literatura venezolana

de hoy y de siempre

Las aguas tenían reflejos de plata

Ene 23, 2025

Laura Antillano

Capítulo I: De cómo el hijo del pirata y la Tuna comienzan a vivir su propio destino. De enamoramiento a primera vista y de inicios como orfebre y pardo

Eran los días de la muerte de Carlos III de España. Por orden expresa de la Corona en sus colonias debía guardarse luto riguroso, todos los vecinos debían vestir de negro cerrado. El Pendón Real estaba en la Plaza Central y teñían las campanas de las iglesias.

Gerardo, con el luto exigido, había salido muy temprano de casa con la encomienda de visitar al orfebre más conocido de la ciudad. Llevaba carta de su padre adoptivo y tutor: Don Cristóbal Martín, quien insistía en preparar debidamente al muchacho, para no dejarlo sin amparo, seguro de que su propia muerte se aproximaba.

Gerardo en el camino observaba a las mujeres, quienes en grupos de tres y cuatro se dirigían a cumplir con los oficios religiosos. Se vestían de negro, como lo mandaba la ordenanza real, pero los de las blancas eran de raso y los de las mestizas de tafetán o lanilla. Todas cubiertas con velos de encajes que dificultaban distinguir los detalles de los rostros, permitiendo sin embargo presentir sus miradas esquivas en cuanto percibían la atención de los ojos de los caballeros en ellas.

Gerardo es un pardo. Su nariz es perfilada, el profundo oscuro de sus cabellos contrasta con la refulgencia de su piel, tiene un porte de elegancia natural en el que influye una espalda recta y ancha y un caminar desenvuelto y pausado. Se sabe mirado y esquiva esas miradas con timidez. Al atravesar la plaza una presencia se convierte en imán de sus ojos, es una joven quien ha pasado a su lado aceleradamente rozándolo con el borde de su falda.

Un relámpago paralizador se ha producido entre los dos por segundos escasos, luego ella ha corrido para reunirse con otras damas, quienes parecen esperarle en un costado de la Capilla de Santa Bárbara.

Los ojos de Gerardo siguen prendidos de la espalda y la cintura de ella, y como si todo hubiera sido poco la damita, al llegar al lugar de las otras da vuelta a su cabeza y lo mira una vez más, dejándolo poco menos que a punto de desmayo.

Gerardo piensa que se trata de una señal aprobatoria, o casi no lo piensa, porque las muchachas en conjunto acaban de entrar a la capilla.

El muchacho no sabe si continuar su camino original a casa del orfebre o entrar a la Capilla él también, opta por esto último.

Ya en el templo descubre que las damas hace tiempo le llevan cierta distancia. Ellas tienen el paso cauteloso propio de estos lugares, Gerardo puede alcanzarlas si lo desea. Pero él prefiere mirarlas desde lejos. Van todas frente al altar mayor, sobre él hay un retablo de madera con filetes dorados muy finos, el centro del retablo es el Sagrario. Las señoritas hacen una inclinación para persignarse, pero, Gerardo, quien va de un asombro a otro, nota que aquella que es motivo de su zozobra se separa del grupo para dirigirse a un retrato de la Beatísima Trinidad en un lugar opuesto al altar, se persigna con la inclinación debida y voltea con sigilo con el rabillo del ojo a mirar a nuestro héroe.

Él la mira entonces y ella sostiene esa mirada, una de las damas que le acompañan la llama con una seña de su mano desde el altar mayor, le dirige unas palabras que Gerardo no logra entender aunque escucha
el acento francés en ellas (lengua a la que Gerardo se familiariza más día a día por enseñanza de Doña Solange, la que podría decirse su tutora). La muchacha obedece la voz de quien podría ser su institutriz, su madre o una tía.

Gerardo decide sentarse en una de las bancas de la Capilla desde donde puede seguir mirando a las damas, una profunda sensación lo lleva a arrodillarse, un suspiro es la señal que define el estado de desasosiego que le inspira la presencia misma de la damita en aquel lugar santo, sigue sin separar la vista de aquel rostro blanco entre negros vestidos y velos. El muchacho contempla ahora, tratando de recuperar la calma, las paredes de mampostería, los techos, por el exterior de tejas y aquí dentro apoyados en tablas de madera y vigas.

El lugar del coro ocupa todo el ancho de la nave. Los frescos en las paredes cuentan escenas religiosas. Gerardo ahora se pone de pie, la muchacha permanece arrodillada frente al altar mayor. Él recuerda su diligencia y decide salir por la puerta principal de la Capilla. Ya en la calle no puede olvidar los grandes ojos almendrados de aquella muchacha, con su mirada casi retadora.

Gerardo llega finalmente a casa de Don Antonio de Arfe, en la pared de la fachada destella una placa en donde puede leerse: “Don Antonio de Arfe, Orfebre, a su servicio y el de su majestad, el Rey de España”.

El joven toca la aldaba tres veces y viene a abrirle, muy circunspecta y con un delantal reluciente de blanco, una criada negra de unos veinte años, Gerardo le entrega el pergamino que ha enviado Don Cristóbal Martín y ella desaparece por el corredor con tal encomienda.

Pasados unos minutos viene a recibir al muchacho un recio señor, con grandes bigotes pelirrojos, quien le trata con cordialidad e inicia el diálogo preguntando por su entrañable amigo Don Cristóbal.

Gerardo es luego conducido por un largo corredor al Taller de Orfebrería de Don Antonio. Allí se sientan los dos en cómodas butacas de madera labrada y procede el caballero a preguntar a Gerardo sobre su
interés por el oficio de orfebre, las horas pasan amigablemente en una conversación llevada por Don Antonio en la cual Gerardo descubre la pasión del artesano por su oficio y el orgullo naciente de éste de tomarlo como aprendiz, impresionado por la humildad, el buen lenguaje y las maneras del muchacho.

En la conversación se habla de Santiago de Compostela, Sevilla y Valladolid, lugares en donde Don Antonio aprendió el oficio.

Gerardo escucha sorprendido contemplando el brillo de los lingotes de oro, las láminas de plata y el resplandor que sale del horno. Cuando sus se acostumbran a la iluminación del lugar descubre los rasgos de otros rostros juveniles como el suyo, pertenecen a quienes con delantales puestos y pequeñas herramientas en mano, se dedican a su trabajo con delicado ahínco. Sabe que son sus compañeros en la nueva etapa de su vida como aprendiz de orfebre, son: Oscar Montaban, Vicente Dávila y Ricardo Palacios.

Muy pronto conocerá la buena opinión que tienen los muchachos del Maestro, hombre justo y protector aunque fiel devoto a sus majestades de España y por lo tanto enemigo a carta cabal de las nuevas ideas venidas de ultramar.

Gerardo sale de la casa de Don Antonio iniciada la tarde, su cabeza llena de ideas coloca muchas palabras el acción, pero, al pasar frente a la Capilla de Santa Bárbara la imagen de la joven descubierta en la mañana se enciende, y el muchacho entra al templo con el deseo de reencontrarla, por supuesto, no tiene éxito, y aún así la alegría de su corazón impregna hasta el luto que ve por todas partes, dedicado a las
exequias de Carlos III.

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