Los colores oscuros
Cuando papá y mamá murieron en el accidente, Valeska y yo nos fuimos a vivir con la tía Tania. La tía Tania era la única hermana de mamá y fue suya la decisión de que viviéramos con ella. Los hermanos de papá estuvieron de acuerdo. Un poco por lástima a la tía: histérica, solterona, sin hijos. Un poco también –para qué negarlo– porque criar a dos chicos resultaba costoso y la crisis y la poca disponibilidad de tiempo y los hijos propios…
La tía Tania nos recibió con esa dulzona y amarga resignación propia de algunas tías. Y nos educó con mano dura, durísima. Con ese necio y rígido método propio de cierta educación europea de primera mitad del siglo. La tía Tania siempre fue un poco bruta, la pobre. No como mamá.
Valeska y yo hemos salido de viaje por dos meses. El agotamiento de la universidad y los trabajos medio tiempo donde hemos sido explotados, exprimidos, mal pagados y expulsados en la primera reducción de personal, hacían ese descanso impostergable. Unos pocos ahorros ferozmente guardados de la herencia paterno-materna nos han bastado. No vamos muy cómodos pero la sola idea de alejarnos de aquí convierte en algodón cualquier posible penuria. Además tenemos suficiente dinero para mantener informada a la tía de nuestras andanzas. Esa ha sido su condición última para dejarnos ir.
***
Ya en Ciudad de México he tenido que llamar a la tía para contarle que Valeska conoció a un chico en el aeropuerto con el que está saliendo desde el primer día. No es por preocuparla, pero el chico es todo un patán y creo que lo único que ve en Valeska es dinero de turista para vivir bien un par de meses.
La tía se ha agitado mucho y me ha exigido prometerle que apenas llegue Valeska al hotel (se ha ido a las pirámides con el chico), la llamará. Valeska, claro, no la ha llamado. Y yo tampoco por un par de días.
La tía Tania, desde la muerte de nuestros padres, se viste de puros colores oscuros. Sus vestidos son todos exactamente iguales, apenas varía el color: púrpura, violeta, marrón, azul marino, gris plomo y negro. He pensado comprarle una batola con diseños aztecas, pero no lo haré. Sé que no se la pondrá.
Valeska casi no viene al hotel, le he contado hoy a la tía. Se la pasa con el chico todo el tiempo y anoche ni siquiera durmió acá. La tía me ha vomitado por el auricular toda su perorata sobre el respeto al cuerpo y la educación de las muchachas decentes. Yo la he escuchado con la paciencia que otorgan los años de brega y luego le he jurado que trataré de devolverla al buen camino.
Pero el buen camino de Valeska, el del embarazo (esta vez he esperado una semana para llamarla), no concuerda con la idea de la santa calzada de la tía Tania. Se ha horrorizado. Primero ha gritado y despotricado furibunda de esa muchacha puta, si estuviera frente a ella le caería a golpes para que aprenda (la tía Tania, por cierto, era maestra en una escuelita cerca del apartamento; la botaron porque una vez maltrató tanto a una alumna “faltaderespeto”, que tuvieron que hospitalizarla), por qué me pasan esas cosas a mí, qué diría tu madre si supiera, me echaría la culpa, diría que no los supe guiar. Luego ha pasado unos segundos en silencio y antes de colgar me ha dicho con voz a punto de llanto que el Señor actúa de maneras misteriosas. Y que regresemos pronto, para que el nuevo miembro de la familia nazca en buen estado y en paz.
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Vladimir dejo de llamar a la tía un mes. Hoy yo la he llamado porque me preocupa lo que está haciendo mi hermano. La tía se ha emocionado mucho al oír mi voz, sin embargo ha estado regañándome e insultándome cinco minutos antes de preguntarme cómo iba el embarazo. Le he dicho que no iba. Pedro (sí, el patán) me dejó y decidí abortar. Tener un niño en estas condiciones no sería bueno para ninguno de los dos: mi juventud, aún no me gradúo ni tengo un buen trabajo, etc… Ha salido algo costoso el asunto, pero bueno, era un gasto impostergable. La tía me ha dicho puta, loca y diabla no sé cuántas veces. Ha llorado mientras me insulta, llegando a adoptar ese grotesco tono de voz, mezcla de odio y tristeza. Ha dicho que soy una monstruosidad y que no entiende de dónde salí así, tu madre era una santa y tu padre… aquí ha callado. Siempre que mi tía se va a referir a mi padre se le cuartea la voz, se le quiebra la garganta. Le completo la frase asegurándole que mi padre no era ningún santo y ella lo sabe muy bien. Luego me arrepiento de haberle dicho eso. Nunca son necesarias las flechas calientes en corazones silenciados. Ella no responde, creo que no podrá hablar más, así que opto por contarle la verdadera razón por la cual he llamado. Quizá no es bueno el momento, su estado, mi situación… pero no sé si luego, mañana, esté de ánimo para llamarla y decirle. El hecho es que Vladimir se ha estado reuniendo desde hace un par de semanas con muy malas juntas. Ya ha llegado varias veces al hotel completamente drogado. Por si fuera poco, ayer se presentó con un dineral que no sé de dónde sacó, feliz, con los ojos inyectados en sangre y desorbitados. Creo que no sólo está consumiendo, sino que también vende drogas. Es una situación muy dura para mí y no sé qué podamos hacer. La tía ha respirado como bosteza un reptil. Luego ha tirado el teléfono.
Cinco días después he vuelto a llamarla. A Vladimir lo han metido preso por el asunto de la droga y no sé qué hacer. La tía Tania ha gritado sus respectivos cinco minutos y luego me ha dicho que tendrá que venir ella misma a México a buscarnos. Le he dicho que no es necesario, que bueno, uno de los amigos de Vladimir, el Chirry, tiene un abogado corrupto que lo ha sacado a él de líos similares varias veces. Le aseguro que, después de todo, el asunto no es tan grave y que no hace falta que viaje. Apenas salga Vladimir nos regresaremos. De cualquier forma ya nos queda muy poco dinero. La tía no puede creer que seamos los mismos sobrinos que ella crió. Ha dicho que cada vez que la llamamos con una tragedia nueva bajo la manga nos desconoce un poco y un poco más. Luego hemos colgado. Imagino a la tía Tania paseándose de un lado a otro y arrugando y alisando su vestido oscuro por las alfombras del apartamento. Es realmente hermoso el apartamento. Es la gloria, si lo comparo con este cuartucho del hotel.
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Valeska me aseguró que era lógico y justo y necesario –nuestro deber y salvación, apuntó con solemnidad– que llamara yo a la tía esta vez. Si hubiese podido escupirme por el teléfono lo hubiera hecho, sin duda. Me ha acusado de inhumano y de bestia. Cómo voy a tenerla dos semanas más sin saber nada después de lo de la cárcel. ¿Y no se venían ustedes dos ya? Le he dicho que salí pronto de la cárcel. Apenas pasé una noche –y por cierto, tengo una inmensa cicatriz en la frente por una pelea gaucha que hubo en la celda–, el abogado del Chirry nos sacó a la mañana siguiente. Le he dicho que no nos regresamos aún porque me salió un jugoso negocio, que nos ha estado dando buen dinero, así que nos quedaremos unos días más. Ya que estamos aquí queremos visitar Cancún y Acapulco, porque quién sabe cuándo podamos volver a México. Me ha asegurado que pararé mal si sigo en esas cochinadas, que cómo se me ocurre, que ella no puede creerlo. Me ha preguntado por Valeska y le he dicho que está saliendo de nuevo con el patán y que se ha puesto una argolla en la nariz que le queda muy bien. Lo que no le queda tan bien es el cabello, se lo ha cortado cortito, cortito, y se lo ha teñido de verde; pero bueno, a ella sí le gusta y eso es lo que importa ¿no?
Me ha colgado. Valeska me dijo que a ella también le había colgado y yo no se lo creí. Pobrecita, la tía Tania. Ahora debe estar arañándose la cara frente al espejo, rasgándose su vestido oscuro y buscando a tientas su rosario a ver si nos arregla la vida a distancia y a fuerza de manosear unas pepas santas con una cruz en el extremo.
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Un mes más tarde he vuelto a llamar. No le he dado chance a la tía de que me regañe cinco minutos. He ido al grano. Vladimir ha matado a un policía. Se les salió de las manos el negocio, al Chirry le pegaron un tiro y Vladimir tuvo que dispararle al policía para salvar su pellejo. Ha venido hace un rato al hotel a recoger algunas cosas y ha ido a esconderse no sé a dónde. Dos cadáveres, no es para menos. Ahora yo voy a recoger lo que falta y me cambiaré de hotel por si acaso. Habrá que esperar a que las cosas se calmen un poco, por lo que no podremos volver tan pronto. Sí, ya sé que el semestre empezó pero, como comprenderás, estos son motivos de fuerza mayor. Yo por mi parte estoy bien, claro que preocupada por Vladimir y un poco triste, pues he vuelto a terminar con Pedro, esta vez definitivamente. El desgraciado ese me pegó y a mi ningún hombre me va a poner un dedo encima. En realidad no estoy nada bien, estoy muy deprimida y he perdido el apetito y la verdad me siento muy débil, quizá mañana vaya al médico a chequearme. Tía, tía… ¿no vas a decir nada?
Ella ha dicho con una voz cuya enigmática serenidad me ha impactado, que es el castigo de Dios por su amorío con mi padre. Lo más extraño que ha podido suceder en este mundo es que mi tía haya admitido abiertamente que sí tuvo el romance con papá, y que lo haya dicho así, con la voz entera, sin llantos ni histerias. Creo que está bebiendo otra vez. Y ese sí que es un signo oscuro y fatalista. Si la tía Tania está bebiendo de nuevo es porque se le ha ido la fe. Y la tía Tania sin su fe neurótica no es la tía Tania. Ha moqueado unos segundos más sobre el aparato. Luego se ha cortado la comunicación.
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Agarraron al tipo equivocado, me salvé de casualidad, tía. Así que estoy muy bien. La que no está nada bien es Valeska. Ha pasado toda la semana encerrada en el cuarto, con unas ojeras que ya parecen remolachas de Chernobyl. No quiere comer nada y está flaca y pálida como un espaguetti. En principio no entendía qué le pasaba, pero esta mañana encontré por casualidad un sobre en el baño que me dio todas las explicaciones necesarias. Valeska tiene HIV. Ella no sabe que yo sé. No he querido decirle nada porque ¿cómo aborda uno a su hermana con esa enfermedad? Claro que hay montones de casos que no desarrollan el virus y viven muchísimos años en perfecta salud, pero bueno, igual no sé como consolarla. Estas explicaciones y estadísticas no le interesarían a Valeska en lo más mínimo. Ella que es tan humanista, bueno, tú sabes tía, tú la conoces tan bien como yo.
La tía Tania no ha dicho una sola palabra. Apenas musitó algo como un “Me tengo que ir”, pero no estoy muy seguro de que haya sido exactamente eso.
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Hoy llamamos al hermano de papá. Llevamos varios días seguidos llamando a la tía y nadie atiende. Teníamos muchas cosas que contarle pero ya no podremos. La tía Tania se ahorcó hace una semana. En el entierro todos se preguntaron cómo íbamos a saberlo nosotros. Valeska y yo hemos llorado largamente por el teléfono. Quizá ya sea hora de regresar.
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Durante el almuerzo, la conversación ha girado todo el tiempo en torno a la tía. Hemos recordado su singular manera de castigarnos cada vez que hacíamos esas cosas que todos los niños normales hacen. Sus asquerosas comidas, su mal aliento. Su insoportable forma de gritar y sus elípticos sermones.
Valeska abre el escaparate y comienza a sacar uno por uno los vestidos fúnebres de la tía Tania. Mamá, en cambio, siempre iba de blanco o amarillo o rosado. Pero no son tan feos estos colores oscuros, después de todo. Valeska decide no ponerlos en la caja con las cosas que vamos a botar, por lo pronto: biblias, rosarios y un montón de fotos de papá que hemos encontrado debajo del colchón.
Valeska me mira de forma extraña y me dice que hubiera sido interesante que el tal Pedro existiera.
–Y haber probado y vendido las drogas –le respondo.
–Y la argolla en la nariz y el pelo verde.
–Lo demás no.
–Claro que no.
Hemos vuelto a la universidad. A nuestros empleos no. El dinero de la tía Tania nos dejará solventes varios años. Es difícil creer que haya tanto silencio en el apartamento, tanta paz. Mi madre siempre nos decía –y éramos muy pequeños, pero ambos lo recordamos– aquello de que el que persevera vence. Mi madre sí que era una sabia.
Wave
Agora eu já sei
da onda que se ergueu no mar
e das estrelas que esquecemos de contar
o amor se deixa surpreender
enquanto a noite vem nos envolver.
Antonio Carlos Jobim
Somos jóvenes e inconscientes, Verónica y yo, y siempre hemos estado orgullosos de ello. Será por eso que no nos costó ningún trabajo mentirle a nuestros padres. Verónica le aseguró a mi mamá que no iríamos a la playa, que por nada del mundo se nos ocurriría –con los indicios de esa horrible tormenta que se aproximaba a la costa– acercarnos al mar, que no, que nos quedaríamos en casa de su tía Carmelina en Coro, y que dedicaríamos el fin de semana a pasear por la zona colonial y conocer la ciudad. Por otro lado, yo le juré al padre de Verónica que no tenía de qué preocuparse, que nos quedaríamos con mi tía Dulce y mis primas, nada de playa, porque la verdad es que yo detesto el sol y el pegoste de la arena, además, las playas de por allá están llenas de aguamalas en esta época y a mí esos bichos viscosos me dan un poco de tirria, pero sobre todo, la amenaza de que el huracán Sabrina llegue a las costas falconianas me aterra en demasía (con frecuencia tengo pesadillas al respecto). En fin, dijimos, Vero y yo tenemos toda una vida por delante para estar corriendo riesgos estúpidos y arruinar nuestro futuro con cualquier imprudencia. Nuestros viejos quedaron absolutamente convencidos y aliviados, así que Verónica y yo agarramos autopista.
Apenas llegamos a la posada en Adícora, y después de dejar el perolero, nos ponemos nuestros trajes de baño y tomamos la carretera hacia las playas del norte de la península. El clima luce perfectamente normal: el calor espeso de siempre y la ventisca salada propia de cualquier zona costera. Le pregunto a Verónica si Playa Blanca o Saledales, le toca decidir a ella, porque yo elegí la posada. Vero me ausculta de cabo a rabo y decide que Playa Blanca, arguyendo que eso de que los médanos acaben en el mar es profundamente romántico y hermoso. A mí me parece perfecto, pero no sólo por las razones de Vero, sino porque en Saledales siempre hay demasiada gente y eso significa someternos al recato y la castidad, cosa poco deseable teniendo a mano los senos erectos y recién operados de Verónica. Tontamente me sonrojo y rápido vuelvo a mi color. Lo sé: frente al mar el deseo se duplica. Hay algo en el aire marino que arranca todas las costras de la costumbre: el agua salada parece inducir irremediablemente a los juegos del cuerpo, el mar nos hace sensuales. Y esto se convierte en toda una delicia cuando la cosa va un poco más allá de un par de senos perfectos: es el amor, tan ardiente como un erizo de morcilla tapatía, tan dulce como un delfín de crema pastelera vienesa, tan sabroso y envolvente como un pulpo de piña colada, tan grande como una ballena de eucaliptos. Sí, el aire marino duplica la mil veces reformada y empalagosa sintaxis del bobo amor.
Nos detenemos en una licorería del camino para apertrecharnos de bebidas. Me toca decidir a mí, así que escojo ginebra y jugo de naranja, aunque sé que Vero hubiese preferido vodka con limón, pero se sabe que el limón en la playa mancha e imagino que las comisuras de los labios de Verónica oscurecidas no deben ser tan apetitosas. Luego seguimos y ella descubre, a mitad de camino, un pequeño restaurante que le parece muy pintoresco. Me sugiere que almorcemos allí y le digo que mejor en la playa, en cualquier quiosco a la orilla del mar, pero me mira severamente y dice que le toca decidir a ella la suerte de nuestro almuerzo. Acepto un poco fastidiado, porque la verdad me muero de ganas de acostarla inmediatamente en la arena y besarla, acariciarla de polo a polo, lamerle cada resquicio y hacerle el amor hasta que caiga la noche para terminar contando las estrellas en su mirada; pero lo de acatar las decisiones intercaladas siempre ha sido la única ley de nuestra relación y, además, eso me da el poder de decidir con exactitud lo que haremos cuando la playa esté, finalmente, frente a nosotros.
Almorzamos sin demasiado apetito porque la comida no está muy buena y el zumbido de una radio ruidosa cuya señal va y viene mantiene ocupado al único mesonero del lugar, completamente abstraído con las noticias de la tormenta. Luego proseguimos nuestra ruta y, unos metros más adelante, unos guardias nos detienen intentando cerrarnos el paso y queriendo alarmarnos con el asunto del huracán. Yo les digo que vamos a buscar a mi tía Dulce, la pobre, que vive sola en el próximo caserío y debe estar muy asustada —es una señora bastante mayor, comprendan— con el asunto de Sabrina. Así que nos dejan pasar y un par de kilómetros más allá, Playa Blanca aparece ante nuestros ojos completamente sola y paradisíaca. Estaciono el jeep al borde de la carretera y atravesamos a pie los médanos que nos separan del mar. La ventisca salada ha aumentado un poco y el sol parece demasiado adormecido para ser mediodía. Verónica comienza a decir que quizá sí sea peligroso todo aquello, que si no sería mejor devolverse y dejar lo de la playa para otro día, que de cualquier forma tenemos la posada para divertirnos de lo lindo los dos juntos, pero yo le estampo un largo y cálido beso en la boca y le aseguro que no tiene la más mínima razón para preocuparse, que está conmigo, que no nos va a pasar nada y que la arena de Playa Blanca es mucho más cómoda que nuestro triste catre en la posada. Mi deseo efervescentemente animal, sin embargo, no durará mucho rato. Apenas estamos frente al agua el sol parece ocultarse por completo en una densa y oscura nube. El mar está picado y la ventisca se ha convertido en ventarrón. Nos detenemos y Vero me abraza asustada. El viento va tomando fuerza y en cuestión de segundos el último médano antes del agua comienza a desplazarse hacia el punto en el que estamos. Verónica se sume en una extraña tembladera y a mí me invade un hondo y paralizante desconcierto. El agua se revuelve furiosa y a cada minuto nace una nueva ola inmensa que revienta a pocos metros de nuestra parálisis. Vero me exige que nos vayamos y algunas lágrimas que la tolvanera hace desaparecer en milésimas de segundo brotan de sus ojos. Intentamos retroceder, llegar hasta el jeep, pero la carrera es inútil. Los médanos han decidido fundirse al mar y corren en sentido contrario a nuestra huida. Avanzamos tres pasos y un gran médano informe en perpetuo movimiento nos devuelve al mismo punto. Verónica comienza a llorar de pánico mientras su mirada se desfigura. Lo seguimos intentando, jadeantes, y todo es inútil. El mar convulsiona ferozmente, las olas –cada vez más voluminosas– chocan entre sí y producen un estrépito espantoso. Mi carro, que apenas se divisa con el arenero en el aire, desaparece de pronto sepultado por un médano. Verónica me abraza con esa fuerza sobrehumana que otorga el desconsuelo. Y nos quedamos allí, parados, en medio de las cachetadas de arena y el rumor terrible de las olas. Al coro se unen, ahora, montones de truenos que revientan incansables en la bóveda celeste. Y de repente estalla un aguacero que parece fracturar el firmamento y echarlo abajo a líquidos pedazos. Entonces el mar parece abrirse, las aguas ensayan una horrible contracción y bajan hacia los lados, dejando en el centro de nuestra visibilidad un lejano y misterioso islote azul que hace coagular en el viento un silencio siniestro. En ese instante nos damos cuenta: es la ola que crece. Una ola enorme, monstruosa, que marcha a toda velocidad hacia nosotros y parece rasgar el aire a su paso produciendo un sonido seco y estruendoso, un rugido insoportable. Es la misma ola con la que yo he soñado tantas veces antes, es la misma pesadilla recurrente, que se repite con una rigurosa y macabra perfección en la realidad: yo, abrazado al cuerpo de una mujer de firmes senos (en el sueño la mujer no tenía cara, no podía saber que fuera Verónica), viendo la ola venir, aterrados los dos, paralizados ante el horror final. Entonces sé que esta vez no despertaré. Y me toca decidir a mí cómo ponerle fin a todo esto: si dejándonos arrastrar, aplastar y ahogar por la ola o entregándonos a la sepultura del inmenso médano blanco que se desplaza furioso desde el otro lado. “Paso”, pienso, pero ya no puedo decírselo a Vero.