Luis Tovías Baciao
CAPÍTULO CERO
NOTA:
Un viernes de un aguacero descomunal llegó a mí el paciente con una mejoría aceptable. Me dio una caja cubierta con una bolsa de plástico trasparente y un tanto más dura que las normales; todo el paquete amarrado arriba con mecatillo; adentro un manuscrito. Antes, el paciente me había dicho que tenía un escrito que quería lejos de él, pues –acotó– lo habían convertido en algo así como un custodio, cuestión que lo irritaba. Tras largas sesiones y medicamentos, hoy no se le observa rastro del desvarío sufrido durante meses.
Me colocó el manuscrito en la mesa. Le pregunté que si en realidad no era de él. No, doctor, me respondió; es de un escritor cuyo seudónimo es Arcángel, quien había dejado una nota en la que aclaró que muchos de los nombres de los personajes y de los lugares verdaderos fueron cambiados (“Arcángel no reveló el porqué”), entre ellos el diario La Exclusiva, el casino, pero que “lo narrado por Dios ocurrió”. Arcángel juró –según mi paciente– la existencia del caserío La Exageración donde hoy “hay monte y culebras”, tema que dijo “chocará con los escépticos de siempre”.
El paciente me suplicó que me quedara con este texto, el cual no debía publicarse –insistió. Le dije que si eso lo ayudaba a mantener el sosiego aparente alcanzado con tanto esfuerzo, que lo complacería, que lo dejara en mi escritorio. He aquí, doctor MDP, el texto de “Arcángel”. Como habíamos acordado, analícelo y saque sus conclusiones. Uno de los datos que le puedo aportar es que nunca noté a mi paciente en plan de escribir un libro. Esto sin descartar que sea él el autor.
Sin más a que hacer referencia, se despide
A.J.P
CAPÍTULO UNO
En la casa abundaba tanta estrechez que en dos ocasiones se insinuó meter al loro en una olla hirviente. El pájaro quizá se salvó debido a su afición por entonar entero el himno nacional; mas, cuando imitaba el sonido de Psicosis acentuaba en el lugar un hálito decrépito y misterioso. La ración de comida se medía con severidad mediante una pálida regla. Las sopas y los jugos se repartían en tres partes iguales, cada una calculada con un pote de leche, en cuyo interior se evidenciaban los litros con una cinta roja con números. El rancho se componía de materiales diversos, cuya mixtura otorgaba aspectos desiguales: unas paredes eran de bahareque salpicadas de cemento; en otras los bloques desnudos consentían la penetración de los rayos solares. Las lluvias entristecían a los tres moradores que arrastraban pasos apesadumbrados entre el barrial formado en el interior. Resultaba chanza del agua el techo de cinc oxidado y carcomido. Contados puntos permanecían secos, los cuales creaban islas donde se arrimaban los pocos cachivaches: uno de ellos el radio portátil, cuya antena la constituía una tapa de ventilador fijada al guayabo de al lado de la ventana del patio. La escasa ropa de Fino Morel pertenecía también a su hermano, Trino Morel. La madre de ambos, Andina Castor, luchaba contra los malos augurios de cada costado.
Los hermanos solo reunían dos mudas. Los zapatos comunes: desperdicios de tiendas o alguna donación de los lejanos parientes adinerados. Los dos muchachos –Fino de 20 años y Trino con 22– se turnaban las salidas para que a determinada hora los pantalones, las franelas, medias y hasta calzones los utilizara quien le correspondía. Establecieron un horario fijo de la semana: “lunes en la mañana le toca a Fino. En la tarde a Trino. En la noche a Fino. El martes en la mañana le toca a Trino…” de manera sucesiva. Acordaron romper el régimen en “momentos de contingencia” como los entierros, novenarios, cumpleaños, matrimonios, encuentros –de toda índole– con nuevos amoríos, labores repentinas, búsqueda de empleo y mandados de Andina. Cuando cada quien se marchaba a un baile extremaba el cuidado de sus atavíos. Una vez a Fino le quemaron una camisa con un cigarrillo, lo cual invalidó por varios días el cronograma. Cuando eso ocurría, para reponer la pérdida se debía entablar una partida de dominó, en cuya apuesta se debatía cierta pieza de vestir en vez de dinero o la cancelación de los tragos.
En una ocasión, por tratar de eliminar un domicilio de avispas el mayor chamuscó por accidente el pantalón, el interior y unos calcetines. Los hermanos en las fechas sucesivas no usaron ropa interior, se las arreglaron rueda libre para buscar empleo fijo. No se conseguía nada, en ningún lado.
Los Morel debían el alma al pulpero cercano. Diversas anotaciones en el cuaderno de don José Yánez registraban fiadas de espaguetis, mantequilla, atunes enlatados, mortadela arepera, harina de maíz, y cubitos de pollo. Las deudas se pagaban cada mes, aunque en una ocasión había acumulado casi el año completo. La compra y la venta de algunas bagatelas, los empeños de corotos y el dinero obtenido por cortar monte, lavar carros o en apuestas servían para techar números con Yánez.
Fino, delgado, de mediana estatura, trigueño con arremolinados cabellos negros. Trino, del mismo tamaño, un tanto más robusto, de cabello castaño con ondulaciones. Los dos sacaron los ojos acaramelados de la madre. Del padre, Cruz Morel –muerto en un accidente cuando manejaba una gandola cargada de cabillas en Puerto Cabello–, adquirieron el carácter y los ademanes solemnes. También la nariz de pata de pequinés del finado se repitió en el par de retoños. Doña Andina, menuda cincuentona de facciones aindiadas, de cabello liso y azabache, decía que la nariz de Cruz equivalía a un sapo en una pecera: le descuadraba.
Entre cerros, el caserío La Exageración se hallaba en la medianía del recorrido entre Puerto Cabello y Valencia, a unos kilómetros de la costa caribeña. En las adyacencias de la carretera de Valencia -Puerto Cabello, y soldado a esta mediante un sendero. Por aquellas fechas sí comían bien los visitantes, sobre todo, quienes por la carretera se llegaban a las aguas termales. A lo largo de la culebreada pista se establecieron licorerías, bodegas y patios de bolas criollas generadores de ciertas ganancias a sus dueños y a los empleados. Una cantidad de los habitantes bregaba en alguna finca, y la otra se trasladaba a la capital carabobeña, en tareas obreras o de ventas de ropa, juguetes, comida y también de los frutos de estas tierras: maíz, yuca, naranjas y limones. La vivienda de los Morel se ubicaba al final de la primigenia calle del caserío.
Por esos tiempos los moradores escuchaban con atención al viejo Nuncio Quintana, promotor político del partido gobernante, el cual cada periodo presidencial desplegaba su maquinaria en toda la nación. Blanco, espigado de cara huesuda y cabello cano, se desempeñaba como representante de la tolda en La Exageración. Cada cuatro años ofrecía mejoras, desde la construcción de calles, avenidas, viviendas, hospitales, farmacias y aposentos turísticos. Lapsos tras lapsos, los habitantes esperaban el cumplimiento de las promesas, que se amontonaban en el fondo del reloj de arena de la pasividad común.
Antes del naufragio estrepitoso de su partido, con desespero una mañana citó al poblado a una asamblea en la cual revelaría un ofrecimiento extraordinario: de vencer la fuerza política más democrática de la historia, para la localidad se destinaría la instalación de un sistema de leche por tuberías para los niños, sin distingo de raza, credo, dogma partidista; todo gratis.