literatura venezolana

de hoy y de siempre

Dos cuentos de Jesús Enrique Lossada

Jul 25, 2025

La muerte de Fontegró

Lo que sabemos es bien poco; lo que ignoramos es inmenso. Laplace

La muerte de Ramón Fontegró tal vez demostrara que la realidad supera a la fantasía o que las creaciones y accidentes naturales agotan las ficciones del arte más fecundo y libre, si nos resolviéramos a condenar las puertas del misterio, a rechazar definitivamente las inquietantes explicaciones paranormales.

Puedo asegurar que aquel novelista no era un fotógrafo de especímenes ni un calcador de sucesos; aprovechaba -es necesario- las curvas y las aristas del mundo circundante, pero para componer con ellas figuras geométricas, laberintos y arabescos de su invención: una novela suya era un complejo efluvio de su personalidad, concentrándose en imágenes heterogéneas; sus criaturas nacían de sí mismo, como nacen de la propia sustancia del médium las vivas formas ectoplásmicas. Sus obras alcanzaban repetidas ediciones, y su público crecía incesantemente.

En su última novela, La corbata verde, entre varios personajes pintados con duras tintas, se destacaba el raro «tipo» de un anormal, autor de múltiples asesinatos, ejecutados en condiciones semejantes. Sus víctimas llevaban siempre corbata verde en el momento del atentado, y presentaban la misma herida horizontal del cuello, que seccionaba la carótida primitiva izquierda. Fontegró describía así a su extraño maníaco: «Un hombrecillo frágil, de ojos asimétricos diversamente azulados, grandes bigotes rubios y caídos, pómulos prominentes y nariz desviada y respingona. Hablaba con una fina voz asustadiza, volteaba la cabeza a cada momento y caminaba a saltitos, como los pájaros. Tenía el hoyuelo atávico en medio del occipital. Podía clasificarse en el segundo grupo de los locos impulsivos de Foville». El impulso salía, fulminante, de improviso, a la superficie de su espíritu, como sale el viento por la rotura de un neumático; avasallaba su voluntad y se sobreponía a su razón, pero dejando limpia y desvelada su conciencia. Lo precedía un malestar invasor de todo el organismo, una creciente angustia como la del que, a punto de realizar un profundo y caro deseo, teme el fracaso del postrer momento. La impresión que en su retina producía la diminuta grímpola de una corbata verde, era el señuelo de la reacción terrible, el motor inexplicable de aquel mecanismo de muerte. Un temblor sacudía su cuerpo, y el puñal partía en su mano, recto, como una flecha. Después, ya satisfecha la impulsión fatal, una sensación de paz y de dulzura lo invadía, como si sumergiera sus miembros en un sedante baño de agua tibia o se envolviera en sedas perfumadas y acariciadoras.

¿Cuál era el origen de esa psicosis desconcertante? Probablemente la repercusión en lo físico de un traumatismo intelectual y moral. El maníaco, a la edad de nueve años, había perdido a su padre, asesinado misteriosamente en las afueras de la ciudad. No se pudo identificar al agresor; sólo se supo que en el acto de la ejecución del delito llevaba una corbata verde.

Fontegró regresaba en su flamante «Packard» de una comida de amigos. Lo acompañaban su secretario Pérez Urrutia y el poeta Benavides. Cuando se acercaban a la casa del novelista, un sujeto se interpuso en el camino; el chofer frenó rápidamente, y el hombre se hizo a un lado, rozado apenas por el parafango. Al descender Fontegró del auto, el desconocido se detuvo delante de él, lo miró un momento con ojos vacíos, y en un movimiento imprevisto y automático, se le echó encima hundiéndole la hoja de un puñal en la garganta. La víctima cayó de espaldas en brazos de su aterrorizado secretario. Benavides estaba como desvanecido en el asiento. La sangre brotaba sin cesar de la herida, y Fontegró moría pocos minutos después, con una mueca de horror paralizada en el rostro pálido. Su corbata verde se tiñó de rojo. Pérez Urrutia en su estupefacción percibió ese detalle, y sintió un sofocante remordimiento, como si una mano interior apretara hasta la asfixia su conciencia: ¡él había sugerido a Fontegró la idea de asistir a la comida adornado con aquella grímpola de muerte!

¿Pero quién podía imaginar ese desenlace trágico y absurdo? ¿Quién podía suponer que los vacuos esbozos de la fantasía tuvieran semejantes prolongaciones en el mundo de la realidad? Algunas personas que pasaban por el lugar en el momento del suceso, corrieron en pos del asesino; varios gendarmes se les unieron en la persecución, pero no lograran aprehenderlo. Se escabullía de entre la gente que le salía al paso, en su fuga dejaba atrás a los más ágiles, y al cruzar de una esquina se les perdió de vista. No pudo encontrarse ningún rastro suyo, ningún dato para orientarse en su seguimiento. Se levantó la instrucción criminal.

Pérez Urrutia, Benavides y cinco o seis testigos más de visu, rindieron sus declaraciones; coincidían todos en la descripción del asesino: un hombrecillo de nariz arremangada y grandes bigotes caídos. Una mujer que se topó con él cuando se escapaba, dijo que al pasar cerca de ella la miró un momento, y su mirada azul y fría le penetró hasta el alma, como un tirabuzón eléctrico. El chofer confesó que él tenía la impresión de que el hombrecillo se había metido por el radiador y había salido alzando la tapa de la trompa, y deslizándose luego por delante del parafango en el momento de detenerse el carro. En el informe de los médicos reconocedores se leía: «El instrumento vulnerante interesó la carótida primitiva izquierda y las membranas fibromuscular, muscular y mucosa de la tráquea, alcanzando la tercera vértebra cervical y produciendo una hemorragia a consecuencia de la cual sobrevino la muerte».

Jamás pudo aprehenderse al misterioso asesino de Ramón Fontegró.

No debiera decirse que la extraña muerte del novelista Fontegró es inexplicable. Sería más exacto decir que tiene dos explicaciones divergentes, una que suministran las realidades materiales, el burdo juego ostensible de causas y efectos físicos ordinarios; y otra que sugieren las ilimitadas posibilidades de la fenomenología parapsíquica. La primera explicación tropieza con dificultades poderosas. Para admitirla es necesario admitir la confluencia de circunstancias extravagantes y fortuitas que difícilmente satisfacen a las inteligencias reflexivas. Repugna a la razón una coincidencia tan perfecta entre la imaginación y la realidad, repugna que aquel tipo de maníaco, de loco impulsivo, sacado de la punta de la estilográfica y puesto sobre los blancos pañales de las cuartillas, tuviera, en el mundo real, bajo el sol, un homólogo, un duplicado en la especialidad morbosa y hasta en los detalles de la conformación orgánica. Y, además, la forma en que se efectuó el hecho, ese encuentro tan inverosímil para ser casual, y más inverosímil aún para ser provocado; la desaparición casi instantánea del hombrecillo entre las manos de sus perseguidores, como si se· tratara de un ser fluídico, provisorio, y aquel desvanecimiento de Benavides,
tan semejante a un estado de trance … Hay casos -como éste- en que las explicaciones naturales son las menos verídicas y atrayentes. La otra explicación, la que nos viene del lado del misterio, es más satisfactoria, y hasta más científica, a pesar de sus oscuridades. A Fontegró, al ponerse la corbata verde, le asaltaría la idea de que iba a ser víctima del maníaco asesino, vitalizado enérgicamente en su cerebro; esta idea trabajando después subconscientemente sobre sus fuerzas ódicas propias y sobre las de sus amigos Pérez Urrutia y Benavides -Benavides en especial- se plasmó en el fantasma del hombrecillo, insuflándole el morboso impulso que se disparó en la realización de aquel parricidio sin ejemplo. Esto no tiene nada de imposible para los que hayan profundizado en el mar sin límites de los fenómenos supranormales. Según la opinión que prevalece entre los observadores más ilustres, plasmaciones de esa naturaleza son las que engendraron la Katie King de Crookes, la Yolanda y la Leila de madame d’Esperance; exteriorizaciones de esas fuerzas fueron las que produjeron, aunque en circunstancias muy diferentes, la muerte de Robert Foraker a quinientas leguas de distancia de su inconsciente matadora Dolly; la aparición que tuvo Benvenuto Cellini en el Castillo de Sant Angelo; el lanzamiento de proyectiles en la casa de la calle de Gres, a que se refiere la «Gaceta de los Tribunales» del 2 de febrero de 1849, y los aportes de piedras y flores de madame Dyck. El profesor Dal Pozzo atribuye a tales fuerzas capacidad para crear seres y objetos de existencia efímera, y dice que en las crisis o trances el cuerpo humano emite vapores luminosos que indudablemente están constituidos por la materia y que pueden dar al alma los elementos que manipulados por ella han de transformarse en carne y sangre. Los teósofos sostienen que los pensamientos humanos se organizan en el mundo astral y refluyen sobre nosotros, como rayos reflejados que vuelven a su punto de partida.

Si se acepta esta lógica y bien fundamentada hipótesis paranormal, podría decirse propiamente, sin paradoja y sin retoricismo, que el novelista Ramón Fontegró murió asesinado por el fantástico personaje de su novela La corbata verde.

***

La isla inquieta

Desde la parda soledad de una roqueda desconocida, el brujo Smerstrom vigilaba al mundo.

Habitaba la torre redonda de un castillo ruinoso y abandonado, en cuyos muros verdecían las muscineas y brotaban las esponjas grises del agárico.

Poseía grandes conocimientos, sobre todo en las ciencias del misterio. Envejecido en el estudio de las cosas naturales y de las supranormales. Sus ojos inquietos se posaron sobre los lotos del Ganges, sobre los rojos cártamos del Nilo y sobre las flores del arbérchigo que ornamentan los valles de Chiraz. Su nariz judaica aspiró los bálsamos de la Arabia Feliz, los canforeros de Szechuén, las brisas que rozan las aguas del Yarú Dzangbo y acarician las frentes amarillentas de los monjes del Tibet. Su barba undosa iluminó la tierra de los mandarines y absorbió el polvo de las truncas piedras salpicadas de jeroglíficos, de los antiguos infolios cargados de cifras enigmáticas donde Alberto el Magno y Paracelso encerraron los tesoros de su gnosis.

«¿No hemos oído nosotros mismos -escribió San Agustín- durante nuestra estada en Italia, contar que en algunos puntos de este país mujeres hosteleras, iniciadas en las prácticas sacrílegas, guardaban en un queso que ofrecían a cuantos viajeros podían, el secreto de transformarse al momento en bestias de carga, en las que cargaban sus equipajes? Terminada esta tarea, volvían a su estado natural.» Smerstrom conocía la fórmula del bebedizo de belladona, estramonio y otras plantas que producen esas metamorfosis; la ira que suscita el beleño, las virtudes de la dulzamara y la mandràgora, y el empleo del henín diabólico, que aumenta la estatura. Se preservaba de la peste con la escrofularia recogida en luna llena; con la melisa, daba el talento y la alegría; y preparaba los ungüentos mágicos de la cincoenrama y de la hierba mora. Gozaba de la visión en distancia y a través de los cuerpos opacos, como los sonámbulos lúcidos; como el fakir Papus, podía estar ocho días sin comer, y conversaba con los espíritus como Swedemborg. Pertenecía a la pléyade de grandes taumaturgos, entre quienes brillan Apolonio de Tiana, que resucitó a una mujer; Mésmer, con su célebre cubeta, donde una trágica reina de Francia gimió, temblorosa y espantada; el conde Cagliostro, en cuya mesa se sentaban a cenar los fantasmas.

Su conciencia, dilatada y luminosa, no se conformaba con vivir en el presente: deseaba extenderse y ramificarse por todos los dominios del tiempo. Penetraba en el pasado por las cien puertas de la Historia, y descifraba el porvenir en las combinaciones de los astros.

Se abismaba en la consideración de las furias bélicas y las pavorosas hecatombes que se han sucedido en la vida de los pueblos; de la saña de los reyes, los tiranos y los conquistadores que han fundado su poderío sobre la injusticia y la violencia: Sargún, que en una guerra destruyó cincuenta y cinco pueblos; Ciro, que pasó a cuchillo la ciudad de Babilonia; Darío, dominador de Asia y África; Tamerlán, que construía pirámides con la cabeza de los muertos; Alejandro, que llevó hasta Persépolis y  hasta el Hifaso sus armas triunfantes; Carlo Magno, que inmolaba a los prisioneros y condenaba a muerte a todo el que comiera carne durante la cuaresma; Constantino Cabalino que gustaba de pisotear con los cascos de su caballo número de ojos humanos; Inocencio III, Hildebrando, Sila, Julio Cesar, Atila, Mahoma, Carlos IX, Federico II, Napoleón Bonaparte…: nombres que son como vórtices de sangre, como huracanes de odios y de horrores.

Smerstrom en su torre redonda, bajó la tremulante pedrería de las estrellas, pensaba que semejantes catástrofes no debían repetirse, y en vigilia, tenaz y silencioso, trabajaba por la felicidad del género humano.

Buceando en los libros de su biblioteca y en las profundidades de su espíritu, dónde refluían fuerzas misteriosas, combinando en sus retortas extraños principios, fusionando el poder de la ciencia moderna con el de la ciencia esotérica, logró, después de largos años de fracaso y tanteos, constituir la máquina maravillosa que en su arrebato de amor a los hombres había imaginado, y que en adelante derramaría la paz, el progreso y la felicidad sobre las naciones.

Una noche primaveral vio por fin su sueño hecho verdad, vaciada en la materia, y activa y eficiente, su magna concepción, triunfo deslumbrante de su inventiva poderosa. En los arbustos florecidos, los búhos echaron a volar sus isócronas cantaletas. Hubo un estremecimiento de constelaciones. El viento de la noche desató una sarta de espeluznantes risotadas sobre las ruinas del castillo.

La desconcertante invención mágica, tanto por sí misma como en sus efectos, dejaba atrás todas las maravillas del ingenio. El invento de Graham Bell, que trasmite la voz a distancia; el de Marconi, que trasmite el pensamiento; el de Daguerre, que eterniza las formas volanderas; el de Edison, que encadena los sonidos; el de Dumont, que convierte al hombre en pájaro, etc., etc., parecían simples juguetes al lado de la máquina del brujo.

Aquel artefacto no tenía precedentes. Apenas si ofrece con él una lejana, levísima semejanza del mecanismo de M. Alrutz, que entraba en movimiento por medio de un esfuerzo de la imaginación, y que fue presentado al Sexto Congreso de Psicología reunido en agosto de mil novecientos nueve en la ciudad de Ginebra.

La máquina de Smerstrom constaba de cuatro piezas principales: un aparato productor de fuerza eléctrica, consistente en un depósito bajo de láminas transparentes de aspecto de Islandia, donde el milagroso agente se desarrollaba por presión; un aparato que transformaba la energía eléctrica en una atmósfera fluídica susceptible de ser corporizada por el pensamiento; un mecanismo multiplicador de la emanación fluídica, que era a éste lo que el carrete de Ruhmkorff es a la corriente eléctrica; y un globo de cristal claro, lleno de agua magnetizada, en cuyo seno se desarrollaban las visiones evocadas por el brujo. Remataba la máquina una especie de chimenea de serpentina, de donde subía un penacho de humos blancos cuando el mecanismo funcionaba.

Bastábale al brujo para realizar su deseo, dar vuelta al manubrio de las presiones y oprimir la tecla de contacto; de tal manera se trasmitían a la dócil materia fluídica las órdenes de su voluntad. La acción era instantánea y alcanzaba hasta las regiones más remotas. Así, desde unas ruinas ignoradas, el brujo Smerstrom dominaba al mundo Ya de antaño se habían observado multitud de fenómenos inexplicables, de esos que en la actualidad forman el objeto de la Parapsíquica; pero no se había logrado poner en juego de una manera constante y regular, la gran cantidad de fuerza magnética que reposa en los acumuladores de la subconciencia. Anotábase el caso de aquel niño oriundo de la ciudad de San Urbano, en el límite del Loire y el Ardeche, que aparecía rodeado siempre de un blanco resplandor. Y el no menos notable de Angélica Cottin, quien, según la nota que M. Arago leyó en la Academia de Ciencias de París el diez y siete de febrero de mil ochocientos cuarenta y cinco, repelía los objetos que tocaba, con tal violencia, que no bastó en una ocasión la fuerza de dos hombres para detener el movimiento.

Pero Smerstrom hacía evidente, palpable, la enorme potencia del tan controvertido magnetismo humano.

Ningún rey fue tan poderoso como él. Sus ejércitos, sus cañones, sus armas, eran un poco de dinámica psíquica, capaz de multiplicarse al infinito.

Y se propuso emplear su mágico poder en la regeneración de la especie humana, por medio del aniquilamiento del mal, de la imperfección y del dolor.

El brujo Smerstrom era un soñador benévolo. A su temperamento de artista y de mago repugnaba el espectáculo del sufrimiento absurdo, de la inferioridad injusta, de la perversión moral, que estigmatizan a la humanidad. Reía, como Voltaire, de la afirmación metafísica de Leibnitz, según quien nuestro mundo es el mejor de los mundos posibles. Y quiso remediar las aflicciones sociales, las idiosincrasias contrahechas, las dolencias, las anomalías y las iniquidades humanas, y hacer de la tierra entera una especie de Edén Bíblico, un refugio de paz y de felicidad, como la sagrada isla nipona Miyasina (donde se tiene prohibida la entrada a los seres que sufren) sembrada de árboles intocables, ceñida de musgos y de rosados malvaviscos en flor.

El derrumbamiento del equilibrio político, y sangriento cataclismo tantas veces repetido, sacudía y trastornaba las naciones una vez más. Un rey conquistador, un genio de la guerra, un terrible monstruo de ambición y de crueldad, victimaba a los pueblos. Imponía su trono sobre millaradas de cadáveres. Los reyes enemigos reunían para combatirlo y derrocarlo, masas innumerables. Por causa de un solo hombre, lloraban las madres y las novias, ardían las ciudades, se empurpuraban las campiñas, cesaba el ruido de las fábricas, se destruían las cosechas.

Smerstrom no pudo soportar indiferente semejantes calamidades. Su barba grávida, como una bandera de paz, tremía de indignación. Contraído el entrecejo adusto, frente a su formidable máquina, formuló su orden mágica, su condenación inapelable. La descarga mental, explosivo con alma, tomó cuerpo en la atmósfera magnética, y recorrió el espacio, rápida e invisible. El rey cayó de su trono como flechado por un rayo. El mago, con una sonrisa en los labios, vio sobre el blanco globo de cristal la mueca del rey agonizante, vuelto un flácido despojo, ante sus dragones estupefactos. Y se extendió de nuevo la paz por todo el orbe.

Una doctrina infausta, una mítica irracional e inhumana, minaba las conciencias. Exaltaba el dolor y el martirio; predicaba que para tener gratos a los dioses es necesario consagrarles víctimas humanas. En todas partes se levantaron las hogueras del sacrificio, y los vientos apagaban con la fetidez de la chamusquina los aromas de las flores de los campos. Rechinaban afanados los hierros de tortura. Contra los alegres festones del horizonte se alzaban los negros palos de las horcas. La máquina del brujo sacudió su penacho de albos humos. Y el horror de aquella bárbara hecatombe desapareció de la tierra. Smerstrom estaba convencido de que para alcanzar la regeneración de la especie debían eliminarse los múltiples especímenes de la infelicidad humana. Era un fervoroso partidario de la eutanasia. Por eso, tras una breve deliberación compasiva, fulminó legiones de seres lamentables. No hubo más rictus de dolores físicos, ni más entrañas laceradas, ni más miembros dislocados, ni más carnes floreadas de llagas purulentas. Huyeron la Tisis pálida, la tumefacta Elefantiasis, el azogado Tétanos… Restaba una humanidad lozana y vigorosa.

A la supresión de la enfermedad siguió la de la miseria. No más desarrapados y miserables. No más contraposición del capital con el trabajo, del patrono con el proletario, del harto con el hambriento. La igualdad económica brotaba ahora en la máquina del brujo. Sólo quedaban ya seres libérrimos, sanos, ricos, fuertes. Habitaban en suntuosas moradas; vivían en continuas fiestas.

El tiempo transcurría manso, muelle, igual.

Un día el viejo brujo se asomó, curioseando, a su blanco globo de cristal. Vio una procesión de rostros aburridos que se alargaban en lentos bostezos. Tuvo un mohín de desagrado. Quiso coronar su portentosa empresa de establecer el bienestar y la felicidad sobre la tierra. Una vez más oprimió el botón de su maravillosa máquina. Saltó un copo de humo. El hastío había desaparecido. Ya no podía encontrarse un solo hombre que sufriera, un solo hombre que se hastiara y
sintiera el pesado gravitar de las horas bajo el eterno azul del cielo. La magna obra había concluido. Reinaba la felicidad perfecta.

El brujo, satisfecho, alumbró con su mirada lúcida el agua blanca de su globo. Pero al instante lo invadió un sopor creciente, efecto quizá de una especie de choque de retroceso, o del efluvio reflejado de aquellas ondas de aniquilación universal. Y bajo la luz vacilante de sus ojos, que se iban tornando pálidos y fríos con la palidez y la frialdad de la muerte, desfilaron los campos solitarios, donde las ráfagas mecían altas muchedumbres de hierbas y gramíneas silvestres; pastaban rebaños abandonados. Pasaron luego las pobres aldeas encaladas y las grandes ciudades, silenciosas, melancólicas, parecidas a vastos cementerios. El mundo estaba deshabitado…

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