que una de ellas, al menor descuido, puede arrancarle una mano cual si arrancase una fruta.

Cuando entra a la fábrica pone un gesto de altanero desprecio. Pasa lento, con mirada indiferente, al lado del jefe de taller. Y se gasta la altanería de quien tiene fe en su fuerza y en su serenidad. Pero trabaja también como una bestia incansable: levanta entre sus manos tablas pesadas y las lleva a la máquina cepilladora como si fueran tones de poco peso. Y las horas pasan y él, inmutable, sudoroso, trabaja con el mismo brío de las primeras horas de la mañana. No le arredra el sueño, ni el sudor copioso lo debilita. Por eso ha logrado que sus camaradas lo admiren. Y si no rindiera tanto su trabajo, ya sus patrones lo habrían despedido.

Una vez, al regresar a su casa, su mujer le advirtió: -«Hoy las cosas en el Mercado amanecieron más caras» Y en efecto, la mesa ese día fue más pobre que en veces anteriores. Y cada día la ración disminuía. Por su mente, con una brutal sencillez, cruzó esta idea: «Necesitamos mayores jornales».

Y en la fábrica se lo comunicó a todos. «La cosa es muy sencilla, que nos paguen más», los rostros macilentos enmudecían de asombro, miraban con los ojos muy abiertos, pero en sus retinas claras comenzaba a brillar la ilusión, como cirios que una mano en la oscuridad fuera encendiendo. Y una tras otra las caras asombradas iban desfilando ante él con regularidad de cadena.

Desde ese momento ya no hubo tranquilidad en la fábrica. Las caras pálidas se animaban y cundía la alegría entre los obreros. Se formaban grupos a la salida y el jefe de taller, mientras se paseaba por el vasto salón vigilando los trabajos, se encontraba con miradas llenas de un entusiasmo que no había visto nunca en aquellos ojos; y los dedos sobre las máquinas ya no temblaban ante su mirada. Comenzó a sospechar de algo, y se tornó receloso. No volvió a arriesgarse hasta los rincones apartados del taller ni a gritar; y en él se notaba que un odio sombrío se iba incubando como en el corazón de un enemigo.

– o –

Los hombres están con sus vestidos limpios de dril o de kaki, la piel broncínea, las manos deformes, con grandes callosidades y largas cicatrices. Algunos fuman tabaco, y el aire se hace irrespirable con el humo denso y fétido. Las palabras caen, pesadas como piedras, de las bocas rudas. Otros se quedan de pie. En la reducida sala los cuerpos se apiñan, y se estrechan siempre una vez más para dar sitio al que llega. Compañero, pase.

Y se tiran el brazo emocionados, sintiéndose hermanos. Las manos se estrechan, las pupilas arden y los corazones laten precipitadamente, veloces como las sierras que cortan la madera y que a veces se hunden en la carne blanda y sensible.

-Compañeros, ¡silencio!

Y las voces se fueron apagando. Los cuerpos se estrecharon, suspendiéndose sobre las puntas de los pies, mientras las miradas todas convergían hacia un rincón. Tras una pequeña mesa se destacaba el pecho cuadrado del obrero Carlos Morillo. Y las palabras por aquellos labios suyos fueron saliendo pausadas y vibrantes; entraban en los oídos atronadoras e inquietas, despertando sentimientos dormidos y revolviendo las ideas. La emoción pasaba por sobre las cabezas en oleadas como un mar embravecido. Un sordo murmullo salía de los pechos, en donde la emoción contenida zumbaba como un abejorro.

-¡Huelga!

Nadie supo de dónde partió el grito. Pero ahora noventa voces lo repetían. Los muros de la estrecha sala trepidaban. Las manos se chocaban.

-Huelga! Huelga!

Silencio, compañeros!

La voz del que hablaba se perdía en el bullicio. Se le vela agitar los brazos y mover los labios. Ya no era posible decir nada más. Los oídos estaban sordos a toda otra palabra.

-Basta! ¡Silencio!

Por la calle los hombres salieron en tropel, pisando fuerte y alborotando con sus gritos. Los ojos brillaban de alergia y las manos recias se contraían sin temblar. Sentíanse todos en la plenitud de la fuerza, alegres como niños en la playa. Caminaban unos tras otros, habladores y risueños. Llevaban la impresión de que algo desconocido se les había revelado de pronto. Sentíanse los dueños absolutos de una gran fuerza, y era la fuerza de la organización que acababa de nacer impetuosa y optimista.

El humo por la chimenea de la fábrica sale espeso y negro. Ese día la columna de humo se fue debilitando, y hacia el mediodía era tan sólo un delgado hilillo negro.

Los volantes ya no giran y las sierras han dejado de aullar. No se escucha el sonido vibrante de las hojas de acero, ni los tablones se lanzan en carrera suicida al encuentro de los acerados dientes. El aire está claro, limpio de virutas de madera. Por entre las máquinas inmóviles se desliza con gesto nervioso el jefe del taller. Sus pasos suenan secos y lentos. En el vasto recinto su figura se empequeñece hasta hacerse imperceptible. Mira las palancas y los volantes paralizados, y no acaba de salir de su asombro. Ha sido una locura que los hombres hayan dejado solas a las máquinas.

Los patrones habían previsto incendios, y aseguraron la fábrica por una gran suma de dinero. Habían previsto la ruptura y el desgaste de la maquinaria, y todo un departamento estaba lleno de piezas de repuesto. Pero que los hombres dejaran algún día de trabajar, ¿cómo iban a preverlo?

Las facturas se acumularían. Las entradas ese mes se vendrían al suelo. Los compradores arrugarían la cara cuando se les anunciara que no podrían ser despachados sus pedidos. Los grandes troncos de árboles recién cortados se amontonarían en el patio. Entretanto, los volantes no giran y de las engrasaderas y de los piñones la grasa rueda lentamente en espesas gotas.

¿No se llama esto una locura?

-Y a Pancho Martínez, ¿quién lo ha visto?

Los hombres volvieron la cara y se miraron interrogantes e inquietos. Nadie había visto a Pancho Martínez. Sin embargo, no deberían perderlo de vista. Y los cerebros comenzaron a moverse. Al cabo de un rato, el nombre olvidado brillaba como un anuncio luminoso en el fondo de la imaginación excitada; ante sus reflejos la seguridad en el triunfo final se vio flaquear y la duda tomó forma en las arrugas que surcaron las frentes.

Pancho Martínez tenía la mirada dura de los jefes. Buen overall para el trabajo y traje de lana en la calle. Habría deseado que todos le obedeciesen, y se desquitaba mirando con dureza y gruñendo. Buscando la confianza de los patronos, se ofrecía a que lo explotasen, y cuando ya todos se habían marchado, se le veía aún con su grueso traje de kaki, las manos sucias, el cabello revuelto, andar por el taller. Pero el ascenso nunca llegó. Tenía mala suerte. Le agradaba presumir en la calle y se ufanaba de sus amigos, algunos empleados de la oficina y pequeños comerciantes independientes; aún dentro del taller mantenía un aire de importancia que se revelaba por encima del hollín y del polvo que le cubrían el rostro; pero su salario no le permitía vivir con desahogo. Era lo que se llama un hombre de aspiraciones, ¿qué culpa tenía de que los demás no lo fuesen? En los últimos días todos le notaban nervioso. Había adoptado un modo de andar a saltos: caminaba que parecía un saltamontes herido.

Y cuando un día por la chimenea cesó de salir el humo, su corazón latió con fuerza y sus ojos brillaron. Esa vez soñó a sus anchas; su fantasía corrió como un corcel desbocado.

– o –

A trescientos metros de la fábrica dos de los huelguistas vagaban. Los transeúntes los vieron de pronto quedarse mudos, mirando hacia arriba, las caras pálidas. El cielo, sin embargo, no ofrecía nada de extraordinario. Pero una débil columna de humo había comenzado a salir por la chimenea.

-Traición! Alguien había encendido la caldera.

Y en la imaginación de los dos obreros comenzaron a moverse las máquinas: la fábrica toda se movía, los grandes troncos de árboles rodaban hacia las sierras, los ríos de madera se amontonaban para volver a disiparse arrastrados por el viento. Todo sin ellos, los hombres. Y el espectro del desempleo se les presentó, pálido de hambre, ojeroso de sueño.

Por las aceras largas, interminables, los dos hombres se escurrieron como dos sombras. Ya no se hablaban. El uno tras el otro, siguiéndose, sin saber hacia dónde.

La noticia se difundió pronto. Sin que nadie los convocase, encontráronse reunidos en la misma casa. Ahora no brillaba el entusiasmo delirante. Y entraban, se estrechaban unos contra otros, y el ambiente se fue cargando de alarma. La preocupación de los hijos llorando de hambre, de la mujer que gime, la tragedia del enfermo sin medicinas, la angustia de las noches sin albergue, como de una cañería rota, iban cayendo de aquellos ojos en donde hacía algunas horas la esperanza de un mejor salario había irradiado su luz. ¡Cuántos sueños venidos al suelo!

El odio se fue incubando en aquellos pechos. No sabían hacia quién. Pero odiaban con fuerza, hasta sentirse estallar. Un solo hombre produjo esos cambios. El humo espeso de las calderas al salir por la chimenea había dibujado en el azul claro del cielo el espectro del desempleo. Y la boca sin el cigarro se contrajo desesperada. Para Miguel la desesperación tomó la forma de un vientre redondo, a punto de gestar. Para Juan, la de tres caras de niños paliduchos que llorarían cuando el hambre ardiera en sus cuerpos. Y Nicolás pensó en sus padres, moribundos de vejez.

Había calor en la sala. El calor de la sangre que hierve. El calor del odio encendido. ¡Noventa hombres! ¡Noventa tragedias! ¡Maldito rompehuelga!

Y los puños crispados se elevaron. Los ojos inyectados: había en ellos el gesto estrangulador. Carlos Morillo permanecía impasible. Se presentó como todos, sin que nadie lo llamase. Vino silencioso, imperturbable. Bastaba mirarlo para comprender su decisión y su firmeza. Cuando estuvo a la vista de todos, los gritos cesaron y renació la confianza.

Y con la misma sencillez con que había concebido la huelga, encontró una solución al nuevo problema. Un hombre resuelto era suficiente, y él mismo se ofreció, sin emocionarse, como si todo fuera tan sencillo.

Por la puerta salió tranquilo, reposado. En tanto que a su espalda la ansiedad comenzó a crecer, a crecer con un rumor de multitud en revuelta.

– o –

Los automóviles tienen prisa en llegar. A toda velocidad corren sobre el lomo de la carretera. Se adelantan unos a otros y casi se chocan. Las piedras saltan bajo la presión de los neumáticos y una gran nube de polvo enturbia el aire. De pronto los automóviles se detienen. ¡Una interrupción en el tráfico!

Los conductores tienen prisa, y he aquí, que, en una bocacalle que da hacia la carretera, se les obliga a detener la marcha. Los motores roncan enojados, y los claxons forman un coro estridente, ensordecedor. Los coches, en fila, se estremecen como animales nerviosos, pero no hay más remedio que esperar, y por las ventanillas los conductores van sacando la cabeza como si se asomasen al mundo.

Oculto tras de una esquina, un obrero robusto había arrojado con gran fuerza un medio ladrillo arrancado del suelo. La piedra rebotó contra el cráneo de un hombre que atravesaba la calle. Al abrirse, la cabeza sonó de un modo raro. Se oyó un ¡crac!… y el hombre se fue de bruces, el cuerpo bañado en sangre. Las ruedas de un automóvil casi lo alcanzan. La gente se tira al medio de la calle. Alrededor del herido, en un instante, se reúne una muchedumbre. El hombre se desangra. Los claxons chillan. Los curiosos se apelotonan.

¡Al asesino!

Alguien vio cuando el ladrillo salía disparado de entre unos dedos que lo apretaban con fuerza. Gritó: ¡Al asesino! Pero no había cuidado. Carlos Morillo estaba allí, con su cara risueña, las manos sobre las caderas. Contemplaba su obra y estaba satisfecho.

Ya podía gestar la mujer de Miguel y morir en paz los viejos de Nicolás. Para noventa hombres, el espectro de la desocupación se había destrozado sobre el cemento del piso, como un espejo roto de una pedrada.

***

Sudor

—¡Uf, que friíto!

La gorra le cubría hasta las orejas. Levantó las solapas del saco y ocultando las manos en los bolsillos del pantalón, continuó andando.

Aún no había aclarado. Los faroles en las esquinas permanecían encendidos y una luz rojiza iluminaba la calle, por donde, allá hacia el fondo, comenzaría pronto a levantarse el sol como una antorcha inmensa y roja.

Los gruesos tacones de los zapatos claveteados de Martín, golpeaban ruidosamente el cemento de la calle. El ruido sonaba metálico y profundo, rebotaba sobre las paredes y se multiplicaba como si marchase un pelotón.

Bajaba de una acera y subía a otra. Cuadra tras cuadra iba avanzando. En cada esquina un chorro de aire frío le bañaba el rostro. Apretaba entonces los brazos contra el cuerpo y subía los hombros hasta ocultar el cuello.

Las ventanas de las casas se iban abriendo perezosamente como párpados soñolientos. Por uno de los postigos abiertos se escapaba un grato olor a café. Martín aspiró profundamente y entornó ligeramente los ojos. En la próxima venta compraría café hervido. Y apresuró el paso.

Una leve claridad comenzaba a deslizarse por la calle. Los faroles se apagaron. Alguna que otra puerta se abría, daba paso a un hombre y cerrábase de nuevo. Multitud de hombres marchaban ya por la acera. En las bocacalles tomaban distintas direcciones, se miraban con indiferencia y seguían. Cada vez era mayor su número; se les veía surgir como si brotasen de las paredes, y a sus espaldas se escuchaba el quejido de unos goznes cómo una despedida. Y nuevas sombras se proyectaban en la calle.

Martín había ya dejado atrás las últimas casas de la ciudad y marchaba en dirección a la fábrica, situada en una de las afueras. El petróleo de la carretera apagaba el ruido de sus tacones y una ligera nube de polvo lo envolvía. Los automóviles pasaban veloces a su lado agitando el aire.

Las casas presentaban en aquel sitio un aspecto distinto. Entre unas y otras había un pequeño espacio que se ensanchaba a medida que se iban alejando del centro, como si tratasen de vivir con mayor holgura y se sacudiesen la modorra. Las enredaderas trepaban retorciéndose alrededor de horcones delgados, formando verdes arcadas. Un agradable olor se respiraba a todo lo largo de la vía. Las flores empinábanse sobre sus tallos ligeros y asomaban por encima de las barandas sus encendidas corolas, dejándose admirar coquetamente por los transeúntes.

Un pitazo estridente cortó el aire.

¡Las seis!

La sirena de la fábrica chillaba rabiosamente. «¡Qué hacen, holgazanes, que no terminan de llegar!». La fábrica impaciente se lo encaraba a los obreros en marcha por la carretera; la sirena se desgañitaba gritando desde lo alto de la chimenea como si hubiera trepado sólo para insultarlos.

Un centenar de ojos volvieron la vista hacia arriba, y miraron con mal disimulado odio a aquel pedazo de tubo pintado de negro, por donde salía disparado un delgado chorro de vapor de agua. Y los pies moviéronse con mayor rapidez. El pensamiento se vació de ideas como un neumático que se desinfla. Olvidáronse de todo, mas una preocupación fija y obsesionante quedó en sus mentes: llegar pronto. La sirena no tardaría en gritarlos de nuevo y para entonces deberían encontrarse todos reunidos ante la puerta cerrada, y entrar luego a la hora exacta, casi a un mismo tiempo, atropellándose sin que nadie se atrasase.

Por el hueco ancho de la puerta, con negros manchones de grasa, fueron entrando los obreros. La puerta se los iba tragando uno a uno. Los hombres se metían por aquella boca negra, y muchos de ellos no podían evitar un movimiento instintivo de la cabeza hacia atrás, hacia ese mundo que abandonaban, como si nunca más hubieran de salir de aquel vientre insaciable y profundo que impasible se los tragaba. Antes de entrar arrancaban de sus bocas los cigarros y los arrojaban lejos; ya en el recinto, lanzaban lentamente el humo de las últimas chupadas. Las arrugas iban apareciendo sobre las frentes y los rostros se tornaban sombríos.

El aire era pesado allá dentro. Faltaba luz. Ni la temperatura fresca ni la claridad de la mañana llegaban hasta allí. Luces débiles iluminaban los rincones de la sala y las planchas de zinc del techo comenzaban a calentarse con el calor del sol.

Los obreros comenzaron a desvestirse. Colgaron en clavos hundidos en las paredes las ropas que llevaban y se metieron dentro de los gruesos over-alls. Cada cual se dirigió a tomar su trabajo. Los motores comenzaron a roncar. El ruido iba en aumento. Cada vez nuevas máquinas entraban a funcionar y multitud de martillos golpeaban el hierro. Un sonido confuso de campanas atronaba el aire. Se escuchaba la respiración fatigosa de los fuelles. Las seguetas trabajaban. Las llamas se retorcían, voraces e inquietas, en las fraguas y en la caldera. En el suelo, barras de hierro, moldes para el vaciado, instrumentos destrozados. Y grasa. Grasa negra que manchaba el suelo, las paredes y los hombres. No era posible escapar allí a las manchas de grasa, como si fuese un sello y todas las cosas las llevasen como una marca de propiedad.

¡El trabajo había comenzado! Los brazos se movían afanosamente de un extremo a otro del taller, y de las frentes comenzaban a caer copiosas gotas de sudor. El termómetro subía.

Y la impaciencia comenzó a contar las horas: ¡Ocho de la mañana! ¡Las nueve! ¡Las diez! ¡Las once!

Y apenas había el reloj terminado de dar la última campanada, cuando Miguel se le acercó a Martín. Venía serio, con pasos lentos. Se apoyó contra el banco y permaneció callado, puesto el ceño. Sus labios, ásperos y gruesos, se movían como si quisieran hablar. Tras la espesa capa de sucio que cubría su cara, se adivinaba la vacilación. Sin duda, traía algo importante que decir. Martín dejó caer el brazo que agarraba el esmeril, y miró con extrañeza a Miguel. El otro bajó la vista y apretó la boca, movió torpemente el cuerpo y apoyándose de nuevo contra el banco, la cabeza vuelta hacia un lado, mirando hacia ninguna parte, comenzó a hablar. Habían decidido todos en la fábrica contarle lo ocurrido, y lo habían elegido a él para que fuera a hablarle. Y la voz de Miguel estaba ronca, como si hubiese tomado aguardiente: se interrumpía a menudo, tomaba aire, pues la emoción lo asfixiaba, y luego continuaba su relato.

En la última semana Martín había estado en cama a consecuencia de un accidente. Un grueso eje se le había escapado de entre las manos cayéndole sobre un pie. El sábado fué Carmen, su mujer, a cobrar el jornal. El patrón la hizo pasar a su despacho. Demoró en salir. Los obreros lo notaron y se miraron unos a otros con malicia. Uno de ellos se acercó hasta la puerta y miró a través de la cerradura. Y vió demasiado.

De regreso se plantó en la puerta que daba hacia la oficina, y desde lo alto de las gradas, poniéndose los índices sobre la frente a manera de cuernos, gritó con voz llena y chocante:

—¡Otro cornudo!

Y una risa inmensa rodó por el taller. Las bocas se abrieron hasta dejar al descubierto las campanillas rojas y vibrantes. Algunos, sin embargo, se quedaron mudos, confundidos ante la burla. A Simón le subió el color de la sangre a la cara, y permaneció impasible como si nada hubiese oído. Pero se ocultó avergonzado tras una máquina, como si temiera ser visto. Ni Pablo, ni Adalberto, ni Tomás, llegaron a reír…

¡Calor! El termómetro marca 30 grados.

Los hombres sudan. De los rostros cae el sudor en gotas espesas. Las ropas están pegadas a los cuerpos. Pero las manos agarran con fuerza los instrumentos. Y el sudor sigue corriendo por las espaldas de los hombres. Del techo de zinc baja directo y sofocante el calor, y la sangre hierve en la cabeza de los obreros, los músculos se van aflojando y los movimientos se van haciendo más lentos. La respiración se hace fatigosa.

El sol sube. El termómetro sube.

¡31 grados!

¡Las doce!

La sirena rasgó el aire. Esta vez para arrojar a los obreros del taller. «¡Fuera holgazanes! ¡Id y volved! ¡Pero volved pronto…!». Y los obreros abandonaron las herramientas, dejaron caer los brazos y marcharon a vestirse. De un tonel iban sacando agua para lavarse, disputábanse el sitio y veinte manos a un mismo tiempo metían vasijas en el depósito. El agua corría por el suelo y los zapatos la mezclaban con el sucio del piso formándose una resbaladiza capa de lodo. El jabón hacía espuma en los rostros y caía en oscuros copos. Las paredes se iban tapizando con los azules vestidos de los obreros.

¡Tragedia!

La puerta de la oficina acababa de abrirse. Por ella aparecería el patrón. Y Martín lo mataría. Nadie podía dudarlo. La alegría pasaba de un corazón a otro de los obreros como una mariposa de flor en flor. Y la ansiedad comenzó a llenar el salón. Los ojos fijos en la puerta; fijos en las manos del obrero que enjabonaba su cara en una palangana llena de abolladuras. Pero el patrón salió con paso lento, atravesó el salón mirando a uno y otro lado, y Martín en el lavadero permaneció inmutable, como si no le hubiese visto, como si no hubiera sentido sus pasos ni el crujido de sus zapatos de fino cuero.

¡No hubo tragedia!

Y los obreros echaron de nuevo a andar. Despreciativos. Enojados por haber perdido el espectáculo. De haber sido su mujer, ellos habrían matado al patrón. Salieron también en tropel y aceleradamente, pero sin el vigor de por la mañana. Iban sin fuerzas ni voluntad, vacíos como pellejos. El sol les hería la frente, y sudaban copiosamente. De nuevo sus zapatos marcharon por sobre el petróleo de la carretera; por sobre el fuego de la carretera.

El sol ha llegado al cénit.

¡32 grados!

El suelo hierve. Del cemento de la calle se ve subir un tenue vapor, y en las plantas de los pies se siente el calor de las suelas de los zapatos como planchas de hierro calientes; y la piel arde, como si se estuviera formando una gran ampolla. Los pies apenas si se detienen y avanzan, rápidos, por sobre aquella larga superficie caldeada.

En el aire se cruzan multitud de haces resplandecientes que ciegan la vista. No se ve sino una gran mancha blanca que deslumbra. Los párpados se cierran, pero aún persiste en la retina la claridad. Y también a los ojos se les siente arder. Las cejas bajan y se fruncen queriendo proteger la vista, y un gran número de arrugas surcan las frentes como si todos pensaran en cosas graves. Y las caras toman un aspecto de mal humor.

El sol golpea en todas partes. Ni una delgada sombra se proyecta en las aceras. Y el calor del sol cae sobre las espaldas, sobre el pecho; rodea, envuelve y sofoca los cuerpos. ¡No es posible evadir el sol! No hay más remedio que apresurar el paso para llegar cuanto antes a la casa. Y los hombres caminan como si fueran a correr, los sombreros tumbados sobre los ojos, pegándose a las paredes y deslizándose rápidamente como si tratasen de huir.

¡33 grados bajo sombra! ¡34 bajo sol!

Martín avanza por la calle. Como todos, lleva la frente poblada de arrugas. Pero él, en cambio, piensa. Piensa en lo que le relató Miguel. También como todos, quiere llegar pronto a casa, pero no tan sólo porque desee la sombra fresca y acogedora.

Y suda. Un sudor copioso le corre por el rostro. Todo su cuerpo gotea lentamente como un filtro. Siente correr las gotas sobre la piel, provocándole una ligera cosquilla. Lleva las piernas empapadas, y al caminar los pantalones se le pegan a las rodillas, a los muslos, a las pantorrillas. Las medias están húmedas y los dedos de los pies al moverse sienten la humedad como si anduvieran por entre el fango. La camisa es un trapo mojado pegado al pecho, y siente que le chupa las fuerzas a través de los poros abiertos, como una lengua babosa que chupase un panal. De la frente le bajan gruesas gotas que se le acumulan en las cejas para rodar luego hasta la barbilla de un inagotable y delgado hilillo de sudor que con frecuencia se sacude con la mano; pero el sudor vuelve, cada vez más copioso. Aprieta el paso. Atraviesa las calles casi corriendo. Toma las aceras de un salto. Y el sudor le corre hasta los pies. El saco, pasado en las espaldas y con un gran círculo de humedad bajo los brazos.

¡35 grados bajo el sol!

Continúa andando. El cuerpo le hierve. Le faltan aún varias cuadras para llegar a la casa. Ni una ligera brisa siéntese soplar. Trata de separarse las ropas; pero éstas de nuevo cáenle sobre la piel, pesadas y húmedas. Sentía asco de sí mismo. Un olor desagradable y penetrante fluía de su cuerpo. Jadeaba. Trataba siempre de marchar más aprisa. ¡Y llegar! Llegar pronto; arrancarse aquellos trapos asquerosos; sacar los pies de entre el fango de los zapatos. ¡Y echarse al baño!

¡El baño!

¡Carmen!

Ante él apareció ella. Había salido a abrirle la puerta. Es blanca y delgada. De sus ojos se desprende una tibia dulzura. En su traje lleva el tizne de la cocina. Martín la tomó por las delicadas muñecas y cerró los dedos. Los cerró con todas las fuerzas que aún le restaban.

La miró con los ojos saltados. Apretó los dientes hasta sentir dolor en las quijadas. Ella comprendió y comenzó a temblar; todo su cuerpo vibraba como un junco sacudido, y sobre su cara se puso de pronto el espanto como una máscara.

Las manos de Martín comenzaron a subir. Lentamente iban subiendo por los redondos brazos, tomaron la suave curva de los hombros y se posaron alrededor del cuello. Rodeado por las dos fuertes manos, el cuello desaparecía; y la cabeza de Carmen emergía de entre ellas como de entre una cesta de mimbre.

¡Calor!

El aire caliente sofocaba. La respiración se hacía difícil. Martín sentía como si una gigantesca llama lo envolviera. Y sudaba. Todo su cuerpo manaba a chorros el salado líquido, en tanto un gran desfallecimiento lo iba invadiendo, como si tuviera las venas abiertas y corriera la sangre por sobre la piel hasta quedar el cuerpo vacío como un odre. La voluntad y los músculos íbanse aflojando como elásticas podridas.

¡El cuello! ¡Apretar las manos! ¡Hundir los dedos en aquella garganta de perlada blancura! Vería entonces a aquellos ojos que amaba, saltar fuera de las órbitas y ponerse feos como úlceras; y la sonrosada lengua se tornaría amoratada y caería fuera de la boca, colgando como un calcetín sucio. ¡Pero el calor lo ahogaba! Las fuerzas se le escapaban por los poros como el agua de un tonel roto.

¡34 grados!

¡La camisa pegada al cuerpo, babosa y desesperante! ¡Los dedos de los pies moviéndose dentro de los zapatos como entre aceite!

¡El baño!

Un estremecimiento sacudió su cuerpo. Su piel se dilató como si hubiera entrado en contacto con el agua. Y no pudo pencar en nada más. ¡La piel! Su voluntad residía ahora en la piel, como si toda ella se hubiera vuelto materia cerebral, y ordenara.

Sus manos se aflojaron casi de repente, sus brazos cayeron desde lo alto de los hombros de la mujer y oscilaron como cuerdas cortadas. Parecía como si su cuerpo fuera a derrumbarse, semejante a un monigote.

Y comenzó a andar vacilante, a zancadas largas y tardías, el tronco echado hacia adelante, dejando en el suelo un rastro de sudor, que goteaba desde la barbilla y desde la punta de los dedos.

¡Después del baño! ¡Sí! ¡Después del baño le ajustaría las cuentas!

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