Gustavo Fernández Colón
Contribuciones venezolanas
En Venezuela, los intentos innovadores de teorización acerca de los rasgos definitorios del género han sido escasos, por no decir inexistentes. A la hora de las definiciones, la crítica nacional ha recurrido a los criterios consagrados por la tradición europea para sustentar sus disquisiciones. De esta naturaleza son incluso los más interesantes aportes, como el caso del Prólogo escrito por Guillermo Sucre [1933-] al libro clásico de Mariano Picón Salas [1901-1965], Comprensión de Venezuela (1976). Como es sabido, la oposición conceptual entre “escritor” y “escribiente” (“écrivain” y “écrivant”) en la que se apoya Sucre para enfatizar la “voluntad de estilo” que distingue al ensayista auténtico del simple “ejecutante” de textos en prosa, proviene de Barthes [1915-1980]; aunque en su meditada aplicación se trasluzca toda la agudeza del notable autor de La máscara, la transparencia (1975). Trabajos más recientes como el estudio semiológico del género intentado por Macht de Vera (1994) o la distinción entre reportaje y ensayo desarrollada por Earle Herrera (1991), son ejercicios analíticos más meritorios por su propósito didáctico que por la originalidad de sus propuestas.
En realidad, la labor más apremiante para los investigadores nacionales ha sido la elaboración de cronologías y la delimitación de tendencias, con el fin de esclarecer la evolución histórica del género en el país. La primera obra relevante a este respecto ha sido la Introducción al estudio del ensayo en Venezuela (1946), de Pedro Díaz Seijas [1921-], en la que se ofrece una visión panorámica de las sucesivas promociones de cultivadores del ensayo moderno, surgido en Hispanoamérica con el Ariel de Rodó [1872- 1917] y en Venezuela con la llamada generación positivista a finales del siglo XIX. En efecto, Díaz Seijas propone una periodización en la que, contrariamente a la opinión de Gómez Martínez, los autores de la época de la Independencia no se consideran estrictos ensayistas. Específicamente son cinco las generaciones que propone como hitos fundamentales en la historia nacional del género; éstas son, además de la positivista ya nombrada, la generación modernista, la del 18, la del 28 y la del 36.
Casi treinta años después, Domingo Miliani (1973) amplió el espectro trazado por Díaz Seijas, incluyendo en una nueva genealogía a los escritores de prosa ideológica de la época independentista, entre los que cuenta a gran parte de los próceres de la gesta libertadora y a los polemistas de las primeras décadas de vida republicana que, sobre todo a través de la prensa, debatieron acaloradamente las implicaciones para la América del pensamiento político liberal. Por otra parte, en lo referente al ciclo positivista iniciado con las figuras de Adolfo Ernst [1832-1899] y Rafael Villavicencio [1838-1920] y la evolución posterior del género, hasta la aparición de las obras cimeras de Briceño Iragorry [1897- 1958], Picón Salas o Uslar Pietri [1906-2001], las apreciaciones de Miliani coinciden grosso modo con las de su predecesor. Su aporte sustancial consiste en la actualización de la tarea clasificatoria y valorativa, pues añade casi tres décadas a la cronología que Díaz Seijas concluyó a mediados de los cuarenta. Puntualmente, Miliani logra dar cuenta de la diversidad de tendencias a las que se abre el ensayo venezolano durante el tercer cuarto del presente siglo, con la ampliación del campo temático que los maestros del género focalizaron sobre el problema de la identidad nacional, a los más variados intereses de la crítica literaria, la reflexión filosófica, la historia, la sociología, la economía o el derecho.
Un mayor esfuerzo de conceptualización se aprecia en los 3 ensayos sobre el ensayo venezolano, de Oscar Rodríguez Ortiz (1986), escritos como prólogos para los volúmenes de la extensa antología preparada por el mismo autor. En ellos, con trabajado estilo, postula la existencia de tres grandes etapas en el devenir de la ensayística nacional. En primer lugar, distingue un “período clásico” en el que habría surgido el “proto-ensayo venezolano”, y que se extendería desde 1830 hasta el agotamiento del romanticismo. Durante este lapso sobresalen los nombres de Andrés Bello, Simón Rodríguez [1771-1854], Fermín Toro [1807-1865], Juan Vicente González [1810-1866], Rafael María Baralt [1810- 1860], Cecilio Acosta [1818-1881] y Arístides Rojas [1826-1894]. En segundo término, estaría el ciclo en el que positivistas y modernistas fraguan las formas modernas del género —en esto coincide con Díaz Seijas— y, por último, se ubicaría su desenvolvimiento durante el siglo XX, con una división en dos subperíodos de los cuales el segundo se habría iniciado en 1958.
Lo mejor de Rodríguez Ortiz, más que los cortes históricos con los que pretende reconstruir las líneas maestras de una evolución, lo constituye su penetración crítica en las formas y los contenidos, el vuelo teórico con el que pretende elevarse por encima del suelo de las cronologías. Otro aporte suyo de especial relevancia ha sido su interés por las obras de Juan Liscano [1915- 2001] y José Manuel Briceño Guerrero a quienes considera, junto con Guillent Pérez [1923-1989], inteligencias ligadas por el propósito común de hallar una salida espiritualista, y acaso mística, a la crisis de la racionalidad moderna. En nuestra opinión, el aire de familia que arropa a estos autores se extiende mucho más lejos, pues presenta valiosos antecedentes en figuras de las generaciones positivista y modernista, así como continuadores notables en ensayistas más recientes como Armando Rojas Guardia [1948-], Elías Capriles [1945-] o Carlos Rocha [1945-]. Por ello, no es temerario pensar en la sobrevivencia de una veta de religiosidad antimoderna, en la cultura venezolana de los siglos XX y XXI.
Otro aporte importante en este campo ha sido el realizado por María Fernanda Palacios (1987), quien tal vez ha formulado las apreciaciones más originales acerca de las tensiones internas del género en el ámbito nacional. Sus juicios evidencian la lucidez de una mirada sensible, capaz de desentrañar las fuerzas colectivas que moldean el ejercicio de la escritura, como lo evidencia la afirmación siguiente:
Si hace unos años la primera preocupación a la hora de escribir un ensayo parecía ser la calidad pedagógica del mensaje, y nos investíamos del ropaje del maestro o el misionero, hoy nos ceñimos la fantasía del científico; y antes de empezar a tratar con el objeto, antepongo la preocupación acerca de si las fórmulas que voy a emplear estarán acordes con la tonalidad seudocientífica que ha ido tomando entre nosotros el discurso intelectual (p. 122).
Certeramente señala tres factores que, según su criterio, amenazan la vocación estética del ensayo, a partir de la década de los setenta. Ellos serían el cientificismo de las metodologías en boga dentro del campo de los estudios literarios, la presión de las ideologías sobre el trabajo crítico y el ejercicio periodístico. No obstante, tales tendencias generalizadas no han impedido el florecimiento de obras de excelente factura como las de Rafael Cadenas [1930-], Eugenio Montejo [1938-2008], José Balza [1939-]; y más recientemente las de Armando Rojas Guardia, Alejandro Oliveros [1948-], Ben Ami Fihman [1949-], Gustavo Guerrero [1957-], Guillermo Sucre [1933-], J. M. Briceño Guerrero y Francisco Rivera [1933-]. Al menos tal es la lista que la autora propuso para la ensayística publicada en el país hasta mediados de los años ochenta.
En la década de los noventa aparece el estudio semiológico del género publicado por Macht de Vera (1994), mencionado anteriormente. En esta obra la autora pasa revista a un conjunto de escritores representativos de una tendencia disímil a la vertiente antimoderna y espiritualista en la que se insertan las obras de Liscano, Guillent Pérez, Briceño Guerrero o Rojas Guardia. Se trata del pensamiento diurno de Rómulo Gallegos, Mariano Picón Salas, Mario Briceño Iragorry, Augusto Mijares [1897-1979] y Arturo Uslar Pietri, entre las viejas generaciones, y Gustavo Luis Carrera [1933-] y Francisco Rivera, entre las más recientes; todos ellos integrantes de un repertorio de ensayistas en quienes Macht de Vera reconoce el substrato común del inconformismo y la preocupación inagotable por la identidad y el destino de la cultura nacional.
Por último, sólo para ampliar parcialmente el cuadro de las voces surgidas sobre todo en las últimas tres décadas, cabe mencionar, entre otros, los nombres de Gabriel Jiménez Emán [1950-], Julio Miranda [1945-1998] y Víctor Bravo [1949-], este último ganador del premio Fernando Paz Castillo en 1985, en la mención de crítica literaria, con la obra Cuatro momentos en la literatura fantástica en Venezuela.
Diurnos y nocturnos
Como ya lo comentamos al referirnos a la labor crítica de Oscar Rodríguez Ortiz, es posible apreciar en buena parte de los intelectuales venezolanos una actitud ambivalente de admiración y repudio frente a los logros científicos, éticos y estéticos de la modernidad. Varias décadas antes de que la moda del pensamiento posmoderno se extendiera por nuestros predios académicos, los ensayistas asumieron posiciones de enjuiciamiento demoledor o exaltación imitativa del desarrollo alcanzado en los campos de la economía, la tecnología y la cultura por las grandes potencias de Occidente. Una muestra de ello fue el viraje palpable en el pensamiento del insigne pionero decimonónico del positivismo en Venezuela, Rafael Villavicencio [1838-1920], en la última etapa de su vida. En 1911, este antiguo creyente en el progreso indetenible de la humanidad garantizado por la ciencia y la técnica modernas, leyó frente a las caras extrañadas de los solemnes miembros de la Academia Nacional de Medicina, la elucubración siguiente:
Las cosas se deslizan unas en otras, como lo dice la sabiduría india: ellas pasan en nosotros y nosotros pasamos en ellas. Nosotros vamos arrebatados por el torbellino de las apariencias, para confundirnos al fin en el seno inmutable del Ser… La ciencia moderna nos conduce por medio del análisis a donde llegaron por la síntesis los bramanes de la India y los hierofantes de Egipto… (1989, t. 4, pp. 73-74).
Adelantándose a lo que sería luego una tesis defendida por los grandes constructores de la física del siglo XX como Albert Einstein [1879-1955], Werner Heisenberg [1901-1976] o Erwin Schrödinger [1887-1961], para quienes el paradigma cuántico-relativista habría reemplazado al mecanicismo newtoniano por una concepción holística del universo, análoga, en muchos sentidos, a la cosmovisión sostenida por las antiguas religiones del Oriente (Capra, 1982); Villavicencio, seguidor de las enseñanzas de la teosofía, se atrevió a proclamar que ante el derrumbe inminente de la civilización occidental, no había otra salida para la humanidad que el retorno a la olvidada gnosis mística de las tradiciones antiguas, desplazadas desde el Medioevo por el anquilosado dogmatismo de un cristianismo dividido y, desde el siglo XVIII, por el ateísmo materialista de la ciencia.
En 1916, la Tipografía Vargas publicó en Caracas su traducción del libro de Joseph Le Conte [1823-1901]: La doctrina de la evolución en sus relaciones con el pensamiento religioso, acompañada de un Prólogo propio en el que, desolado por el dantesco espectáculo de la Primera Guerra Mundial, declara:
Hay un hecho aparente hasta para los más cortos de vista: Lo que se llama el mundo occidental, o sea el conjunto de las naciones cristianas herederas de la civilización greco-romana, pasa hoy por una grave crisis; está en plena revolución. La Europa, que llevaba con orgullo la bandera del progreso, está, hace tiempo, en materia de gobierno general o de relaciones internacionales, en completa anarquía… (Villavicencio, 1989, t. 5, p. 310).
Y para terminar de lanzar por la borda el credo optimista que abrazara cuarenta años atrás, incluye en su Prólogo una extensa cita de Eduard Schuré [1841-1929] en la que se leen afirmaciones lapidarias como la siguiente: “Con todas sus máquinas, todos sus instrumentos y todas sus teorías, la ciencia ha llegado a destruir la belleza exterior de la vida” (op. cit., p. 321).
¿Sería el repliegue vital de la vejez o la presentida proximidad de la muerte la causa de que este respetable erudito —acusado de materialista en el pasado por difundir las ideas de Comte [1798- 1857], Spencer [1820-1903] y Littré [1801-1881] entre los alumnos de su Cátedra de Filosofía de la Historia— se volcara, en los albores del siglo XX, hacia el estudio de la filosofía hermética y buscara en el misticismo una respuesta para el desencanto, ante las fatídicas consecuencias de un progreso desbocado?
Extrañamente, por esos mismos años, un escritor mucho más joven que Villavicencio, reconocido como el más notable exponente del modernismo literario en Venezuela, expresa un similar rechazo a los excesos del mundo moderno y se adhiere a un fervoroso misticismo naturalista como ideal estético y existencial de redención. En 1908, Manuel Díaz Rodríguez [1871-1927], en un ensayo cuyo título tomó prestado del tratado espiritual de Teresa de Jesús [1515-1582] Camino de perfección, combatirá el cientificismo y el mercantilismo, reinantes con palabras en las que resuena el influjo de Rodó [1872-1917]:
Bajo la actual aparente divergencia de religiones, que es apenas la múltiple máscara de un universal escepticismo, junto al arribismo y al amor del dólar, caracteres de nuestro mundo moderno yanquizado, sólo han ido esparciéndose y prosperando, como religión y culto único, la religión y el culto de la ciencia… (Díaz Rodríguez, 1908, p. 46).
En su novela Sangre patricia (1902), Díaz Rodríguez recrea este sentimiento antimoderno en la prédica apocalíptica de Alejandro Martí, un compositor ligado a “una vaga secta religiosa” a quien se le habrían revelado las leyes de la música encerradas en el Evangelio. Para Martí, las guerras y conflictos internacionales de su tiempo no eran sino
… síntomas precursores de una tremenda catástrofe. No sé si esta sobrevendrá en los comienzos o a mediados de la próxima centuria, pero seguramente caerá sobre nosotros como un castigo… Porque, así como del centro de gravedad los muros, los hombres venimos alejándonos del Evangelio. Todas las guerras y convulsiones vienen de ahí: de ahí proviene todo el mal… (1902, p. 111).
La vuelta a la naturaleza y el misticismo constituyen, para este escritor caraqueño, dos tendencias esenciales de la espiritualidad humana que han animado los momentos de mayor elevación en la historia del arte y la literatura. Precisamente, el tránsito del siglo XIX al XX sería un período propicio para el retorno cíclico de aquellas fuerzas, según se aprecia en las obras de autores fundamentales como Nietzsche [1844-1900], Carlyle [1795- 1881], Baudelaire [1821-1867], Tolstoi [1828-1910], D’Annunzio [1863-1938] y Oscar Wilde [1844-1913], partícipes todos de un misticismo literario que en algunos casos ha coincidido también, como sucedió durante el Siglo de Oro español, con la asunción de un misticismo propiamente religioso como opción existencial.
Incluso la crítica, en cuanto ejercicio intelectual de acercamiento a la obra de arte, sólo alcanza la cima en cierto estado contemplativo de la belleza, donde el yo y sus métodos racionales se extinguen en la comunión extática del alma con la obra o, de modo equivalente, con la naturaleza:
De aquí la observación, ya trivial, de que Taine precisamente en las páginas en que de su método se olvida, es donde se revela más penetrante y profundo. Los más intensos pasajes de su obra de crítico son aquellos en que, despreocupándose del momento histórico, del medio y de la raza, exhala su espíritu en oración o lo quema como un grano de perfume ante el milagro de la obra maestra. Y quizá no sea inoportuno recordar de una vez cómo este abandono irresistible y súbito del yo, cómo este olvido de cuanto es accidental, comprendiendo en lo accidental aun los mismos preferidos tópicos de su método, cómo este aniquilamiento fervoroso y dulce del espíritu, anticipado y transitorio nirvana que sobrecoge a Taine ante el prodigio de la obra maestra y del artista, lo sorprende también y lo anonada ante las montañas, que él llama seres fijos y eternamente jóvenes… cuando admira el nevado teatro de las cumbres, el sentimiento que lo invade y señorea es el de una verdadera liberación, el de un absoluto olvido de sí mismo… (Díaz Rodríguez, 1908, pp. 88-89).
En síntesis, el monismo espiritualista en el que desembocó Villavicencio y el panteísmo místico de Díaz Rodríguez, así como el rechazo de ambos al rumbo destructivo que la técnica y el materialismo le imprimieron a la civilización industrial, conforman un común substrato ideológico digno de atención, por tratarse de una postura reiterativa en toda una línea de cultores venezolanos del ensayo a lo largo del siglo XX.
Es importante señalar que los dos escritores, a pesar de pertenecer a generaciones distintas, coinciden en las actitudes mencionadas justo durante las dos décadas iniciales de la centuria, cuando la crisis que desembocó en la Primera Guerra Mundial produjo, en todo Occidente, reacciones adversas a los valores esenciales de la racionalidad moderna, como lo fueron el dadaísmo y el expresionismo en el terreno del arte, o las propuestas de Spengler [1880-1936] y Bergson [1859-1941] en el campo de la filosofía (Hauser, 1988, t. 3). Sin embargo, otros autores venezolanos del momento mantuvieron su fidelidad al Catecismo Positivista, como son los casos de José Gil Fortoul [1862-1942], Laureano Vallenilla Lanz [1870-1936] y Pedro Manuel Arcaya [1874-1958], todos herederos de la escuela fundada en su juventud por Villavicencio y mucho más reverenciados por la historiografía del género (Picón Salas, 1984).
El período de mayor prestigio en la evolución de la ensayística nacional, está representado por las obras de tres figuras nacidas alrededor del año 1900. Se trata de Mariano Picón Salas [1901- 1965], Mario Briceño Iragorry [1897-1958] y Arturo Uslar Pietri [1906-2001], en quienes palpita la necesidad de escudriñar a fondo las posibilidades de consolidación del progreso social, en un país marcado todavía por la impronta del atraso económico y el caudillismo heredados de las guerras civiles del siglo XIX. Ellos son los representantes solares de la modernidad cultural y del proyecto burgués-nacionalista de modernización política, económica y social de la Venezuela contemporánea (Macht de Vera, 1994; Miliani, 1973).
La tendencia antimoderna, sin embargo, volverá a manifestarse en algunos autores que, habiendo nacido alrededor de 1920, recibieron durante sus años de formación el influjo del clima de desasosiego y cuestionamiento radical a la civilización industrial provocado por la Segunda Guerra Mundial. Como lo ha señalado Oscar Rodríguez Ortiz (1997), los nombres de José Rafael Guillent Pérez, José Manuel Briceño Guerrero y Juan Liscano se encuentran ligados por su coincidencia en torno a “posturas que… clasificamos como religiosas, y no podemos apreciar sino en tanto objeciones a Occidente” (p. 108). Provenientes de posiciones filosóficas disímiles, estos tres ensayistas evolucionarán en su etapa de madurez hacia una visión pesimista de la modernidad, fuertemente impregnada del misticismo de las filosofías orientales difundidas sobre todo a partir de la década de los años sesenta.
El primero en asumir públicamente esta posición fue Guillent Pérez. En efecto, ya desde Dios, el Ser, el Misterio (1966), este filósofo que a finales de los cuarenta había abogado por la incorporación de Venezuela a la gran corriente de la cultura occidental desde el grupo parisino de Los Disidentes, se apoyará en el pensamiento de Heidegger para poner al descubierto la potencia alienante desatada por la tecnología contemporánea, del mismo modo que, cincuenta años atrás, lo hicieran Villavicencio y Díaz Rodríguez. En una ponencia titulada La alienación como olvido de lo trascendente escribe:
… la ciencia en la actualidad está a punto de convertirse en el vehículo más importante de alienación que conocen los tiempos históricos. Pues, es probable que por obra y gracia de la tecnología científica, el hombre persista en querer seguir utilizando el conocimiento científico como fundamento esencial de la vida: desconociendo con ello que la esencia de la vida es inabordable desde la ciencia (citado en Liscano, 1984, p. 361).
En consecuencia, frente a estas limitaciones y perversiones de la racionalidad moderna, sólo una ascesis descondicionadora de las rutinas de la conciencia, una inmersión en la Nada disolutoria del apego a los entes, hará posible la liberación del hombre mediante su reintegración en la totalidad indeterminada del Ser, tal y como lo han mostrado “las corrientes de la mística universal: taoísmo, budismo, presocráticos, hinduismo, judeo-cristianismo, islamismo, y de este siglo XX la enseñanza de Krishnamurti” (Guillent, 1986, p. 5).
Más diversificados en cuanto a la temática y los géneros que integran su obra escrita, Liscano y Briceño Guerrero se acercaron a partir de la década de los setenta, a las preocupaciones ontológicas que colmaron los últimos veinte años de la vida de Guillent. Entre tanto, varios escritores de las generaciones posteriores, como los ya mencionados Armando Rojas Guardia, Elías Capriles o Carlos Rocha, han desembocado, navegando por distintos afluentes, en estas mismas aguas hasta acabar formando, a lo largo de más de un siglo, lo que puede llamarse la corriente nocturna del ensayo en Venezuela. Una paradoja insoluble atraviesa la obra de los pensadores inmersos en esta corriente, el combate intelectual contra la modernidad con una de las armas más representativas de la cultura moderna: el ensayo crítico. De tal modo que el sol diurno de la razón vuelve a salir otra vez en el corazón de la noche, para recordarnos que lo diurno y lo nocturno son inseparables, como los dos polos del yin y el yang abrazados en el seno del Tao.
Referencias
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