literatura venezolana

de hoy y de siempre

Diario del enano (fragmentos)

Ago 17, 2025

Eduardo Liendo

Sólo yo puedo contar esta historia. Todas las otras versiones de mi memoria son apócrifas, fueron escritas por detractores que vomitan su hiel sobre mi sombra, o por algunos de mis sirvientes intelectuales. Sólo yo conozco la entraña de mi corazón. Mi maltratado corazón envejecido. Más que recuerdos, es mi piel la que expongo. La piel de un hombre fiera, demencial, mítico, glorioso, patético, luciferal.

He sepultado muchos yoes en el serpenteante camino, hasta arribar a José Niebla. ¿Acaso fui verdadero alguna vez? ¿Qué queda del cándido anarquista? ¿Y del maltrecho pintor de sapos danzantes? ¿Dónde yace el pirata por casualidad? Nada, nada fuera de la memoria. Es el precio de todo verdadero poder: ser el enterrador de sí mismo.

Sé que vengo de lejos y de lo profundo, desde la caverna del tiempo vengo. Debo haber muerto y renacido mil y más veces en contradictorias geografías, en diversos ciclos jamás definitivos. Siempre resucitado por el llamado angustioso de mis amados imbéciles. Yo retorno siempre en medio de sus terrores y los calmo. Yo determino su lugar en la vida y represento el rostro más inmediato de la muerte. Castigo y recompenso. Me temen más que a la peste y, sin embargo, esperan con ansia mis favores. Soy el destinatario de sus oraciones: «Creo en José Niebla —rezan—, que ordena el único universo que conozco. Creo en su astucia infinita para sortear todas las emboscadas. Creo en su verbo alucinógeno, que explica todo lo inexplicable. Creo en su crueldad invicta. Creo en su infinita omnipresencia. Creo en su ambición inagotable. Creo en su megalomanía insaciable. Creo en su inmortalidad y en la perpetuidad de su mandato para dirigir mi existencia, aquí y mañana, y en el más allá, y para siempre. Amén». Yo, por mi parte, creo en la ingenuidad de mis amados imbéciles, es la fuente de todo mi poder.

TIEMPOS DE ORUGA

I

Se sabe que uno de sus nombres fue alguna vez Julián Camacho, y sus padres eran campesinos de vida miserable. Sin embargo, llegaron a tener alguna cultura citadina. Cuando abandonaron la tierra y se instalaron en los suburbios, el padre, de manos fuertes y toscas, trabajó como sirviente en un modesto circo. Realizaba, sobre todo, tareas ruines como la limpieza de las jaulas de las bestias. Al parecer era un borracho empedernido no carente de un humor grotesco. Algunas tardes, cuando comenzaba a oscurecer, llegaba a la humilde vivienda disfrazado con una gran nariz postiza y una peluca roja. Mientras blandía la botella de licor vociferaba carcajeándose: «prepárate mujer, que esta noche vas a revolearte con el Duque de Rojo». La madre, por contraste, era una mujer débil, raquítica a causa de las privaciones, atacada desde muy joven —según algunos testimonios— por el mal de la epilepsia y por los intensos delirios que, lentamente, la internaron en el oscuro túnel de la demencia. Pero mientras estuvo en posesión de su raciocinio no era nada torpe y, según rumores, fue hembra de temperamento ardiente y furor uterino en su mocedad. Más pensante que el marido, llegó a caracterizarse como pitonisa en una de las carpas del circo. Leía las cartas y realizaba premoniciones, sugestionando a los consultantes con sus grandes ojos de gitana, de mirada intensa. Seguramente, el más extraño de sus presagios de sibila fue el haber anunciado que ella misma pariría un dragón, que saldría de su vulva despidiendo un aliento de fuego. Dicho esto —según el recuerdo de la comadrona que la asistía—, poco antes del parto de su quinto y último hijo: Julián.

Pocos años después de este nacimiento, se produjo una penosa tragedia en el circo. El hecho se comentaba en susurros, casi en secreto, y revelaba el drama silencioso que enfrentó a dos hermanos, Flavio y Adrián, atrapados en una pasión amorosa por la misma mujer: Roxana, domadora y jineta de leopardos que en su espectáculo traspasaba temerariamente, con su felina pareja, varios aros de fuego.

Flavio era su prometido, el que esperaba anhelante la consumación nupcial. Adrián era el más joven, y terminaría siendo el burlador. Todo ocurrió una tarde en que la función fue suspendida por causa de una repentina y violenta tempestad que se prolongó durante horas. El viento y la lluvia embravecidos amenazaban con derribar las carpas. Las centellas que cuarteaban el cielo producían temor en las bestias condenadas a permanecer dentro de las jaulas. Sólo un león rugía, como pretendiendo igualar la furia del trueno. Fue esa tarde cuando quiso la casualidad que Roxana entrara a guarecerse en la pequeña carpa donde se guardaban los utensilios y el sencillo vestuario, hallando en el lugar a su fraterno Adrián. Allí los sorprendió la noche sin que amainara la tormenta. El que debería llegar a ser su cuñado la trató con sin par delicadeza. Secó sus pies y los calentó, frotándolos suavemente con la palma de su mano, cubrió con la zamarra su grácil cuerpo pasmado de frío, le habló en un tono familiar. Cuando ella sintió miedo por la anarquía de los elementos desatados, él la indujo a recostar su cabeza de cabellos húmedos sobre su pecho protector. Ella, que conocía bien el elástico y cálido movimiento del jaguar antes de dar el salto traspasando el anillo de fuego, sintió cuando el cuerpo del hombre se hacía felino al rodear su cintura con su brazo fuerte, entrenado en las exigentes proezas del trapecio. Cuando el viento, o quizás el pensamiento del hombre (o del jaguar), apagó la lámpara de aceite, su pudor se disolvió en el deseo apremiante y se entregó a él, al hermano de su prometido. Un hálito de fiera, una fina garra que apartó sus ropas, una fuerza selvática que la poseyó.

Nadie sabe si hubo un testigo de la traición. Nadie sabe si el propio Flavio lo presintió, o llegó a mirarlos con estupor, anudados sobre el piso de la carpa. Nadie sabe si ella, en un rapto de arrepentimiento, confesó su debilidad al engañado. Se sabe sí, que los hermanos nunca más celebraron juntos en la taberna al finalizar el espectáculo, como era su costumbre.

Lo cierto es que una tarde los dos acróbatas hermanos, antes de ascender a los trapecios, mandaron a retirar la red de protección. Algo que, desde los remotos tiempos de los números suicidas, no se practicaba en el circo. Se sentía una respiración tensa y nerviosa en el público, que había presenciado antes con naturalidad las mismas acrobacias en otras funciones. Pero en esa ocasión, con el firmamento despejado, ocurría algo inquietante: abajo no estaba la red.

Por varios minutos jugaron impecablemente en el espacio, con una armonía insuperable. Finalmente, Flavio se meció rítmicamente en el trapecio. El redoblante hizo silencio antes de lanzarse Adrián a consumar el triple salto mortal. La sincronización fue perfecta, el suspenso absoluto, la figura en el cielo de inigualable hermosura pero, cuando las manos de los dos hermanos se buscaron, hubo un instante congelado tan terrible como el vacío. Apenas los dedos se tocaron como diciéndose adiós, y el cuerpo de Adrián fue a descoyuntarse en el piso.

Roxana permaneció, por largo rato, petrificada frente al cuerpo inerte. Flavio bajó por la cuerda sin apresuramiento y no se detuvo a contemplar el cadáver de Adrián, pero en sus ojos se notaban lágrimas viriles. Nadie supo nunca si la muerte se vistió de venganza, de suicidio, o fue acaso el más sublime de los actos de amor.

Tal vez cuando el pequeño Julián presenció la tragedia, y luego al escuchar de los labios de la gente del circo las especulaciones sobre el trasfondo oscuro del suceso, debió deducir, o intuir, que en aquellas apuestas donde está en juego la pasión y la vida, la pasión y la muerte, no hay manos confiables.

El otro acontecimiento funesto fue, para Julián, más personal. Su padre, desquiciado por el aguardiente, murió dentro de una jaula, embestido por el rinoceronte que le destrozó con el cuerno el hígado ulcerado.

Esa muerte terminó de empujarlos a la pobreza más desamparada. La madre enloqueció sin retorno, los hermanos se hicieron mendigos. Al parecer, Julián permaneció todavía un tiempo más en el circo, heredando del padre el oficio de limpiador de la suciedad de las bestias. En el Diario del enano se comenta que: «…una vez me confesó que eran una familia más miserable que la miseria, y luego agregó: Yo sé lo que es la mierda Matatías, yo la palpé con estas manos. ¿Sabes a qué huele la gran cagada del hipopótamo? Yo sí lo sé, todavía no se despega de mi nariz». (Diario del enano, p. 27.)

Sobrevivían en una casa destartalada, en la zona más infecta de la ciudad, cerca de un corral de cerdos y una quebrada de aguas turbias donde retozaban los batracios y resplandecían las flores de loto mientras, arriba, se derretía un cielo de crepúsculos rojos. Este paisaje le proporcionaría (en otro tiempo secular) los símbolos de una estética infernal, plasmada en algunos cuadros, cuando creyó descubrir en su alma de adolescente atormentado una embrionaria vocación de pintor.

Tendría siete años cuando quedó completamente huérfano. Fue el primero de los hermanos en huir de la casucha en ruinas. Su madre le dio la existencia, pero no el amor. Comenta el enano que, «alguna vez intentó hacer pasar su vida de niño desvalido por la del Lazarillo de Tormes, tratando así de darle importancia a sus pillerías, plagiando un personaje de autor desconocido, pero podría apostarse cualquier cosa a que Julián Camacho fue un pequeño malvado». (Diario del enano, p. 36.)

Fluyó, huyó, huyó lejos; aunque seguramente se llevó grabada la visión del circo, la metáfora del mundo-espectáculo: ilusión y recuerdo de un sueño, medio festivo y medio trágico, como aquel cadáver de acróbata destrozado en el piso. Como el olor a la mierda del hipopótamo, que se perpetuaría en su nariz muy a pesar del auxilio de los más exquisitos perfumes del mundo. Como la certeza de haber sido, alguna vez, más pobre que la pobreza. Ninguna fortuna podría compensarlo ya de aquella precariedad inhumana. Tampoco lo abandonaría nunca más la imagen del padre llevando sobre su cabeza la peluca roja.

II

Fue un pequeño andariego, un pícaro ladronzuelo, hasta su encuentro casual con un humilde clérigo, hecho ocurrido en una apartada aldea (de cualquier mapa), único lugar en muchas leguas donde se hallaba una modesta tienda abastecida de algunos víveres: aletas de murciélago, alacranes salados, queso vegetal, iguanas secas, además de algunos amuletos protectores.

La aldea se llamaba «El Silencio», porque en aquel lugar ningún perro ladraba. El clérigo, mentado Bernardo, advirtió al niño raquítico que dormía a la sombra de un árbol sin hojas y se condolió de su desamparo. Se sentó a su lado y esperó pacientemente hasta que despertó, cuando ya el sol comenzaba a fugarse del paisaje. Le ofreció agua y le dio a masticar un pequeño cuerno, todavía fresco, de cachorro de unicornio. No hablaron. Partieron juntos, cumpliendo una larga marcha de muchos días, hasta llegar al monasterio. Bernardo solicitó el permiso de los superiores para alojar al niño huérfano mientras se le conseguía algún albergue. Se le aceptó temporalmente para cumplir tareas de mandadero a cambio del sustento. Así se hizo, pero Bernardo, que fungía de mentor, desde el primer día de su estada en el monasterio puso empeño en enseñarle la fe religiosa y el arte de la lectura de manuscritos. Ahí Julián emprendió un nuevo ciclo de su metamorfosis, se hizo menos huraño, aunque no hacendoso. No era lerdo para la interpretación de los signos que le enseñaba el clérigo, aunque las lecciones elementales de escolástica lo dejaban completamente indiferente.

Permaneció en el lugar durante lentos meses, desprovistos de acción, cuando lo sorprendió la adolescencia: esa enfermedad del carácter. La aspiración de Bernardo era la de captarlo, definitivamente, para la entrega a Dios. Pero, justamente en esa época, el monasterio fue conmovido por la presencia de un desviado de la doctrina: Fray Juan, un hombre que poseía la más bondadosa de las miradas de ser alguno en tránsito terrestre. Aun así supo Julián, por boca del seminarista Dorian, que se le consideraba poco menos que un hereje, con la misma mirada aterciopelada de Lucifer, afiliado a una extraña orden cuestionadora del poder religioso. Julián mismo lo observó una vez orando con tanta devoción, que parecía que en cualquier momento su plegaria haría desaparecer todo vestigio de maldad en el mundo. En esa ocasión, superando su estado de perplejidad, se atrevió a acercarse al controversista y a indagar sobre su verdad. El hombre transparente respondió con dulzura:

Para venir a gustarlo todo,
no quieras tener gusto en nada.
Para venir a poseerlo todo,
no quieras poseer algo en nada
.

Después se alejó, mostrando una fragilidad que parecía a punto de quebrarse en el aire. Aquella misma tarde se produjo una insólita agitación en el monasterio. Una comisión de notables religiosos había llegado para interrogar al raro, al descarriado, al que habla en parábola sobre «el rayo de la tiniebla», el reformador.

Lo colocan de rodillas frente al reclinatorio. (A un lado, la imagen de la Virgen de La Piedad contempla el suceso.) Su cuerpo está desnudo y desvalido. Cada uno de los eminentes, por turno, golpea, con una vara dura y flexible sobre la espalda de Fray Juan hasta hacerla sangrar. Algo distante, en compañía de otros curiosos iniciados, Julián presencia el castigo. Martirizan la carne para que el espíritu se purifique.

Pero Julián piensa que golpean a un santo y que éste no tiene los medios para librarse a sí mismo de la humillación que se le inflige. ¿En dónde reside entonces su poder? ¿Para qué servía el sacrificio del yo que le había señalado? En la madrugada, Fray Juan fue conducido como prisionero a otro lugar, lejos del monasterio. Quienes lo vieron —Julián entre ellos—, se sintieron luego perturbados por el recuerdo de sus ojos de iluminado. Alguna vez diría José Niebla: «Quizás era un santo tan verdadero como yo soy demonio». (Diario del enano, p. 99.)

Se le había aceptado como novicio bajo la orientación de Fray Bernardo. Había leído quince manuscritos, estaba preparado para ofrecer el voto de pobreza, algo del de obediencia e ignoraba si el de castidad. Pero rechazaba el dolor personal, y le espantaba la idea de tener que flagelarse para agradar a Dios. Fue en ese tiempo de silencio y duda, cuando comenzó a carcomerlo el mordisco placentero de la lujuria; la que había adquirido presencia por mediación de la pintura de la Virgen de La Piedad, próxima al reclinatorio. Allí él se hincaba de rodillas, fingiendo orar durante horas, para poder observar de soslayo el precioso rostro de la Virgen, que reflejaba una enigmática pureza traicionada por una boca carnosa y purpúrea. El pintor había cubierto el cuerpo de la Virgen con una túnica, cerrándole todo vestigio a la lascivia, pero, quizás por ello mismo, Julián no dejaba de preguntarse, ¿cómo sería la Virgen de La Piedad en su impoluta desnudez? ¿Tendría el cuerpo tan perfecto como su rostro?

Tales eran sus mortificantes especulaciones mientras los religiosos, y en especial Bernardo, suponían que al fin había encontrado el camino de Dios tomando en cuenta las muchas horas que permanecía arrodillado en el reclinatorio. Hasta el punto de que se vieron obligados a reglamentar su tiempo de oración. Su imaginación desatada trataba de inmiscuirse en los más recónditos secretos, resguardados por la cerrada túnica morada. Aun así, y sin contar con ninguna orientación derivada de la lectura de los manuscritos, en la pétrea quietud de la madrugada, en aquel recinto de paz espiritual, dentro del pequeño purgatorio que era su celda de bisoño, Julián inició una praxis onanista incontenible, sacrilegio éste que impregnaba todo el monasterio de un penetrante, intenso y provocador olor a semen sacando de su compostura onírica a más de un fraile y a no pocos novicios.

Una noche sintió cuando alguien se aproximaba reptando hasta su lado. No pudo reconocerlo en la oscuridad, aunque tuvo la intuición de que era Dorian, el adolescente de palidez lunar en cuya compañía había hecho varias caminatas vespertinas alrededor del patio, platicando amigablemente. Con destreza, sin mediar palabra alguna, una mano fina se apoderó de su esencia viril, acometiendo luego un diestro acto de felación, ejecutado por una lengua ardorosa y retirándose de inmediato con el mismo sigilo con que había llegado.

A pesar del leve misterio que envolvió la visita del personaje, al día siguiente, al cruzarse con la maliciosa mirada y la sonrisa cómplice de Dorian, no tuvo duda de la identidad del arrojado visitante nocturno. Pensó que el delicado joven era un hermafrodita, pero no tuvo interés en continuar su juego. Todos sus nervios y tentaciones carnales estaban signados por el embrujo inútil manifiesto en la pintura insondable de la Virgen de La Piedad.

El inverosímil estoicismo de Fray Juan, la temeridad vampiresca de Dorian y la hermética virtud de la Virgen de La Piedad confirmaron su sospecha de que la senda de la divina gracia no era precisamente la más propicia para desplegar su naturaleza mundana. Tal certidumbre lo llevó a desertar del monasterio, como en otro tiempo lo había hecho del circo. Quiso despedirse de Fray Bernardo, a quien debía las buenas intenciones de haber querido encomendarlo al poder de Dios, pero éste se encontraba cumpliendo un severo retiro. A última hora desistió del propósito de robar la pintura, hecho que hubiese podido condenarlo al onanismo perpetuo.

Sobre el autor

Deja una respuesta