literatura venezolana

de hoy y de siempre

Cuentos fantásticos de Julio Garmendia

Sep 17, 2022

El médico de los muertos

Durante muchísimos años, el pequeño cementerio había sido un verdadero lugar de reposo, dentro de sus amarillentos paredones, detrás de la herrumbrosa y alta puerta cerrada. Algunos árboles, entretanto habían crecido; se habían vuelto coposos y corpulentos; al mismo tiempo, la ciudad fue creciendo también; poco a poco fue acercándose al cementerio, y acabó, finalmente, por rodearlo y dejarlo atrás, enclavado en el interior de un barrio nuevo. Los muertos, dormidos en sus fosas, no se dieron cuenta de estos cambios, y siguieron tranquilos algunos años más.

Pero, después, hubo sorpresas. La ciudad seguía ensanchándose, año tras año, y por todas partes se buscaba ahora, como el más preciado bien, cualquier sobrante de terreno aún disponible, para aprovecharlo y negociarlo; hasta los olvidados camposantos de otro tiempo, eran arrasados, excavados y abolidos, para dar asiento a modernas construcciones. Una noche llegaron, en doliente caravana, los muertos que habían sido arrojados de otro distante cementerio (en donde una compañía comenzaba a levantar sus imponentes bloques), y pidieron sitio y descansos a sus hermanos; estos refunfuñaron; pero les dieron puesto, al cabo, estrechándose un poco, y juntos durmieron todos nuevamente. Pero más tarde aún, cuando fueron arregladas las calles adyacentes, el camposanto vino a quedar mucho más elevado que el nivel de la calzada, de modo que desde la calle podía verse un abrupto y rojizo talud, y sobre éste, la vieja tapia del cementerio, coronada por el follaje de los árboles y las enredaderas; brotaban éstas, igualmente, por entre el carcomido resquicio del portón, y por todos lados alargaban sus brazos y sus ganchos y zarcillos, dispuestos a agarrarse de lo primero que encontraron para sostenerse y extenderse más aún.

Pronto pasaron por allí cerca de los autobuses y los camiones, y esto empezó a molestar mucho más a los muertos, sobre todo a los que estaban enterrados del lado del barranco que lindaba con la calle. La tierra se estremecía, trepidaba y los removía en sus fosas, cada vez que una de aquellas máquinas pasaba. Ellos se daban vuelta, se tapaban los oídos, se acomodaban lo mejor que podían. Pero el poderoso y confuso rumor de la ciudad vino, al fin, a sacarlos de aquel inquieto sueño intermitente; empezaron, entre ellos, a cambiar misteriosas señales subterráneas, y una noche, previo acuerdo probablemente, salieron varios muertos de sus tumbas, y acordaron ir en busca del Celador del cementerio para exponerles sus quejas. A poco andar, no sin sorpresa, descubrieron que ya no había ni celador, ni capilla, ni nada que se les pareciera. El camposanto había sido clausurado —esto era evidente— desde incontables años atrás, y nadie del mundo de los vivos entraba nunca allí…

—Esto ha cambiado mucho, mucho… —dijo uno de los difuntos, echando un vistazo en derredor—. Recuerdo muy bien que, cuando a mí me trajeron a enterrar, quedé materialmente cubierto de rosas, azucenas y jazmines del cabo; no veo ahora ninguna de estas flores por aquí, sólo paja; paja y verdolaga, en significantes florecillas, de esas que no tienen nombre alguno…

—Mi tumba— dijo otro —era un riente jardín; mil flores lo adornaban; daba gusto sentarse ahí debajo. No podía yo verlas ni deleitarme con sus aromas y sus colores; pero, en cambio, pasé años y años entretenido, viendo desarrollarse y avanzar las mil y mil raíces que crecían junto a mi fosa. Nada hay tan interesante y apropiado para un buen observador subterráneo; el crecimiento, el forcejeo, los juegos y las luchas de las raíces entre sí; sus tácticas y astucias, constituyen el más apasionante espectáculo que puede contemplarse bajo la haz de la tierra.

Casi un siglo he pasado yo observándolo y no me parece más que cortos minutos. Pero ocurrió, finalmente, algo tremendo… Una enorme raíz, un verdadero gigante subterráneo, que desde hacía unos setenta años se acercaba a paso lento y cauteloso, acabó por llenar completamente el sitio, desalojando y empujando a todas las demás raíces, grandes o pequeñas. Yo mismo me vi casi tapiado y comprimido por este horrible monstruo del subsuelo…

—Me acuerdo ahora— murmuró alguien, de repente, interrumpiendo estos discursos —; me acuerdo ahora que por aquí mismo fue enterrado cierta vez, Pompilio Udano, quien fuera nuestro Celador Principal por largo tiempo…

Se pusieron a mirar entre las cruces, casi todas caídas, torcidas o medio hundidas en la tierra. De pronto, descubrieron bajo un oscuro ciprés lo que buscaban, y acercándose bastante, pudieron leer, a la luz de sus propias cuencas vacías – aunque dificultosamente, a la verdad -, el borroso epitafio del antiguo celador del camposanto.

Tocaron, discretamente, en la losa. Dieron luego fuertes golpes en el suelo, con los puños cerrados. Como nadie respondió tampoco, dobló el espinazo uno de los presentes y acercando el hueco de la boca al hueco de una de las grietas del terreno, lanzó por allí insistentes llamadas en voz alta.

—¡Pompilio! ¡Pompilio Udano! ¡Señor Pompiliooo!

Se deslizó él mismo, todo entero, por la grieta, y desapareció completamente de la vista. A poco pudo oírse el rumor de una animada conversación entablada en el fondo de la cueva, no tardó en surgir de nuevo el visitante, a la vez que por una segunda grieta aparecía, un poco más lejos, el propio Pompilio Udano.

Discutióse el asunto un buen rato, y Pompilio opuso una fría negativa a reasumir la responsabilidad del orden y la paz del camposanto, pues no se consideraba ya obligado a ella, dándose por muerto.

—A causa de mi lamentable desaparición —explicó, con franca egolatría, el señor Pompilio—, el camposanto fue definitivamente clausurado; desde entonces, en todo ese tiempo, sólo una vez subí a la superficie, por un rato, llamado, lo recuerdo, por el médico…

— ¿Por el médico? —preguntaron varias voces.

—Sí; ¿no saben que tenemos aquí un médico?

—No lo sabíamos; no lo sabíamos —respondieron todos a la vez.

—Bueno es saberlo —añadió uno—. Aunque a mí nunca me duele nada —agregó al punto, tocando madera a una cruz vecina.

—¡Claro! —le replicó, sin más tardar, un amargado esqueleto allí presente—. ¡Claro! Si tú estás instalado en una tumba de las mejores; en la más seca y tranquila de todo el cementerio, y si no fuera por el barranco…

—Llamemos al médico a ver qué opina —propuso alguien, volviendo a dirigirse al celador y tratando, al parecer, de evitar que resurgieran, juntos con los restos de los difuntos, recriminaciones y suspicacias que para nada venían ahora al caso.

—Nos dará algo para dormir, tal vez —insinuó una voz.

—Pues… por allí —dijo entonces el señor Pompilio, señalando con el descarnado dedo —. Pero… ¿qué razón habría para llamarle en tan altas horas como éstas? Nadie parece enfermo grave aquí…

—¡Yo! —proclamó ruidosamente, sin mayor preámbulo, otro de los del grupo, a tiempo que se echaba al suelo, como atacado por fulminante enfermedad, a la entrada de un panteón semiderruido—. Díganle que estoy a la puerta del sepulcro…del sepulcro de la Familia Torreitía —completó, leyendo desde el suelo la inscripción del mausoleo.

A poco llegaba ya el doctor. Miró con fijeza al paciente y allí mismo procedió al reconocimiento y examen.

—Respire.

—Otra vez.

—Ruidos…ruidos —murmuró el facultativo, frunciendo el ceño.

—Estoy aquí echado sobre hojas secas, doctor —explicó el enfermo, incorporándose a medias en su lecho de crujiente hojarasca—; es ese, tal vez, el ruido que…

—¡Hum! —gruñó el doctor, sin interrumpirse en su tarea.

—Pero ¡doctor! ¡Si yo me hice el enfermo sólo como pretexto para poder llamarle a usted a estas horas! Y no siento nada, absolutamente nada; sólo el insomnio causado por…

—¿No siente nada? ¡Pudiera ser! —dijo el doctor—. Pero usted presenta síntomas… síntomas alarmantes… síntomas inequívocos… en una palabra, ¡síntomas de vida!.

—¡Oh! —exclamaron los difuntos, retrocediendo, todos, con movimientos de horror. ¡Síntomas de vida! ¡Síntomas de vida!

—¿Qué debo hacer? ¿Qué debo hacer, doctor? —suplicaba, al mismo tiempo, por su parte, el asustado esqueleto, que parecía palidecido, más aún, súbitamente.

—Por lo pronto —dijo el doctor—, meterse en un fosito. Quedarse quietecito. Pero, ¡no tema! —añadió dándole ánimos—. Pudiera ser que yo… la ciencia… el tratamiento ¡Ya veremos!

No se movió más el esqueleto, y el grupo se llevó al doctor hacia otro lado.

—Este cálido vaho… Este efluvio falaz… Esta hipócrita noche… —murmuraba, extrañamente, el buen doctor, como hablando, ahora, sólo para sí mismo, oteando en torno suyo.

—De todos modos —dijo uno—, se me ocurre una idea…

El médico lo miró con atención.

—¡Hum…!

Pero se oyó en aquel instante otra voz, un susurro, más bien, que parecía venir de muy cerca, a la vez que de muy lejos:

—Doctor… doctor…

Se entristeció el médico, deteniéndose para observar.

Desde el fondo de la tierra, llegaba hasta su oído algo así como la última, débil, resonancia de una remota y juvenil voz de mujer.

—Cada vez que vuelve la primavera, doctor…

—¡Hum…!

—Quisiera andar, cantar, reír, llorar…

Desapareció el médico penetrando en la agrietada superficie de donde la misteriosa voz había salido…

Cuando volvió a reunirse con el grupo, la luna había hecho su aparición entre las nubes; flotaba dulcemente en el espacio. Ligeras ráfagas de brisa acariciaban el follaje de las ceibas y los mangos. Confundido tal vez por el intenso resplandor de la luna —o en sueños, quizás—, un pájaro llamaba, piando, por momentos, como al despuntar del día, desde algún hueco del muro. Nuevas hojas brillaban, húmedas y relucientes, en los enormes brazos de una ceiba. Otra ceiba, al lado, aparecía cubierta, toda ella de blancuzcas flores, compactas y apretujadas entre sí, que exhalaban un acre y penetrante aroma. Lanzando sus silbidos, revoloteaban, en torno, los murciélagos, como alrededor de una inmensa golosina; se detenían en el aire, en suspenso ante las flores: libaban en los cálices. De todos lados a la vez llegaba el chirrido de los grillos. Y las insignificantes florecillas silvestres y rastreras —esas que no tienen nombre alguno, ni fragancia ni esplendores—, por todas partes recubrían, piadosamente, sin embargo, la tierra del camposanto. Nadie fijaba en ellas la mirada pero el médico sí las veía; como también veía los mil tupidos brotes de hojas tiernas; como escuchaba el canto de los grillos, o sentía el vivo perfume de la tierra; y de los árboles…

—Habrá que precaverse… resguardarse —dijo, de pronto, estremeciéndose, como presa de violento escalofrío.

—Ja…ja… —rió el amargado esqueleto que ya antes había hablado alguna vez—. Eso quisiera yo también, ¡cómo no! Estar bien al abrigo, y al seguro, bajo tierra, con mi buena lápida encima, por tan feo tiempo como el de esta noche… Horrible tiempo de primavera, con pimpollos, nidos, luna, brisas, fragancias, cuchicheos… un tiempo como para estarse uno encerrado, allá abajo, quieto y serio… ¡Pero a cada momento estoy temiendo que se desmoronen el barranco en donde estoy y vayan a parar mis pobres huesos quién sabe dónde!

—Cuando me contaba entre los vivos —volvió a decir el médico, siguiendo el hilo de sus pensamientos—. Cuando me contaba entre los vivos, y era médico entre ellos, ¡qué vano y quimérico trabajo, el de luchar contra la muerte! A veces, el desaliento me invadía, y no aspiraba ya entonces más que a la muerte misma, para lograr al fin la certidumbre que nunca hallaba en la existencia… Y ahora —añadió, con una como vaga o dolorosa turbación en la voz—, ahora soy el médico de los muertos…estoy muerto yo mismo… y bastante sé ya, después de todo, sobre este incurable mal que nos acosa, noche y día, bajo la aparente quietud del camposanto… esta implacable e invencible vida, que por todas partes recomienza, a cada instante —fuera y dentro de nosotros—, su trabajo de zapa interminable… ¡Alucinante morbo! ¡Espeluznante enfermedad!

Echó a andar, por entre las cruces y las losas —o por lo que de ellas aún quedaba aquí o allá—, y fue a hundirse, blandamente, en aquel mismo punto del ciprés, que era lo suyo. Pudo escucharse con cuánto cuidado y precauciones se encerraba, procurando tapar toda grieta o hendija por donde filtrara algo, todavía, hasta allá abajo, del soplo de la brisa o de la magnificencia de la noche, o del suave e insistente llamar desde su nido, del pájaro engañosamente despertado por el claror de la luna. Sacando uno de sus brazos por un restante agujero aún abierto, acomodó mejor, sobre sí, la mohosa lápida, cual sábana o cobija, y cerró finalmente desde adentro, esta última abertura al exterior. Junto al nombre desvaído, había unas cifras ya borrosas, unas cifras que habían sido doradas, en su tiempo, y que lo mismo podían ahora significar las fechas del nacimiento y de la muerte del doctor, que las nocturnas horas de consultas del médico… ¡Del Médico de los Muertos!

Era ya muy tarde, y los mil ruidos que venían de la ciudad habían cesado por completo. De modo que los muertos se olvidaron del motivo mismo de su salida, y todos imitaron el ejemplo del doctor. ¡Volvieron los difuntos a sus cruces, así como retornan, a cierta hora, a sus olivos los mochuelos! Y la paz volvió a reinar, por el momento, en el pequeño camposanto abandonado. La luna seguía su curso por el cielo. Los grillos cantaban con pasión. Brillaban los cocuyos. A ratos, como una ráfaga del mundo, un murciélago hendía el aire. Y poco a poco iban cayendo, como pesadas gotas de algún licor capitoso, las pequeñas flores blancuzcas y viscosas de concentrado y denso aroma embriagador; blanqueaban en el suelo, al pie del árbol, a la luz de la luna, como huesecillos esparcidos… Ya los muertos reposaban y dormían nuevamente, cada uno en su sitio, cada cual bajo su lápida o su túmulo, o bajo su montículo y sus piedras… ¡Engañosas apariencias, sí!

Más nunca os voy a decir: «¡Quedad en paz! ¡Descansad en paz!». Ya sé lo que es vuestro descanso, vuestro eterno descanso… ¡Momentánea pausa apenas!

¡Efímero intermedio!

***

El difunto yo

Examiné apresuradamente la extraña situación en que me hallaba. Debía, sin perder un segundo, ponerme en persecución de mi alter ego. Ya que circunstancias desconocidas lo habían separado de mi personalidad, convenía darle alcance antes de que pudiera alejarse mucho. Era necesario, mejor dicho, urgente, muy urgente, tomar medidas que le impidieran, si lo intentaba, dirigirse en secreto hacia algún país extranjero, llevado por el ansia de lo desconocido y la sed de aventuras. Bien sabía yo, su íntimo -iba a decir “inseparable”-, su íntimo amigo y compañero, que tales sentimientos venían aguijoneándole desde tiempo atrás, hasta el extremo de perturbarle el sentido crítico y la sana razón que debe exhibir un alter ego en todos sus actos, así públicos como privados. Tenía, pues, bastante motivo para preocuparme de su repentina desaparición. Sin duda acababa él de dar pruebas de una reserva sin limites, de inconmensurable discreción y de consumada pericia en el arte de la astucia y el disimulo. Nada dejó traslucir de los planes que maestramente preparaba en el fondo de su silencio. Mi alter ego, en efecto, hacía varios días que permanecía silencioso; pero en vista de que entre nosotros no mediaban desavenencias profundas, atribuí su conducta al fastidio, al cual fue siempre muy propenso, aún en sus mejores tiempos, y me limité a suponer que me consideraba desprovisto de la amenidad que tanto le agradaba. Ahora me sorprendía con un hecho incuestionable: había escapado, sin que yo supiera cómo ni cuándo.

Lo busqué en seguida en el aposento donde se me había revelado su brusca ausencia. Lo busqué detrás de las puertas, debajo de las mesas, dentro del armario. Tampoco apareció en las demás habitaciones de la casa. Notando, sorprendida, mis idas y venidas, me preguntó mi mujer qué cosa había perdido.

-Puedes estar segura de que no es el cerebro -le dije. Y añadí hipócritamente:

-He perdido el sombrero.

-Hace poco saliste, y lo llevabas. ¿No me dijiste que ibas a no sé qué periódico a poner un anuncio que querías publicar? No sé cómo has vuelto tan pronto.

Lo que decía mi mujer era muy singular. ¿Adónde, pues, se había dirigido mi alter ego? Dominado por la inquietud, me eché a la calle en su busca o seguimiento. A poco noté -o creí notar- que algunos transeúntes me miraban con fijeza, cuchicheaban, sonreían o guiñaban el ojo. Esto me hizo apresurar el paso y casi correr; pero a poco andar me salió al encuentro un policía, que, echándome mano con precaución, como si fuera yo algún sujeto peligroso o difícil de prender, me anunció que estaba arrestado. Viéndome fuertemente asido, no me cupo de ello la menor duda. De nada sirvieron mis protestas ni las de muchos circunstantes. Fui conducido al cuartel de policía, donde se me acusó de pendenciero, escandaloso y borracho, y, además, de valerme de miserables y cobardes subterfugios, habilidades, mañas y mixtificaciones para no pagar ciertas deudas de café, de vehículos de carrera, de menudas compras ¡Lo juro por mi honor! Nada sabía yo de aquellas deudas, ni nunca había oído hablar de ellas, ni siquiera conocía las personas o los sitios -¡Y qué sitios!- en donde se me acusaba de haber escandalizado. No pude menos, sin embargo, de resignarme a balbucir excusas, explicaciones: me faltó valor para confesar la vergonzosa fuga de mi alter ego, que era sin duda el verdadero culpable y autor de tales supercherías, y pedir su detención. Humillado, prometí enmendarme. Fui puesto en libertad, y alarmado, no ya tanto por la desaparición de mi alter ego como por las deshonrosas complicaciones que su conducta comenzaba a hacer recaer sobre mí, me dirigí rápidamente a la oficina del periódico de mayor circulación que había en la localidad con la intención de insertar en seguida un anuncio advirtiendo que, en adelante, no reconocería más deudas que las que yo mismo hubiera contraído. El empleado del periódico, que pareció reconocerme en el acto, sonrió de una manera que juzgué equívoca y sin esperar que yo pronunciara una palabra, me entregó una pequeña prueba de imprenta, aun olorosa a tinta fresca, y el original de ella, el cual estaba escrito como de mi puño y letra. Lo que peor es, el texto del anuncio, autorizado por una firma que era la mía misma, decía justamente aquello que yo tenía en mientes decir. Pero tampoco quise descubrir la nueva superchería de mi alter ego -¿de quién otro podía ser?- y como aquel era, palabra por palabra, el anuncio que yo quería, pagué su inserción durante un mes consecutivo. Decía así el anuncio en cuestión:

“Participo a mis amigos y relacionados de dentro y fuera de esta ciudad que no reconozco deudas que haya contraído “otro” que no sea “yo”. Hago esta advertencia para evitar inconvenientes y mixtificaciones desagradables.
Andrés Erre.”

Volví a casa después de sufrir durante el resto del día que las personas conocidas me dijeran a cada paso, dándome palmaditas en el hombro:

-Te vi por allá arriba…

O bien:

-Te vi por allá abajo…

Mi mujer, que cosía tranquilamente, al verme llegar detuvo la rueda de la máquina de coser y exclamó:

-¡Qué pálido estás!

-Me siento enfermo -le dije.

-Trastorno digestivo -diagnosticó-. Te prepararé un purgante y esta noche no comerás nada.

No pude reprimir un gesto de protesta. ¡Cómo! La escandalosa conducta de mi alter ego me exponía a crueles privaciones alimenticias, pues yo debería purgar sus culpas, de acuerdo con la lógica de mi mujer. Esto desprendíase de las palabras que ella acababa de pronunciar.

Sin embargo, no quería alarmarla con el relato del extraordinario fenómeno de mi desdoblamiento. Era un alma sencilla, un alma simple. Hubiera sido presa de indescriptibles terrores y yo hubiera cobrado a sus ojos las apariencias de un ser peligrosamente diabólico. ¡Desdoblarse! ¡Dios mío! Mi pobre mujer hubiera derramado amargas lágrimas al saber que me acontecía un accidente tan extraño. Nunca más hubiera consentido en quedarse sola en las habitaciones donde apenas penetraba una luz débil. Y de noche, era casi seguro que sus aprensiones me hubieran obligado a recogerme mucho antes de la hora acostumbrada, pues ya no se acostaría despreocupadamente antes de mi vuelta, ni la sorprendería dormida en las altas horas, cuando me retardaba en la calle más de lo ordinario.

No obstante los incidentes del día, todavía conservaba yo suficiente lucidez para prever las consecuencias de una confidencia que no podía ser más que perjudicial, porque si bien las correrías de mi alter ego pudiera suceder que, al fin y al cabo, fuesen pasajeras, en cambio sería difícil, si no imposible, componer en mucho tiempo una alteración tan grave de la tranquilidad doméstica como la que produciría la noticia de mi desdoblamiento. Pero los acontecimientos tomaron un giro muy distinto e imprevisto. La defección de mi alter ego, que empezó por ser un hecho antes risible que otra cosa, acabó en una traición que no tiene igual en los anales de las peores traiciones… Este inicuo individuo…

Pero observo que la indignación -una indignación muy justificada, por lo demás- me arrastra lejos de la brevedad con que me propuse referir los hechos. Helos aquí, enteramente desnudos de todo artificio y redundancia:

Salí aquella noche después de comer frugalmente porque mi mujer lo quiso así y me dijo, no obstante mis reiteradas protestas, que me dejaría preparado un purgante activísimo para que lo tomara al volver. Calculaba que mi regreso sería, como de ordinario, a eso de las doce de la noche.

Con el fin de olvidar los sobresaltos del día, busqué en el café la compañía de varios amigos que, casi todos, me habían visto en diferentes sitios a horas desacostumbradas y hablaban maliciosamente de ciertos incidentes en los cuales hallábase mezclado mi nombre, según pude colegir, pues no quise inquirir nada directamente ni tratar de esclarecer los puntos. Guardé bien mi secreto. Disimulé los hechos lo mejor que pude, procurando despojarlos de toda importancia. Una discusión de política nos retuvo luego hasta horas avanzadas. Eran las dos de la madrugada cuando abrí la puerta de casa, empujándola rápidamente para que chirriara lo menos posible. Todo estaba en calma, pero mi mujer, a pesar de que dormía con sueño denso y pesado, despertó a causa del ruido. Los ojos apenas entreabiertos, me preguntó entre dientes cómo me había sentado el purgante.

-¡El purgante! -exclamé-. Llego de la calle en este momento y no he visto ningún purgante! ¡Explícate, habla, despierta! ¡Eso que dices no es posible!

Se desperezó largamente.

-Sí -me dijo- es posible, puesto que lo tomaste en mi presencia… y estabas conmigo.. y…

– … ¡Y!…

Comprendí el terrible engaño de mi alter ego. La traición de aquel íntimo amigo y compañero de toda la vida me sobrecogió de espanto, de horror, de ira. Mi mujer me vio palidecer.

-Efecto del purgante -dijo.

Aunque nadie, ni aun ella misma, había notado el delito de mi alter ego, la deshonra era irreparable y siempre vergonzosa a pesar del secreto. Las manos crispadas, erizados los cabellos, lleno de profundo estupor, salí de la alcoba en tanto que mi mujer, volviéndose de espaldas a la luz encendida, se dormía otra vez con la facilidad que da la extenuación; y fui a ahorcarme de una de las vigas del techo con una cuerda que hallé a mano. Al lado colgaba la jaula de Jesusito, el loro. Seguramente hice ruido en el momento de abandonarme como un péndulo en el aire, pues Jesusito, despertándose, esponjó las plumas de la cabeza y me gritó, como solía hacerlo:

-¡Adiós, Doctor!

Tengo razones para creer que mi alter ego, que sin duda espiaba mis movimientos desde algún escondrijo improvisado, a favor de las sombras de la noche, se apoderó en seguida de mi cadáver, lo descolgó y se introdujo dentro de él. De este modo volvió a la alcoba conyugal, donde pasó el resto de la noche ocupado en prodigar a mi viuda las más ardientes caricias. Fundo esta creencia en el hecho insólito de que mi suicidio no produjo impresión ni tuvo la menor resonancia. En mi hogar nadie pareció darse cuenta de que yo había desaparecido para siempre. No hubo duelo, ni entierro. El periódico no hizo alusión a la tragedia, ni en grandes ni en pequeños títulos. Los amigos continuaron chanceándose y dándole palmaditas en el hombro a mi alter ego, como si fuera yo mismo. Y Jesusito no ha dejado nunca de gritar:

-¡Adiós, Doctor!

Sin duda, mi alter ego desarrolló desde el principio un plan hábilmente calculado en el sentido de producir los resultados que en efecto se produjeron. Previó con precisión el modo como reaccionaría yo delante de los hechos que él se encargaría de presentarme en rápida y desconcertante sucesión. Determinó de antemano mi inquietud, mi angustia, mi desesperación; calculó exactamente la hora en que un cúmulo de extrañas circunstancias había de conducirme al suicidio. Esta hora señalaba el feliz coronamiento de su obra; y es claro que sólo un alter ego que gozaba de toda mi confianza pudo llevar a cabo esta empresa. En primer lugar, el completo conocimiento que poseía de los más recónditos resortes de mi alma le facilitó los elementos necesarios para preparar sin error el plan de inducción al suicidio inmediato. En segundo término, si logró hacerse pasar por mí mismo delante de mi mujer y de todas las personas que me conocían, fue porque estaba en el secreto de mis costumbres, ideas, modos de expresión y grados de intimidad con los demás. Sabía imitar mi voz, mis gestos, mi letra y en particular mi firma, y además conocía la combinación de mi pequeña caja fuerte. Todos mis bienes pasaron automáticamente a poder suyo, sin que las leyes, tan celosas en otros casos, intervinieran en manera alguna para evitar la iniquidad de que fui víctima. También se apoderó del crédito que había alcanzado yo después de largos años de conducta intachable y correctos procederes; y en el mismo periódico continúa publicando a diario, autorizado con su firma, que es la mía, el mismo aviso que dice:

“Participo a mis amigos y relacionados de dentro y fuera de esta ciudad que no reconozco deudas que haya contraído “otro” que no sea “yo”. Hago esta advertencia para evitar inconvenientes y mixtificaciones desagradables.
Andrés Erre.”

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