1
Había una cruz en La Cruz de Belén, otra en La Cruz del Zorro, otra en La Cruz de Píritu, otra en la Cruz de Pacheco, esto es al norte, al sur, al este y al oeste, sin contar las tres de El Calvario, donde se rascaban el lomo los chivos en caso de necesidad.
Qué nos iba a pasar.
Cuando a las cruces se les podría la pata Pedro Iginio labraba otras que pagaban las rentas y las viejas las cogían para leña. A este humo y a esta lumbre le atribuían muchos bienes. Quienquiera que a su rescoldo se mantuviera ya no se moría de males del cuerpo, ni de entuertos ni de acechanzas ni de maldades.
Concho Guaita no lo creyó porque para la fecha de este conocimiento Concho Guaita había sustituido su Dios.
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3
Después de llevarse la mano al pecho, en un sencillo gesto que a veces contenía la intención de persignarse, igual que lo hiciera siempre antes de coger camino, Don Concho Guaita se doblegó.
En la noche descansó en su casa por última vez y a la mañana del siguiente día lo pusieron entre la tierra.
Tenía sesenta años, decía él, un cuerpo grueso y alto, el pelo colorado como el del araguato, el corazón de patilla de la concha verde, que es la dulce.
Trabajaba la tierra de Unare este Concho Guaita y no dejó de guardar restos de suelo en las uñas ni siquiera después de muerto, a pesar de la mortaja.
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9
Esú Borotoche perseguía los pájaros del monte en un empeño de identificar entre ellos aquel que cantaba siempre a la hora del alba elindioesvil elindioesvil elindioesvil, porque, según sus arrebatos y sus manías, la canora lo estaba sindicando a él.
En las manazas de piedra de moler de Esú Borotoche hallaron muerte cristofués, torditos, sinfines, guacharacas, piscuas, azulejos, banderalemanas, picoeplatas, arrendajos, perdices, cucaracheros, turupiales, conotos, canaritos, sangretoros, reinitas, catanas, carasucias, diostedés, piapocos, guaros y, por
supuesto, indioesviles.
Pero Esú Borotoche jamás alcanzó su propósito de acallar su conciencia y se murió de una embestida de sol y el indioesvil volaba del nido a la cruz de palo y ahí, hasta que la tierra se iluminaba del todo, cantaba y cantaba sin importarle mayor cosa que Esú Borotoche se conmoviera entre los terrones que le correspondieron.
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15
Nolbelto de gracia y ello le bastaba para identificarse, tuvo su cara completa antes de que la lepra se la acabara. Primero le tarasqueó el oído de la derecha, le abrió la mejilla al punto de vérsele las muelas y por entre estos huesos la enfermedad se le pasó a la nariz, que también se la tumbó, hasta que finalmente
se le corrió al ojo derecho de los dos que tenía azules y se lo escarneció.
Todos los años sin faltarle ni uno solo, Sotera su mujer le paría un hijo entre la candela, porque era epiléptica, hasta que la llaga lo mató, pero Sotera siguió pariendo lo mismo y los muchachitos siguientes sacaban todos el ojo derecho azul.
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17
Durante cincuenta y seis de los sesenta y ocho de su edad, quebrantado por la luna, Antero Tarife colectó botellas vacías y con estos como vientres de vidrio, aire y reluciencia fue poblando de reflejos aquella casa de corredores abandonada de la que todo el mundo había olvidado qué amo la tenía escriturada.
En una fiesta de Santa Clara un cohete prendió la juajua del alar desguarnecido por la intemperie y Antero Tarife estalló entre la cristalería. Ni un solo recipiente escapó al ígneo resplandor.
Por eso en El Cerro de los Chivos se encuentra tanto culo de botella.
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18
Cochino Macho, el hijo de La Conga, cazaba los torditos con trampajaula, con pega, con lazo, con habilidad, les pintaba las plumas de las alas y el pecho con pintura amarilla y los pasaba como turupiales, a siete reales el casal.
Los compradores se quejaban después de que los turupiales cantaban como torditos
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23
Dolores Anato se negaba a creerlo. En lugar de un niño como ella estaba acostumbrada a partear, aquello no era sino un huevo, como los de las aves, pero mucho más grande por supuesto, y bien podía contenerse en la cáscara un feto. Aquella mujer no paría. Aquella mujer ponía.
Pavigallo y que la nombraban, y es lo cierto que Dolores Anato se llevó el secreto consigo. A nadie le expuso cuántos días duraba echada la parturienta.
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45
Vino Juan Evangelista Arveláiz llamado a gritos por la madre. La Yuquita se moría, extraviada ya la mirada, la respiración entrecortada, las manos frías y agarrotadas.
—Esto ya no es de medicina sino de enterrador —opinó Don Juan Evangelista.
Pero la Yuquita sobrevivió, aunque nunca se despojó de aquel color de anemia crónica y cuando se encontraba con Don Juan Evangelista le sacaba la lengua y hacía burlas de él, una conducta que a Don Juan Evangelista no dejaba de incomodarle, hasta que se cumplió su diagnóstico.
En urna blanca, con velo de punto sobre el rostro, la metieron y ni siquiera así adquirió otro color.
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68
A Diotima la trajeron de Guaribe Tenepe y no le daba la gana hablar. La llamaban y no contestaba aunque no dejaba de hacer el oficio que le mandaban.
Nunca aceptó ponerse alpargatas y como prefería estar descalza andaba por toda la casa y no se le sentía.
Diotima era una india y Tura la vivía comparando por lo bonita con una figura de un libro de la biblioteca del abuelo. Los indios caribes como que se llamaba.
Diotima arrancaba cundiamor y se lo echaba por encima y las hojas, las flores y aquellos frutos que cuando maduraban se abrían como pétalos impedían que Diotima apareciera como estaba, sin la única ropa que tenía. Los camisones que Tura le compró, Diotima los enterraba o los hacía tiras y no se los ponía.
Diotima se comía verdes las guayabas y no dejaba madurar las mandarinas. Tura la regañaba por eso.
Una mañana la llamaron y la buscaron y Diotima ni contestó ni apareció.
No estaba en el traspatio, junto a las bardas que el cundiamor revestía. A Diotima se la tragó la noche esa que recién había trascurrido y ni siquiera se pudo mandar un recado a Guaribe Tenepe porque era invierno y la línea del telégrafo estaba mala a consecuencia de un rayo que tumbó un cereipo sobre
los alambres. Las mandarinas sí que cargaron ese año.
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87
A María Amaricua la mató la cirrosis, según el diagnóstico que dio el doctor Andreani Pieretti, a quien le consultaron por teléfono a Onoto. María sabía que se moría antes que la mata de guanábana del patio cargara y me lo mandó a decir. Me mandó a decir que si se moría me salía.
En la madrugada, todavía despierto, sentí que desde el guanábano se desprendían aquellos como sépalos amarillos gruesos y pesados que anuncian la floración de los catuches.
Mientras corría buscando amparo en los brazos de Mamachía, que vivía en la casa de esquina de la que después la despojaron, me interceptó Isaac Sifontes, que llevaba la urna, y con cantos de gallos la enterraron.
