Domingo Miliani
Hasta dónde es capaz la razón de cegarse cuando anda metida y envuelta en el torbellino de los intereses de partido. Cecilio Acosta, 1846.
Tal vez nadie haya definido en su época, tan exactamente, la personalidad de Cecilio Acosta, como José Martí, en el hermoso ensayo elegíaco escrito en 1881. Entre otras frases hay una que llama a reflexión. Es cuando dice del gran mirandino que “sus manos, hechas a manejar los tiempos, eran capaces de crearlos”.
En la ensayística de Acosta hay meditaciones proféticas cuyos alcances aún no se han materializado. Son advertencias visionarias de un hombre que rebasó modelos propuestos por el Positivismo y el Krausismo. Este último, por cierto, una de las fuentes donde fue modelándose el pensamiento de Martí, Hostos y otros contemporáneos suyos. Acosta, firme en su religiosidad, supo adoptar de otras doctrinas todo cuanto incidiera en el mejoramiento ético, material y cultural de su país, a cuya elevación consagró desvelos, estudio y amor. Las ideas positivistas dominantes en su tiempo no le fueron desconocidas. Las sometió a crítica e incorporó a su pensamiento muchos postulados, en especial pedagógicos, sin que entraran en colisión con su moderna manera de ser católico.
Cecilio Acosta tenía conciencia del tiempo en transformación continua, casi al modo de Heráclito. Su mirada escrutadora de la historia estaba hecha a la reflexión enfocada a una imagen de futuro, bajo enunciados aforísticos. Humilde sin falsedad, tenía conciencia de su valor como intelectual. No vaciló en afirmar alguna vez, respecto a su obra, “lo que yo digo, perdura”. Si volvía los ojos al remoto pasado de las culturas clásicas era para exprimirle ejemplos que irradiaran hasta iluminar el presente espasmódico donde vivió como testigo de cargo y, desde ahí, vislumbrar el porvenir con precisión admonitoria de oráculo. En uno de sus más célebres ensayos, Cosas sabidas y cosas por saberse (1856), afirmaba que “La antigüedad es un monumento, pero no una regla; y estudia mal quien no estudia el porvenir. ¿Qué vale detenerse a echar de menos otros tiempos, si la humanidad marcha, si el vapor empuja, si en el torbellino de agitación universal, nadie escucha al rezagado? Con acento dialéctico, agrega: “¿Quién puede declamar con fruto contra el destino, si es inexorable, si es providencial, si no mira nunca para atrás? ¿Qué son los métodos, las instituciones, las costumbres, sino hilos delgadísimos de agua que son arrastrados en la gran corriente de los siglos?”[1].
Respecto al pasado nacional, observaba la historia inmediata con objetividad de mirada, para extraer lección y no para incriminar un proceso que, por pretérito y cumplido, resultaba inmodificable. Pensaba que “la imparcialidad es la justicia de la palabra”. Se cambia el presente, se orienta el futuro, pero es inútil echar cómodamente la culpa al pasado y dejar todo igual. La retórica política venezolana se ha caracterizado por una tendencia a responsabilizar de todos los males a los predecesores, sin admitir las conductas evasivas o indiferentes ante determinadas crisis. Contrariamente, don Cecilio definía su posición crítica así: “No culpamos: contamos; hacemos como el viajero, que al pasar, observa, coge y guarda. Las naciones se prueban como los metales; hay una época de errores; la verdad viene después. La vida colectiva, como la vida individual, es lucha, y no más; y esa lucha es la escuela. Hoy sabemos más, y sabemos porque nos han enseñado los extravíos”[2].
Del tiempo en que vivió y de los seres que lo poblaron, dijo un día: “Yo hablo de la situación y no de los hombres; del porvenir y no del pasado. Para lo pasado, velo; en política, quien no olvida no vence, quien no perdona no triunfa”. El mayor reparo que encaraba a la filosofía de su tiempo era la tendencia a fijar la vista en el pasado y, en consecuencia, “es muchas veces como un viajero, que habla por lo que ha visto y es ciega e ignorante en lo que queda por ver”. En tales visiones del tiempo está su extraordinaria capacidad para hacer un diagnóstico del presente como vía hacia un continuo pronóstico, especialmente en el campo de la educación. Encasillarlo con la simple ubicación de un “clásico”, además de injusto es impreciso. No fue un analista frío del contexto situacional donde vivió inmerso. Sentía y vibraba con el país y la humanidad hacia donde mantuvo muy abierta la mirada. Creía que el pasado era materia a ser juzgada por la historia.
Martí palpa en la obra de su admirado amigo la presencia del romanticismo sentimental, represado unas veces, otras desbordado. Por eso añade que al percibir el dolor del “hermano hombre”, lo padece franciscanamente como cosas de familia que le piden llanto y “él lo dio a mares”. Esa actitud conmiserativa por los padecimientos humanos lo llevará como a Guerra Junqueiro, a compartir solidariamente el dolor de pueblo, de que hablarían muchos años más tarde, por 1909, los jóvenes ensayistas de la generación de La Alborada: Rómulo Gallegos, Henrique Soublette, Enrique Planchart, Salustio González Rincones. El tiempo, es, entonces, un receptáculo invisible donde se aloja la noción de pueblo, tan esquiva a la posibilidad de cautivarla en una sola definición.
La turbulenta fundación de las repúblicas independientes politizó el discurso de reflexión. Acosta no escapó a esos enfrentamientos que ni en Venezuela ni en el resto de América conservaron la altura del debate doctrinario. Debió combatir el liberalismo demagógico, particularmente usufructuado por Antonio Leocadio Guzmán en los años 40. Rechazó la insurrección como vía para transformar las bases sociales en beneficio de las grandes mayorías. Polemizó con su amigo Ildefonso Riera Aguinagalde, de quien disentía al rechazar la violencia de la Revolución Federal. Ese debate escrito adquirió significación especial, porque don Cecilio proyecta su interpretación de aquella guerra a la situación del Continente. Otea con inquietud la convulsión latinoamericana para emitir un juicio de impresionante actualidad, pues anota debilidades socio-históricas aún no superadas: “Lo que ha enfermado siempre a los pueblos americanos de la raza latina, y puede ser por algún tiempo su cáncer futuro, es el odio político. Confunden de ordinario la idea con la persona, la doctrina con la parcialidad, se oyen a sí solos, se niegan la cooperación de la labor común; y vienen, como resultas, la esterilidad en los esfuerzos de la administración, la impotencia en los trabajos de la paz y la pendiente que va a dar a los abismos de la guerra”[3]. Consideraba que la razón de estos reveses estaba en la carencia de verdaderas prácticas republicanas, donde la ley, la educación por la prensa y la escuela, instruyeran socialmente “en la discusión pacífica del derecho, en los usos respetables de la asociación, en la prensa como luz, en la representación como reclamo”.
Al participar en los debates públicos de la política no estuvo inmune a los ataques, especialmente de la pluma intemperante de Antonio Leocadio Guzmán. Sin perder la mansedumbre de carácter ni la elegancia expresiva, se defendió con frases enérgicas en una página alegórica. La tituló “En defensa propia. Atacado con alevosía me defiendo con la verdad. Los espectros que son y un espectro que ya va a ser (1877). Es una de las pocas ocasiones donde ostenta sus virtudes públicamente, más por disgusto que por presunción. Repudia el calificativo de oligarca con que lo quieren definir. Y en seguida traza su perfil político, moral e intelectual: “Cecilio Acosta ha sostenido siempre las doctrinas liberales, quiere gobierno de leyes, el ejercicio de todas las libertades, paga lo que debe, no engaña, no calumnia, no persigue, ha sido buen hijo, es buen hermano, buen ciudadano, buen amigo, y sólo enemigo de las tiranías y, por todo, universalmente querido y respetado en Venezuela, en el resto de América y en Europa, en donde como en nuestro continente, tiene las más altas relaciones”[4].
Cecilio Acosta concibió el pueblo como un conjunto integrado por los “hombres de bien”, por los buenos ciudadanos. Su idea del buen ciudadano está ligada a la propiedad y el trabajo productivo. Los describe como “aquellos que están dedicados a oficios de provecho, porque el trabajo es la virtud o principio de virtud; así como la ociosidad es el vicio, o su camino”[5]. Esa visión idealista de la convulsa realidad venezolana lo hizo padecer ataques y sinsabores. Angustiado por la ignorancia en que había permanecido la mayoría social desde la Colonia, abogaba por un mandato moral que debía cumplir la minoría ilustrada, en función de irradiar su cultura a través de la prensa periódica bien dirigida.
En el propósito ineludible de educar al soberano, difería de Sarmiento. Sarmiento era pragmático. Acosta, idealista, insistía en el carácter moral de la educación, difundida a través de la prensa”. ¿No son muchos nuestros compatriotas sencillos, iliteratos, sin prácticas de gobierno, sin conocimiento de la política y alejados del mal así como del bien en cuanto mira a su felicidad y bienestar como miembros de un Estado?
Y entonces, ¿por qué no los ilustran los buenos? Los que tengan virtudes para que se las enseñen; los que luces para que se las comuniquen; los que amor patrio para que los inflamen; los que interés, en fin, y celo noble por la causa común, para que no los precipiten”[6]. Quien así pensaba, por 1846, era un joven de 28 años. Diez años después, con la prosa y la inteligencia maduras de tanto observar y leer, escribiría el compendio más hondo y demoledor de una educación elitizada en la universidad, desconectada de la educación básica, repleta de saberes muertos o anacrónicos.
En su ensayo Cosas sabidas y cosas por saberse expone lo medular de su doctrina educativa. Al interlocutor imaginario de su ensayo construido mediante un discurso epistolar, respecto a la universidad le expone: “Agrega ahora, que de ordinario se aprende lo que fue en lugar de lo que es; que el cuerpo va por un lado y el mundo va por otro; que una universidad que no es el reflejo del progreso, es un cadáver que sólo se mueve por las andas; agrega, en fin, que las profesiones son improductivas, y tendrás el completo cuadro”[7]. Se manifiesta, al igual que Simón Rodríguez, partidario de la educación popular. Sostiene que la enseñanza debe ir de abajo hacia arriba. Critica la universidad convertida en fábrica de académicos, “desgraciados” por la inutilidad de su saber.
El liberalismo de Antonio Leocadio Guzmán había acuñado una concepción de pueblo como instrumento para la agitación social. Era la víspera del populismo en nuestra historia. Cecilio Acosta fue uno de los primeros en enfrentar esa concepción y en desenmascarar las ejecutorias que desembocarían en la agresión al Congreso Nacional el 24 de enero de 1848 y, más tarde, en el decenio dictatorial protagonizado por los hermanos Monagas, antiguos héroes o caudillos de la emancipación política de España. A la luz del presente, las admoniciones cecilianas parecerían inspiradas en una reaccionaria visión de la realidad. Insertas en su época eran el llamado al eclecticismo y a la moderación en medio de una incesante cadena de asonadas caudillescas que llevaron directamente a la guerra civil conocida como Revolución Federal (1859- 1863). A su juicio, con las rebeliones recurrentes no se resolverían los problemas sociales de la estabilización económica, la solidez política y la educación de las mayorías. La concepción de pueblo parte de una pregunta que implica una distancia frente a la idea demagógica de Antonio Leocadio Guzmán: “¿A qué de pasiones no ha dado margen, a qué de intereses no ha exaltado, cuántos planes negros e inicuos no ha promovido la mala inteligencia del vocablo pueblo?” La concepción ética de pueblo la resume don Cecilio en este párrafo de indiscutible vigencia, donde el apóstrofe es su definición opuesta a la visión envilecedora:
Tú no eres él, ese que ha querido suplantarte y contrahacerte; tú eres la reunión de los ciudadanos honrados, de los virtuosos padres de familia, de los pacíficos labradores, de los mercaderes industriosos, de los leales militares, de los industriales y jornaleros contraídos; tú eres el clero que predica la moral, los propietarios que contribuyen a afianzarla, los que se ocupan en menesteres útiles, que dan ejemplo de ella, los que no buscan la guerra para medrar, ni el trastorno del orden establecido para alcanzar empleos de holganza y lucro; tú eres, en fin, la reunión de todos los buenos; y esta reunión es lo que se llama pueblo; lo demás no es pueblo, son asesinos que afilan el puñal, ladrones famosos que acechan por la noche, bandidos que infestan caminos y encrucijadas, especuladores de desorden, ambiciosos que aspiran, envidiosos que denigran y demagogos que trastornan”[8].
De la idea de pueblo pasa Acosta a la concepción de una república integrada por hombres sensibles al interés común, solidarios con las necesidades comunes: “Si todos los ciudadanos, si todos los gremios, si todas las corporaciones hicieran lo mismo, si un día se pensara por todos en que república quiere decir cosa de todos, en que no hay progreso sin espíritu público, ni espíritu público sin apreciación de las necesidades comunes, con desprendimiento de las aspiraciones personales; día vendría, y no lejos, en que viéramos grande, próspera y rica a la nación”[9]. Imagina la república como un ámbito futuro donde el hombre tiene que ser reeducado en la virtud y el trabajo. La utopía tiene dos cimientos en su visión de la realidad futura: en primer lugar, la inmigración de hombres sencillos, hechos al trabajo arduo de los campos, para lo cual propone especialmente la migración de agricultores canarios.
Nótese que no hay la idea racista dominante en precursores del positivismo, como Sarmiento, o como el utopista Michel Chevalier, uno de los primeros en considerar razas degeneradas a nuestras culturas heterogéneas. En segundo lugar, la educación concebida como instrumento modelador del hombre en la destreza productiva, en la capacitación para el trabajo. Su mensaje pedagógico mayor se condensa en pocas líneas. “Enséñese lo que se entienda, enséñese lo que sea útil, enséñese a todos y eso es todo”[10].
Los grandes proyectos no requieren altisonancia. Con la humildad de las frases directas, donde se esconden las mejores ideas, se materializa su enunciado. Lo demás es hacerlo hecho tangible y darle permanencia. En el caso de Acosta, tanto la concepción de pueblo como el llamado a su educación conducen directamente a la superación del individualismo transformado en un nosotros. En tal sentido tiene una visión utopista de la historia y podría hablarse, en su caso, de una proposición meta-histórica, en cuyo fondo el pueblo dialoga con el futuro:
Algún día, el día en que esté completa, la historia se hallará no ser menos que el desarrollo de los deseos, de las necesidades y el pensamiento; y el libro que la contenga, el ser interior representado. Las usurpaciones de mando, los desafueros en el derecho, el Yo por el Nosotros, son dramas pasajeros, aunque sangrientos, vicisitudes que prueban la existencia de un combate, cuya victoria ha de declararse al fin por la fuente del poder, por la igualdad de la justicia, por la totalidad de la colección. De los tronos, unos han caído y otros ya caen, la guerra feroz huye, la esclavitud es mancha, la conquista no se conoce, casi desaparecen las fronteras, las naciones se abrazan en el Gabinete, los intereses se ajustan en los mercados, la autoridad va a menos, la razón a más; y multiplicados los recursos, y expeditos los órganos, se acerca el momento de paz y dicha para la gran familia de los hombres. El pueblo triunfa; el pueblo debe triunfar; pongo para ello por testigo, a la civilización, que le ha refrendado sus títulos, y a Dios, que se los dio. Él respira, él siente, él quiere, él debe tener goces; él ha sufrido mucho, y debe alguna vez sentarse a la mesa[11].
El ensayo latinoamericano del siglo XIX funda nuestra imagen continental. La mayoría de los cultivadores expusieron sus ideas en la prensa periódica antes que en el libro. Así Andrés Bello, Simón Rodríguez, Juan Vicente González, Fermín Toro y Cecilio Acosta en Venezuela; Juan Bautista Alberdi, Esteban Echeverría y Domingo Faustino Sarmiento en Argentina; Juan Montalvo en Ecuador; Manuel González Prada en Perú; José Victorino Lastarria y Francisco Bilbao en Chile; José Martí en Cuba; Eugenio María de Hostos en Cuba, República Dominicana y Puerto Rico; Florencio Escardó en Uruguay; José María Samper, Miguel Antonio Caro, José María Torres Caicedo en Colombia. Los cuatro últimos, por cierto, amigos y corresponsales de don Cecilio, en un epistolario inquieto por el destino de las naciones latinoamericanas, su cultura y su lengua comunes. Con interlocutores de esa estatura, la ensayística de Cecilio Acosta no desmerece. Por el contrario, se eleva y resalta. Ubicarlo en el contexto intelectual de los grandes forjadores de lo que el maestro Leopoldo Zea llama la emancipación mental de Hispanoamérica, es una tarea por llevar adelante.
José María Torres Caicedo fue uno de los primeros en acometer la iniciativa de una Historia de la literatura de América Latina. Fue un informe escrito originalmente en francés en 1879, para el Congreso Literario Internacional reunido en Londres. El mismo año lo tradujo al español, nada menos que Cecilio Acosta. El detalle ilumina la conciencia latinoamericanista del pensador venezolano. Según el maestro Arturo Ardao, Torres Caicedo es uno de los forjadores de “la idea y el nombre de América Latina”[12]. El diplomático residente en París sostiene correspondencia con el venezolano. Acosta le dedica una semblanza elogiosa, donde analiza las ideas expuestas por el colombiano en su ensayo sobre Unión latinoamericana[13]. Se identifica con muchos de sus planteamientos y expone puntos de vista cuya modernidad impresiona.
El concepto de raza (entendida como cultura), vigente en su tiempo, lo maneja con destreza cuando opone la América sajona a la Latina, en identidad con Torres Caicedo. Pragmática la primera, espiritual la segunda. Será el modelo manejado posteriormente por José Enrique Rodó. Sólo que don Cecilio otea el futuro y se anticipa en la idea de que ambas “se darán la mano y se conciliarán y unirán en sus tendencias como operarios de una obra común, que es la civilización universal. Vendrán otras necesidades sociales y de resultas la habrá de otra raza o de diferente combinación de las mismas que satisfaga aquéllas y sea el intérprete del espíritu contemporáneo”[14].
En la historia de las ideas del siglo XIX, don Cecilio continúa ausente. Sin embargo, contemporáneos de alturas respetables como José Martí, Rufino Cuervo, Florencio Escardó o José María Torres Caicedo lo admiraron y tuvieron por su igual en los desvelos de una forja modernizadora del Nuevo Mundo, soñado por todos como proyecto de países hermanados en la emancipación política, económica e intelectual. Si en el discurso fue creador de tiempos, en el tiempo es de justicia crearle un espacio digno de su magisterio.
NOTAS
[1] “Cosas sabidas y cosas por saberse”, Cecilio Acosta. Comp. de Pedro Grases. Caracas”, Presidencia de la República (Col. Pensamiento Político Venezolano el siglo XIX, Nº 9), 1961, p 146. (Salvo indicación contraria, en adelante las citas de textos del autor estudiado irán referidas a esta edición, abreviada: Acosta, 1961, seguido de la página.)
[2] “Inmigración”, Acosta, 1961, p. 115.
[3] “Deberes del patriotismo”, Acosta, 1961, p. 195.
[4] Acosta, 1961, p. 437
[5] “Lo que debe entenderse por pueblo”, El Centinela de la Patria (1847), Acosta, 1961, p. 63.
[6] “Libertad de imprenta”. Acosta, 1961, p. 56.
[7] “Cosas sabidas y cosas por saberse”. Acosta, 1961, p. 145.
[8] “Lo que debe entenderse por pueblo”, Acosta, 1961, p. 60.
[9] “Inmigración”, Acosta, 1961, p. 113.
[10] “Cosas sabidas…”, Acosta, 1961, p. 148.
[11] Ibíd., p. 147.
[12] Arturo Ardao, Génesis de la idea y el nombre de América Latina. Caracas, Edics. del Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos, 1980.
[13] “José María Torres Caicedo”, Colombia-Venezuela. Historia intelectual. Comp. y ed. Juan Gustavo Cobo Borda. Bogotá, Edics. de la Presidencia de la República de Colombia (Biblioteca Familiar), 1997, pp. 15-93.
[14] “Joaquín Torres Caicedo”, ibíd., p. 44.