literatura venezolana

de hoy y de siempre

Los complejos virginales en el mito de Teresa de la Parra

Nov 29, 2024

María Fernanda Palacios

El mito de Ifigenia es algo más que una alusión o un trasunto temático en la primera novela de Teresa de la Parra. Esas imágenes están presentes a todo lo largo de su vida y de su obra, ellas orientan su vocación, modelan su sensibilidad, configuran su escritura y aun impulsan las fantasías y leyendas a que ella y sus libros han dado pie.

Siento que la imagen de Ifigenia puede llegar a contener y expresar aspectos especialmente oscuros y dominantes en nuestra historia psíquica. Me refiero específicamente a los complejos virginales o a las complejidades de lo virginal en nuestra cultura. De allí mi interés por la presencia de este mito en Teresa de la Parra.

En un borrador inédito de sus conferencias, Teresa de la Parra habla del “papel desapacible” que juega el autor cuando “después de haber escrito” se interpone entre sus lectores y las “formas amigas” que éstos crean al leer. Con su humor característico, agrega, “es el papel del intruso, de la clásica suegra que llega a interrumpir un manso acuerdo”. Teresa sabía, pues, que quienes le leían también la imaginaban: sabía que sus lectores irían construyendo inevitablemente una figura distinta a la de su propia persona, y que, como decía María Eugenia Alonso, la gloria la iría desfigurando hasta convertirla en un ser de fábula. Quisiera acercarme a esa ficción elaborada por sus lectores. Esa imagen, por inexacta que sea, es sin embargo más rica que cualquier biografía porque allí van a dar las fantasías, los prejuicios y las obsesiones que ella ha estimulado en nosotros a través del tiempo. ¿Y no es así como un autor vive en el corazón de sus lectores?, como mitos. Allí hallaremos verdades de otro tipo, que nadie ha fabricado, que ningún causalismo explica, porque estaban allí, sumergidas en nosotros, desde siempre, a la espera de la ficción que pudiera mostrarlas.

Sobre Teresa de la Parra existe un amplio repertorio de opiniones, testimonios, juicios críticos, elogios, estudios, teorías e interpretaciones. No quiero rebatir o confirmar nada. No me interesa la verdad de lo que supuestamente dicen, sino la subjetividad que expresan; quisiera verlos como valoraciones afectivas, cargadas emocionalmente. Me interesa, en fin, el sentir con que se escribieron: los prejuicios, la exageración, la reverencia, la fascinación o la animosidad que demuestran o disimulan. Porque es allí donde se teje el mito. De modo que ningún trabajo, por equivocado que sea, es del todo deleznable. Además, el error conduce al alma, a la emoción del que escribe. Y la crítica, muy a su pesar, segrega tanta o más sustancia mitológica que los escritores (especialmente aquella que se empeña en desmitificarlos).

Cuando en el prólogo de la primera edición de Ifigenia el crítico Francis de Miomandre dice “…esa bonita cabeza tan bien hecha por dentro como por fuera”, ya estaba, sin darse cuenta quizá, alimentando ese mito con que Teresa de la Parra entra simultáneamente en la historia de la literatura y en la de nuestras fantasías colectivas. Desde entonces ella ha sido la “maravillosa niña, maravilla pura” (Gabriela Mistral), la “criolla florida” (Arturo Uslar Pietri) o la “criolla bellísima” (Arroyo Alvarez), “la mujer de fábula” (Juan Liscano) y la “mujer imperial” (Díaz Sánchez), “la dulce, la bella, la inquietante mujer” (Nieto Caballero), aun la “opulenta y perfumada magnolia” (Gloria Stolk) y hasta el áspero Pocaterra se suaviza para decir que Ifigenia es “el guante” que esa “linda y diestra mano de mujer les arroja”.

En la comedia Los empeños de la casa, Sor Juana Inés de la Cruz pone en boca de doña Leonor un retrato que muy bien podría ajustarse al mito de Teresa de la Parra:

Era de mi patria toda
el objeto venerado
de aquellas adoraciones
que forma el común aplauso;
y como lo que decía,
fuese bueno o fuese malo
ni el rostro lo deslucía
ni lo desairaba el garbo,
llegó la superstición
popular a empeño tanto
que ya adoraban deidad
el ídolo que formaron.

Esos dos atributos: la belleza y el ingenio, podrían resumirse en una sola palabra: la gracia (incluyamos también las resonancias mitológicas del vocablo) y quién no reconocería que Teresa de la Parra, ella, su obra, su estilo, llenos están de gracia.

Esta figura de la bella, ingeniosa, graciosa y llena de gracia, no es extraña a nuestra tradición, al contrario, ella puebla la imaginería renacentista y barroca, y en la literatura española la mujer independiente, bella y discreta tiene raíces hondas y prestigiosas. La encontramos en Cervantes, en Lope y en Calderón, y en América podemos decir que Sor Juana la personifica. La imaginación de las comedias del Siglo de Oro está acaparada por esas flores del barroco: doncellas decididas, apasionadas y en cierto modo liberadas, aunque para ello tengan que estar enclaustradas o embozadas, que sin ocultar su feminidad, ni renunciar a sus talentos, ponen en marcha la verdadera acción dramática. No la acción externa de los lances de capa y espada sino la del ingenio, que como ellas es monstruosamente delicado y complejo, como una flor del barroco.

El mito de Teresa de la Parra proporciona quizá la versión criolla de estas esquivas y equívocas doncellas. En ese mito, elaborado por sus lectores, sus amigos y aun por ella misma, han quedado prendidos pedazos de nuestra historia, esa que actúa como el huésped desconocido de María Eugenia Alonso, sin que se entere la conciencia.

Como todo mito, el de Teresa tiene varias versiones y, según quien lo recoja, adquiere tonalidades negativas o positivas. Para algunos, ella es la pionera de cierto feminismo, mientras para otros no pasa de ser una rebelde avergonzante; muchos creen que ella encarna la memoria de nuestros pasado colonial y es la depositaria de nuestros valores más firmes; pero, para ciertos radicales, ella es la representante de una sociedad decadente y una mentalidad reaccionaria. Es decir, hemos sustituido la complejidad del mito por juicios que colorean unilateralmente su realidad. Y esto ya nos indica la presencia de un fuerte componente virginal, por lo excluyente, en nuestro vivir.

Los críticos de Teresa le reprochan sobre todo sus “contradicciones”: que hablara de la sumisión de la mujer sin dejar de ponderar su abnegación y aun su sacrificio; que escribiera tan bien y no se sintiera escritora; que no tomara en serio ni las críticas ni los elogios y aceptara el éxito con la vanidad con que una mujer bonita agradece un piropo.

Todos los atributos que la singularizan, para bien o para mal, giran en torno a la gracia: belleza e ingenio, elegancia y sencillez, feminidad sin feminismo, naturalidad y refinamiento, ternura y frialdad, frivolidad y misterio, mundanidad y soledad. Estas imágenes, como en los mitos, tienen la cualidad de ser dobles. Pero nuestra conciencia yoica sólo acepta la dualidad en términos lógicos y vemos contradicción donde la vida encarna diversidades irreductibles.

Así, el mito de Teresa se ha venido tejiendo en dos tiempos y dos registros: el primero es elevado, nos habla de una Teresa ejemplar, con visos hagiográficos y la sitúa en un pedestal de exagerada gloria o absoluta bondad. De acuerdo con esta ficción, es la mujer sufrida y abnegada, la mártir que “teniéndolo” todo renuncia heroicamente al destino que tiene reservado toda mujer y se aparta del camino trillado y sacrifica una existencia seguramente feliz (el amor, el hogar, la maternidad) para preservar la libertad. La tuberculosis, la vida de sanatorio y la muerte prematura coronan este mito de la mujer sacrificada. Esta versión coincide con ideales románticos que la propia Teresa sostuvo y que orientaron en buena medida su vida y sirvieron de asunto a su obra. Es la versión que encontramos repetida en la larga galería de mujeres que aparecen en sus escritos.

Este fue el tono de sus comentaristas y lectores hasta los años sesenta. A partir de entonces otro registro, menos amable, toma el relevo y, sin llegar a ser abiertamente detractor, porque se cubre con el prestigio y el aire de superioridad que proporcionan las teorías, se propone la tarea, sin duda más actual, de derribar el ídolo que los otros formaron y sustituir aquella imagen de víctima admirable por la de una mujer resignada, culpable de frivolidades y de escapismos. Para decirlo en lenguaje arquetípico, Teresa pasa de santa a pecadora, de diosa a bruja.

Los que santifican a Teresa están quizá como ella presos en el polo ideal del complejo virginal. Pero sus detractores expresan su rechazo no menos radical a todo cuanto perturba o atenta contra esa imagen unilateral de pureza. Si en los primeros predominaba la identificación con Teresa, para los segundos ella se ha convertido en la pantalla que recibe todas las proyecciones
negativas de ese mismo ideal.

Para resumir: en las versiones que glorifican a Teresa, el sentimiento se orienta hacia la idealización, mientras que en sus detractores éste se reprime o se disfraza con teorías o razones
supuestamente objetivas. Los viejos críticos esgrimían juicios de orden moral, y los modernos se encargan de rechazar inconsistencia lógica (como contradicción) en aquellos rasgos de la figura de Teresa que atentan contra la virginidad de sus psiques.

Y esto es lo que pasa con los mitos modernos: ya no sabemos cómo relacionarnos con una imagen en toda su ambigüedad, no toleramos sus paradojas ni sus penumbras, y en lugar de reflexionarla, la interpretamos unilateralmente: o bien me identifico, idealizándola, o bien proyecto en ella mi sombra y la cargo de culpa.

Y es así como Teresa ha oscilado en la fantasía de sus admiradores y detractores: fascina e irrita, atrae identificaciones y provoca resentimientos, porque todo cuanto ella estimula, independientemente del matiz afectivo con que se lo exprese, son puntos álgidos en nuestra psique y en nuestra historia. Las palabras con que se alude a Teresa de la Parra están cargadas
no sólo de juicios sino de emociones: belleza, inteligencia, soltería, independencia, abnegación, afrancesamiento, riqueza, hacienda, herencia, fama, enfermedad, familia, sacrificio. Debajo de palabras como ésas yace la sombra de nuestra Venezuela heroica. Allí está encerrada una carga ancestral de fantasías y temores hacia ciertos aspectos de lo femenino. Por lo general nuestra literatura tiende a repetir lo que han hecho los lectores de Teresa, polarizar la imagen en dos extremos. Teresa de la Parra no da la oportunidad de recuperarla como misterio, en toda su ambigüedad: allí donde aparecen mujeres abnegadas y virtuosas se afila, simultáneamente, el cuchillo de la sacrificadora: el abrazo de Abuelita es dulce y desgarrador, su calor maternal mutila; recordemos a María Eugenia cuando dice: “… volví a sentir más intensamente todavía el calor maternal que era en mi vida la vida de Abuelita, cuyas manos piadosas iban a mutilarme cruelmente al podar celosas, con ternura y cuidado, las alas impacientes de mi independencia”.

Esas alas cortadas, ese cuidado cruel, esa ternura despiadada, esa poda celosa, está en la historia de Teresa, pero también en la nuestra: son imágenes de la otra historia de Venezuela. Esas imágenes remiten a una realidad más honda que retrata la manera como han venido ocurriendo las cosas dentro de nosotros. Teresa le puso palabras al diálogo permanente entre esas dos figuras, y esos dos tiempos: la abuela y la muchacha, lo anacrónico y lo moderno, lo caprichoso y lo enclaustrado, dos rostros, dos caras, dos tiempos de una misma naturaleza.
Las suaves palabras de Abuelita son las tijeras de una poda cruel; Mercedes Galindo, la mujer de mundo habla como una romántica quinceañera y Mamá Blanca pasa por la vida como las flores y muere tan boquiabierta como cuando era Blancanieves.

Ahora bien, la leyenda de Teresa podría decirnos mucho si logramos desentendernos de las explicaciones causalistas. Tomemos, por ejemplo, uno de sus misterios: la soltería que es una de las muchas formas como se muestra en ella la señorita mítica. Esta manera de ver las cosas no nos dirá por qué Teresa no se casó, ni por qué escribió, pero sí podría decirnos mucho acerca de cómo lo hizo. Podría ser que en esa soltería esté el patrón invisible que la mueve interiormente y la lleva a escribir, dándole consistencia a su mundo: allí está la imagen de la enclaustrada inmemorial propiciando el encierro dichoso de la escritura, o bien el de la arisca y altiva independencia de la mujer. Sor Juana o Manuelita: dos polos en una misma imagen. En una reconocemos la criolla piadosa y encendida, algo anacrónico, detrás de su cancela; en la otra, la traviesa e indomable muchacha de los años veinte, petulante y salvaje a la vez ¿No está allí perfilada la imagen de aquel monstruo delicado que mencionara Uslar Pietri, la señorita y flor de barroco? En su estudio sobre el arquetipo de la Kore (la doncella), Jung subraya la importancia y la dificultad que tiene esta imagen en el alma humana: “A la doncella se la describe como no enteramente humana en el sentido usual: puede ser que su origen sea desconocido y peculiar; que luzca extraña, o bien que sobrelleve extrañas experiencias, de allí que nos veamos forzados a inferir la naturaleza extraordinariamente mítica de la doncella”.

La frase que emplea Jung: “no del todo humana” fue la que me hizo recordar la de Arturo Uslar Pietri sobre Teresa de la Parra: “era una señorita: ese ser monstruosamente delicado y complejo. Esa flor del barroco”. Pienso que para explorar a fondo en el mito de Teresa tendríamos que sumergirnos en ese monstruo, en la monstruosidad de la señorita. Como si allí estuviera oculta nuestra “flor del barroco”.

No quiero ver la palabra barroco como una categoría estética, sino como una alusión al aparecer de ese algo torcido de la doncella, esa rareza o extrañeza, extraordinariamente mítica como dice Jung de la “señorita”. Entiendo aquí por barroco la referencia a una imaginación que nos conecta emocionalmente con una delicadeza y una complejidad monstruosas. Y celebro doblemente que Uslar haya juntado lo delicado y lo monstruoso en la señorita permitiéndome intuir lo monstruoso de su delicadeza.

Sé que estoy abusando del sentido que dio Uslar a sus palabras. Pero ellas están ahí, y repican de manera imprevisible para su autor. Además el término “monstruoso” contiene resonancias míticas, no lo uso como algo malo sino como algo extraño, portentoso, ajeno a la unilateralidad de la conciencia. Y la imagen mítica, se sabe, gracias a su dualidad, es siempre algo monstruosa, “no enteramente humana”, de allí que sea una vía apropiada para situarnos en una perspectiva más amplia donde podamos pasar de lo idealizado de las identificaciones y lo ciego de las proyecciones a esos niveles paradójicos de los que participa lo monstruoso. Y así, viendo lo monstruoso de la imagen, quizá logramos salirnos momentáneamente de la unilateralidad de nuestro complejo virginal.

Monstruosidad y delicadeza resumen entonces dos caras de cierta virginalidad, esa que arquetipalmente nos conduce a Artemisa: ¿No es Ifigenia –hija y víctima de esa diosa– la señorita por excelencia, en esa doble condición, la delicada víctima de Aulis y la monstruosa sacrificadora de Táuride?

Para muchos artistas la experiencia de la vocación se expresa en imágenes a veces duras y dolorosas de zozobra, luchas agónicas y descensos infernales. Pero sabemos que Teresa no baja a esas profundidades del alma. Sus escritos revelan fehacientemente su rechazo a la oscuridad, a la suciedad o a la impureza de ciertos trabajos y afirman su reiterada necesidad de frescura
y tranquilidad.

Una dicha, un frescor, como un baño de río o una siesta entre los helechos son las imágenes que podemos asociar con esa felicidad de la escritura que tanto añoró ella durante los años del sanatorio. La vocación, la posibilidad de escribir, como algo que irrumpe, sin esfuerzo, como un manantial. Una entrega espontánea y fácil, no tanto a la naturaleza, como a su propia naturaleza. Un cuerpo que se sumerge en ese impulso que corre como el río entre las piedras, tropezando, maltratándose, pero sin salirse nunca de cauce. También aparece la imagen de la siesta en los patios de las casas criollas, la somnolencia o la torpeza del cuerpo que se mece en un ensueño penumbroso de cocotero, en esa hora en que el cuerpo se descuida y las fantasías se avivan. En la primera de las imágenes, Teresa es la doncella “coral”, la ninfa que el fauno quiere perpetuar; en la otra, Teresa es la criolla enclaustrada, “una voz detrás de una celosía”. Son dos tempos, dos imágenes femeninas que están en el centro de su vivir e impulsan por igual su imaginación. En la primera reconocemos a la Teresa moderna, la chica de los años veinte, la Teresa de su generación. Esa ninfa artemisal puebla la imaginación de la modernidad; desde aquellas primeras ninfas mallarmeanas hasta las mujeres feéricas de los surrealistas. La iconografía de Teresa está llena de ellas. La otra es la imagen barroca, la estampa memoriosa de las mujeres de otro tiempo que pueblan su historia familiar; es la Teresa colonial y es tan artemisal como la primera; pero ésta se mueve con lentitud, conoce los secretos de la espera, lleva los hilos de la casa, guarda las llaves, abre y cierra las ventanas y quizá es diestra en el arte de amolar los cuchillos. Porque no se trata de contradicciones; son los extremos de una misma figura en sus dos espacios míticos: Aulis y Táuride, dos momentos de lo femenino en el alma heroica de una Venezuela romántica.

Estas figuras configuran un conflicto en el alma de Teresa y su vocación surge de allí. Cuando la ninfa domina la escena sentimos una Teresa traviesa y petulante, parecida a María Eugenia, a Violeta, a Manuelita. Cuando ella domina el signo es siempre arisco, inatrapable y altanero, la sentimos a gusto cuando se vuelve picapleitos y respondona, cuando el ingenio la salva de dejarse atrapar por las argumentaciones y la hace inmune a las críticas y los elogios. Cuando la otra parte aparece, Teresa es mamá Panchita, aquella que caminaba con la gravedad de un colibrí, cerrando las puertas al presente y abriendo generosamente las ventanas al ensueño. Cuando ésta impone sus lentitudes, comienza el reino de la memoria y Teresa rompe a narrar; desde el fastidio y la flojera, desde la indolencia de esa ninfa presa, entona su solo la flor del barroco. Ese patrón arquetípico, así como orienta el vivir, establece también los límites del opus y aun configura su estilo. Teresa no es de esos escritores que pueden atrapar exteriormente un
tema y escribir sobre una variedad de asuntos. Por el contrario, su materia es siempre una sola, materia prima, que sólo puede surgir de sí misma. No piensa que para escapar de la sumisión sea necesario traicionar cierta pasividad, propia de la feminidad; al contrario, insinúa que cuanto la mujer realiza debería hacerlo en conexión con su naturaleza más íntima. Esto la llevó a entablar un cierto antagonismo silencioso con su yo razonador, puesto que allí se localizaba lo que había de más extraño a su naturaleza: las opiniones, las argumentaciones, los juicios. Teresa sabía que de allí, del intelecto, era de donde podía llegarle una locura en forma de cordura, la razón de su sinrazón. María Eugenia Alonso fue una manera de conjurarlo: qué mejor retrato de ese yo invasor que la petulancia de María Eugenia, con su cabeza llena de cucarachas, con sus simpáticos e infantiles discursos. Ella nos seduce como la imagen viva de esa puella iniciándose en el mundo extraño y ajeno del espíritu.

Jung señaló que la vía de la mujer, como la de la naturaleza, es la de trabajar indirectamente sin nombrar su meta. No porque su acción carezca de un sentido preciso, sino porque se trata de un obrar donde quien formula y fija las metas no es el yo consciente. Teresa intuye que así trabaja lo femenino: por incubaciones; intuye que toda realización está dentro de sí misma, y toda su obra parece ser un progresivo ahondar en ese hallazgo. Sin embargo, quizá lo que Teresa no podía percibir es que ese obrar sin mencionar la meta no es exclusivo de la mujer. Y cuántas veces las mujeres también falsean o menosprecian eso que dentro de ellas es destino, empeñándose en conductas voluntariosas.

Cuatro años después de escribir Ifigenia, Teresa la relee y deplora no haber “torcido el cuello” a unas cuantas “aves chillonas de la elocuencia”. Más adelante, en una carta a García Prada de 1932, insiste en esto y reconoce que en Ifigenia hay mucho “lirismo innecesario” y una “musicalidad forzada” que ahora le desagrada “por falsa y por literaria”. Todo esto es propio
de un escritor que ha sabido poner en pasado su obra. Pero es aún más significativo que, diez años después, Teresa se reconozca en eso que ahora rechaza porque en esa misma carta ella agrega: “Pero es allí (en el lirismo innecesario, en lo falso y literario) donde está el verdadero reflejo de mí misma, es decir de mi yo de entonces, es ese exceso de romanticismo en que caemos tan a menudo en el trópico… La verdadera autobiografía está en eso, no en la narración como cree casi todo el mundo…”. Así que lo autobiográfico estaba en el estilo, y de eso Teresa no pudo enterarse sino diez años después.

Pero, diez años después de escribirlo, el lirismo de su protagonista le sigue desagradando; sólo que ya no piensa que se trata de un mero defecto que “se le escapó”, como decía en 1926, sino como ese trasfondo autobiográfico que su estilo hizo visible en esos golpes de timón que la mano que escribe impuso a lo que trazaba. Tal como ella misma lo dice, María Eugenia Alonso no se conoce, y sabemos que en eso descansa la ironía de Teresa; pero diez años más tarde es María Eugenia quien le descubre que ella, Teresa, no se conocía:

Para hacer hablar en tono sincero y desenfadado a María Eugenia Alonso la hice la antítesis de mí misma, le puse los defectos y cualidades que no tenía, a fin, creía yo, de evitar que nadie pudiera confundirme con ella. Pero no calculé que el disfraz sólo serviría para los que me conocían muy de cerca y que para los demás la autobiografía (confirmada además por circunstancia exteriores de mi propia vida) iba a ser evidente.

Así, lo que la trama establece como oposición y equívoco, su retórica lo muestra como ambivalencia. Lo que a Teresa le desagrada de su estilo, lo que ella cree que le “sobra”, no era cosa que ella hubiera podido resolver, como si se tratara de un problema estético, porque resulta que no “sobraba”. Al contrario, forma parte de ese complejo en el que ella está presa y que es, además, la materia prima de su obra. Un complejo que luego la vida se encargará de literalizar, como ella misma dice, en esas circunstancia exteriores.

Un escritor puede quitar o agregar palabras atendiendo a inclinaciones estéticas; pero no puede “corregir” la imagen que está en él, ni evitar la autonomía con que esa imagen se le impone como estilo. Presa en medio de las polaridades de la imagen de Ifigenia, ella no pudo dejar de colocarse en un extremo: la lírica del sacrificio terminó por imponerse por encima del tratamiento paródico con que comienza la novela.

De Ifigenia se hicieron dos ediciones en vida de Teresa. Para la segunda, ella introdujo algunas correcciones. Aun así el estilo no varió de manera significativa y los “defectos” de la primera edición no desaparecieron. Como dijimos antes, no eran del tipo que podían eliminarse con sólo pulir o recortar. De manera que aquel “lirismo innecesario” no sobra. Él es parte de lo que se cuenta en Ifigenia, porque Ifigenia (la del mito) cuenta, sobre todo, lo que Teresa no sabía que estaba contando.

De algún modo ella después se dio cuenta y en la carta a García Prada lo insinúa:

El público adora las confesiones. Si al principio me di cuenta de esto y me sentí muy «genée» y empecé a tomarle antipatía a Ifigenia, ahora el engaño me hace gracia. Me parece todo ingenuidad y andanzas de primera juventud, y creo que hasta yo misma he acabado por identifi car un poco mi personalidad de entonces con María Eugenia Alonso. Cuánto me habría indignado saber esto mientras escribía.

María Eugenia no retrata la vida de su autora; sin embargo, su estilo delata esa “ingenuidad de primera juventud”. A través de ella habla y actúa la ingenua juventud de la Ifigenia de Aulis.
Y si vista estéticamente esta novela es irónica, porque ironiza la ingenua juventud de su protagonista, ahora, viéndola desde una perspectiva más psíquica, nos revela cuánta ingenuidad juvenil hay en toda ironía novelesca. El autor parodió a su protagonista, pero ésta a su vez se venga, parodiando al autor.

De modo que si queremos enfocar la imagen mítica en Ifigenia debemos hacerlo a través del estilo. En los excesos retóricos de María Eugenia descubrimos la presencia invisible de la virgen de Aulis. Teresa dé la Parra soñaba, al final de su vida, con un estilo aparentemente muy distinto, un estilo “natural” (dice ella), en el que “uno no se dé cuenta de que hay estilo ni literatura, ni nada”. En Ifigenia, María Eugenia despliega su inclinación a lo literario, el alto concepto en que tiene y practica un estilo que sí es estilo. Ella está consciente de que escribe pero no de cómo lo hace, y la oscilación entre lo natural y lo impostado de su escritura es parte del conflicto de Ifigenia. El estilo de María Eugenia no es ni rebuscado ni artificioso pero
sí hay en él muchísima literatura. Seguramente porque el alma de una heroína, como la Ifigenia mítica, también está llena de elocuencia y literatura.

Lezama Lima decía que al escribir había que “hacer visible y secreta la ejecución para mostrar la plenitud del acabado”. En Ifigenia la ejecución, el estilo, parece estar en un primer plano, como lo están las puntadas en un encaje, no como una mera costura, ni un adorno, sino configurando la tela, regalándose en esa “plenitud del acabado”.

Al final de Ifigenia, el vestido de novia sobre la silla simboliza el cuerpo sacrificado de María Eugenia. Es un cuerpo de encaje blanco, frágil e inmaculado; en la blonda del chantilly está la encarnación de su estilo: la metáfora palpable de una escritura que crece y se expande y se repite como el dibujo de un encaje apretado, bien tramado, sobre el vacío de las horas de fastidio, saturando los baches con una puntada fina, aérea y reiterativa, que acumula y ensancha sus motivos, pero sin salirse nunca del mismo patrón: puntadas exaltadas que figuran toda clase de escapadas en arabesco, pero cerrándose sobre sí mismas con la humildad de los grandes orgullosos. Ese encaje resume el mundo de toda Ifigenia: inmaculado y virginal, vertiginoso y agobiado como la trama finísima de sentimientos con que un alma se adorna y cubre su vacío. La plenitud del acabado está en las palabras, en su incontinencia verbal, en sus galas retóricas, en su afición al lenguaje figurado y a la hipérbole, y es allí donde podemos leer el mito de esta
Ifigenia criolla.

Intuyo que Teresa escribió Ifigenia en medio de ese fastidio en que la sumía su existencia de joven casadera; desde esa espera tediosa que ocultaba una violencia secreta, tal como la que nos transmite la imagen mítica de una Ifigenia en Táuride; el tedio vivido como una crisis latente, como un vivir agónico, una crisis incubada y prolongada, casi infinita, a la espera de
un movimiento interior: el reconocimiento del hermano. Un vivir esperando completarse y cumplirse dentro de su propia naturaleza, sin salir de sí misma (puesto que del hermano se trata). Así también en la escritura de Teresa ocurren cambios, pero esos cambios son modulaciones dentro de un mismo registro. Quizá porque en una naturaleza virginal, dentro de los confines arquetipales que proporciona Artemisa, es decir, dentro del modelo virginal de esa figura, los cambios sólo ocurren así, y ya no sé si podríamos llamarlos cambios. No son saltos –raptos– a otros tipos de conciencia. Todo proviene de dentro: el otro es el hermano, nunca el extraño o el intruso. Y así, su obra queda circunscrita dentro de esos límites. Teresa podrá cambiar de tema, de ideas, de opiniones, de género, de técnica, aun de estilo, pero la fuente que la nutre es siempre la misma, su prima materia, y la sustancia de su opus estará siempre enmarcada por esa figura tutelar. La colonia, con su impronta de rebeldías ilustradas, es la imagen básica que reúne las dos caras de Teresa: allí está esa vida sencilla, idílica pero arisca y montuna, el semillero de nuestros héroes y el invernadero de nuestras Santas Mujeres. Las memorias de Mamá Blanca nos pasa esa estampa esencial en la imagen de Piedra Azul, una hacienda, semejante a Venezuela, aislada en un mundo virginal, donde el mal no tiene cabida y la revolución siempre está pasando por fuera, a mediodía; es el mundo inocente y travieso de papá, mamaíta y las niñitas, donde Vicente Cochocho, el jardinero, para lo que tiene verdadero “genio” es para alzarse y cada tanto se marcha de allí, sin dejar de decirle al patrón: “Vengo a advertirlo, don Juan Manuel; mañana al mediodía pasa la revolución por el cerro. Ya me dieron palabra de que no bajarían a perjudicarle la hacienda, pero por sí, o por no, mejor será que mande a esconder el ganado”.

Sobre la autora

*Forma parte del volumen: Varios (1993). Diosas, musas y mujeres. Caracas: Monte Ávila.

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