literatura venezolana

de hoy y de siempre

Las novelas del 28

Sep 1, 2023

Jesús Sanoja Hernández

Los sucesos de febrero de 1928, conocidos como “Semana del Estudiante”, la prisión de más de 200 jóvenes y su envío al Castillo Libertador de Puerto Cabello, la participación de algunos en el golpe del 7 de abril, la nueva prisión masiva de estudiantes en octubre, y posterior distribución entre concentrados en Las Colonias y secuestrados en el Castillo, las experiencias carcelarias de algunos de los actores de estos episodios –incluida la de uno que se les incorporó sin ser universitario, como Antonio Arráiz– y el testimonio de otros que no tomaron parte en los hechos –por ejemplo, Enrique Bernardo Núñez, en funciones consulares, o Méndez Llamozas, impugnador de ellos–, están documentados en una serie de novelas que llamaré por comodidad “novelas del 28”, atendiendo no a que sus autores perteneciesen a la generación o núcleo estudiantil que insurge en ese año, sino a la circunstancia genérica de que tocaran, directa o incidentalmente, el tema de ese estallido singular en la historia venezolana.

Novelas plenas y novelas incidentales

Novelas plenas del 28, lo son únicamente, a mi manera de ver, La carretera y Fiebre, escritas por dos miembros del grupo estudiantil del 28; la primera por Nelson Himiob, Vicepresidente del Centro de Estudiantes de Derecho para aquellos días, y Miguel Otero Silva, estudiante de Ingeniería, humorista y poeta incipiente.

Novelas que incidentalmente se refieren a los sucesos iniciales son: Todos iban desorientados, de Antonio Arráiz, Así fue, de Diego Labarta (seudónimo de Méndez Llamozas); Todas las luces conducían a la sombra, obra escrita por Nelson Himiob; La Galera de Tiberio, de Enrique Bernardo Núñez; Rastro en el alba, de Manuel Vicente Tinoco, y Casas muertas.

Y novela que relata experiencias carcelarias posteriores a los sucesos, desdibujadas en un fondo colectivo no puramente estudiantil, lo sería nada más Puros hombres, de Arráiz; mientras Juan Oropesa con Fronteras, busca encuadrar la “emigración voluntaria” de un grupo estudiantil años después del choque del 28, y Laureano Vallenilla Lanz situar, a la manera de un heredero de los beneficios del gomecismo, el aporte universitario a la invasión del “Falke”. Muy por encima, ¿qué decían esas novelas y en qué forma sus autores fueron solidarios o antagonistas de este turbión juvenil?

Un testimonio terrible: La carretera

Quiero empezar por La carretera, no sólo porque fue el primer documento en vivo que se publicó (1937), sino también por haber sido redactada tempranamente, casi contemporáneamente a los hechos, entre 1929 y 1932. Himiob llamó a su novela con bastante acierto “relato”, y como tal –como una relación histórica novelada– debe tomarse. El carácter ficticio es aquí secundario, subordinado a una acción y unos personajes reales, incluso con fechas y nombres que permiten una inmediata identificación. Llevado por esas pistas, un lector desprevenido podría tratar de identificarla con las Memorias de Pocaterra, y pecaría de excesivo comparativismo, de sumisión a métodos analógicos, pues la intención convicta y confesa de Pocaterra, era memorizar para memorializar; mientras en Himiob lo era para relatar. Más cerca, por cubrir un mismo tiempo narrativo, y por ceñirse a la misma anécdota y a los mismos personajes, estaría el libro En la prisión, compuesto a la manera de un diario por otro de los protagonistas del 28, el larense Pedro N. Pereira, aunque en éste opera la “memoria pura”, una descripción simultánea de los sucesos en los que se admira lo veraz y minucioso más que el afán de situarlos novelescamente. Con todo, La carretera es un tipo sui géneris de novela, provista de la visión documentalista heredada de nuestros “fabuladores” decimonónicos, y convertida en un mal óptico terrible bajo el impulso de una larga dictadura como la de Gómez, que pedía del escritor denuncia, imprecación, insulto, más que el libre ejercicio narrativo o la ficción válida por sí misma.

Debería alguien asumir la tarea, nada difícil, por lo demás, de cotejar En la prisión con La carretera. La misma descripción de la salida por Petare; la misma presentación de personajes del momento, actores del drama: Isaac Pardo, Luis Villalba, Chirinos Lares, López Gallegos, Clemente Parpacén y otros; el mismo encuadre de Las Colonias mirandinas, con el sacapatalajá, los proyectos y el espíritu de grupo, sólo que en Pereira esta parte es más extensa y detallada; el mismo anuncio del traslado y la misma división en dos grupos, uno para ser conducido a Palenque, y el otro, más numeroso, al Castillo Libertador. En la parte final, los libros, en cambio, se apartan para contar cada uno un episodio distinto de una jornada idéntica: Himiob para relatar la vida en La China y Palenque, capítulos donde alcanza un vigor documentalista más tarde recogido por José Vicente Abreu en Se llamaba SN, y Pereira para describir la “segunda vida” en el Castillo Libertador. La carretera hace desfilar entonces, en un marco realista ruso, y siguiendo, como dije, la vía venezolana de la historización de la novela, a personajes reales dentro de un horrendo escenario también real. Pasan así ante los ojos del lector: Inocente Palacios, Pedro Juliac, José Antonio Marturet, Ricardo Razetti, Celis Saune, Anzola, Yanes, Sánchez Pacheco, García, Maldonado y otra vez Chirinos Lares y Parpacén.

Estudiantes y obreros en Fiebre

Influyó posiblemente en Otero Silva, para arrancar con los sucesos estudiantiles de febrero y concluir en el campamento concentracionario de Palenque, pasando antes por la montonera, el hecho de haber eludido a la policía en octubre-noviembre de 1928, esto es, el envío a Las Colonias o al segundo encierro del Castillo, y participado en el asalto de Curazao y la invasión por Falcón en junio de 1929. De su incursión armada, de su breve vida de guerrillero, tomó, pues, un elemento que no figura en La carretera, ni directamente en ninguna otra novela del 28, pues Balumba, de Arturo Briceño, ceñida en el estilo galleguiano, obedece a otro tiempo y circunstancia. Pero Fiebre, al pintar la vida en Palenque, lo hace por referencia, no por experiencia; en efecto, Otero Silva apeló a la narración oral de sus antiguos compañeros de Universidad para completar el ciclo, o sea, para unir la “Semana del Estudiante” con el brote montonero y darle remate angustioso a su novela.

Hubo en la Caracas del 27 algunos anarco-sindicalistas españoles, y agarrándose de este punto histórico y de su posterior formación marxista –“hoy somos distintos a lo que fuimos en 1928”, dice el personaje en Palenque, al dirigirse a sus compañeros presos en el Castillo–, Otero Silva introduce un elemento ideológico revolucionario que está por completo ausente en los otros testigos generacionales. Hilario Figueras, aunque algún crítico pretenda que es una intromisión doctrinaria a posteriori, no experencial, no sólo es explicable dentro del contexto histórico del 28, sino que le imprime a la novela, tan dirigida a demostrar la furia dialogante y polémica de los estudiantes (recuérdense episodios similares en el grupo intelectual-universitario de Reinaldo Solar, que cubre la primera década gomecista), un equilibrio de tesis. Sin la presencia de Figueras, abogado de la clase obrera y de sus métodos de lucha, y a quien Otero Silva le dejará heredero en Cuando quiero llorar no lloro, la novela de un autor revolucionario para el momento
en que la publicó, habría quedado inscrita en la vieja palabrería estudiantil o intelectual de Pasiones, de Gil Fortoul, y de Reinaldo Solar, de Gallegos.

La edición con esquela y prólogo de Fiebre tiene, pues, un interés del que carecían las impresiones anteriores. Pone a discutir a una generación novelada sobre la novela de una generación, que ya Vidal Rojas suponía, en su fiebre de Palenque, un tanto diferente a lo largo de las cárceles, los desengaños, los contactos con nuevas ideologías.

Visiones negativas del 28

Dos testimonios contrarios son: Así fue, a quien su autor califica curiosamente de noveloide, y Allá en Caracas. Así fue, plena de errores de tipografía, lo que acaso se deba a su edición de imprenta extranjera (Fernand Sorlot, París), pretende ser la exposición de “escenas de un cambio de régimen”, y la primera parte de una serie de “episodios venezolanos” al estilo de Tosta García, quien a su vez se había inspirado para la composición en varias piezas seriadas, en Pérez Galdós y sus “episodios nacionales”. Pero Ramón I. Méndez Llamozas no cumplió su propósito y quedaron sin escribir o inéditas: Memento, homo y Calma y cordura, segundo y tercer volumen de los episodios.

Si se hurgaran precedentes de la novelística venezolana, sólo en cuanto al enfoque ideológico de regímenes políticos o cambios revolucionarios, Así fue lo tendría en La Charca, novela en la que Carlos Elías Villanueva se aparta de los tradicionales elogios a la Guerra Federal, y ensaya un castigo “novelesco” contra aquellos destructores de la propiedad, liquidadores de la familia y demagogos empedernidos que para él fueron los federalistas. Obra goda, reaccionaria en el sentido último de la palabra, tiene su alma gemela en Así fue, sucesivos cuadros con carácter alternante de la Venezuela gomecista y de los primeros tiempos del lopecismo, que pasa necesariamente por el año 28 y los sucesos estudiantiles. El protagonista en este caso se llama Nicomedes Galindo, especie de antihéroe que habrá de participar en el golpe del 7 de abril. Esta relación le da cierta vigencia para los fines aquí estudiados, a la novela, cuyo vicio principal es arrastrar con la tradición de la mixtura realista-ficticia dentro de la narración, forzándola al panfleto y a la venganza política. Para Méndez Llamozas, los jefes de la guarnición militar de Miraflores fueron “salvajemente asesinados”, y los estudiantes, al parecer, no sufrieron prisión alguna, ni el régimen era culpable de horrores y torturas. Méndez Llamozas publicó su “noveloide” con el seudónimo de Diego Labaría, que Diógenes Escalante en una carta al General López Contreras, en 1939, confunde con Diego Labarca.

En cuanto a Laureano Vallenilla Lanz, Allá en Caracas constituye la matriz novelada de sus posteriores Memorias, escritas no tan de memoria (hay investigación al lado de trabajo en el pasado, de recuerdos) y capta, un tanto ensayísticamente, la parte de los sucesos estudiantiles en que éstos son ya armados, concretamente la invasión del “Falke”. El personaje “imaginario” Roberto Mijares estuvo entre los soldados de Delgado Chalbaud, al igual que Rengifo, también “novelesco”, en tanto que Armando Zuloaga Blanco, de carne y hueso, es mencionado entre los participantes de la invasión. Ahora bien, el personaje central, o sea el narrador (identificable con Laureano Vallenilla) cuenta esto desde afuera, Francia, donde efectivamente vivía para la época. Es testigo de segunda mano.

Antes y después de los sucesos

Muy a la ligera, es hora de volver a Himiob y de presentar a uno de los activistas y teóricos del 28, Juan Oropesa, de reciente muerte. No son las suyas estrictamente novelas del 28, una porque cronológicamente abarca sustancialmente la etapa anterior al 28, y otra porque lo hace en una etapa posterior.

Todas las luces conducían a la sombra, relata la infancia y adolescencia de un grupo estudiantil, que, muy avanzada la obra, entronca con la “Semana del Estudiante”, el golpe del 7 de abril, complots terroristas, prisiones y envíos a la carretera. Fernando, Pablo, Nevares y Pepegarte, son los principales actores de este peligroso evento del que se dan explícitos datos, como las asambleas estudiantiles, el fracaso del asalto al “San Carlos” y los preparativos terroristas o conspirativos de más adelante.

Juan Oropesa, en Fronteras, al querer salirse del marco histórico y dar una idea del 28 por vía de los recuerdos, se vale de un “grupo estudiantil” (y en este sentido es “novela de grupo”, como la mayoría de las del 28), que planifica un viaje hasta San Cristóbal y que a final de cuentas, por complicaciones en una conspiración local, va a dar a Colombia. La primera y segunda parte, tienen más propósito de rememoración que la tercera, cuando la novela se diluye en ciertas relaciones amorosas y seudoconspirativas de escaso valor creador. En síntesis, la obra enfoca en diferentes sitios del país, desde Caracas a Cúcuta, al grupo estudiantil que inconscientemente emigra del país y del pasado en un Ford modelo 31, con lo que Oropesa introduce un elemento novedoso en la narrativa. Con otro sentido, por lo demás maravillosamente logrado, fue lo mismo que hizo Sinclair Lewis en Aire libre, al describir un viaje de costa a costa a lo largo de las carreteras de EE.UU. Oropesa, como casi todos los novelistas a que me he referido, no escapa a la tentación de presentar personajes reales o en mezcla con “caracteres imaginarios”. Por ejemplo, él mismo se pinta a través de Fabián Orozco, tal como Otero Silva lo había hecho a través de Vidal Rojas, y deja la idea de que Samos no es otra persona que Chío Zubillaga Perera, maestro de esa y otras generaciones estudiantiles de Carora.

Incidencias, referencias y rellenos

Rastro en el alba, La Galera de Tiberio y Casas muertas, tienen referencias específicas a la jornada del 28 o a las que le siguieron inmediatamente.

Rastro en el alba es una novela estudiantil como Todas las luces conducían a la sombra, con la diferencia de que la primera parte de la obra de Manuel Vicente Tinoco se desarrolla en el interior de San Felipe y Barquisimeto, concretamente. Relatada a través de un narrador, Francisco Andara, llega un momento en que el grupo estudiantil provinciano es despertado a la política, al oír el rumor de la muerte de un secuestrado en la temible cárcel Las Tres Torres, y al conocer la noticia de que en Caracas los estudiantes se habían alzado y el General Gómez estaba grave. Todos se compraron boinas azules y se prendieron insignias de la FEV en la solapa, como gesto solidario con los universitarios y, más tarde, algunos del grupo, al venir a Caracas para cursar en la UCV, participaron en la “segunda parte del movimiento”, que no de otra forma pueden calificarse las jornadas de 1936.

Enrique Bernardo Núñez estaba en Panamá cuando escribió La Galera de Tiberio, novela excepcional desde el punto de vista de la estructura, aunque sin mayor vigencia desde el ángulo político, donde le era difícil situarse a Núñez. A través de Pablo Revilla dejó constancia el novelista de su apreciación del movimiento estudiantil. Ese personaje se había contaminado de ideas revolucionarias desde 1927 (¿uno de los gestores de Universidad y válvula?) y comprometido con la huelga estudiantil del 28, y cantado canciones burlescas, y por fin, tras prisión en el Castillo, participado en el asalto de “un cuartel”, indudablemente el San Carlos. Núñez encuentra a su personaje en el exilio y lo pone como testigo de la huelga bananera que conmoverá a Colombia, y que aparece magistralmente descrita en Cien años de soledad.

Retroceso de una novela sobrepasada, Picón Salas tardíamente, 1955, narra la sobada historia de caudillos y dictadura, generales presos y persecución y en un largo tramo de Los tratos de la noche, apunta hacia el 28 y los estudiantes, en prosa ensayística y falsa, impropia de sus condiciones de escritor. La tortura de Alfonso Segovia no añade nada a las descripciones de novelistas anteriores. Y Casas muertas es, por breve referencia, otra visión de Palenque, un tanto distinta a la que Otero Silva había formulado en Fiebre.

Dos obras de Antonio Arráiz

Por último, dos novelas de Antonio Arráiz. En Todos iban desorientados, se toma como enfoque central la llegada de un forastero (y se dice que en la novela del mismo nombre de Gallegos, el personaje lleva a la ciudad del interior la inquietud del 28), que no es otro que el estudiante Alfonso Olivares, de quien a la entrada de la obra se da cuenta por medio de un telegrama policial en el que yerra la técnica estilística de Arráiz, tan maestra en Puros hombres, pues es telegrama con todos los signos de puntuación, incluyendo comas y puntos y comas. Argumento en contrapunto, creación de atmósfera colectiva, acaso con una técnica tomada de los rusos y del unanimismo, la obra de Arráiz es una repetición de Puros hombres en el manejo de la situación y los personajes.

Aquí se trata ahora de una cárcel, del ambiente carcelario, más en su sentido humano que físico. Tejido colectivo de hombres y pasiones, muertes violentas, caídas en el hampa y en el bajo mundo, en Puros hombres los fonetismos y el lenguaje interiorizado de los personajes populares, alcanzan notable dimensión. La presencia un tanto mesiánica, la aparición intempestiva del estudiante Gonzalo Ibarra, quien termina muerto en un intento de fuga (como algunos secuestrados políticos de La Rotunda, en el siglo pasado), le imprimen a la novela un carácter pedagógico, formativo, por sobre el agitativo o político. Arráiz debió tomar los elementos de este libro brutal de su larga y dolorosa vida en La Rotunda, luego aumentada con la prisión, más corta, en Las Tres Torres: por ciertos detalles, la cárcel parece a primera vista, como si fuera La Rotunda, y por otros, sobre todo la intromisión de lo campesino, como si fuera Las Tres Torres. En cualquier caso, es la cárcel del gomecismo.

Después de 44 años, éstas son las “novelas del 28”.

Sobre el autor

*Tomado de: https://www.archivosanojahernandez.com

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