literatura venezolana

de hoy y de siempre

Dos cuentos de Aquiles Nazoa

Jul 7, 2025

La niña, el pozo, el gato, el cojín volador y las siete piedritas…

Era una creencia antigua entre los niños de aquel pueblo que si alcanzaban a recoger siete piedritas blancas al tiempo que las cam­panas tocaban el Aleluya, tendrían después una Navidad llena de riquezas. Pues luego, en los diez meses que corren entre Semana Santa y Navidad, las piedritas irían volviéndose centavos. Esto, siempre que una vez recogidas se tuviese el cuidado y la perseve­rancia de guardarlas todas las noches, sin mirarlas, debajo de la al­mohada.

Incubadas por el sueño y la esperanza de los niños, un alquimis­ta misterioso y paciente iba después gastando las piedritas hasta infundirles el brillo y la delgadez del metal; limas silentes redon­deaban sus bordes; buriles y troqueles secretos les inscribían los co­nocidos cuños. Y el 24 de Diciembre a las doce de la noche ni un minuto más ni un minuto menos, podía usted —con los ojos cerrados, eso sí— levantar su almohada, que si había sabido con­servar su esperanza hasta el final, ahí estarían, en hilerita deslumbrante, las siete monedas. Pero aunque todos creían en él, la verdad es que ninguno de los niños de nuestro pueblo había si­do jamás favorecido por tan dadivoso milagro. Era la suya, como la de todas las gentes simples, una fe alimentada en la conseja fami­liar, una ilusión comunicada a su corazón por gentes viejas que en su tiempo habían sido también niños crédulos e imaginativos. Pe­ro tampoco ellos, los viejos, habían conocido el milagro, a no ser, quizá, que lo hubiesen visto en otras comarcas.

Y es que en el pueblo de nuestro cuento, todo parecía dispuesto para que los niños no conocieran nunca esta alegría. Las treinta o cuarenta casas que formaban el vecindario se levantaban sobre un suelo de tierra grisácea, tan fina que parecía cernida, toda lodaza­les en el invierno, toda remolinos de polvo en el verano, tierra flo­tante de médanos, siempre a merced del viento, y en donde hallar una piedra, por pequeña que fuese, era tan difícil como en­contrarse un anillo de oro en el baúl de alguno de aquellos pobrísimos vecinos.

Había, sí, a alguna distancia en las afueras, y como compensa­ción de tanta aridez y polvo seco, un río que daba de beber a las cercanas vegas, un río generoso y bonito que no se sabía de dónde venía ni para dónde iba, siempre concurrido de arrieros que iban a bañar sus mulas, o de bulliciosas lavanderas que batían sus trapos contra grandes piedras y, algunos días, de sacadores de arena cuyas carretas proveían a las escasísimas albañilerías de por aquellos lu­gares.

El Sábado de Gloria, desde muy en la mañana, los niños del pueblo tomaban el camino del río, y una vez junto a él después de larga caminata, se repartían por las zonas más arenosas de la ribe­ra, a fin de tener asegurada su provisión de piedrecitas para cuan­do llegara el momento de recogerlas.

Pero nunca acertaban con el momento justo, pues estaban en­tonces tan distantes del pueblo, y era tan envolvente el rumor del agua, que ni el más fino de oídos alcanzaba a escuchar las campa­nas. Inseguros, con la vaga angustia de la incertidumbre, afirmán­dose unos a otros haber oído algo, cuando en ese momento cerca­no al mediodía se sugerían en la distancia sonidos que podían ser o no ser de remotas campanitas, entonces elegía cada uno siete piedritas de las más lavadas por la corriente. Cada cual, después de contemplarlas y sopesarlas, se las echaba al bolsillo o las conserva­ba apuñadas en la mano, y la muchachada volvía jubilosa al pueblo, a los gritos de:

¡Aleluya, Aleluya,

ya cada cual cogió la suya!

Más siempre era para comprobar, llegada la noche de di­ciembre, que toda su ilusión, acrecida en casi un año de espera, había parado en nada.

Sea porque se les habían adelantado las campanas, sea porque se les hubieran quedado atrás, lo cierto es que nunca llegaba a cumplírseles el milagro de las piedritas.

De los niños que aquella Nochebuena levantaron su almohada para encontrarse con que las piedritas blancas no se habían conver­tido en centavos, la más golpeada por el desengaño fue, quizá, la niña que protagoniza esta historia.

Como todas las niñas de los cuentos tristes, ella era bonita, huérfana y buena, y tenía una madrastra cruel.

Vivían en la última casita del pueblo, una casita tirada como una semilla perdida, en la mitad de la sabana. Pero no era una fea casita, pese a que en ella se hacía sufrir a una pobre niña. Parecía una casita pintada en un cuaderno cuando uno está en segundo grado y tiene una caja de creyones. Era tal vez la única que en la región podía darse el lujo de tener flores, flores de esas que uno le pinta a la casita que ha dibujado en el cuaderno cuando uno está en segundo grado y tiene una caja de creyones y se le ocurre pintar una casita que tenga flores.

Aunque dicho sea en honor de la verdad, la casita no tenía aquellas flores por adorno, sino porque la terrible madrastra, ocho veces viuda, había descubierto un espléndido negocio en fabricar coronas fúnebres para vendérselas a precios especiales de familia, a los dolientes de sus ocho difuntos maridos.

El principal oficio de la niña era precisamente el cuido de las flores. Las regaba sacando agua de un pozo muy hondo y muy fresco que había en el patio. Haciendo girar una manivela que el pozo tenía en su brocal, una cuerda se iba enrollando y, atado al extremo de la cuerda, subía un cubo de agua olorosa a raíces tier­nas y a día de lluvia. A veces, con el agua, se venían también algu­nas piedrecitas, seguramente las piedrecitas más limpias y más pe­queñas del mundo.

Conoció una vez la niña cómo podían estas piedrecitas llegar a convertirse en centavos. Y el día indicado, cuando calculó que la hora de recogerlas se acercaba, echó el balde dentro del pozo. Al sacarlo de vuelta, venían justamente siete piedrecitas en el fondo del agua.

Esperó un rato sin tocarlas, y cuando a la distancia creyó percibir las campanas del Aleluya, las recogió, las contó bien y fue a guar­darlas.

Noche tras noche, con los ojos cerrados las colocaba debajo de su almohada; mañana tras mañana, con los ojos cerrados, las vol­vía a meter en su escondite. Así pasaron días y semanas y meses, y con el tiempo iba creciendo su ilusionada curiosidad.

Llegó por fin la Nochebuena y sonó la hora señalada. Con el co­razón vuelto un caballo dentro del pecho, se incorporó en su ca­ma. ¿Cómo lo haría? Primero pensó en entrarles de sorpresa, co­mo a cosa que puede asustarse y salir volando. Pero sus manos se detuvieron en el impulso. Y, cambiando de parecer, ¡zas!, alzó la almohada de un tirón seco.

Se quedó un momento inmóvil, fijos los ojos grandotes en el lu­gar donde estaban las piedritas. Toda la cara se le fue como apa­gando. A través de una confusión de lágrimas y mocos fue cogien­do las piedras una por una y examinándolas desconsoladamente. Por fin, llorando y llorando se echó encima de ellas, y lloró muy largamente, largamente como sólo puede llorar una pobre niña desengañada.

Apuñando las piedritas que al echarse encima de ellas se le ha­bían incrustado entre la palma de la mano y la mejilla, se levantó y salió de puntillas al patio.

—Se las devolveré al pozo— dijo. El pozo me ha engañado.

Y ya junto al brocal, empuñó la manivela y se puso a darle vuel­tas; pero en lugar del cubo de agua, ahora lo que subía del pozo, a medida que giraba el cilindro, era un melódico y muy antiguo vals como de orquesta mecánica de carrousel. Sorprendida, detuvo la manivela, y con la misma cesó la música. La volvió a hacer girar y la música sonó de nuevo. ¡He aquí, pues, que nuestro pozo fun­ciona como un organillo!

Encantada de su descubrimiento, dejó caer las siete piedritas, y las piedritas al dar en el fondo, sonaron como centavos, como un puñado de centavitos nuevos que se le cae a uno. ¡Eran centavos! ¡Y ella que no había visto bien! ¿O será que sonaron así al chocar con el metal del cubo?

Para cerciorarse hizo girar la manivela, y esta vez, sí subió el re­cipiente. Pero al asomarse a él, ¡nueva sorpresa!: donde esperaba encontrar piedrecitas o monedas, lo que vio fue un sapo, un sapo de piel intensamente verde que la miraba con ojos tan tristes como los de ella.

Iba a devolverlo al pozo, llena de miedo, cuando oyó que el sa­po le hablaba, llamándola por su nombre con una voz profunda como la del señor gordote que canta en la ópera. —Soy —le di­jo— un príncipe convertido en sapo por la maldad de una madrastra cruel. Estoy condenado a vivir así hasta que encuentre una niña de tan noble corazón que quiera alojarme en su casa arriesgándolo todo.

Yo te salvaré —dijo la niña. Te alojaré en mi casa, pero como mi madrastra odia a los sapos y te mataría si te encontrase, deberás permanecer oculto en la forma que yo te diga.

En eso amaneció el radiante día de Navidad. Muy sigilosamente la niña volvió a su cuarto. Allí no había nada que le sirviera para ocultar un sapo.

Pero la pared del cuarto era blanca, y ella tenía un creyón azul. De modo pues que cogió el creyón y sobre la pared blanca dibujó un cofrecito de plata. Pero como el espacio de la pared era muy re­ducido y el creyón muy chiquito, el cofre que dibujó le salió de­masiado pequeño como para que en él pudiera meterse con como­didad el sapo.

Lo que hizo ella entonces fue abrir el cofre que había dibujado, y de él sacó sedas, algodón, telas finísimas y un dechado.

Vino nuevamente a sentarse en el brocal del pozo mientras el sapo esperaba. En pocos minutos tuvo terminado un hermoso co­jín, con las iniciales de su madrasta bordadas con hilos de oro en todo el centro.

—Esta será su casa, señor Prinsapo —le anunció al huésped—. Y por un boquete de la tela que todavía tenía sin coser, metió dentro del cojín a su amigo con recomendaciones de que se estuviese allí muy quieto, y remató su costura.

En ese momento salía la madrastra con sus habituales regaños. —Madrastra—le dijo la niña presentándole el cojín—, como hoy es día de Pascuas le he preparado este aguinaldo.

—Ay —exclamó la madrastra con rara complacencia ¡Qué hermo­so cojín! Lo colocaremos en el sofá del salón para vendérselo al pri­mer cliente que venga a encargarnos una corona. Por experiencia lo digo: al que acaba de perder algún ser querido siempre le hace falta un cojín para echarse a llorar.

Tan grosera muestra de mal corazón hizo estremecer al sapo dentro del cojín, pero comprendió que, en aquel instante, cual­quier efusión de sus sentimientos podía perderle. Y se quedó calladito.

El cojín fue colocado en el mejor mueble de la casa, entre un modelo reducido de corona funeraria para general y un enorme retrato de conjunto donde el artista había reunido, por riguroso orden alfabético, a los ocho difuntos maridos de la señora.

Por el momento, tanto el sapo como la niña respiraron tran­quilos.

Pero aquí entra en acción un personaje llamado Pancho, del que hasta ahora nos habíamos olvidado por completo.

Pancho era el único ser en este mundo a quien aquella terrible señora había llegado a dispensarle algún cariño. Pancho era un gatazo gordo, remilgoso y mal acostumbrado.

Viendo que había cojín nuevo en la casa, se aprestó a estrenarlo. De un salto ganó el sofá, se arqueó perezosamente como conviene a un verdadero gato, y se instaló en el cojín, dispuesto a echar en ese mullido lecho la primera siesta del día.

Pero apenas (cerrados plácidamente los ojos) se había enroscado sobre el lujoso cojín, empezó a percibir unos insólitos movimien­tos debajo de su cuerpo; era el sapo que allá adentro en su prisión de algodones, se sentía agobiado bajo el peso de Pancho.

Pancho, a los primeros movimientos, abandonó de un salto el sitio, emitiendo una especie de soplido. Por su parte, al sentirse libre de aquel peso agobiante, el asustado sapo quiso emprender la huida; pero prisionero como estaba en su encierro de trapos y al­godones, sus saltos no lograron otra cosa que poner a bailotear el cojín por toda la casa.

A los bufidos del enfurecido Pancho, salió la vieja con un palo en la mano, resuelta a descargarlo sobre el extraño cojín bailador. Pero, cosa rara, en el momento justo en que alzaba el brazo para golpearlo, un coro de voces al mismo tiempo dulce y lúgubre, la hizo volverse. Eran los ocho retratos de sus ocho difuntos maridos, súbitamente animados, a quienes al parecer divertía la danza del cojín, pues en un crescendo cada vez más poderoso, acompañaban aquel bamboleo tan raro con el sonsonete que también para que brinquen a su compás se les canta a los niños.

¡Sapito lipón!,

¡Sapito lipón!,

¡ni tiene camisa, ni tiene calzón!

Entretanto, ya el cojín danzante había ganado la puerta, perse­guido por el gato.

Un salto feroz, un bufido, y ya las diez afiladas uñas desgarra­ban la funda. Entre los algodones dispersos por el manotazo de Pancho, se vio aparecer el sapo. ¡Qué feo estaba ahora, tembloroso de miedo y cubierto de pelusas! Pero ya la niña corría en su auxi­lio. Al verlo perdido, toda ella se convirtió en una pluma soplada por siete gigantes, o en la luz de un relámpago, o en una flecha de agua. Lo cierto fue que en un segundo le ganó distancia al zarpazo que ya bajaba, se echó a tierra y cayó como un ala sobre su trémulo amigo. Y allí se quedó dulcemente echada, el pecho contra la tierra desnuda, el rostro sobre húmeda almohada de flores.

Cuando despertó era Día de Navidad. Tenía las siete piedrecitas marcadas como siete estrellas sobre su cara. Pero ya no estaba tris­te. Abrió una vieja ventana, y su primera mirada del día fue para el pozo.

Nunca le fue tan familiar. Le sonrió con esa sonrisa que los seres sencillos no suelen tener sino para los que comparten con ellos un secreto maravilloso.

***

La historia de un caballo que era bien bonito

Yo conocí un caballo que se alimentaba de jardines.

Todos estábamos muy contentos con esa costumbre del caballo; y el caballo también porque como se alimentaba de jardines, cuando uno le miraba los ojos las cosas se veían de todos los colores en los ojos del caballo.

Al caballo también le gustaba mirarlo a uno con sus ojos de colores, y lo mejor del asunto es que con los ojos de ese caballo que comía jardines se veían todas las cosas que el caballo veía, pero claro que más bonitas, porque se veían como si tuvieran siete años. Yo a veces esperaba que el caballo estuviera viendo para donde estaba mi escuela. El entendía la cosa y miraba para allá, y entonces mi hermana Elba y yo nos íbamos para la escuela a través de los ojos del caballo.

¡Qué caballo tan agradable!

A nosotros cuando más nos gustaba verlos era aquellos domingos por la mañana que estaban tocando la retreta y ese caballo de colores llegaba por ahí vistiéndose de alfombra por todas partes que pasaba.

Yo creo que ese caballo era muy cariñoso. Ese caballo tenía cara de que le hubiera gustado darle un paseíto a uno, pero quien se iba a montar en aquel pueblo en un caballo como ese, pues a la gente de ahí le daba pena; ahí nadie tenía ropa aparente.

Como sería de bonito ese caballo que con ese caballo se alzó Miranda contra el gobierno porque se inspiró en el tricolor de sus labios y en el rubio de sus ojos.

Ese caballo si se veía bonito cuando estaban tocando ahí esa retreta y el Señor Presidente de la Sociedad de Jardineros lo traía para que se desayunara en la plaza pública.

Que caballo tan considerado. Ese caballo podía estar muy hambriento, pero cuando los jardineros lo traían para que se comiera la plaza, el sabía que en el pueblo había mucha gente necesitada de todo lo que allí le servían, y no se comía sino a los músicos.

Y los músicos encantados. Como el caballo estaba lleno de flores por dentro, ellos ahí se sentían inspirados y se la pasaban tocando música dentro del caballo.

Bueno, y como el caballo se alimentaba de jardines y tenía todos los colores de las flores que se comía, la gente que pasaba por ahí y lo veía esperando que los jardineros le echaran su comida decían: míreme ese caballo tan bonito que está ahí espantándose las mariposas con el rabo.

Como sería de bonito ese caballo que con ese caballo se alzó Miranda contra el gobierno porque se inspiró en el tricolor de sus labios y en el rubio de sus ojos.

Y el caballo sabía que decían todo eso, y se quedaba ahí quietecito sin moverse para que también dijeran que aquel caballo era demasiado bonito para vivir en un pueblo tan feo, y unos doctores que pasaron lo que dijeron es que lo que parecía ese caballo es que estaba pintado en el pueblo.

¡Así era de bonito ese caballo!

Todo el mundo era muy cariñoso con ese caballo tan bonito, y más las señoras y señoritas del pueblo, que estaban muy contentas con aquel caballo que se alimentaba de jardines. ¿No ve que como consecuencia de aquella alimentación lo que el caballo echaba por el culito eran rosas?

Así, cuando las damas querían adornar su casa o poner un matrimonio, no tenían más que salir al medio de la calle y recoger algunas de las magníficas rosas con que el caballo le devolvía sus jardines al pueblo.

Una vez en ese pueblo se declaró la guerra mundial, y viendo un general el hermoso caballo que comía jardines, se montó en él y se lo llevó para esa guerra mundial que había ahí, diciéndole: mira caballo, déjate de jardines y de maricadas de esas y ponte al servicio de tal y cual cosa, que yo voy a defender los principios y tal, y las instituciones y tal, y el legado de yo no se quien, y bueno, caballo, todas esas lavativas que tú sabes que uno defiende.

Apenas llegaron ahí a la guerra mundial, otro general que defendía el patrimonio y otras cosas así, le tiró un tiro al general que estaba de este lado de la alcabala, y al que mató fue al caballo que se alimentaba de jardines, que cayó a tierra echando una gran cantidad de pájaros por la herida porque el general lo había herido en el corazón.

La guerra por fin tuvo que terminarse porque si no hubiera quedado a quien venderle el campo de batalla.

Después que terminó la guerra, en ese punto que cayó muerto el caballo que comía jardines, la tierra se cubrió de flores.

Una vez venía de regreso para su pueblo uno que no tenía nombre y estaba muy solo y había ido a recorrer mundo buscando novia porque se sentía bastante triste, ¿no ve que le mataron hasta el perro con eso de la defensa de los principios y tal?, y no había encontrado novia alguna porque era muy pobre y no tenía ninguna gracia.

Al ver ese reguero de flores que había ahí donde había muerto el caballo que comía jardines, el hombre cogió una de su gusto y se la puso en el pecho. Cuando llegó al pueblo encontró a su paso una muchacha que al verlo con su flor en el pecho, dijo para ella misma: que joven tan delicado que se pone en el pecho esa flor tan bonita. Hay cosas bonitas que son tristes también, como esa flor que se puso en el pecho ese joven que viene ahí. Ese debe ser una persona muy decente y a lo mejor es un poeta.

Lo que ella estaba diciendo dentro de ella con ese asunto, el hombre no lo escuchó con el oído, sino como lo oyó fue con esa flor que tenía en el pecho.
Eso no es gracia; cualquiera pude oír cosas por medio de una flor que se ha puesto en el pecho. La cuestión es que uno sea un hombre bueno y que reconozca que no hay mayores diferencias entre una flor colocada en el pecho de un hombre y la herida de que se muere inocentemente en el campo un pobre caballo.

Qué iba a hacer, le regaló a aquella bonita muchacha la única cosa que había tenido en su vida, le regaló a la muchacha aquella flor que le servía a uno para oír cosas: ¿quién con un regalo tan bueno no enamora inmediatamente a una muchacha?

El día que se casaron, como el papá de ella era un señor muy rico porque tenía una venta de raspado, le regaló como veinticinco tablas viejas, dos ruedas de carreta y una moneda de oro.

Con las veinticinco tablas el hombre de la flor se fabricó una carreta y a la carreta le pintó un caballo, y con la moneda de oro compro una cesta de flores y se las dio de comer al caballo que pinto en la carreta, y ese fue el origen de un cuento que creo haber contado yo alguna vez y que empezaba: «Yo conocí un caballo que se alimentaba de jardines».

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