literatura venezolana

de hoy y de siempre

Tres cuentos de Armando José Sequera

Dic 25, 2021

La bicicleta blanca de Amsterdam

En el fondo, la cuestión para todos nosotros era vivir una hora más y una sola hora en un mundo en que todo se ha reducido al crimen es ya algo extraordinario.
Louis Ferdinand Celine, Viaje al Fin de la Noche.

Mucha gente piensa que sólo en Nueva York, en Los Angeles, en Londres o en París ocurren cosas dignas de contarse, pero usted y yo sabemos que no es así.

En Caracas y, por supuesto, en cualquier lugar del mundo donde haya un ser humano, hay historias que contar, acontecimientos que reseñar.

Permítame presentarle un ejemplo: trasládese conmigo a Caracas, a la avenida Libertador y transitemos por ella a eso de las nueve de una noche de Octubre de 1979.

Yo sé que está oscuro y que la visibilidad no es del todo buena pero, mire bien, por ella camina un periodista que retorna a casa.

Va embebido en la idea de un artículo sobre cómo el concepto de «compartir» cambia según las circunstancias y las personas que lo expresen. Un problema: no maneja del todo el término y no es mucho el tiempo de que dispone para escribir el artículo. En el diario donde trabaja, apenas si hay una o dos horas para documentarse, digerir y excretar —más que escribir—, un texto.

Llegado a este punto, permítame abandonar la distancia que brinda la tercera persona del singular, ahora que Usted sabe lo que voy pensando esa noche.

De improviso, emergen del pozo de oscuridad entre dos faroles, unos pasos menudos, ratoniles.

En un instante, mis ideas se trastornan como una manada que olfatea a un predador. Temo enfrentar el ataque de un ladrón armado de rencores, o el de un policía borracho, trocado en asaltante, o hallarme cara a cara con un asesino fanático, cebado en sangre como el tigre de un inolvidable cuento asiático.

Ni por equivocación se me ocurre pensar en una joven, casi una niña, desproporcionadamente maquillada, frágil y temblorosa, que me toma del brazo:

¡Si te preguntan quién soy, di que soy tu mujer o tu hermana…!

Huele al peor pachulí. A ese dulzón que, en ocasiones, promueve un enjambre de estornudos.

Sin dejar de caminar, la detallo por encima de mi susto y su miedo: sus manos son delgadas, huesudas en extremo. Si no se ocultase bajo sucesivas capas de maquillaje, mostraría un rostro agradable. No hermoso, pero sí agradable.

Va vestida con lo que, a su juicio y posibilidades económicas, resulta sensual y atrayente: una blusa amarilla, descotada, cuya tela se abandona en pliegues mutables; que generan más conmiseración que concupiscencia.

Lleva, además, una minifalda naranja que apenas cubre el último confín de sus nalgas y, a partir de allí, exhibe un par de piernas poco frondosas, enfundadas en unas medias pantys negras, ocultas hasta casi las rodillas por unas botas de indefinible color oscuro.

¡Yo sé que soy una rata, papito, pero no me sueltes! ¡Por favor…! —con cada frase, se aferra más a mí.

La noche es una típica noche del trópico: estrellada, aún por encima del resplandor urbano y nada fresca. Pese a ello, la chica se estremece con regularidad, como quien transita por una pesadilla.

—¿Qué te pasa? ¿Estás enferma? ¿Por qué estás así? ¿Es miedo lo que tienes? —la acribillo a preguntas.

¡Sigue caminando! ¡Tenemos que hacer como si de verdad fuéramos juntos!

Mientras habla, no deja de mirar hacia atrás, a los lados, entre las sombras.

—¿Qué edad tienes tú? —me sorprende mi propia voz, pues esperaba insistir sobre el motivo de su angustia.

—Cumplo quince en enero.

—¿Te persigue alguien, alguien que te quiere hacer daño?

En menos de doscientos metros, se desahoga a borbotones. Parecía estar esperando la pregunta exacta.

Me entero que, segundos antes, ella ha visto pasar con lentitud cinematográfica a una radiopatrulla de la policía que la atemoriza. Sus ocupantes se llevaron, dos noches atrás, a una amiga suya. —»¡yo me escapé por un pelo!»—, la condujeron a las afueras de la ciudad y allí la violaron. Según el parte forense, además le introdujeron una o varias botellas y otros objetos por la vagina y el ano, antes de estrangularla con un cable.

¡En los periódicos salió todo hoy, no sé si tú la viste, la pobre Mary! ¡Ellos saben que yo sé quiénes son!

—¿Quiénes son?

¡Son un cabo y un distinguido, ellos pasan por aquí todas las noches y se llevan a quien les gusta, sea mujer o sea transformista!

En los diarios de ese día, el hallazgo del cuerpo había colmado las necesidades amarillistas. La policía señalaba a un ex—novio de Mary, basquetbolista, como el presunto asesino. Anunciaba la hipótesis de un crimen por celos, al enterarse el basquetbolista que su antigua novia, de la que aún estaba enamorado, se dedicaba a la prostitución.

Si lo que la chica dice es cierto, lo que en verdad ocurrió nada más lo sabemos ella, los asesinos y ahora yo.

Al pensarlo, me descubro bajo un peso aterrador.

No me pasa por la mente la idea de la primicia periodística, la gran noticia conque sueña todo profesional de la prensa para obtener celebridad, sino uno de esos líos de los que sabes cuando entras, pero no cuándo sales.

En un país medianamente civilizado, la situación comportaría sus riesgos, pero habría una mínima posibilidad de hacer justicia. Aquí, lo que podía ganar era una persecución de por vida, un exilio perpetuo, una bala anónima en la calle o, lo que es peor, una acusación de injuria.

Conociendo los métodos de la policía, podían además señalarme como el asesino, ya que en sus manos estaría la elección, más que la determinación del culpable.

No cuesta nada —y eso lo sabe la mayoría de los policías con más de dos días en el cuerpo—, fabricar pruebas falsas, comprar un juez o asesinar impunemente a presuntos culpables pretextando un inexistente intercambio de disparos.

Después, te colocan una pistola en una mano, la disparan y te meten dos bolsas de cocaína en los bolsillos de los pantalones. Una de mis piernas flaquea, la muy cobarde.

En ese mismo instante, caigo en cuenta de que hemos recorrido un buen trecho como una pareja normal.

—¿Estás segura de que fueron ellos, de que ellos te vieron? —también descubro que no he hecho otra cosa, al hablarle, que hacer preguntas. No he intentado consolarla ni mucho menos proponerle alguna salida.

¡Claro: a mí fue a quien agarraron primero! ¡Mary vino a defenderme y yo me escapé, mientras ella peleaba para que no la metieran en la radiopatrulla!

—¿Seguro que los de la radiopatrulla son los mismos que viste hace unos minutos?

Claro que son los mismos! ¡Créemelo!

Mientras cavilo, ella me cuenta que se trata de una práctica usual entre los policías de la zona, excepto lo del asesinato.

—¡Casi siempre nos llevan a fiestas de ellos, en apartamentos de solteros pero, a veces, nos llevan a una jefatura y nos meten en un calabozo! ­Nos desnudan y abusan de nosotras varios de ellos y después nos obligan a hacerlo con los presos que les paguen!

—¿Viste la placa de la radiopatrulla, te fijaste si tenía algún número?

Una luz roja giratoria se interpone entre su respuesta y yo, me lame el rostro groseramente. Para ser sincero, mis testículos son presa de una súbita ingravidez.

Al darse cuenta de que, justo en ese momento, disminuye la longitud de mi zancada, la chica me hunde las uñas en el brazo, a través de la chaqueta, a la manera de un quinteto de espuelas.

Aprovechamos que a unos cinco metros más adelante está abierto el portal de un edificio para guarecernos. Desde allí contemplamos, tomados de la mano, cómo se adelanta la luz y se extravía en la avenida.

Ambos recobramos la respiración. Nuestro propio resuello nos ensordece.

—Otras veces nos usan en la misma radiopatrulla y nos dejan botadas por ahí, en cualquier sitio, incluso desnudas, para que nos aproveche cualquiera.

El verbo «usan» me dispara a los pensamientos en los que venía envuelto al encontrarme con… Por cierto, no he preguntado su nombre.

—Omaira, para lo que gustes —dice, con inconsciente picardía profesional.

Recuerdo que en los Sesenta y con una intención cívica, Provo, un grupo anarquista holandés, inventó lo de la bicicleta blanca de Amsterdam.

Una bicicleta pintada de blanco aguardaba a sus usuarios en cualquier sitio de la ciudad. Cuando alguien la requería, la utilizaba y la dejaba en su lugar de destino, donde quedaba a disposición de otra persona que la necesitase. Se trataba de una verdadera propiedad colectiva. De un compartir algo. En este caso, la policía practicaba el mismo concepto, pero en circunstancias inusitadamente trágicas.

Sin hilvanar frases, sumido cada uno en sus pensamientos, Omaira y yo recorremos otros doscientos o trescientos metros. Una sudoración fría congela sus manos.

Cada tantos pasos me mira y mueve la cabeza como esbozando negaciones.

De improviso, presiona mi brazo, a manera de despedida, lo suelta y echa a correr hacia una calle contigua.

Varios ladridos van denunciando su paso, hasta que el silencio se cierra tras ella, como el cortinaje de un teatro.

La oscuridad absorbe, con mayor lentitud, la estela de pachulí que abandona en su huida.

Antes de llegar a casa, entro a un bar, a enjuagarme con una cerveza, los atrofiados sabores del susto.

 

Nubes en el cielo

Donde Pedro vivía no llegaba el agua por tuberías.

Era un lugar muy alto en la montaña. Tan alto que al pueblo lo llamaban El Cielo.

El nombre era irónico: en El Cielo había mucha pobreza y demasiado frío. Nada de la calidez celestial que creemos hay en ese oasis que llamamos Paraíso.

La neblina envolvía a El Cielo por las tardes, las noches y las primeras horas del día como un abrigo pero, en vez de rechazar al frío, era ella quien lo llevaba.

Pese a las bajas temperaturas, sus habitantes debían levantarse tempranito para acarrear agua desde cientos de metros más abajo, donde el líquido formaba un manantial.

Un sábado, habiendo amanecido Pedro con sus padres en la calurosa ciudad entre la montaña y el mar, vio que de los aparatos de aire acondicionado que había en las casas y apartamentos brotaban gotas de agua.

Estas gotas corrían por mangueras y formaban charcos en el suelo. Charcos grandes o pequeños, según el tiempo que los aparatos estuvieran encendidos.

Pero la gente de la ciudad, a la que el agua le llegaba por extensas redes de tuberías, no la valoraba. Preguntando, Pedro averiguó que se trataba de agua pura, como la que fluía de las nubes.

En su casa no se precisaba un aparato de estos sino otro que extrajese el frío estancado bajo la piel como un lagarto dormido. Y, aunque lo hubiesen necesitado, eran tan pobres que no podían comprar uno.

Pensando esto, a Pedro se le ocurrió una idea. Su abuelo había trabajado en una hacienda ganadera y le había enseñado cómo usar una soga para enlazar novillos y potros.

Él no había ido nunca a una hacienda ganadera y sólo había enlazado al perro, al gato, a maderos inmóviles, a sus amigos y al propio abuelo.

Recordó que, en algún lugar de la casa, se guardaba una soga.

Se acordó también que, por las noches y en las mañanas muy temprano, las nubes pasaban por los costados de su casa y a veces ante la propia puerta.

Al regreso, por la tarde, cuando encontró la soga, hizo un lazo en un extremo y practicó un rato atrapando a su hermana, al gato, al perro y a su mamá.

A la mañana siguiente se levantó muy temprano, se colocó su único abrigo y, pese al frío, se apostó en la puerta de la casa.

Tiritaba.

Cuando al fin vio venir hacia él a una nube redonda, suavemente blanca, cargada del agua más pura del mundo, le salió al paso.

Levantó la soga lentamente y, aprovechando que la nube viajaba desprevenida, la capturó por uno de los muchos salientes que presentaba.

La nube dio un chillido, como el de un pájaro que choca contra una telaraña, pero se quedó quieta.

Luego se dejó conducir por Pedro hasta la parte trasera de la casa.

Desde ese momento, la familia de Pedro no tuvo que bajar por agua al manantial.

Todas las mañanas ordeñaban la nube, como a una vaca, y el agua que ella les proporcionaba bastaba para toda la familia.

Muchos vecinos quisieron tener también su propia nube, pero a partir de que Pedro capturara una, las demás se cuidaron de pasar por las calles de El Cielo.

Una madrugada, a Pedro lo despertó un ruido raro. Un lamento –lo había oído en una grabación– como el que hacían las ballenas.

Pedro se levantó y descubrió que el ruido o lamento provenía de la parte posterior de la casa. Del lugar donde se hallaba la nube.

Hacía muchísimo frío. Se puso su abrigo y salió.

Cuando me contó su historia me dijo que, de inmediato, supo que quien producía el ruido era la nube y que en verdad se trataba de un lamento.

La nube lloraba y, al hacerlo, destilaba agua por un costado.

No supo cómo pero en su mente aparecieron sucesivas frases, igual que los subtítulos de una película, y se enteró que la nube estaba triste porque había perdido su libertad.

–¡Pero te necesitamos! –exclamó Pedro–. Tú nos das el agua que usamos.

–Cuando estamos libres –dijo la nube en la mente de Pedro–, damos agua. Si estamos prisioneras, lágrimas. Lo que ustedes beben son mis lágrimas.

A Pedro se le hizo un nudo en la garganta y se estremeció, tanto de frío como de vergüenza. Pensó que si él estuviera prisionero también echaría de menos su libertad.

–No sabía eso –se excusó.

Sin pensarlo mucho, fue hasta el costado de la nube aprisionado por la soga y la liberó.

–¡Gracias! –dijo ella, no en la cabeza de Pedro sino con su voz líquida–. No te preocupes por el agua que, de ahora en adelante, mientras estés aquí, nunca te faltará.

Esa es la razón por la que en casa de Pedro y en el pueblo de El Cielo ya nadie baja hasta el manantial a buscar agua.

¡Pero me falta cuento!

He olvidado contar que, desde ese episodio, la nube pasaba todas las mañanas por la casa de Pedro y descargaba el agua que la familia requería.

Al ver esto, los vecinos hablaron con la mamá de Pedro y ella con su hijo y éste con la nube para explicarle que la falta de agua no era sólo un problema de su familia.

La nube habló con sus parientes y amigos y por eso, si usted alguna vez pasa por el pueblo de El Cielo, tendrá la visión más maravillosa del mundo.

Todos los días, mientras el sol se despereza y junto a cada casa, cientos de personas reciben el agua que voluntariamente les proporcionan las nubes.

Algunas familias han puesto tanques en el techo y otras han hecho pozos subterráneos para que las nubes no tengan que visitarlos a diario, aunque igual casi todas lo hacen.

En El Cielo ya no son pobres porque el que tiene agua y es amigo de las nubes cuenta con las mayores riquezas que existen: la amistad y el amor de la naturaleza.

 

Acto de amor de cara al público

Tierra

Hace muchos años, tantos que no caben en la memoria de ningún individuo, ocurrió la historia de un arpa de la que resultaba imposible extraer melodía alguna.

Pertenecía al emperador Shih Huang Ti, el constructor de la Gran Muralla , y la había fabricado el mago más poderoso de toda China –incluida Manchuria–, con madera de las ramas de un árbol kiri que, por la majestuosidad de su estatura, merecía comparársele con Fu Sang, el Árbol de la Inmortalidad.

Su copa era tan elevada que quien subiera a ella podía dialogar con los astros.

Sus raíces se hundían a tal profundidad en la tierra que mil hombres tirando de él simultáneamente, en una misma dirección, no lo habrían movido de su posición original, ni siquiera el espacio ocupado por la circunferencia de un planeta de polvo, de esos que a contraluz se muestran errantes, cabalgando sobre un rayo de sol.

A cientos de metros debajo suyo, rodeado por el espeso tejido que formaban las raíces, dormía desde hacía siglos un dragón de plata.

Este árbol se mantuvo incólume durante casi mil años, en el desfiladero de Lung Men hasta que, valiéndose de un hechizo, el mago se atrevió a mutilar algunas de sus ramas bajas.

Para evitar el despojo, el kiri tensó su madera cuanto le fue posible y solidificó su savia hasta un nivel comprometedor para su vida, pero inútilmente. Lo único que consiguió fue impregnar de su espíritu indomable los fragmentos extirpados a su enorme cuerpo.

En un primer momento, el mago pretendió fabricar una pareja de autómatas, pero la solidez nudosa del material le obligó a cambiar de idea.

Luego pensó construir un mueble para guardar sus sueños y los de todos los habitantes de la comarca, pero también a ello se opuso la madera.

Al fin, contemplando la obstinada curva de la rama más ancha, se le ocurrió tallar un arpa capaz de torcer con su canto el rumbo del rocío matutino sobre los crisantemos y de tornar al fabuloso leopardo negro en un vendaval de escarcha.

Al cabo de varios días de sublime labor, el arpa desafiaba la belleza de las vírgenes de jade y eclipsaba la claridad del mismo rey del cielo. La alejaba de la perfección el peor de los defectos que puede habitar en un objeto creado para hacer música: al rasgar sus cuerdas, permanecía muda e indiferente al esfuerzo de los ejecutantes. No había mano ni encantamiento que le extrajese un acorde.

Fuego

Shih Huang Ti se caracterizó por ser un gobernante de grandes decisiones.

Además de iniciar la construcción de la Gran Muralla , para defenderse de las invasiones tártaras, dividió al país en treinta y seis provincias. Uniformó las leyes y también las pesas y las medidas. Desarmó a los señores feudales, trazó canales y carreteras y simplificó la escritura.

El lado negativo de su gobierno lo emparenta con Amr Ben El Assí, lugarteniente de Omar, quien hizo quemar la Biblioteca de Alejandría y con Nabonasar, monarca de Babilonia que mandó a destruir todas las historias y relatos de los reyes que le antecedieron, para que la historia comenzase con él.

Ti ordenó la cremación de todos los libros escritos antes de su ascenso al poder, como castigo a los autores que se habían atrevido a criticar su política.

Muy pocas obras escaparon a la acción del fuego.

Sin embargo y como ocurre cada vez que los tiranos le dan la espalda a la historia, la catástrofe generó una actividad literaria de enorme intensidad.

En los años posteriores a la quema se recopiló y publicó de nuevo todo cuanto habían devorado las llamas y además de las tablillas de madera sobre las que se “rayaban” los manuscritos, se empleó la seda como soporte para los libros y se escribió no sólo con pluma de bambú, sino también con pincel de pelo de camello.

De esta época también data un inventó que perdura hasta nuestros días, la llamada tinta china, mezcla de hollín de pino y cola, cuyo propósito es el de preservar por más tiempo lo escrito.

Cómo llegó el arpa indomable a poder de Ti es algo que permanecerá oculto hasta el último de los días del hombre.

La conjetura más admisible es que fue obsequiada al emperador por el propio mago que la fabricó o por algún señor feudal que quería congraciarse con él.

De lo que sí hay seguridad en las crónicas chinas es de que, durante varias décadas, el instrumento formó parte del tesoro de Ti y de que los más grandes arpistas del Imperio, sin excepción, se embadurnaron de fracaso, al acometer su inexpresivo cordaje.

Aire

Cada vez que aparecía un nuevo ejecutante para el arpa, ésta era trasladada desde la habitación donde se le guardaba, hasta el centro de la Gran Sala Imperial.

Siguiendo unas estrictas reglas de protocolo, alrededor del arpista se ubicaban el emperador y su séquito.

Pero en lugar de la música de agua y terciopelo que anunciaba su presencia, el arpa nada más ofrecía acordes toscos, sonidos huraños que indignaban los dientes o notas desdeñosas, en nada parecidas a las melodías que los maestros intentaban desprender.

Sin que nadie lo hubiese propuesto ni impuesto, estas sesiones habían desarrollado un curioso ritual que iba más allá del protocolo: se iniciaban con un largo saludo y una venia al emperador.

Proseguían con un inventario de méritos propios y de vituperios elegantes contra los colegas predecesores. El maestro de turno explicaba porqué habían fracasado todos antes que él y porqué él no habría de hacerlo.

A continuación, extendía las manos a uno y otro lado de las cuerdas y por último sonreía orgulloso, hasta el momento en que el cordaje exudaba el primer sonido torpe.

La mayoría de los rostros, incluso el del emperador, se arrugaban a partir del segundo o del tercero aunque, por la regularidad del fiasco, muchos de los cortesanos se anticipaban al discorde inicial.

Tal como el arco que Atenea obsequió a Ulises y al cual sólo él podía tensar su cuerda, apostar una flecha y asaetear con ella a enemigos y piezas de caza. Tal como Excálibur, la espada que puso a prueba su propia paciencia, aguardando en una piedra la mano de Arturo, de igual manera el arpa rebelde parecía tener una sola persona en el mundo apta para convertirla en un manantial de resonancias, en una lluvia de vibraciones.

Por esa persona esperaron Shih Huang Ti y su corte durante casi toda su existencia terrenal.

Agua

Un día como cualquier otro se presentó un nuevo maestro llamado Pai Ya y era tal su arte que a su nombre lo sucedía un apodo: El Príncipe de los Arpistas .

Aunque cuando se presentó ante el emperador su fama era considerable, también lo era la de la mayoría de quienes le habían antecedido.

Por ello, su nombre no escapó a las mofas y a los poemas de factura popular en los que se ponía en duda su habilidad.

Al contrario de los músicos que se habían marchado con el prestigio hecho añicos, Pai Ya no se molestó por las burlas ni hizo valer su condición de huésped imperial para acallar los comentarios que se suscitaban a su paso.

A quienes le apremiaban para que enfrentase a sus gratuitos detractores les obsequiaba con una sonrisa medida, les dedicaba una leve inclinación de su torso y les envolvía en la misma frase:

—El único comentario que me importa es el del arpa.

Tal respuesta fue llevada en más de una ocasión a oídos del emperador, en boca de quienes consideraban una afrenta que el comentario del soberano no contase para el artista.

Para fortuna de Pai Ya, Shih Huang Ti convalecía de una dolencia y no prestó mayor atención a los que pretendían adularle con chismorreos y maledicencias.

Al momento de acometer el arpa, Pai Ya no se comportó como los demás ejecutantes.

Con gran humildad saludó al emperador y al resto del auditorio y luego se concentró totalmente en ella.

Durante los primeros minutos de un tiempo que pareció inmovilizarse, suspenderse en el aire como el vaho que precede al arco iris, Pai Ya se dedicó a acariciar las cuerdas y el cuerpo de madera.

En lugar de un discurso simultáneo al intento de domesticarla, Pai Ya recorrió en silencio, experimentando un evidente deleite táctil, toda la estructura del instrumento, como quien recorre las intimidades de un ser amado.

En torno suyo, se apagaron los sarcasmos, se oscurecieron las dudas y un mismo sentimiento se adueñó de cada uno de los presentes.

El primer contacto melódico de Pai Ya con las cuerdas dio paso a una armonía que en principio apenas resultó audible, como si el lugar de donde procedía se abriese tras un inmemorial letargo.

En pocos minutos, la música se elevó por encima de las cabezas, engendró un anillo voluptuoso alrededor de cada oyente y evitó que nuevas bocanadas de tiempo penetraran en la estancia.

Pai Ya despertó en el arpa todos los sonidos conque la naturaleza desborda a la imaginación, desde el murmullo que se produce en el horizonte cuando cambian las estaciones, hasta el crepitar de las hierbas en crecimiento y el vigilante mutismo de las piedras.

Hizo escuchar el torrente de los principales ríos, descendiendo por los montes y descansando en las acequias. Dejó oír el nítido paso de la brisa sobre las montañas y las cabelleras de los árboles.

Dio vida sonora a cascadas, a pétalos que se abren, a insectos que transportan el polen de uno a otro lado de un bosque.

Arrojó sobre su arrobado auditorio el susurro de los granos de arroz mientras se forman en las espigas y mostró el trémolo saludo que tributan las aves a cada nuevo amanecer.

Pai Ya hizo que el arpa cantase al amor y a la guerra, a la majestuosidad de lo excepcional y a la pequeña magnificencia de lo cotidiano, a la tempestad y al cielo abierto, al dragón que cabalga sobre el rayo y al tigre que acecha entre los arbustos, a la luz que disecciona las sombras y a las sombras que desvanecen los últimos fulgores del atardecer.

Cuando concluyó, el emperador, aún extasiado por lo que acababa de oír, preguntó al arpista cuál era el secreto de su éxito.

—Señor —respondió Pai Ya—, todos los demás fracasaron porque sólo se cantan a sí mismos. Yo dejé que el arpa escogiera los temas de su música y luego me confundí con ella. Lo que ustedes presenciaron fue un acto de amor. Como si estuviese con una mujer amada, en esos momentos no habría sabido decir si el arpa era Pai Ya o Pai Ya era el arpa.

Sobre el autor

*Crédito de la fotografía: Geczaín Tovar

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