La Diáfana
Soñaba con el rumor de la playa y con una piragua que partía hacia el sur. Soñaba con hileras de cocoteros que se perdían de vista y con la voz de su madre que gritaba: «¡Epaaa… esos muchachos que están a medio freo!». Se soñaba caminando descalzo por la tierra asoleada que quemaba sus pies, por la arena surcada de huellas de serpientes y machorros formando un mapa incomprensible. Caminaba entre tunas, cardones y perdices que se espantaban a su paso. A media noche lo despertaron los mosquitos y un calor húmedo como si estuviera metido en baño de María. Un concierto ensordecedor de sapos y ranas que salía del pantano cercano lo mantuvo despierto el resto de la noche navegando entre sábanas húmedas. Con los primeros rayos del sol la orquesta de anfibios desafinados y conducidos por un imaginario director desquiciado dejó de sonar y se impuso el griterío de los loros conversando entre las ramas de los árboles que rodeaban una ciénaga que, en tiempos no muy lejanos, había sido un río de aguas cristalinas que desaguaba en el gran Escalante, obligándolo a corregir el rumbo.
Vitelio había llegado siete días antes a esa tierra feraz y pantanosa. En esa época todavía se observaban los estragos dejados por la gran creciente de 1890, que amplió el cauce del río Escalante con su fuerza de arrastre. Los zulieros no olvidaban la plaga de langostas que azotó la región el año 1882, nublando el sol desde el amanecer hasta el anochecer y acabando con los cultivos y los bosques. Algunos de sus familiares, colonizadores de estas tierras desde mediados del siglo xix, se habían visto obligados a regresar a las tierras yermas de sus pueblos de origen en La Cañada. Vitelio había nacido en El Carmelo, donde su abuelo, sobreviviente de la langosta y las crecientes, construía embarcaciones de madera a orillas de la playa y le contaba historias fantásticas mientras aserraba, claveteaba y calafateaba juntas.
Una tarde mágica, con luna y estrellas tempraneras, su abuelo le contó que hubo un tiempo que solo la imaginación humana puede explicar, donde las aguas de los ríos y pantanos se juntaban con la humedad del aire y los peces se confundían con los pájaros y los insectos voladores. Hasta que empezaron a llegar hombres que desplazaron a los habitantes originarios y la naturaleza comenzó poco a poco a transformarse. Estos hombres venían acompañados de sus animales de carga, sus herramientas, su tenacidad y su instinto depredador, para cruzar pantanos y ríos a lomo de mulas transportando el fruto de los cultivos de las tierras altas a los nuevos puertos, desde donde eran llevados en pequeñas embarcaciones a vela que aprovechaban la corriente de los ríos y el buen viento del lago para llegar al puerto de Maracaibo.
Le contó su abuelo que estos hombres, con sus mulas cargadas de café y otros productos, solo acondicionaron espacios para pernoctar después de cada jornada de camino. La urgencia del transporte, la puntualidad en la entrega de las mercancías y las dificultades de las tierras pantanosas, no les permitieron fundar caseríos permanentes. Fueron los cañaderos, carpinteros de orilla, criadores de cabras, agricultores de barbacoas y huérfanos de tierras fértiles, quienes se aventuraron por esos ríos, pantanos y lagunas, con sus embarcaciones de vela, sus mujeres y sus muchachos, para fundar conucos de caña de azúcar, cacao, y plátanos y con el tiempo haciendas de ganado vacuno. Llegaron bordeando el lago a los puertos de Concha, Encontrados, Santa Rosa y Santa Bárbara y crearon un nuevo gentilicio: los zulieros. Los que no se hicieron hacendados o conuqueros, fundaron una amplia red de piraguas para el transporte de mercancías y pasajeros.
La embarcación que construía el abuelo se empezaba a convertir en una hermosa piragua de 8 varas de largo por 3 de ancho. Con cada tabla claveteada, con cada junta calafateada, su abuelo le iba contando historias de sus aventuras por las tierras pantanosas. Un día le contó que al llegar a la boca de los ríos la brisa del lago ya no los acompañaba y había que usar palancas para sortear las arenas acumuladas en las desembocaduras y la navegación río arriba se hacía con remos hasta llegar a los puertos.
Cuando llegaron los franceses a construir el ferrocarril, dragaron la desembocadura del río Escalante para dar paso a embarcaciones de motor y de mayor calado. La Compañía de Ferrocarriles Franceses tuvo muchos inconvenientes para el tendido de los rieles y los técnicos se quejaban de las lluvias y las inundaciones. El abuelo le contó que había trabajado con los franceses y que durante esos años hubo un derroche de morocotas y libras esterlinas. Los trabajadores del ferrocarril ganaban muy bien, pero todo lo gastaban en el juego, la bebida y las mujeres «malucas».
En Encontrado había conocido unos hombres que se internaban en los montes de Perijá buscando bálsamo de copaiba. En esos montes tenían que cuidarse de las flechas de los motilones, que salían de la maleza sin previo aviso, de las serpientes y de los zancudos que se paraban sobre la piel dura y sudorosa del explorador, buscaban un poro, hundían su aguja y empezaban a chupar hasta que, hartos de sangre, se alejaban torpemente. Al cabo de unos días el hombre deliraba de fiebre en su hamaca. Uno de estos hombres, el negro Fuenmayor, le contó que en las márgenes del río Tarra habían encontrado las puertas del infierno. Era una montaña de donde salían chorros de agua caliente y un aceite negro que se regaba por el monte y navegaba por los ríos. Con el tiempo, se supo que era petróleo.
«En esas tierras —le dijo un día— todo es distinto». Se desatan aguaceros interminables que dejan los caminos intransitables, pero también es una tierra bondadosa que solo espera la semilla para germinarla. Llegó a ver racimos de plátanos tan grandes que solo dos hombres muy robustos podían levantarlos. «Esa es la tierra prometida de nosotros los cañaderos», eso le dijo.
Un sábado en la mañana la piragua amaneció flotando, se veía hermosa e invitadora, estaba muy cerca de la playa, presa a la orilla por una larga cuerda amarrada al tronco de un cocotero, su blancura contrastaba con el lago y el cielo. Su abuelo la contemplaba orgulloso sentado en su silla favorita, fumando tabaco y hablando con su hijo del largo viaje que harían muy pronto. Él, Vitelio, tal como su abuelo y su padre, también estaba orgulloso, la sentía propia y la piragua se balanceaba suavemente disfrutando la frescura del agua del lago que rozaba su cuerpo de madera pintado de blanco. A cada lado de la proa exhibía su nombre La Diáfana y unos ojos que a ratos miraban hacia el sur, otras veces a la playa o a los pequeños y curiosos peces que nadaban a su alrededor.
Los días siguientes, antes del viaje, se ocuparon en hacer los arreglos necesarios y en proveerse de los alimentos, enseres y mercancías para el largo recorrido.
Una tarde, su padre lo llevó a cazar conejos, iguanas y perdices entre los cardonales, en las tierras de Hato Viejo, antigua hacienda de la familia del general Rafael Urdaneta y donde aseguran los cañaderos que nació el prócer. Se internaron en el monte por caminos de cabras y regresaron muy avanzada la tarde con algunas presas. Fue la última vez que vio y pisó el paisaje reseco de El Carmelo. Al día siguiente, en la madrugada, zarparon en La Diáfana.
Como ya les he dicho, me llamo Vitelio, ese es también el nombre de mi padre y mi abuelo. En El Carmelo, a nuestra casa le decían a que los Vitelios.
—Muchacho, vaya a que los Vitelios y me trae un litro de aceite de coco.
En un principio mi madre dijo que la piragua debería llamarse «Los Vitelios», pero mi abuelo dijo que las piraguas son mujeres y deben tener nombres de mujer, y la bautizó La Diáfana. «Así se llamará — dijo— porque es una embarcación luminosa, blanca, liviana, casi transparente». Era medio poeta mi abuelo. Él mismo le dibujó el nombre en la proa con letras muy bonitas y le pintó dos ojos para que no perdiera nunca el rumbo.
Una mañana, antes de que saliera el sol ya estábamos navegando en La Diáfana. Soplaba buen viento y la vela estaba hinchada y gozosa, con un viento frío oloroso a monte. Desde el fogón llegaba un sabroso aroma a plátanos verdes asados, desmenuzados y revueltos con huevos de gallina y cebolla que recogimos en la barbacoa de mi madre, que también venía con nosotros. La navegación era lenta y apacible.
A media tarde avistamos una manguera que se alejaba de nosotros y yo iba maravillado con las toninas que nos escoltaban a corta distancia. Después de cinco días de navegación y de paradas en algunos pueblos de palafitos para pernoctar, vender mercancías y comprar pescado salado, una mañana llegamos a la desembocadura del río Escalante. Palanqueando y remando tardamos dos días para llegar al puerto de Santa Bárbara del Zulia. Hubo que pernoctar a orillas del río, donde los zancudos nos atacaron con saña. Antes de anochecer, los monos nos tiraban frutas desde lo alto de los árboles, los caimanes se lanzaban al agua y las garzas, pájaros y patos, huían de nuestra presencia. En la selva pantanosa, de noche, animales desconocidos y ocultos en la oscuridad, cantan, silban, gruñen y braman. La selva no duerme, siempre está al acecho.
Llegamos a puerto el día siguiente, empezando la tarde. De los vagones del ferrocarril desembarcaban plátanos y café.
– o –
Llegamos hace siete días y hoy voy camino al puerto de las piraguas. Un escuadrón de pequeños sapos marcha militarmente por la calle embarrialada. La Diáfana regresa a La Cañada, va cargada de plátanos y mi abuelo Vitelio Barboza me saluda desde el timón. Yo me quedaré atrapado en la exuberancia de este verdor, mi padre está a mi lado.
Nunca más regresé a La Cañada. La desafinada orquesta de anfibios y la incoherente conversación de los loros ya no me quitan el sueño. Mi abuelo, en su sano juicio, un día decidió morirse y La Diáfana naufragó en el lago, dicen que chocó con un taladro y se incendió. Rara vez sueño con las tierras resecas de mi infancia. Ahora soy zuliero.
***
La gripe española y otros espantos
La primera vez que sonó la campana a media noche, todo el pueblo dormía. Solo Josefa Sánchez no había pegado un ojo pensando en el viaje que emprenderían muy pronto. La cantina de Balmiro Badell había cerrado y los parroquianos que la frecuentaban se habían ido a sus hogares con pasos vacilantes. Josefa se asomó a la ventana, vio a Balmiro caminando los cincuenta pasos que lo separaban de su casa y vio la sombra cuando apagó la luz de su cuarto.
Veintitrés minutos después, sonó el campanazo. A esa hora en la calle no había ni un alma y algunos perros aullaron sorprendidos. Se encendieron luces de miedo en algunas ventanas, pero se fueron apagando poco a poco, en secuencia. El pueblo quedó nuevamente en silencio.
Josefa se quedó esperando otro campanazo, pero no sucedió, esto la asustó aún más y sacudió a su esposo, que despertó rezongando y con voz soñolienta dijo:
—Mañana veremos, Josefa. En la casa del coronel debe estar el policía de punto.
La mujer insistió:
—Los fantasmas y los ladrones no salen de día, Emiliano, hay que espantarlos, o agarrarlos en la noche. Mañana hay mucho que hacer con lo del viaje y el policía solo cuida al coronel Reyes, no a los vecinos, ese gocho es un cobarde con todo y máuser.
Emiliano se incorporó de la cama, sabía que no había manera de convencer a su mujer y con mucha calma, empezó a vestirse.
Josefa insistió:
—A esa velocidad, te saldrá el sol en media calle y solo alcanzarás a espantar las palomas que se cagan en el confesionario.
Cuando llegó a la iglesia solo escuchó el gorjeo de las palomas y pensó que era imposible que estas pudieran mover, en su vuelo, el pesado badajo de la campana. Al salir, alcanzó a ver al policía que lo miraba desde el jardín de la casa del jefe civil y se retiró lo más rápido que pudo a pesar de su cojera. Se le había espantado el sueño y encontró a su mujer sentada en la cama comiéndose las uñas y rezando un Ave María. Cuando lo vio entrar preguntó:
—¿Qué pasó?
—Nada, duérmete, mujer… amanecerá y veremos.
La noche transcurrió en calma y el día amaneció soleado. Todas las conversaciones giraron en torno al campanazo de media noche. Todo el pueblo acudió a la bodega de Emiliano Fernández; fueron hasta los que no tenían nada que comprar. Todos con su versión y sus sospechas. A media mañana llegó el jefe civil con la excusa de comprar cigarrillos. Emiliano dijo con sorna y sin mirar a la primera autoridad:
—No había nadie en la iglesia… y no hay palomas campaneras —y mirando de reojo al jefe civil comentó—. Debe ser el alma de Aquiles, que anda en pena.
El pueblo retomó su rutina. Ya habían llegado las primeras piraguas y lanchas con pescado fresco.
Los piragüeros, con su conteo cantarino, apilaban los plátanos en la orilla de la playa. Algunos pasajeros traían noticias de una rara epidemia llamada la gripe española. Dijeron que se había desatado en Maracaibo y en las tierras pantanosas del Sur de Lago. En casa del Ratón y su mujer, la Gata, se estaba exprimiendo el coco rallado para el aceite. Se regaban las barbacoas de cebollas y cilantros. Algunas mujeres conversaban en los fogones mientras otras lavaban ropa en los patios. La Chira, más flaca que nunca, más peleona que nunca y grosera como siempre, andaba de casa en casa ofreciendo sus cocadas y besitos.
Después del mediodía, libre de clientes averiguadores y brolleros, el cojo Emiliano se dedicaba a improvisar versos y componer décimas para los amigos y no tan amigos, con su humor corrosivo de siempre: «He visto en este lugar una cosa particular/ una gata y un ratón viviendo en el mismo hogar/ de allí saldrán ratoncitos y gaticos por doquier y el pueblo se llenará de dichos animalitos».
Al final de la tarde llegó a la playa un bongo con varios enfermos. Venían de las tierras pantanosas del Sur del Lago, regresaban al pueblo buscando recursos contra esa desconocida enfermedad llamada gripe española. En la tarde les dieron cristiana sepultura a dos de los recién llegados y sonaron varios campanazos, esta vez, llamando a misa de difuntos.
La gente empezó a asociar los campanazos de media noche, que se hicieron recurrentes, con los enfermos que llegaron del sur y con los nuevos difuntos que reinauguraron el olvidado cementerio, en un pueblo donde hacía mucho tiempo que no se moría nadie. Todos se acordaron del fotógrafo español que llegó un día al pueblo, nadie sabe cómo, y se fue, sin que nadie supiera cuándo. Llegó con su cámara minutera y su trípode de madera pintado de rojo retratando a todo el que se dejara y pagara. El español era un hombre mal humorado que deambulaba por el pueblo con sus aparatos procurando su clientela. Tenía el índice y el pulgar de la mano derecha amarillentos a causa de los químicos fotográficos y los de la izquierda, por el cigarrillo que nunca apagaba y que además le servía para marcar el tiempo del revelado. Los niños lo perseguían por todo el pueblo para averiguar por qué aquel hombre que olía a vinagre, metía su brazo hasta el codo en una manga negra y miraba constantemente su cigarrillo, hasta sacar de su caja mágica un pequeño papel con la cara del fotografiado. Vivía solo en un cuartucho alquilado muy cerca de la playa, por el rumbo donde algunas noches se escuchaba un espanto que en el pueblo llamaban «El Hachero». Por la noche se le escuchaba cantar en un extraño idioma que un viajero reconoció como catalán. Cuando se supo de la gripe española ya se había ido y la mayoría de los que se retrataron quemaron sus retratos por miedo a contagiarse a través de ellos de la mortal enfermedad.
El cuartucho donde vivió, el poco tiempo que permaneció en el pueblo, fue derrumbado y quemado y empezaron a escucharse nuevamente los golpes de «El Hachero» tumbando árboles imaginarios. Entre campanazos, golpes de hacha, gripe española y un jefe civil autoritario, vivían atemorizados los habitantes de San José de Potreritos. Algunos preparaban embarcaciones para marcharse a las prometedoras tierras de Concha, Santa Bárbara y Encontrados, donde fundarían haciendas productoras de caña de azúcar y conucos plataneros.
Una mañana, después de una noche de desvelo, Emiliano le dijo a su mujer:
—Esta noche voy a matar o a espantar al campanero, carajo… sea quien sea y después nos iremos de este pueblo para no verle nunca más la cara a ese gocho de mierda.
A media noche, después del campanazo, sonó un estampido magnificado por el silencio del pueblo y la resonancia de la iglesia. El jefe civil huyó hacia la playa pensando que era la revolución anunciada desde siempre y la gente salió a la calle espantada. Frente a la iglesia, el cojo Emiliano, con un crucifijo en el pecho, gritaba blandiendo su escopeta de cacería:
—¡Se jodió el campanero! ¡Ahí lo tienen, pues!
Y tiró sobre la calle polvorienta un búho de tres kilos de peso y casi una vara de alto.