Niñana
-¡Niñana!… La llama doña Dolores. ¡Niñana!… Que si hay huevos. ¡Niñana!… La limosna de la Virgen. Niñana… Niñana… Niñana…
Desde el amanecer hasta que todo está oscuro y en paz, el extraño acoplamiento de las dos palabras resuena por la casa. Parece que Niñana fuera el motor o mejor dicho el dinamo que diera movimiento a todo en el hogar. Doña Dolores tiene casi setenta años pero su cuerpo y su espíritu entraron en la senectud desde mucho antes. Su único hijo había muerto en plena juventud y ella enviudó luego ya en edad madura. Desde años atrás su carácter de por sí pasivo, se había amoldado tanto a la vida de casada, que a los cuarenta años de edad más bien parecía sombra del marido que mujer. No decidía nada, no pensaba, ni siquiera llegaba a comparar las cosas o los sucesos entre sí, simplemente preguntaba:
-Perucho, ¿qué te parece?
Y el parecer de Perucho era ley indiscutible, que ella se esforzaba en hacer cumplir.
El hijo único fallecido en extrañas circunstancias -se habló de accidente, de crimen, de suicidio- se había casado en una lejana población del Bajo Orinoco.
Doña Dolores nunca vio a su nuera, quien murió en el primer parto, según dijo el hijo, en el momento en que le hizo entrega de la recién nacida, antes de salir de nuevo del hogar, rumbo a un destino desconocido que resultó ser la muerte.
Entonces doña Dolores y Perucho, con la pasividad de quien se somete al deber, organizaron la vieja cuna de madera, con balancín, para la niña. Era la misma donde antes durmiera el unigénito. Atendieron a la chiquilla con cuidadoso celo, todos sus afectos convergieron hacia ella con la mayor fuerza después de la muerte casi inexplicable del hijo, quien apareció sin vida cerca de un farallón durante una cacería por los llanos. Y esta pena los impulsó a querer a la rubia, blanca Ana Dolores cada día más.
Después de la viudez, vino el rápido descenso de la matrona. Doña Dolores tenía carácter sumiso, éste degeneró en indeciso y luego de indeciso en pueril. Las cataratas que siempre la habían molestado, aumentaron, acaso con el constante llorar, y al fin llegó el momento en que se produjo en la vieja, solitaria casa de los Fernández, una extraña situación: Ana Dolores llegó a ser el centro, el factótum de ese hogar a la deriva. Doña Dolores concentró su única inquietud en el cuidado de su «Niñana», y en consecuencia, sus cortos alcances sólo le permitían una línea de conducta: tratar de que la niña estuviera cerca de ella y que no saliera de la casa, excepto para Misa, los domingos. Entonces iban juntas.
Niñana llegó a cumplir diez y seis años. Su frescura juvenil, su tipo un tanto exótico, que recordaba una desconocida ascendencia inglesa, sus blondos, bellísimos cabellos, largos hasta la cintura a ruegos de doña Dolores y su carácter tolerante, daban vida a la casa provinciana que se había convertido poco apoco en arsenal de recuerdos y cosas viejas y que se animaba cuando cantaban los turpiales o los canarios o cuando Niñana estudiaba piano, lo cual acaecía a lo menos una vez al día.
Doña Dolores se convirtió en una inválida, debido a una cruel caída,en la cual se fracturó la cadera, y no salió más de la casa.
Pero Niñana estaba allí y los turpiales tuvieron al amanecer alpiste y frutas, los pavos, su alimento, doña Dolores su ración de cariño y su desayuno; y el servicio fiel, órdenes prolijas que cumplir.
Los domingos, Niñana hacía matar una gallina para preparar el hervido, con vituallas y jojotos, pues éste era el plato preferido de su abuela. Luego, se vestía apresurada para ir a Misa en compañía de su tía Elena o de la vieja Manuela, quien desde la infancia había servido a los suyos como doméstica y era casi de la familia.
En la Iglesia, mientras el sacerdote prolongaba su sermón a veces florido, a veces hiriente, los forasteros miraban a Niñana de espaldas. Ella solía ir a Misa cubierta la cabeza con un amplio tul negro finísimo y los que no la conocían, preguntaban que quién era esa señorita.
-Es Niñana, contestaban sencillamente los paisanos.
Tal respuesta despertaba mayor curiosidad y si continuaban inquiriendo, llegaban a la conclusión de que esa atractiva chica era inabordable, debido a la celosa actitud de doña Dolores. Y si alguno, más interesado o decidido se acercaba hasta la casa, encontraba que las ventanas de ésta que tenían cortinas y no se abrían, excepto la del aposento de doña Dolores. Si tenía admiradores, Niñana no lo sabía. O no debía saberlo, porque ¡cuánto iba a mortificar ésto a doña Dolores!
-Esta es la Iglesia de San Francisco. Dicen que es la más bonita de Caracas.
Niñana se arrodilló delante del Altar laminado en oro, y pidió tres gracias como habitualmente lo hacía al entrar a una Iglesia por primera vez. Frente a ella, la delicada faz de la Virgen de la Soledad rodeada de blanco encaje y velo negro, se destacaba merced a un golpe de luz que entraba por la alta puerta principal. Poco después, la voz femenina, juvenil, acariciante, explicaba:
-¿Ves, Anita? Allí enfrente está el Palacio Legislativo. ¡Quítate de la cabeza ese pañuelito que salimos de la Iglesia! Ese Palacio, lo hizo hacer un Presidente, ¿te acuerdas? Guzmán Blanco, dicen que en noventa días. Vamos a entrar, si el portero… Quisiera que tú vieras las pinturas. En el techo del salón Elíptico, hay una Batalla de la Independencia. Y luego unos óleos de los héroes. En el jardín, una fuente y… Pero mira, antes de cruzar la calle, quiero que veas bien la ceiba de San Francisco. ¿La ves? Si esta ceiba hablara sería una gran historiadora. Tiene siglos. ¡Y cuánto ha visto! ¡Y cuánto ha oído! ¡Sabe hasta de negocios! ¡No te rías, Niñana! Ahora hay otro pintor, pintando allá, dentro del jardín del Palacio.
La mirada reflexiva de la joven y su sonrisa seguían jovialmente la apresurada, un tanto inconexa charla de su prima, quien hacía de cicerone para ella.
Niñana ni se excitaba, ni se mostraba asombrada, simplemente veía todo, con calma. Desde la vieja, corpulenta ceiba, hasta los subterráneos del Centro Simón Bolívar y los incipientes rascacielos que airosamente se levantaban cerquísima de la propia esquina de San Francisco. Era tan reposada la expresión de Niñana, tan tranquilo su modo de mirar todo, que parecía como que si antes hubiese vivido en alguna gran ciudad.
Lo que en realidad asombraba a Niñana era que doña Dolores hubiera permitido su viaje, quedándose sola con el servicio, aunque una de sus ahijadas había prometido ir a acompañarla. Los pocos días pasados en la ciudad, fueron plenamente aprovechados. Las primas que vivían en ésta desde años atrás, resultaron ser amables, condescendientes, generosas en su pobreza para con esa prima medio ignorada que despertaba la curiosidad del grupo de muchachos de la Urbanización Campo Claro, y que cuando salía llamaba la atención de los jóvenes transeúntes.
Luego, llegó el momento de comprar trajes, zapatillas, medias, ropa interior, y un recuerdito para doña Dolores y para cada una de las mujeres de servicio.
Niñana casi en seguida se dio cuenta de que si ella progresaba en ciertos conocimientos, podría emplearse como sus primas; y ganar suficiente para vivir en Caracas. Sobre todo si estudiaba contabilidad, mecanografía, taquigrafía e inglés. No llegó a analizar bien lo que le ocurría, pero captó además que ella era una mujer que gustaba, que despertaba el interés de los hombres. Se dio cuenta también, de que la tierra es grande, de que hay pueblos, caseríos, ciudades, tanto en la geografía como entrevistos en el viaje en automóvil que hiciera con su tía Elena y que cada quien puede cambiar de vida, que no es obligatorio estar siempre en la misma casa, tener siempre la misma ropa, vivir siempre con las mismas personas. También pensó Niñana que ella no recordaba ni a su papá ni a su mamá, absolutamente nada. ¿Por qué nadie le hablaba de ellos? ¿Por qué doña Dolores no tenía en ese grueso y enorme álbum cuya cubierta ostenta un paisaje verde con una garza al relieve, el retrato de su madre? ¿Porqué sus primas vivían una vida tan diferente a la suya? Ya Ernestina se había casado y tenía un niño. Sin embargo, se vestía como cuando era señorita, y salía a cada rato, manejaba ella misma su automóvil y hasta trabajaba fuera de casa.
-¡Niñana! ¡Niñana!… ¡Ven acá, que Dios y la Virgen te bendigan!
El beso de doña Dolores era un beso tembloroso, sus manos tocaron el rostro, el pelo de Niñana, entonces ella dijo:
-Gracias a Dios que no te lo cortaste.
La anciana estaba deprimida, había enflaquecido. Pero al volver Niñana, empezó a comer más, se sentía contenta, le pedía que le contara de Caracas, de los pueblos del camino, de su hermana que se había ido hacía tanto tiempo con ese marido caminador; de sus sobrinas, que eran tres.
Niñana cada día contaba algo nuevo, luego repetía lo ya contado, y se sentía cada vez más prisionera en esa casa vieja y tan sola, que había sido su único mundo hasta entonces. Poco a poco, una extraña metamorfosis ocurrió en ella. De sumisa, se tornó terca, de paciente, impaciente y trató entonces de incorporarse a la vida, pero doña Dolores con su voz pueril y sus manos temblorosas, decía:
-Niñana, tú no debes salir a ninguna parte, y además, ¿me vas a dejar sola? ¡Con las palpitaciones que siento!
Por extraño que parezca, Niñana cedía entonces y permanecía en esa vida semiclaustral.
Una mañana salió a la puerta a recibir el pan como de costumbre, cuando un alto y fornido inmigrante le tendió el paquete y se quedó mirándola. Ella a diario recibía el pan y pagaba las compras.
El hombre era tosco, vigoroso, de grandes espaldas y ojos claros, facciones correctas y duras. Volvía cada día con el pan. Doña Dolores había entrado en una especie de continua somnolencia. Niñana había logrado readaptarse a esa su vida tan extraña que casi parecía fuera de este siglo, pero en ella había ahora rebeldía. De repente se encontró a sí misma pensando en algo que antes le parecía prácticamente inabordable.
-¿Por qué mamá no acaba de morirse?, se preguntó. Y luego reaccionó: ¡Que sea cuando Dios quiera!
En ella se inició entonces una interna, constante lucha entre el deber, las convenciones y un impulso recóndito que nunca sintió antes. Se tornó nerviosa, irascible. Tenía entonces veinticinco años.
Por algún tiempo, acarició la ilusión de que su primo Ventura iba a hablarle de amor. Era el único que alguna vez venía a saludar a doña Dolores y luego se quedaba sentado, mirándola y si había oportunidad, le hablaba de su trabajo, de la siembra de arroz, de la cría, de las crecidas del río. Pero cuando ella volvió de Caracas, supo que Ventura había «sacado» a la hija de Indalecia, la planchadora que vivía en la Calle Nueva, y se la había llevado para el hato.
Empezó a notar Niñana que en torno a sus ojos se formaban arrugas cuando reía, que sus manos enrojecían y ya estaban venosas con el diario trabajo, pese al limón que siempre usaba. Se tornó mucho más excitable, a veces se autocriticaba acerbamente cuando doña Dolores le decía:
-¿No me quieres Niñana? O: ¿Por qué te has perfumado tanto, mi hijita?
Ella por fin llegó a convencerse de que ya no se casaría. Esto ocurrió después que salió una vez de la Iglesia, ya tarde, de la Novena. En ese momento, unos muchachos venían por la misma acera. Tendrían entre dieciocho y veinte años. Ellos apresuraron el paso para requebrarla y para ver su rostro. Uno de ellos al mirarla, dijo pasándole al lado:
-Yo creía que era una muchacha, ¡es una vieja!
Y esa voz juvenil hirió profundamente a Niñana.
Pocas noches después, doña Dolores le preguntó a su cocinera que si no había oído ladrar al perro a medianoche.
-¿A medianoche? Yo estaría dormida -dijo la mujer.
Por varias noches más ladró el perro.
Niñana afirmó que tampoco oía al perro. Estaba entonces tentadora. Usaba trajes algo atrevidos, se ponía los zarcillos de oro, sus zapatos de casa relucían: Eran unas graciosas sandalias rojas. Cantaba cuando cosía y se volvió trascordada, según expresión de su abuela:
-¡Muchacha!… ¿En qué piensas?
Ella decía:
-En nada, mamá Dolores.
Luego pareció decaída. Sus rasgos se tornaron tirantes. No tenía valor de renunciar al mandato inconfesable, brutal, que surgía de ella misma. Tampoco podía huir, porque todo esto coincidió con un mayor decaimiento de la anciana, quien ya no se levantaba y por las noches, llamaba mucho a Niñana.
Un amanecer, al abrir ésta la reja del aposento de la ventana para limpiarla, encontró un pequeño sobre dirigido a doña Dolores. Era el clásico anónimo, donde con expresión cínica la ponían en cuenta de que debía vigilar más a su nieta. Una ola de cólera invadió a Niñana, de pies a cabeza; miró con atención la deformada letra, pretendiendo adivinar quién era el autor o autora. Pensó en don Aurelio por gozar éste fama de literato; o en alguna de las vecinas, quienes siempre decían que ella era muy orgullosa, pero no llegó a ninguna conclusión, simplemente lo rompió con presteza pues deseaba que nunca hubiera sido escrito. Por un momento le pareció conveniente el hecho de que doña Dolores estuviera inválida, y luego pensó que en los pueblos pequeños, la vida consiste en atisbarse los unos a los otros a toda hora.
La terrible lucha interior que sostuvo había cesado. Se sentía terriblemente deprimida, culpable, humillada, al borde de una resolución que temía y censuraba, tanto como todo lo acaecido.
De repente dejó de acicalarse y de perfumarse, descuidó su aspecto personal. Parecía avejentada. Doña Dolores continuaba mal. Ella notaba que las vecinas habían dejado de visitarla, a pesar del estado casi agónico de su abuelita. Por su parte ella dejó de ir a la Iglesia.
Llegó noviembre, con sus aguaceros y sus campanadas por los muertos. Ella ahora estaba silenciosa. Nunca abría el piano. Cruzaba por los corredores, rumbo a la cocina casi como una sombra. Los perros dormían cerca de la hamaca de doña Dolores.
Por las noches, velaba a solas, cabeceando casi siempre. Una pequeña lamparilla de aceite iluminaba la imagen de la Virgen y una estampita de José Gregorio Hernández, el sabio médico fallecido.
La noche del 30 de noviembre la llamó con lengua torpe, doña Dolores. Cuando se incorporó para atenderla, la silueta deformada de su cuerpo antes airoso se reflejó sin trabas en el espejo iluminado del escaparate. Pero doña Dolores estaba ya ciega, casi sorda y su cuerpo paralizado sólo podía llamarla:
-¡Niñana!…
La encrucijada
—Entra, pues. Es tu casa, mujer.
Inclinó Carlos Suárez el dorso, haló el picaporte herrumbroso, y abrió bien el anteportón de calados postigos, para que ella pasara.
Súbita impresión de frialdad y de añoranza, poseyó a Rosaura. Reconocía, sí, aquella casa, con su corredor ancho, su patio centrado por una vieja pila llena de boras húmedas; y también reconocía las habitaciones entabladas, tapizadas de papeles un tanto descoloridos.
—Ven por aquí. En este cuarto, trabajo de noche. Este otro, está solo, y tú lo organizarás como quieras. Aquí duermo yo, y hay otra pieza más, sola también, después del comedor. ¿Ves?
Rosaura recorrió todo, con su paso menudo y elástico, detrás de Carlos Suárez, quien a grandes zancadas, le daba posesión de una vez para siempre, de esa su casa, un tanto desvencijada, un tanto parecida a otra cualquiera de Caracas, y que sin embargo, era para Rosaura «aquella casa».
—Aquella casa. Sí. ¿Pero dónde y cuándo la vi?
Rememoró inútilmente, convencida sin embargo de que alguna vez, en la infancia quizás, conoció la casa donde viviría ahora, y, cosa extraña, este convencimiento trajo a su mente la misma impresión de frío desagradable.
—Bueno, doña Rosaura; ¿en qué piensas tanto? ¿No te gusta la casa?
—No es eso, no, Carlos. Me parece que la conozco. Me parece que pasé por estos cuartos, por el patio, pero sin poder acordarme de cuándo fue. Quizás estaría chiquita. No sé; no sé; pero lo cierto es que la conozco.
Mientras hablaba, miró de nuevo hacia el patio, y a la puerta del comedor en penumbras que cerraba el fondo, divisó una figura pesada y oscura cuyos ojos, abiertos y fijos, la miraban atentamente. Carlos Suárez explicó:
—Es Petra, que de seguro te quiere conocer. Venga, Petra, para presentarle a la señora.
Olor complejo a ajos, a sudor y a aceite perfumado, precedió a Petra, quien con su rolliza presencia y anchísimo fustán llenó por un momento el patio. Mirándola de cerca, quiso Rosaura sonreírle, pero la negra cara de Petra, ceñidos los apelmazados moños sobre el cráneo, se mantuvo seria, como una tosca escultura.
—Tiene más de veinte años en casa. Me conoce los gustos, desde chiquito, explicó de nuevo Carlos Suárez.
Detrás de Petra, y en vivísimo contraste, atravesó el patio una enorme gata de Angora, toda blanca, con una mancha negra sobre el lomo. La gata también miró a Rosaura, con su dorada mirada inquieta, un tanto curiosa y desconfiada.
No había llegado Petra a la cocina, cuando Rosaura, que desde su entrada a la casa se sentía extraña, tuvo la necesidad imperiosa de acercarse más a Carlos Suárez, de recostar su cabeza, siquiera por un momento, en el hombro de él, para cerciorarse de que aquella soledad que parecía envolverla, no existía. Súbitamente, lo rodeó con sus brazos, lo estrechó con ahinco, y recostó al fin, la cabeza, sobre él.
—¿Qué es eso, Rosaura? ¿Y si nos vé Petra? No, Rosaura, aquí no.
—¿No estamos casados ya, pues? dijo ella.
Bruscamente, casi con rudeza, se desasió Carlos Suárez de Rosaura, quien de improviso quedó sola, en el corredor, frente a aquel viejo reloj de pie, cuyo péndulo era una lira, y estaba exornado con gordos angelitos de bronce.
Más alto que ella, el reloj, de estilo barroco, movía el péndulo tan pausadamente que a simple vista podría creerse que sus horas eran más largas. Carlos Suárez había salido a la puerta para hacer traer las maletas, todavía en el automóvil. En esos momentos, la soledad fue medida, rítmicamente, por el viejo péndulo bronceado, y también por el ritmo cálido del pulso de Rosaura, acelerado en compleja emoción, presta a convertirse en llanto. Pero, no, no lloraría. Los ojos húmedos parpadearon y maquinalmente comenzaron a analizar de nuevo el reloj. Allí estaba el cuadrante, de números romanos, señalando cada segundo por el salto de la manecilla delgada. Sobre el vidrio, se reflejaba parte del patio, con su hojarasca verde y una florescencia de magnolina a medio abrir. Crujió el anteportón. Carlos Suárez entraba con una maleta en cada mano. El esfuerzo afeaba su rostro.
Eso era todo. Ya estaba, pues, Rosaura, en la casa, ¿su casa? No, no sentía ella eso. ¿Podría llamar suya, alguna vez, aquella casa?
* * *
—¿As de bastos? ¡Qué vá! Tute de reyes.
Rosaura entregó sus cartas, con una sonrisa un tanto cansada. Para ella, las cartas, el juego todo, eran incoloros.
Él empezó a contar los puntos en un silencio que parecía palpitar con múltiples latidos. El reloj grande del comedor, con su tic tac a saltos; el del corredor, con un tic tac más próximo, ya que jugaban allí; el del cuarto de trabajo de Carlos con un tic tac mucho más apagado, porque en su interior, no giraban cadenas metálicas, sino simples cordeles.
—Te gané con setenta puntos. ¿Jugamos otro partido?
—Como quieras —dijo la voz velada de Rosaura, mientras el rostro permanecía tan inexpresivo como la voz.
—Mejor será acostarnos. Son las nueve.
Rosaura se levantó, reunió las barajas para colocarlas en el aparador del comedor. Pocos momentos después, cerrada ya la puerta de la calle, y a oscuras la casa, entraron, marido y mujer, al cuarto que Rosaura arregló a su gusto, en el primer mes de casados. Una noche, y luego otra, precedían a los días, en aquella casa quieta, con una semejanza abrumadora. En las mañanas, Rosaura dedicaba un rato al cuarto de trabajo de Carlos Suárez. Le gustaba limpiar personalmente la vieja mesa, con su gran campana de vidrio, sus innumerables ruedecillas y tornillos, sus lupas, y sus máquinas desnudas, en marcha de prueba libre, como un inconsciente visible. Con cuidado sumo, colocaba cada pequeño objeto en su puesto, y luego, observaba los muchos relojes fijos a las paredes, presididos por el de pie, cuyos cordeles sostenían aquel raro péndulo anticuado. Carlos le había contado que ese era un reloj colonial, que por mucho tiempo perteneció a la misma familia, y que lo había comprado barato, solamente para estudiarle la máquina y verlo marchar.
—Después, me acostumbré a tenerlo cerca, y ahora no lo vendería por nada. El año pasado, vino una madama, y se empeñó en que lo vendiera, para una quinta que estaba haciendo en el cerro, de estilo colonial. Me lo pagaba caro, y yo iba ya a vendérselo, cuando agregó que su marido tenía un camión y era fácil llevárselo. Me di cuenta entonces, de que el reloj no estaría más ahí, frente a mi mesa, y le dije que no, que no lo vendía. Le hablé de recuerdos de familia y no sé de qué más; lo cierto es que al fin la madama se fue, y que aquí está el reloj.
Rosaura, no por curiosidad pueril, pasa las horas en el cuarto de trabajo, un poco raro por cierto, de Carlos Suárez. Tampoco por curiosidad recorre calladamente, la casa, observando de cerca los variados ritmos de los relojes, de los cuales, sin duda, el más hermoso es el barroco con repujados y relieves cobrizos, del corredor de la entrada. Busca Rosaura algo más: quiere ahondar en las aficiones, en el trabajo de Carlos Suárez, para no sentirse así, lejana y rara. La tarde que lo conoció, estaba ella, con su guitarra bien afinada, tarareando una copla dentro de aquel grupo juvenil de su barrio. Josefina, Carlota y María del Valle, la rodeaban, y sus frescos rostros observaron, por un instante, a Carlos Suárez, quien acababa de entrar por primera vez a la salita, invitado por un amigo. En cambio, Carlos Suárez apenas las vio. Miró sólo a Rosaura, quien comenzó a cantar, acompañada de la guitarra, con su gracia simple, alumbrada de juventud. Poco después, Carlos Suárez empezó a enamorarla : en la placidez de su temperamento y de su vida metódica, ordenadísima, sería Rosaura alegría y movimiento. A fines de año, se casaron sin mayores celebraciones. A Rosaura parecióle cosa de sueños ser tan pronto la mujer de Carlos Suárez. Lo quería, sí, ciertamente; en su orfandad de afectos, pues vivía con unas primas, parecióle la suya suerte maravillosa, y así también lo pensaron todas las chicas vecinas. No era entonces para los deslumbrados ojos de Rosaura, Carlos Suárez, un simple relojero dedicado de lleno a su tarea, en aquel pobre cuarto de una calle céntrica, desprovisto de todo lujo, donde pasaba el día ante una vieja mesa mal pintada, con aquel extraño lente sobre un ojo y la luz encendida a toda hora. Ni era aquel ser sencillo, quizás demasiado metódico, que muchas veces continuaba en casa el trabajo del taller, y que en dos años de casados, no había variado nunca el ritmo de su vida íntima; que al parecer estaba satisfecho con la tranquilidad hogareña, con la salida a Misa, los domingos, y la visita familiar y periódica a aquellos parientes viejecitos ya, que vivían por la Pastora.
Rosaura, sin darse cuenta, empezó a variar. Aquella su risa a flor de labios, aquella su alegría espontánea, se extinguieron poco a poco. La guitarra, dentro de la funda de zaraza floreada, y flojas las clavijas, no supo más de la presión suave y firme de sus dedos. Parecíale a Rosaura cosa del otro mundo, un floreo en la guitarra, y mucho menos cantar, en aquella casa triste, frente al eterno refunfuñar de Petra y después de lo que había pasado, aquella tarde que Carlos Suárez la encontró cantando, sola en el corredor, y muy serio, serísimo, le dijo:
—¿Para quién son esos cantos?
—¿Para quién? ¿Como que para quién? ¿Para mí?
Bruscamente, guardó ella la guitarra, y comprobó, sorprendidísima, que Carlos Suárez salió a la puerta de la calle y observó largamente a cada transeúnte, a cada desocupado, que nunca faltan por las tardes, en las esquinas. Durante la comida, en la cual se combinaron sólo los ruidos de los cubiertos sobre la loza, y los múltiples tic-tac de los relojes, observó también Carlos Suárez que su mujer, no tenía aspecto de señora, siempre delgadita y fresca como que no se hubiera casado.
* * *
—¡Ajá! Espere un momento, hombre. Leche B, aumente un cuarto de litro.
Regresa Petra del portón con su andar cada vez más pesado, y al pasar, echa un vistazo al cuarto de Rosaura. Esta, tendida en la cama, apretando sobre los ojos el brazo derecho, en falso reposo, oye aquel eterno y múltiple tictac, que para su tormento, parece prolongar los días en un desdoblamiento inaudito de horas, más señaladas cuando menos vividas.
Se detiene Petra, y frente al abierto ventanal del cuarto de Rosaura, explica:
—Cogí un cuarto de leche B; para la gata, usté sabe. Tres lochas vuelto.
Nada contesta Rosaura, temerosa de que su voz alterada la traicione. Espera que Petra recupere los límites de su reino cocineril, que siempre pretende extender más de lo debido, y luego se levanta, para llegarse hasta el cuarto solo, siempre a oscuras, porque su puerta cae al comedor, y porque la luz exterior que recibe es apenas la de una altísima claraboya protegida por vidrio opaco. Allí de vez en cuando, revuelan murciélagos, que otras veces penden del techo raso en los rincones más oscuros y en sospechosa quietud.
Un gemido apagado se oye en la habitación, donde los más variados e inútiles artefactos se han reunido, para volverse borrosos por la sombra y la capa gris de polvo: cartas sin uso, un fonógrafo anticuado, coronas mortuorias de porcelana, maletas, mesas amputadas, jarrones cascados, lámparas, y quién sabe cuántas cosas más. Procura orientarse Rosaura en la penumbra oliente a moho de la habitación, y luego, echa de ver, en el fondo del gran canasto redondo, medio volteado en un rincón, aquel manchón movible, blanco y negro, de donde parte el gemido.
Arrastra Rosaura el canasto hacia afuera, y a la luz clarísima del patio, contempla en primer término aquel vientre sedoso, aquellas rosadas mamas goteando leche en hileras paralelas; y al fin, los recién nacidos animalillos de ojos tenazmente cerrados, pelambre húmeda y boca ansiosa en busca de las mamas.
—¡Uno, dos, tres, cuatro, cinco! Tuvo cinco.
Cesó bruscamente el gemido al arrastrar Rosaura la canasta: la bellísima gata, contrae enormemente las pupilas, el cuerpo, las entrañas dolidas, y mira a Rosaura con fijeza un tanto desconfiada.
Petra, en un tazón, de peltre, ha servido la leche, la ha calentado un poco, y viene a dársela a la compañera hogareña.
—Marquesa, Marquesa; ¿no tienes hambre, pues?
Rosaura coloca la canasta en el cuarto, mientras los gatitos se acurrucan más y más en torno a la gata, quien al oírse nombrar familiarmente por Petra, levanta la cabeza, otea la leche, y sin interés alguno, voltea el hocico, para lamer suavemente la pelambre de los recién nacidos.
* * *
Rosaura, de nuevo en su cuarto, vuelve a su posición primitiva. Tendida boca arriba en la cama, aprieta ahora más nerviosamente sus párpados cerrados, contra el brazo. Esto le produce extraña visión interna: sobre un fondo rojizo, empiezan a destacarse manchas verdosas de contornos brillantes, y variables, que a veces toman formas de estrellas, o de flores fantásticas, o de llamas agitadas por el viento. Pero, más adentro, más adentro, hay algo que produce una presión más fuerte que la del brazo: húmeda y caliente, sale en forma de llanto, que estrujado a prisa sobre las pestañas, abre paso al fin a un sollozar callado, amargo, incontenible, que crece, en el silencio del atardecer, como la sombra misma que va invadiendo ya, una vez más, la casa triste.
En el cuarto del lado, no gime la gata. Duerme beatíficamente, formando un solo manchón de terciopelo con los recién nacidos.
Rosaura, al vestirse para esperar a Carlos, sin darse cuenta del profundo sentido del gesto espontáneo, se palpa largamente su vientre virginal, frente al espejo, en la quietud inalterable de aquella casa extraña donde nunca ha reído un niño.
* * *
Un día, Rosaura tuvo veinticinco años; o lo que es lo mismo, cinco años de su vida al lado de Carlos Suárez. Cinco años, no para unirlos, sino para separarlos. Carlos Suárez la quería, la deseaba también, y por esto, no le era infiel. Gustábale mirarla, delgadita y menuda, siempre un poco infantil, con aquella tez tan limpia y fresca y aquel maravilloso lunar en la barbilla que daba un aire picaresco al rostro. La miraba, y la besaba al principio, largamente. Después, espaciaron los besos, y más aun los de Rosaura. Ahora, a los cinco años de casados, pasan días, semanas y aun meses ayunos de ternura.
Ya, por las noches, no hay partidas de barajas. Carlos Suárez trabaja hasta tarde; su clientela ha aumentado.
Rosaura mientras tanto, acostada en la cama, en aquella su postura habitual, parece dormir. Una noche, la luna está clarísima, y alumbra con su plenitud embrujadora, la pila del patio. Ella, callada, mira hacia afuera. Carlos Suárez, desvistiéndose, comenta:
—Te la pasas triste, ahora. ¿Qué más quieres? Todo lo que necesitas, lo tienes. Ropa, prendas, servicio. Comes lo que quieras, y nadie te mortifica. De mi trabajo, vengo para la casa. ¿Qué miriñaques son esos?
Rosaura no contesta. Como en visión lejana pero precisa, recuerda su soltería. Su pequeña escuela de primer grado, formada por las vecinitas, que la abrazaban por la cintura y formaban de nada un alboroto muy grato. Recuerda el Dispensario gratuito, donde pasaba horas enteras trabajando, sin asco. Lavando heridas, poniendo inyecciones, haciendo vendajes, con las otras muchachas. Entonces, se sentía contenta, porque era útil. Pero ahora, ¿qué es su vida? ¿Puede llamarse esto, vida?
Carlos Suárez continúa:
—¡Cuántas mujeres, estarían todo el día dándole gracias a Dios si tuvieran lo que tú tienes! Nunca te he dejado hacer un oficio. ¡Ah mujer fantasiosa!
Diciendo esto, se acostó a su lado, dio la espalda a Rosaura y a la luna, y cerró los ojos hasta el amanecer.
* * *
Nunca ha podido Rosaura explicarse a sí misma, y muchísimo menos, explicar a nadie, cómo fue aquello.
Eran las tres de la tarde, y mediaba mayo.
Medio adormecida en el fondo del corral, Petra remendaba. El silencio hogareño parecía haberse extendido a la calle, casi sin tráfico. Rosaura anduvo, casi de puntillas, toda la casa. Se detuvo en el cuarto de los trastos viejos, y contempló largamente el sueño, profundo y dichoso, de Marquesa, cuyo sedoso cuerpo empezaba otra vez a crecer, como capullo en flor, para dar cabida a nuevos frutos vivos.
También se detuvo Rosaura frente al viejo reloj barroco.
Palpó con el índice, maestro en dominar el bordoneo de la guitarra, el rollizo angelillo que coronaba la esfera, y que era redondo y bello como inspiración de Rafael. Más tiempo aun estuvo frente al otro reloj, cuyo péndulo oscilaba gracias a cordeles, y que presidía el cuarto de trabajo de Carlos Suárez.
Luego, fue a su habitación y se vistió de prisa, con un sencillo traje y un sombrerito de paja, cuya simplicidad la favorecía. Era la primera vez que se decidía a salir sin anuencia previa de Carlos Suárez y sin notificar a Petra de su destino. Era esta una costumbre que había creado él a raíz del matrimonio, y que a Rosaura parecía humillante, a los cinco años de casados. ¿Pero, cómo destruirla ahora? ¿Cómo destruir otras muchas cosas?
No intentaba ir lejos: salió nuevamente, sin que el anteportón sonara, y echó a andar calle abajo. En esa cálida hora y en su apartado barrio, había receso de tráfico. Uno que otro heladero escandalizaban, con su campanilla alborotadora, a la chiquillería.
Mientras andaba, un raro bienestar se apoderaba de Rosaura. Al principio, era simple placer de andar libremente. Luego, bienestar físico. Caminó con mayor firmeza, y empezó a observar complacida, cuanta vidriera encontraba a su paso. ¡Cómo estarían, de bonitas, las de las joyerías y tiendas de modas del centro de la ciudad!
Media hora después, había terminado, en línea recta de andar aquella interminable calle, lo que siempre había deseado puerilmente.
Ante ella, vio grandes troncos de árboles con manchas de sol; y mucha hierba de un vivísimo verde, de donde surgía un olor sabroso a tierra mojada.
Pasaron frente a ella algunas parejas de novios, agarrados de la mano o de brazo, para perderse en los senderos que se escondían entre los árboles. Luego, algunos bebés en sus cochecitos, de cara al cielo.
Repentinamente, unos pájaros campesinos empezaron a gorjear, revolando, cerca de ella. Se detuvo, sentándose en un banco. Contempló deslumbrada la hermosura del parque y del cielo vespertino, clarísimo y todavía azul.
Por el sendero que bordeaba su banco, apareció un grupo de escolares, casi adolescentes. Venían cantando alborotados, y viéndola sola, allí, la tomaron por una señorita extranjera, quizás institutriz o maestra.
—Mademoiselle! Mademoiselle! Bonsoir!
Rosaura, sin querer, sonrió. Se sentía como embriagada de sol, aire y verdor.
Como ocurre siempre en mayo, los atardeceres se prolongan. El de esa tarde, era suave y lleno de paz. De repente, echó a de ver Rosaura que el parque estaba casi solo y que los automóviles pasaban con los faros encendidos. Dedujo entonces, que ya Carlos Suárez había llegado a casa.
—¿Cómo volver ahora? ¿Qué irá a pensar de mí? Y, además, ¿a qué volver? En tantos años de casada, ¿la invitó él alguna vez a ver un crepúsculo de mayo a través de gruesos troncos de árboles? ¿Pudo siquiera ella andar libremente, sin hacer mal a nadie, y durante el tiempo que quisiera, por las calles de la ciudad? ¿Fue útil a alguien mientras vivió en «aquella» casa?
Quizás por costumbre, quiso saber la hora. Pero no había allí reloj alguno.
Estuvo un rato abstraída, con el sombrerito de paja sobre la falda. Era la encrucijada, siempre difícil, aun allí, en aquel maravilloso sitio.
Luego, decidió prontamente, como que siempre lo hubiera pensado:
—Dormiré esta noche casa de mis primas en El Valle. Seré maestra otra vez. Ni a esta hora, ni nunca, debo volver a aquella casa de Carlos.
Pasó un rato más, sentada en el parque, ya en sombras. Una súbita sensación de soledad la invadió.
Luego, lentamente, comenzó a caminar. Lentamente, en línea recta, subió por la misma calle interminable que había recorrido ese mismo día a las tres.
