literatura venezolana

de hoy y de siempre

Aburrirse de literatura

Carlos Yusti

En mis días de bachillerato después de las matemáticas las clases de castellano y literatura eran una tortura. Yo observaba, desde mi torre de incipiente lector, la tez descompuesta, ajada, compungida por el tedio de los otros condiscípulos. Mis compañeros, que a lo sumo leían las palabrotas y chistes escatológicos en las paredes del baño del liceo, hacían un esfuerzo para estar atentos a la clase. Pero los libros se les resistían y algunos aseguraban que comenzaron a leer María, o algún cuento de Horacio Quiroga, pero el sueño era más fuerte. Cuando le tocó el turno a Doña Bárbara la infelicidad en el aula fue mayúscula. Eso de la barbarie en pugna con la civilización le quitaba el encanto volátil que tenía la devoradora de hombres.

Convertirse en lector tiene que ver con la disposición que se tenga para asombrarse y encontrar en los libros esa historia, esa frase, ese verso que de alguna manera enriquecerá nuestra vida. Además, en el bachillerato me tocó en suerte un profesor que hizo todo lo posible para que descubriéramos la lectura desde ese eje del placer y no como una clase para obtener una nota.

El profesor Humberto González iba a sus aires, era un individuo desplanchado y esto hizo que los otros profesores, con más almidón y de trajes con corbata, le vieran desde una posición despectiva de “quién es este señor, ni profesor parece”. Pero el profesor Humberto era bueno tanto en el aula como ese fastidioso papeleo de notas, horarios y todo lo demás. Como para el cuerpo directivo era un bicho raro le colocaban las horas extremas para sus clases.

Mi salón veía clase con Humberto a la una de la tarde. Una hora espeluznante para descubrir las hazañas de Ulises en la Odisea. Pero allí estaba puntual dando su materia, a pesar de que el salón en pleno estaba extenuado, con hambre, de las clases de la mañana.

Humberto no enseñaba literatura, buscaba que viésemos en las narraciones, los poemas y los cuentos la posibilidad de una aventura, en la que era requisito montarse en el carromato de la imaginación, apartar el follaje del lenguaje y recorrer kilómetros de estilos diversos de un género a otro. Asimismo, nos descubría de algún modo los mecanismos ocultos de un relato o de un poema. Humberto nos metía dentro de la literatura y llorábamos con María o el hielo nos parecía algo insólito y extraordinario.  Los relatos de Horacio Quiroga despertaban nuestra fascinación por ese mundo fantástico pleno de sinuosidades oscuras. Con Humberto la literatura dejó de ser algo aburrido para devenir en un despropósito luminoso.

Hay personas que quieren que los jóvenes lean. No sé en cuentas campañas en pro de la lectura he participado. Pero está ese otro grupo, siniestro por otra parte, que hacen todo lo posible por bloquear los alcances intangibles de la literatura. Gente que me recuerda mucho a los bomberos de Fahrenheit 451 que, en vez de apagar el fuego, se dedican a quemar libros. Este grupo, que actúa a plena luz del día, no quema los libros, pero hacen todo lo necesario por boicotear la lectura de algunos libros que consideran dañinos. Una especie de moralismo de opereta ha desatado una campaña feroz contra algunos clásicos que al parecer quebrantan las ideas morales de alguien, de algunas minorías y demás moralistas domésticos que hay a patadas.

Convertirse en lector con esos moralistas que consideran las novelas de Harry Potter como apologías encubiertas de la magia y la hechicería se vuelve cuesta arriba. Alberto Manguel ha escrito: “La literatura no parece tener una obvia utilidad, pero la ciencia ha demostrado que la tiene. Leer literatura, una actividad que muchos consideran ociosa o inútil, posee un valor social invaluable: nos hace más empáticos, más dispuestos a escuchar y entender a los otros. Las ficciones nos enseñan a nombrar nuestras angustias y también cómo enfrentar y compartir nuestros problemas cotidianos”.

No es casual entonces que la persecución moralista quiera rescribir los libros y adecuarlos a sus parámetros morales. Los personajes de la literatura algo nos enseñan. Eso fue lo que trató de inculcarnos el profesor Humberto González. Él sabía el poder transformador de la literatura. El arte en general busca colocarlo todo desde una perspectiva distinta. Intenta dejar al descubierto los prejuicios y esa falsa moral que parece corroerlo todo.

En sus clases de literatura, el escritor Vladimir Nabokov, les explicaba a sus estudiantes que las novelas estudiadas en sus clases no iban a enseñarles nada que fuese aplicable a esos problemas evidentes de la existencia. No les ayudarían para nada en la oficina, ni en el ejército, ni en la cocina, ni en la escuela de párvulos. O como lo ha escrito Nabokov: “De hecho, los conocimientos que he estado tratando de impartir aquí son un puro lujo. No les ayudarán a comprender la economía social de Francia ni los secretos del corazón de una mujer o de un joven. Pero puede que les ayuden, si habéis seguido mis enseñanzas, a sentir la pura satisfacción que transmite una obra de arte inspirada y precisa y esa sensación de satisfacción a su vez va a dar lugar a un sentimiento de auténtico consuelo mental, el del consuelo que uno siente cuando toma conciencia, pese a todos sus errores y meteduras de pata, de que la textura interior de la vida es también materia de inspiración y precisión”.

Uno de los alumnos de Nabokov ha dado con la clave de la literatura en una de las frases de su profesor: “El estilo y la estructura son la esencia de un libro; las grandes ideas son idioteces”. Una lección que también deberían aprender esos papanatas de la corrección estética y política, esos falsos moralistas que quieren ahormarlo todo a su esquema mental reducido, pobre y carente de cualquier viso de creatividad.

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