De ese lado no
Tango e iglesia. Mala combinación pero así soy yo. Mucha gente frunce el ceño al verme los domingos en la misa, en especial el sacerdote que no aguanta sostenerme la mirada desde que le dije que había soñado con un Dios que se suicidaba después del tan mentado Apocalipsis. ¿Sé fiel hasta la muerte? Fiel al violonchelo y a una mujer.
Pero me gustaba ir a la iglesia con Fresedo. Y con la nana que todavía lo amamanta y eso que Fresedo ya llega a los quince años.
Ese domingo, más monótono que el ritual de las mañanas de servirme café y abrir la arepa y embarrarla de mantequilla, se vio trastocado por un par de pezones y un vestido negro. Todos voltearon a mirarla, mujeres envidiosas con nariz de zanahoria y hombres que en el confesionario pedían perdón por prácticas onanistas.
Yo le vi cara de Adriana o Patricia. Hermosa y correcta en el cuerpo como los conciertos de Bach.
Fresedo la diagnosticó y la nana chirrió de celos (aclaro, la nana tenía diecisiete años y una hija en su haber cuando mi amigo nació). Venía sola a contraluz con un vestido negro ceñido que delataba sus redondeces y el delito magnánimo de no usar sostén. Tenía talante cansado y de foránea que viene a meter la uña en las vanidades ajenas. El sacerdote la miró y fue el caimán que lleva años haciendo dieta.
Esa noche no pude olvidarla, su figura toda caderas y pelo lacio tono funeral me acompañó incluso cuando fui a bañarme.
La semana empezó con un orden descomunal: el liceo y Fresedo contándome de las aventuras en el cuarto de la nana. Las prolíficas lecciones de chelo con la profesora Fiorella que hasta ese entonces fue la mujer más erótica del planeta. Los rostros que se van de viaje y los almuerzos, los libros que hay que leer para los exámenes. Y otra vez era domingo y era la iglesia. Ella entró del brazo de Mariano Libertella, un pintor fracasado que vive en la calle que tiene una cloaca rota. No puede ser su hija ni su mujer porque Libertella no gusta de las vaginas sino de los falos. Una vieja comentó con otra que se llamaba Gricel, como en aquel tango que Amelita Baltar cantaba sin gracia. Llevaba una blusa blanca que enmarcaba la pronunciación prolija de sus senos y una falda negra que jugaba a levantarse para que las piernas sonrieran, me sonrieran a mí. También escuché que se estaba quedando en la casa de Mariano.
Era hora de probar suerte con la pintura. Siempre me interesaron El Bosco, Picasso, Goya. Fresedo me ha contado que Clara, su nana, le ha permitido profundizar en ella todas las noches siempre que estén seguros de que mamá se ha tomado las pastillas para dormir. Edipo no coartado en sus fines, embalses de magma pálido escurriéndose por los predios de una piel estriada y cansada de lavar, planchar. Fresedo tiene suerte. No como yo que soy cobarde, que soy de vidrio.
El miércoles decidí pasar por casa de Libertella para enterarme sobre los cursos de pintura. Gricel abrió la puerta. Tenía una bata roja y el maquillaje chorreado como si un burro la hubiese lamido. Lucía amable como una almohada. Pero no pude contenerme y cuando me habló me di la vuelta y salí corriendo. Me oculté en el jardín de mi casa detrás del chelo silencioso y sentí morirme, sentí un sabor a eclipse en la punta de la lengua. El sacerdote estaba allí, lo vi desde la ventana de atrás, lo vi bajarse los pantalones frente a mi madre y a mi madre llenar su boca con él. La sotana en el piso de la cocina me hizo reír despacio, qué depravado es este Padre Nuestro.
El jueves volví a intentarlo con suerte. Esta vez Libertella me abrió la puerta y ese mismo día empezamos con las clases. Tuve que pintar botellas de vino, al lado de Requena que siempre nos pareció talentoso pero muy ñoño en el liceo. Todo marchaba bien, yo tarareaba un tango cualquiera de Pugliese. Todo era océano pacífico, aunque yo esperaba con endeble ansiedad el desparpajo de esa aparición: Gricel, que bajó los peldaños para llegar al estudio con la misma bata roja del otro día. Ella fue en ese momento Manuel de Falla y los jardines de España.
Sonrió al verme. Libertella le dijo que ya se podía quitar la bata y que subiera al pedestal. Se me cayó el lápiz, bueno, estaba temblando, y Requena me auscultó sorprendido pero queriendo disimularlo. Se quitó la bata y Manuel de Falla era pura baba.
Libertella la pintaba, planeaba hacer una muestra de desnudos en la galería municipal.
Toda mi infancia, con su angustia y frustración, se amontonó en ella: la nariz suave me recordaba a la de mi madre que en ese momento tendría la nariz en la entrepierna del cura. Los muslos frondosos donde me escondía cuando tronaba. La sombra sorbida de su sexo carnoso y poblado de hilitos aciagos. Los dedos alargados hasta el paroxismo. La boca mordida desde lejos. Los senos palpados en silencio como si tocara las cuerdas mi instrumento grave y melancólico. El chelo y Gricel podrían serlo todo a partir de ahora. Podrían serlo todo si mi saliva inundara los sueños de sus pezones. Requena me miraba confundido. Libertella la amasaba con sus manos y no le importaba, no como a mí que soy un ser de vidrio.
Llegué a mi casa sin el sol sobre la espalda, mi madre lavaba los platos y a las ocho vino asustado Fresedo a contarme que su vieja se había enterado de todo y que había sacado a patadas de su casa a Clara. Traté de hacer que el chelo me hablara pero en mí todavía temblaba la imagen de sus lunares y el ombligo domando las fieras en mi sangre.
Me di cuenta que mi pantaleta estaba empegostada de amor y que Gricel tenía la culpa.
La parte que le tocó a Caleb
No nací en Caracas y es probable que jamás me acostumbre a ella. Caminando por la Plaza Diego Ibarra veo un mendigo durmiendo; más allá veo el Palacio de Justicia que no le hace justicia al mendigo, y el gris urgente que me viene amenazando con lluvia desde que salí en la mañana. Quisiera describir otra ciudad, distinta a la de tantos periódicos; pero me temo que antes de mí y después de mí, ella seguirá siendo eso que es apocalíptico y tierno. Una antítesis de colmena, con el hollín de las estaciones del metro, con la jauría de buhoneros y el caos que parece que ya no se oye, pero que está sobre todo en el podrido. No tengo cómo cuidarme de los cadáveres que aún la habitan, de la DISIP persiguiendo periodistas, de los candidatos a la gobernación, de los niños sin casa y del alcalde preso.
Iba vacilante, como si al final esperara ir a otro lugar, hacia la librería de Mauro. Bajé las escaleras del Centro Comercial Paseo Las Mercedes, hasta llegar al sótano donde se congrega un mercado de arte. En el piso me encontré con un cadáver de periódico diciendo que con la salida del presidente tendríamos un repunte seguro en la economía. Al llegar a la librería, vi al señor Mauro colgando en la puerta de cristal un cartel que decía lo siguiente: “Prohibido a todos los amigos, una vez adentro, hablar de política”. Así que ya eran más de la siete de la noche; antes de cruzar la puerta con el cartel recordé la manía de Carlos de hablar de vampiros. La política es un vampiro, me dije riéndome.
Mauro me saludó fervorosamente, mientras contestaba el teléfono. Ya estaban adentro el ingeniero Bracho, escarbando entre las revistas de tatuajes; la señora Joaquina revisando los libros de Chopra; al fondo divisé a Fernando con un libro de Duras; luego se incorporaron Alicia y Mario buscando el último texto de Elizabeth Fuentes. ¿Quién dejaría esas huellas de charco en el piso? Resolví guiarme por ellas, llegando al estante que humildemente quiere abarcar la entera historia de la filosofía. Abstraído en las páginas sobre Platón, traducidas por García Bacca, me tropecé con un hombre al que nunca había visto y que me recordó a Anthony Hopkins enThe Human Stain . Además, tampoco me llagaba hasta ese estante, siguiendo la idea de que la filosofía, con un poco de atención, puede estar al alcance sin caer necesariamente en esas edificaciones arrogantes. Extraje un libro de un tal Sören Kierkegaard, ideando una manera de intercambiar palabras de reconocimiento con el señor. Pero él se anticipó a mí:
—¿Tú eres la hija de Mauro?— preguntó el hombre, con acento gracioso.
Hubo un silencio ubicuo, con forma de vértice.
—No— respondí con la boca seca.
Hubo otro silencio; volvió a concentrarse en el libro.
—Yo no soy la hija de Mauro— pensé en voz alta.
—¿Disculpa?
—No… Nada… Es decir… Me llamo Isabel… Contramaestre (como Carlos Contramaestre y no entendí por qué la coincidencia me entristecía)…— respondí titubeando, queriendo salir de esa conversación repentinamente estúpida.
—Yo me llamo Caleb… Pero no soy judío.
Algo como risas se desdibujó en el rostro del Caleb que no es judío y yo. Inútilmente seguí sosteniendo en mis manos el libro de Kierkegaard.
—A ver ¿qué hace una niña tan pequeña con un libro de Kierkegaard?— preguntó sardónico.
—Estoy viendo cosas… — indiqué firme, procurando una certidumbre que no poseía.
—No deberías leer eso— dijo con una mirada con forma de bisturí entrando en la carne.
—Ah, y usted debe saber mucho, seguramente— respondí desafiante, mientras devolvía el libro a su lugar.
Mauro conversaba con un cliente sobre la soflama presidencial del domingo pasado. A un hombre ponderado y sutil como el dueño de la librería se le desfigura el rostro citando frases que habrá dicho el presidente. Pero quizás obedeciendo a un auto—reclamo, retoma la calma y le cuenta al cliente que ha nacido su primer nieto y que se llama Paolo.
—Podría decirse que sé algunas cosas… Yo soy filósofo.
—“Yo soy”— repetí, sonriéndome y mirando al suelo— Nunca había conocido a un filósofo, pensaba que sólo nacían en Grecia o Alemania.
—Es posible… Al menos sé que estudié filosofía y que doy clases en la universidad donde hombres y mujeres estudian para graduarse de lo mismo.
Había una tristeza en su rostro magullado que venía cansada de sí misma. No es que yo sepa mucho de la gente, pero me recordaba a varios hombres acongojados que había conocido en mi vida, como mi padre. Le pregunté si ser filósofo era una profesión como las demás, a lo que respondió con una sonrisa dubitativa, diciéndome…
Eran las nueve de la noche y pensé en mi madre. La librería vacía y Mauro viajando en un libro de R. L. Stevenson me advirtieron de mi súbita salida del tiempo que marca la vida cotidiana y funcional.
—No creo que sea como las demás, tú sabes que hay… No, tú no sabes, estás muy pequeña para esas cosas— respondió como enternecido.
—Sí, no sé nada— le dije apurada— Ya me tengo que ir, señor Caleb…
—Oye, no deberías andar sola por la calle, ¿no quieres que te acompañe?
—¿No es igual de peligroso que un extraño te acompañe?— respondí de nuevo desafiante.
—Sí… — dijo acercándose a la caja con el libro de Platón y de Kierkegaard— pero no seríamos extraños si me acompañas a tomar café.
—Son treinta mil— dijo Mauro metiendo los libros en una bolsa de papel y haciéndome señas para que dijera que no a lo del café. (Ya había dicho que este hombre, Caleb, era desconocido en la librería).
Extendí mi silencio hasta que nos encontramos en la calle, magnetizados por los maullidos de los carros y los focos de luz. Sacó el libro del danés de la bolsa, frente al Hotel Tamanaco.
—Mira, es para ti— dijo en voz baja.
Me sentí de color rojo y desprotegida.
—No, no puedo…
—Anda, por favor…— declaró en tono todavía más enternecido— ¿Cuántos años tienes?
—¡Muchos años menos que usted!— dije riendo.
—Sí, es evidente, yo tengo cincuenta y uno.
En el taxi no nos dijimos nada importante, puras vaguedades sobre el clima y el tráfico. Comentó algo sobre una de sus alumnas, mientras nos sentábamos en una mesa del café Andreas, de corte griego y discriminatorio. ¿Dónde está el consejo de mamá que dice “no hables con extraños”? Todo se fue diluyendo, incluso el fuego de la prohibición. Mientras ordenaba el café, vi que alguien abrió un periódico que hacía referencia al terrible atentado a la democracia que significaba la aprobación de la Ley del Tribunal Supremo.
—¿De dónde eres?— pregunté después de tomar el primer sorbo de café con leche.
—Nací en Galicia, a la que recuerdo brumosa; pero vivo aquí desde que tengo veinte años. Alguna vez estuve en París, aunque no lo conocí porque siempre lo he sentido como algo prohibido… Es un cuento largo, que no nos vendría bien…
—Yo nunca he salido de aquí…
Me parecía justicia que finalmente empezara a llover. Caleb jugaba con el encendedor y yo con una servilleta. Me contó de su obligada infancia seminarista entre Tortoreos y Burgos, de cómo ahora era un agnóstico, de cómo seguía siendo un campesino que se saciaba comiendo pan. Y yo sonreía, oyendo con honesta atención al viejo.
—He perdido la fe, así como viene con tanto rezo, luego te das cuenta que no es eso, y no creo que la vuelva a necesitar— musitó concentrado en las gotas que desfilaban como caricias en el vidrio. Yo miraba el reloj colgado en una pared, detrás de él— Eso del absoluto, de un Dios absoluto y creer…
—¿Eres un agnóstico?— pregunté no muy segura de lo que eso significaba.
—Sí, así, porque tampoco soy ateo, ¿pero cómo sabes qué es eso?
—He leído un poco, me gusta mucho, seguro me servirá para cuando empiece la carrera de periodismo— respondí observando la taza y pensando en mi madre.
—¿Periodista? Qué extraño…
—¿Qué cosa es extraño?
—De repente pensé que serías poeta o algo así…
—¿Sí? A veces escribo pero…
“Es difícil”, dijimos al unísono. “Es una condena donde soy la víctima y el verdugo; un suplicio donde aplausos y látigos están hechos de los mismos huesos”.
—Ya es tarde, tu madre estará preocupada por ti.
—No, mi madre está muerta. Si estuviera viva tal vez yo no saliera a ninguna parte— dije como respondiéndome a la pregunta de todos los días. ¿Te gusta recordarla? No, desearía no pensar en ella, cuando no hay recuerdo tierno, cuando sé que no siento nostalgia de sus chantajes y sus heridas. Porque la nostalgia me venía desde que estaba viva.
—Mi madre también murió… María se llamaba… yo la quería mucho, nunca pude decirle que lo fue todo… Es la única mujer a la que he amado de verdad, quizás demasiado…
Dichas esas palabras en la boca del filósofo, puse mi mano derecha en una de sus mejillas con un temblor y le dije “no te pongas triste”. Nos miramos con fortuita decisión. Pagó lo consumido, salimos; llamó y pagó un taxi que me llevara a mi casa. No llovía más. Quedamos en vernos otra vez en Andreas, el miércoles a las seis de la tarde.
Por un momento quise imaginar su divagar por las calles antes de llegar a su casa. Me había dicho que estaba casado con una mujer veinte años menor que él, y que a deducir por el retrato que le había hecho de mi madre, se parecían mucho. Compartimos la misma cruz, Isabel, pero las amamos muchas veces. Seguramente cuando llegara, algunas de sus hijas se le guindaría del cuello y lo besaría infinitamente. Pero antes se pararía en alguna vidriera o licorería o burdel (me dijo que la primera vez que hizo el amor fue en Colombia con una prostituta), mientras yo, en mi cuarto silencioso y confortable, hojearía el libro de Kierkegaard encontrando ideas interesantes: “Tengo que encontrar una verdad que sea verdadera para mí… la idea por la que pueda vivir o morir.” ¿Qué vida llevaba Caleb? ¿Tendrá sentido?
El miércoles a las cinco ya me encontraba en alguna de las aceras de esta ciudad tropical, inesperadamente húmeda. Venía del Jardín Botánico. Al sentir la lluvia rozándome como gato gentil, recordé los relatos de Caleb: las tormentas de verano en Tuy, el puesto de verduras de su madre labradora, las celebraciones lujuriosas en una ciudad de Bélgica llamada Wize que sólo existe en Octubre. “Pensé que serías poeta o algo así”. ¡Pues no!, voy a ser periodista; es lo que me han dicho que sería bueno. Y es tan bueno que llueva para mí; mientras del otro lado de la ciudad hay gente quedando damnificada a causa del chaparrón.
Lo vi sentado en la mesa de la otra noche cuando crucé el umbral de la puerta de Andreas . Es tan viejo, pensé decepcionada.
—¿Café con leche?— preguntó cerrando el periódico.
—No, café solo, por favor.
—Pensé que la niña no iba a venir, estaba preocupado.
—Pensaba no venir… Estaba en el Jardín Botánico dibujando un… ¡No debo confiar en usted!— porque lo pensaba, muy en lo profundo y amordazada, pero lo pensaba.
—No deberías, no deberías… pero voy a pedirte que lo hagas, por favor. ¿Has leído algo?
—Sí, muy triste en verdad. Kierkegaard era cojo… (Yo voy a cojear también, pensé). Tengo una verdad pero no es verdadera…
—Hacemos que la vida sea un tabú… verás, el tabú surge a raíz de un miedo, si lo ponemos en una definición simple… ¿A qué le temes tú?
—A las cosas… a los pensamientos, sobre todo. Sabes, los filósofos siempre me parecieron bichos raros; resulta que su objeto de trabajo es el pensamiento, algo que no se puede tocar, no se le puede hacer una biopsia, ni descomponer en elementos químicos… Entonces, como son la cosa más abstracta del mundo, hay que tratarlos de formas más abstractas todavía que los lleve a un plano tangible, o sea, con otros pensamientos, y después las palabras o no sé si vienen antes… Además, el mundo sigue empeorando, suceden cosas que parecieran que no son pensadas, como si pensar fuera estéril…
—El eterno retorno, diría Nietzsche— me dijo atento— ¿Pero a qué le temes?
—No quiero ser periodista, no me gusta lo que hacen.
—¿Pero sí te gusta escribir? ¿Verdad?
—Mucho, siempre escribo lo que pienso. No creas que no he pensado en ser escritora… Pero en este país… no creo… aquí es imprescindible sobrevivir, ya nadie vive.
—Tan joven y ya tan pragmática. Bueno, es cierto, yo tampoco vivo de escribir, pero… Hay un tango que dice “la vida es algo más que darlo todo por comida” ¿No crees tú?
—Sí, pero hace falta talento para eso, para vivir de todas las maneras posibles. Hace falta ver si yo lo tengo… y creo que no, tal vez más adelante…
—No, una vez que decidas, la frase “tal vez más adelante” se hará más difícil… Luego te darás cuanta que la palabra “hubiese” no existe— sentenció severo cuando salimos de Andreas .
Caminamos varios metros en la calle sin decir cosa alguna. La noche se apresuraba fría en poseernos a todos. Yo lo tomaba por el brazo y me dejaba guiar por un asfalto que empezaba a parecerme taciturno pero menos mortuorio. Transitando por la calle de Las Escuelas, me preguntó si quería ir hasta su casa, en San Bernardino.
—Ni mi mujer ni mis hijas están allá, se han ido a visitar a la abuela.
Accedí al cabo de no sé cuánto tiempo; sé que él me escrutaba y creo que estuvo a punto de decirme que si no quería estaba bien. No te pongas moralista, me dije como dándome ánimos. ¡La casa de Caleb, Dios mío! ¿La casa de Caleb no queda en Hebrón, según la Biblia ?
La casa se sentía ordenada y funcional, oscura. Al entrar y ver que no prendían las luces, me apreté de su brazo. La lluvia que apenas caía había fundido los transformadores de la cuadra. Cuando empezó a encender las velas, me encontré con varias fotos de su familia (su mujer y sus hijas). Me sentí culpable. Me dio un vaso de leche fría y galletas; desapareció un momento en la escalera y después bajó para decirme que entrara en la biblioteca. Traía una caja en las manos.
Una habitación muy amplia, que le servía de trinchera a él y a sus libros que eran muchos. La poca iluminación me hacía ver cosas terribles, sombras que caminaban con vida propia y esas cosas. En la mesa de madera una colección de piedras. Me paré en la ventana, habiendo engullido ya las galletas, simulando mirar las gotas; un gatito quería entrar para no mojarse. Vi sus pasos venir detrás de mí, sentí que su mentón se apoyaba en mi cabeza y uno de sus brazos intentaba rodearme. El fuego de la prohibición, pensé, en una ronda de pensamientos turbulentos y embarrados de lodo.
—No pienses mal… Isabel, eres tan pequeña, no pienses mal… — me iba diciendo de tal manera que me hacía pensar que estaba asustado, como si no supiera lo que hacía.
Me di la vuelta para abrazarlo, con un aire de retención y dominio. Quise pretender que sabía lo que hacía, pero una angustia decididamente soberbia que me acompañaba desde que lo había visto en la librería de Mauro, me impuso el llanto. Con su rostro tan cerca del mío, desde los pasillos de afuera creí oír Souvenirs du Louvre , pero no podía ser cierto.
—¿Caleb…?— dije mirándolo a los ojos.
—Isabel, quisiera hacer algo por ti.
Sentir su olor ya me hacía tanto bien, pero era incapaz de decírselo.
—Podrías hacer cosas más importante que hacer algo por mí… hay tanto…
—No… Acercarse a alguien no es sencillo, pero contigo es como dejarse caer y el golpe es dulce. Me he propuesto no ser ignorante, pero he fallado muchas veces, pues creo que el saber más importante de todos es reconocer el dolor… y a todos nos duele algo, Isabel, y el asunto es comprometerse con los demás partiendo de ello, como si fuera la única manera de salvarse.
—¿Cómo te quieres acercar a mí?
— No quiero que seas cobarde, no quiero que pierdas lo que puedes ser. ¡No seas cobarde, no seas cobarde!
Tenía tantas ganas de besarlo, pero tampoco sería capaz de hacerlo porque soy cobarde.
Se retiró hasta tomar la caja, y comenzó a llenarla de libros: Las obras completas de Sigmund Freud; un buen pedazo de la literatura latinoamericana con varios argentinos a la cabeza, pasando por Roa Bastos y terminando conLa Casa Verde ; algo de Michel Foucault, hasta que acabó por introducir a Hobbes, Locke, Descartes, Heráclito. Cerró la caja con grapas y la envolvió con una cabuya.
—Son para ti, acéptalos, por favor.
—No entiendo, ¿por qué?— pregunté más angustiada que nunca.
—Ese día en la librería… pensaba en lo fácil que sería mandarlo todo al diablo, cuando nada tiene sentido, esta ciudad, por ejemplo… Entonces hablé contigo y…
—¿Todo tuvo sentido?— pregunté al borde de un nuevo llanto.
—Sí, otra vez tuvo sentido, con tu cara redonda de chocolate… pero no…
—No, no, eso sí lo sé, no podemos…— musité mirando el suelo.
Entonces tomó mi cara en sus manos, mirándome de una manera que yo sabía que sería la última vez. El gatito en la ventana arañaba el vidrio. Llamó un taxi para que viniera por mí; entretanto nos abrazábamos delictivamente, con el abandono y el mundo a cuestas. Me contó algunas cosas más: que tuvo que vender unos terrenos en Galicia a causa de la terrible situación económica del país, el miedo que le tiene a los malandros, lo mucho que le gusta la lluvia, que nunca supo porqué le pusieron Caleb, si Caleb es un nombre hebreo y él es un gallego descendiente enteramente de gallegos, a no ser por el padre que nació en la Argentina. Plantó un beso en mi frente, aunque por un momento pensé que sería en la boca; “pero el mundo podía más que los dos”, pensé que estaría pensando.
Las últimas palabras que nos habremos dicho casi ni puedo recordarlas. Me queda el aliento entrándome por todos lados y la caja que está en el piso de mi cuarto; cuando la abrí conseguí una nota —que no sé en qué momento pudo escribir— que decía: “Gracias, voy morir en paz”. No comprendí el significado de ese agradecimiento sino hasta hace pocas semanas cuando leía el periódico en la librería de Mauro, que finalmente había quitado aquel letrero en vista de lo penetrantes que se han vuelto los asuntos políticos en estos días. Vi la foto de Caleb en la sección de obituarios, y decidí —muy personalmente, caminando hacia el Cementerio del Este, pensando que algún día tendré que ir al cementerio de Montmartre— que no iba a estudiar periodismo sino filosofía.