literatura venezolana

de hoy y de siempre

Ciudad vagabunda (selección)

Sep 3, 2023

Federico Vegas

Una historia de la mentira

Mi primera visión de la mentira se basa en la sencilla clasificación de mi Tía Antonia: “Las mentiras se dividen en blancas, grises y negras. Las blancas son mentiras que ni favorecen al que las cuenta ni perjudican a terceros; las grises son mentiras que nos favorecen y son pecado venial; las negras son aquellas que perjudican al prójimo y son pecado mortal”.

En uno de los capítulos más interesantes de la novela de Mark Twain, Las aventuras de Tom Sawyer, le encargan a Tom que pinte de blanco una larga cerca, la peor tarea que se le puede pedir a un niño un sábado por la mañana. Mientras Tom está trabajando se aproxima otro niño. Apenas Tom lo ve llegar quita su cara y pose de fastidio, y comienza a manejar la brocha con ademanes de artista. El niño le pide a Tom que lo deje pintar un poco, pero Tom se niega: “si fuera la cerca de atrás no importaría pero ésta es la que da a la calle y debe ser pintada con sumo cuidado”. El niño le ofrece a Tom su manzana si lo deja pintar tan solo un metro. Luego van llegando otros niños que también quieren pintar. Al final la cerca tiene tres manos de pintura y Tom ha recibido 20 metras, un soldado de plomo y otros tesoros propios de esa edad maravillosa. Mark Twain resume: “Si no se le hubiese acabado la pintura, Tom habría dejado en bancarrota a todos los niños del pueblo”.

¿Cómo clasificar esta historia según el código de mi Tía Antonia? Ciertamente Tom obtuvo un provecho utilizando a su prójimo, pero ¿mintió para lograrlo? Y, por otro lado, ¿realmente perjudicó a sus amigos?

Tom había descubierto una verdad que Mark Twain resume de la manera siguiente: “El trabajo es aquello que estamos obligados a hacer. El juego es aquello que no estamos obligados a hacer”. Para poner en práctica esta verdad, Tom tenía que actuar y convertir el trabajo en juego, de manera que sus amigos se convirtieran, no en víctimas, sino en actores que desconocían su verdadero papel.

Estas aventuras de Tom Sawyer nos obliga a pensar más en el mentir que en la mentira, en el acto más que en el hecho. Esto es lo que propone Jaques Derrida en su libro Historia de la mentira. Derrida basa sus argumentos en la legendaria máxima de San Agustín:

… no se miente al enunciar una aserción falsa que uno cree verdadera; se miente enunciando una aserción verdadera que uno cree falsa. De manera, pues, que es por la intención como hay que juzgar la moralidad de los actos.

Es cierto lo que propone San Agustín, pero se está refiriendo sólo al posible mentiroso, ¿qué pasa con su auditorio? ¿Qué resulta más grave, recibir aserciones falsas expuestas con intenciones verdaderas, o recibir verdades expuestas con intenciones falsas? Estas preguntas son relevantes en un mundo que da bandazos entre ambas posibilidades, un mundo donde las mentiras siempre han sido consideradas como herramientas intrínsecas, no sólo del oficio del político o del demagogo, sino también del hombre de Estado.

Para Kant el asunto es transparente: la mentira no necesita de la cláusula según la cual debería perjudicar a otro, “pues siempre perjudica a otro; aunque no fuera a otro hombre, sí a la humanidad en general, ya que descalifica a la fuente del derecho”.

El hombre de Estado suele quedar mal plantado ante los requerimientos sagrados que exigen las fuentes del derecho. Tanto él, como los ciudadanos a quienes se dirige, enfrentan una posibilidad terrible, algo que Derrida llama la “dimensión realizativa”. En esta dimensión la capacidad de interpretar lo cierto o falso de una supuesta verdad, es rebasada por la necesidad de realizarla, de llevarla cabo. Es así como el acto, sin que importe el que sea cierto o falso, se convierte en una verdad consumada.

Esta opción la manejan bien los regímenes totalitarios. Derrida cita un párrafo del libro de Alexandre Koyre, La función política de la mentira moderna:

Los filósofos de los regímenes totalitarios niegan el valor propio del pensamiento que, para ellos, no es luz sino un arma. Su finalidad, su función, nos dicen, no es revelarnos lo real, es decir lo que es, sino ayudarnos a modificarlo, a transformarlo guiándonos hacia lo que no es.

Es injusto limitar esta disposición, modificar más que a revelar, sólo a los regímenes totalitarios. Pareciera más bien que es una característica de toda acción política. Arendt va más allá, ella dice que la imaginación sería la raíz común de la capacidad de mentir y de la capacidad de actuar, pues existe una “innegable afinidad de la mentira con la acción, con el cambio del mundo, en síntesis, con la política”. “El mentiroso no tiene que hacer grandes esfuerzos para aparecer en la escena política, cuenta con la gran ventaja de estar siempre ya en medio de ella. Es un actor por naturaleza; dice lo que no es porque quiere que las cosas sean diferentes a lo que son, es decir, quiere cambiar el mundo”.

Para Derrida, Arendt sostiene con esta tesis que no existiría una historia política sin la posibilidad de mentir, parte importantísima de la libertad, de la acción y, por supuesto, de la imaginación. Esto nos regresa al problema del auditorio, de cómo deben reaccionar o prepararse los receptores de tanta acción e imaginación política; y más crucial aún, cómo enfrentar las verdades de hecho, las verdades impuestas a través de su realización.

Propongo retornar a los cuentos infantiles, en este caso, a una adivinanza. Venimos por un camino y llegamos a un puente que luce muy frágil. En la entrada del puente hay dos hombres, uno que dice siempre la verdad y otro que dice siempre la mentira. ¿Cómo hacemos para saber si el puente es transitable? ¿A cuál de los dos preguntamos? La solución es sencilla, le preguntamos a uno cualquiera de los dos hombres:

—Si le pregunto a tú vecino si el puente resistirá ¿Qué me ha de responder?

Cualquiera sea la respuesta siempre será una mentira, o bien le habremos preguntado al mentiroso y éste transformará la verdad en mentira, o le habremos preguntado a quien dice la verdad y este trasmitirá intacta la respuesta de quien miente. En el caso de que cualquiera de los dos responda “sí”, significa que el puente no resiste, y viceversa.

¿Cuál es la moraleja? Si hacemos del puente una metáfora de la política y de la necesidad de elegir ante las ofertas que se nos hacen, podemos llegar a una primera conclusión: es más factible encontrar a la entrada del puente estos opuestos, que encontrar a un hombre que siempre miente, o a uno que siempre diga la verdad.

Me refiero no sólo a que en la vida uno suele decidir en condiciones similares a las del puente, sino, incluso, a que es mejor la posibilidad de esta duda, de este enfrentamiento, de esta autorregulación, de este circuito que pasa por la verdad y la mentira para obtener algún tipo de certeza.

Esta sería el punto que debemos agregar a la tesis de Arendt. Derrida le critica su indefectible optimismo por creer ciegamente que la verdad, a la larga, tiene su estabilidad asegurada; yo me atrevo a agregar que tanto este optimismo como esta estabilidad requieren, para subsistir, de la participación de aquel a quien se dice una supuesta verdad o una supuesta mentira, me refiero al personaje que debe hacer una pregunta antes de cruzar el puente.

La historia de la política parece siempre olvidarse del receptor. Cuando Arendt se refiere al hombre que aparece en la escena política, nos está hablando de quien está por ser elegido, no de quien elige, pieza indispensable de esta función. Por ejemplo, en Venezuela se habla de la decadencia y corrupción de los partidos políticos como causa de la falta de fe y participación de los electores, pero muy poco se examina la posibilidad inversa, que los partidos se corrompan por la falta de fe y participación de los ciudadanos.

Ante el engaño toda la culpa recae siempre en el que miente. Ninguna responsabilidad se achaca a quien llega a aceptar la más negra de las mentiras, a quien acepta ser engañado y perjudicado para favorecer las aspiraciones de su prójimo.

Según esto, y volviendo al puente y a quienes lo cruzan, la metáfora también puede tener sugerencias más directas: no importa cual sea la combinación, el resultado siempre será una mentira. Sólo quedan nuestras dudas como único refugio verdadero, optimista y libre, como fuente del derecho y, en definitiva, como alimento de una genuina reacción.

***

Seis tipos de amor y de odio

Andrés Eloy Blanco nos dice en su más bello poema: “Cuando se tiene un hijo, se tiene al de la casa y al de la calle entera”. En las siguientes estrofas esa capacidad inevitable de amar va en aumento: “Cuando se tienen dos hijos se tienen todos los hijos de la tierra”. Y, como era de esperarse, aparece una consecuencia dolorosa: “Cuando se tienen dos hijos se tiene todo el miedo del planeta”. Esta visión ineludible y expansiva del amor me ha obligado a pensar en los sentimientos que unen y desunen a los venezolanos.

El odio es una sustancia tan oscura y difícil de entender. Existen el amado y el amante, incluso el amador; pero no el “odiante” ni el “odiador”, sólo el odioso y el odiado. Pareciera que nos resistiéramos a reconocerle al odio su condición transitiva, activa, recíproca; quizás porque es una fuerza aún más reconcentrada y solitaria que el amor.

Para entender la fisiología del amor viene bien compararlo con la amistad. El amor es una amistad con momentos eróticos, dice Antonio Gala. Lo que equivale a decir que la amistad es un amor sin erotismo. Una diferencia fundamental entre la amistad y el amor es que éste es capaz de transitar en un solo sentido. Puede haber amor con un sólo enamorado; en cambio, para una verdadera amistad, hacen falta dos amigos. Una de las más crueles y fascinantes particularidades del amor es subsistir sin ser correspondido.

Igual cosa ocurre con el odio. Es que el amor y el odio se parecen tanto que a veces se topan, pero más por el rabo que por la boca. Si sus distintas actitudes fueran claras y definitivas todo sería muy sencillo, pero sus diferencias son graduales y mutantes, plenas de giros, superposiciones, ambigüedades y hasta revolcones. Ambos tienen fuertes dosis de omnipresencia y son igual de oníricos e irracionales. Ya lo decía Racine: “La he amado demasiado para no odiarla”. Ambos cargan también una misteriosa carga de placer que bien supo definir Longfellow: “Después del amor lo más dulce es el odio”.

Ofrezco otras dos citas desconcertantes: “Nunca he odiado a un hombre tanto como para devolverle sus diamantes”, confesó Zsa Zsa Gabor; y mi favorita: “Detesto todas las citas”, de Ralph Waldo Emerson.

Tanta proximidad hace que este par de extremos a veces se diluyan uno en el otro. Al principio sutilmente, hasta que, de pronto, se hace evidente una absoluta transformación e inversión en nuestros sentimientos. Ya lo decía mi padre:

—Cuando una mujer ama a un hombre, le perdona todos sus defectos, cuando no lo ama, no le perdona ni siquiera sus virtudes.

Entonces el bondadoso se hace fatuo, pichirre el ahorrativo, afeminado el exquisito, payaso el divertido, tristón el serio, interesado el simpático, empalagoso el amable, obsesivo el trabajador, histérico el detallista, adulador el atento, y hasta el buen amante se convierte en un enfermo sexual.

El odio se opone al amor como la indiferencia a la amistad. Aunque es capaz de generar una evidente autodestrucción, no aparece entre los pecados capitales. Según Santo Tomás de Aquino, el término “capital” no se refiere a la magnitud del pecado sino a que “da origen a muchos otros”. Su definición es sugerente: “Un vicio capital es aquel que tiene un fin excesivamente deseable”. En la ira, la envidia y la soberbia se percibe esa influencia de los deseos incumplidos o insatisfechos. El odio en cambio es más sordo y más ciego. Cicerón piensa que el odio es una ira de estirpe más antigua, de más arraigo.

Al considerar la triste paradoja que propone Benavente: “más se unen los hombres para compartir un mismo odio que un mismo amor”, no he podido dejar de pensar en una secuencia de etapas que vaya de un extremo al otro. Ojalá que nos sirva para encontrar ubicación, o mejorar la que ya tenemos.

Cuando nos hace feliz la felicidad del otro, aunque implique nuestra propia desgracia

Aquí están los que donan un riñón al hermano y algunos mártires, como los soldados que salen de sus trincheras a rescatar al amigo herido.

Cuando nos hace feliz la felicidad del otro

Esta posibilidad exige una ausencia total de envidia y es menos común de lo que suponemos. A veces ni siquiera se da entre marido y mujer, y menos que nada en esas parejas que son más fieles que leales.

Cuando nos entristece la desgracia del otro

No siempre se da de una manera genuina, pues a veces la tristeza por la víctimas de una desgracia, suele ser menor que la satisfacción por no estar incluido. Pero es este sin duda el nivel de solidaridad más amplio, más común, o la versión más económica del amor.

Cuando nos entristece la felicidad del otro

Ahora sí empezamos a entrar en los telúricos terrenos del odio, pero aún no se terminan de llenar sus siniestros requisitos, y se está más cerca de la mezquindad y la envidia. Lo cierto es que a veces se conoce lo que es el desprecio más en los triunfos que en los fracasos.

Cuando nos alegra la desgracia del otro

Aquí si hace falta odiar con verdaderas ganas, con fruición. También se revela lo inconducente y estanco del odio, pues quien odia no desea ningún bien para sí, sino el mal para su prójimo. Y no quiero extenderme más en un sentimiento que me haría recordar, y quizás revelar por ósmosis, lo peor de mi alma.

Cuando nos alegra la desgracia del otro, aunque signifique nuestra propia desgracia

En esta etapa ya hemos pasado a la irracionalidad y entrado de lleno en nuestro gran deporte nacional. Curiosamente, donde más se da es entre seres que deberían amarse o ayudarse mutuamente: hermanos que pelean por herencias, socios por dominar la empresa, miembros de un mismo partido, ciudadanos de un mismo país. De manera que este odio ultra inveterado suele requerir que haya un interés común como punto de partida.

He escuchado muchas y crecientes maldiciones donde se desea una desgracia que perjudica incluso a quien maldice: “Que el petróleo caiga a 20 dólares”, “Que se caiga otra vez el viaducto”, y hasta que “Que le secuestren los hijos a esos escuálidos”. Variantes que equivalen a decir: “Que desaparezca la mitad de este país”.

Este último sentimiento, ganador absoluto en la escala del odio y en la ausencia del amor, nos ha convertido en una patria donde nos alegramos con algunas desgracias y nos entristecemos con muchas alegrías. Venezuela se está convirtiendo en un corazón partido e incapaz de amar, en una fauna de odiantes y odiadores, disfrazados de enamorados fervientes, que intentan sobrevivir en un medio país.

***

Herman

Ofrezco excusas a todos los detenidos que aguardan juicio después del plazo que exige la ley, a todos los que han sido enjuiciados injustamente por motivos políticos, y a todos los prisioneros que viven en condiciones indignas, por tratar en estas líneas sólo el caso de Herman Sifontes. Sucede que la experiencia que aquí voy a narrar tengo que centrarla en un único amigo para poder explicar lo que siento.

Anoche soñé con Herman Sifontes. Tenía tiempo pensando en escribirle y sentí que venía a reclamarme por mi silencio. Aunque no la estábamos pasando tan mal, pues caminábamos por la calle hacia un restaurante, un grato evento cuando el amigo que nos acompaña tiene más de dos años preso sin juicio ni sentencia.

Yo no tenía muy claro a dónde íbamos, y en varios momentos estuve a punto de echar todo a perder y preguntarle: “Pero, ¿tú no estabas preso?”. No lo hice por tener esa permanente y onírica sospecha de que todo era un sueño y no convenía averiguar mucho. También recuerdo que andábamos con bastante prisa. No es que estuviéramos huyendo, pero era algo muy parecido, como si alguien o algo nos estuviera siguiendo, acosando.

En su autobiografía, Mi último suspiro, Luis Buñuel cuenta que después de la muerte le gustaría poder levantarse cada diez años, llegar hasta un quiosco, comprar varios periódicos y regresar al cementerio para leer los desastres del mundo antes de volverse a dormir. Esa sensación de vivir la imposible interrupción de una condena quizás puede definir la opresión que inundaba mi sueño (aún no quiero llamarlo pesadilla), o la razón de tanta prisa: debíamos comer rápido para que después de un pequeño paseo por Caracas, Herman volviera a su encierro indefinido.

Debe ser imposible acostumbrarse a estar encerrado. Lo imagino como una desubicación continua que puede incluso volverse crónica, irreversible. Recuerdo un preso de Gómez a quien soltaron durante una amnistía. Cuando llega a su casa le preguntan qué era lo peor de La Rotunda y responde: “Un sueño que siempre se repetía: de pronto estaba libre y durmiendo aquí, en esta misma casa. Entonces me despertaba y sufría buscando una vela, porque el sueño había sido tan real que no podía creer que seguía metido en mi calabozo”.

Pero sus pesadillas no habían terminado: una vez que ya se encuentra en casa, comienza a despertarse a mitad de la noche soñando que está de vuelta en el calabozo y se pone a pegar gritos pidiendo algo de luz. A la semana, la familia no aguanta más el escándalo y lo mandan a dormir con cobija y almohada en uno de los bancos de la plaza Panteón; así, cada vez que despertara de su horrible pesadilla le bastaría con abrir los ojos para ver las estrellas y saber dónde se encontraba.

La primera vez que visité a Herman lo tenían recluido en un sótano. Yo me encontraba tan nervioso que destrocé el único mueble que había en su celda, una silla de plástico azul que lucía bastante consistente. No estoy tan gordo, así que mi única explicación es que la tensión muscular tiene un insospechado peso específico, pues la silla pareció pulverizarse bajo mis asentaderas como atacada por un rayo cósmico. No resultó nada gracioso acabar con todo el mobiliario de mi amigo. Luego salimos a caminar por un pasillo y me señaló a uno de los jefes de la banda “Los invisibles”, quien mantenía su invisibilidad pues lo recuerdo ingrávido, como a punto de esfumarse. De hecho, una semana después, se fugó y no lo han vuelto a ver.

Le dije a Herman que debería escribir un diario, tomar notas de lo que me estaba contando para desarrollarlo después. Supongo que ese es el evangelio de todo escritor para enfrentar dificultades tan graves: “Escribe, que algo queda”.

El problema es que cada una de mis palabras tenía demasiado peso. El término “diario” adquiere otro significado en la cárcel, pues el día se diferencia muy poco de la noche. O, al contrario, la diferencia es tan abismal que hablar de “diario” suena tonto, banal, ante días que parecen años.

Peor aún resultó la palabra “después”: ¿Después de qué? ¿Después de cuándo? Sobre todo ante un juicio que nunca parece llegar. Y la peor de las condenas es la que carece de juicio. Esta sola frase suena tan conclusiva. Decir “sin juicio” es condenadamente parecido a decir “con locura”.

Cuando apenas comenzaban estos dos largos años, los amigos de Herman escribieron apoyándolo. Yo no lo hice. Siempre hay excusas para callarse. La mía consistía en evitar que lo convirtieran en una causa célebre. Era tan evidente el aire de circo, de propaganda política, y tan distinto al proceder sereno de la justicia, que me dije: “Hay que evitar el ruido y concentrarse en los hechos jurídicos”. Sentía que el hablar de sus cualidades enardecería a la bota que aplasta su cuello.

No sé si actué con la debida lealtad ante todo lo que debo agradecerle. Cuando se fundó Relectura, le pedí que recibiera al grupo de jóvenes escritores que la fundaron y les diera una mano. Lo hizo, pero lo que sorprendió a todos fue su interés y su participación; parecía uno más del equipo, sugiriendo posibilidades y contactos con otras iniciativas.

Herman es el amigo ideal para compartir ideas. Cada vez que nos vemos le planteo un proyecto nuevo. El trabajo de escritor es muy aburrido, al menos la parte fisiológica del asunto, las horas sentado moviendo sólo dos dedos. A veces me hace falta imaginar que voy a hacer videos, revistas, guías de Caracas, y soy bastante bueno inventando ideas que luego no hago. Herman siempre se interesa, ofrece alternativas, y nunca me ha echado en cara la lista de proyectos que jamás arrancaron. Con su entusiasmo me basta para volver a sentarme y escribir con los dos dedos de siempre.

La segunda vez que lo visité fue peor. Creí que ya era un experto sumergiéndome en la atmósfera de una prisión, pero a los diez minutos tuve una crisis de angustia que no sentía desde que tenía 21 años y no sabía que diablos hacer con mi vida. Todo se debió a una sencilla pregunta: “¿Sería yo capaz de aguantar esto?”.

Dicen en Carache que a todo se acostumbra el que vive, y hay una maldición judía que va aún más allá: “Que Dios te permita conocer cuanto eres capaz de sufrir”. Esa mañana, mi tope parecía ser diez minutos luego de los cuales estuve a punto de gritar: “¡Sáquenme de aquí!”.

Es complicado salir y entrar de una cárcel, incluso para el visitante. Existe una hora de entrada y otra de salida, y yo estaba constatando mi debilidad absoluta: un terror creciente ante la posibilidad de quedarme hasta las doce del mediodía. Comencé a sudar tanto que Herman me preguntó qué me pasaba. ¿Cómo explicarle que no aguantaba más? Logré callarme y dejé que los segundos y los minutos me ayudaran a asumir lo absurdo de estar en aquel limbo. Comprendí que mi ansiedad no se debía a una postura intelectual o existencial, sino simplemente a mi condición animal. A los tigres los encierran en los parques para que no se coman a la gente, pero también encierran a los monos y a los pájaros. ¿A qué especie pertenecemos Herman y yo?

En estas búsquedas de un asidero ayuda mucho contar con un amigo, así que, sin él saberlo, era Herman quien me consolaba. Siempre nos ofrece su rostro más valeroso y evita hablar de las crisis, los desmadres, como cuando perdió catorce kilos en tres semanas y no tenía ganas ni de estar en pie. No le conviene abrir esos capítulos de dolor ante sus visitantes, porque no está muy seguro de poder cerrarlos. Cuando se está hundido en esas oscuras atmósferas hay que estar muy atento a las compuertas. Es como navegar en un submarino que podría anegarse y hundirse hasta el fondo por culpa de una sola escotilla.

En esa segunda visita coincidí con su madre y su hermana, y pude darme cuenta de la vasta onda de amor y dolor que surge de un prisionero. La familia también se encuentra presa, encadenada a ese mismo lugar y varada en ese mismo tiempo. Mientras dura la visita, el cubículo se convierte en una metáfora extrema de la vida, pues está presente el cielo por tenerlas a su lado y el infierno de verlas sufrir al partir y dejarlo encerrado. En otra visita lo vi conversando con su esposa y sus hijos. Jamás olvidaré los abrazos de despedida. “Mirar” en italiano puede traducirse como Guardare, el verbo ideal para definir las miradas que vi entre ellos, pues también abarca “contemplar”, “observar”, “proteger”, “velar”.

La familia, mucho más que la amistad, es capaz de crear un espacio aparte, una esfera dentro de la esfera, con sus propias alegrías y esas tristezas, que según Tolstoy, hacen la verdadera diferencia. Fugaces instantes van surgiendo en los que no existe el encierro, aunque pronto vuelva a resurgir con más fuerza.

Frente la calidez de ese núcleo no sabía qué decir. Trato de hacerme el gracioso y cuento que un amigo preparó el sábado un sancocho que parecía comida de preso. Todos se ríen por cortesía y perdonan mi metida de pata, pero advierto de nuevo el terrible peso que tiene cada palabra, cada gesto. Cuando el tiempo y el espacio se condensan hacen que todo resulte inolvidable, intensamente significativo.

Esta condensación se da en sentidos opuestos, pues cada vez hay menos espacio (la angustia tiende a angostar) y cada vez parece haber más tiempo. Es como si una fuerza maligna comprimiera una dimensión y estirara la otra sin ninguna compasión. El tiempo, a su vez, también obedece a dos tendencias, pues se va haciendo infinito y a la vez inexistente. Quizás por esta razón los días han sido siempre representados en las paredes de las celdas como una serie de líneas tachadas por otra línea igual de delgada, de imperceptible.

Egon Schiele narró sus experiencias de cuando estuvo preso por acusaciones que luego carecieron de sustento. Para evitar volverse loco, se puso a pintar paisajes y rostros en las paredes de su celda humedeciendo el dedo en su saliva. Después observaba cómo poco a poco se iban secando las líneas, desapareciendo en las profundidades de las paredes, “como borradas por una mano invisible, poderosa, mágica”.

Esa sensación de que una mano poderosa es capaz de borrar imágenes y esperanzas, me hizo pensar en esa otra mano, la que se jura todopoderosa y le niega la libertad y el juicio a Herman. Esa otra mano jura que el tiempo no tiene ningún valor, que es sólo una línea entre las manchas de una pared, y una vez que transcurren los dos años que la ley establece como límite para enjuiciar a un prisionero, decide, como por arte de magia, repetir la dosis por dos años más.

Dos años es la medida que la humanidad ha establecido como el máximo que un ser humano puede resistir preso sin juicio y sin volverse loco. Es decir, antes de llegar al límite en que estos tres estados se juntan en uno solo y ya no hay marcha atrás. Entonces ni la razón ni la justicia pueden separar lo que se ha fundido en una sola y única perversa realidad.

En el cuento de Franz Kafka, “Ante la ley”, un hombre ha esperado toda la vida para cruzar una puerta y acceder a la justicia. Cuando está a punto de morir le pregunta al guardián que le ha impedido la entrada:

—Si todos se esfuerzan por llegar a la Ley, ¿cómo es posible entonces que durante tantos años nadie más que yo pretendiera entrar?

El guardián comprende que el hombre está por morir, y para que sus desfallecientes sentidos perciban sus palabras, le dice junto al oído con voz atronadora:

—Nadie podía pretenderlo porque esta entrada era solamente para ti. Ahora voy a cerrarla.

Al traspasar una puerta siempre estamos entrando y a la vez saliendo. Se puede entrar al exterior tanto como salir al interior. Al salir de la cárcel después de visitar a Herman todo ha cambiado, hasta la luz del sol luce distinta. Estoy entrando a una realidad opresiva, no por las mismas razones, pues hay más aire, más amplitud y más opciones, pero sí puedo asegurar que siento una carga interior ambigua, confusa, dolorosa, que parte de la pregunta: ¿en qué consiste ser libre?

llegar. Y la peor de las condenas es la que carece de juicio. Esta sola frase suena tan conclusiva. Decir “sin juicio” es condenadamente parecido a decir “con locura”.

Cuando apenas comenzaban estos dos largos años, los amigos de Herman escribieron apoyándolo. Yo no lo hice. Siempre hay excusas para callarse. La mía consistía en evitar que lo convirtieran en una causa célebre. Era tan evidente el aire de circo, de propaganda política, y tan distinto al proceder sereno de la justicia, que me dije: “Hay que evitar el ruido y concentrarse en los hechos jurídicos”. Sentía que el hablar de sus cualidades enardecería a la bota que aplasta su cuello.

No sé si actué con la debida lealtad ante todo lo que debo agradecerle. Cuando se fundó Relectura, le pedí que recibiera al grupo de jóvenes escritores que la fundaron y les diera una mano. Lo hizo, pero lo que sorprendió a todos fue su interés y su participación; parecía uno más del equipo, sugiriendo posibilidades y contactos con otras iniciativas.

Herman es el amigo ideal para compartir ideas. Cada vez que nos vemos le planteo un proyecto nuevo. El trabajo de escritor es muy aburrido, al menos la parte fisiológica del asunto, las horas sentado moviendo sólo dos dedos. A veces me hace falta imaginar que voy a hacer videos, revistas, guías de Caracas, y soy bastante bueno inventando ideas que luego no hago. Herman siempre se interesa, ofrece alternativas, y nunca me ha echado en cara la lista de proyectos que jamás arrancaron. Con su entusiasmo me basta para volver a sentarme y escribir con los dos dedos de siempre.

La segunda vez que lo visité fue peor. Creí que ya era un experto sumergiéndome en la atmósfera de una prisión, pero a los diez minutos tuve una crisis de angustia que no sentía desde que tenía 21 años y no sabía que diablos hacer con mi vida. Todo se debió a una sencilla pregunta: “¿Sería yo capaz de aguantar esto?”.

Dicen en Carache que a todo se acostumbra el que vive, y hay una maldición judía que va aún más allá: “Que Dios te permita conocer cuanto eres capaz de sufrir”. Esa mañana, mi tope parecía ser diez minutos luego de los cuales estuve a punto de gritar: “¡Sáquenme de aquí!”.

Es complicado salir y entrar de una cárcel, incluso para el visitante. Existe una hora de entrada y otra de salida, y yo estaba constatando mi debilidad absoluta: un terror creciente ante la posibilidad de quedarme hasta las doce del mediodía. Comencé a sudar tanto que Herman me preguntó qué me pasaba. ¿Cómo explicarle que no aguantaba más? Logré callarme y dejé que los segundos y los minutos me ayudaran a asumir lo absurdo de estar en aquel limbo. Comprendí que mi ansiedad no se debía a una postura intelectual o existencial, sino simplemente a mi condición animal. A los tigres los encierran en los parques para que no se coman a la gente, pero también encierran a los monos y a los pájaros. ¿A qué especie pertenecemos Herman y yo?

En estas búsquedas de un asidero ayuda mucho contar con un amigo, así que, sin él saberlo, era Herman quien me consolaba. Siempre nos ofrece su rostro más valeroso y evita hablar de las crisis, los desmadres, como cuando perdió catorce kilos en tres semanas y no tenía ganas ni de estar en pie. No le conviene abrir esos capítulos de dolor ante sus visitantes, porque no está muy seguro de poder cerrarlos. Cuando se está hundido en esas oscuras atmósferas hay que estar muy atento a las compuertas. Es como navegar en un submarino que podría anegarse y hundirse hasta el fondo por culpa de una sola escotilla.

En esa segunda visita coincidí con su madre y su hermana, y pude darme cuenta de la vasta onda de amor y dolor que surge de un prisionero. La familia también se encuentra presa, encadenada a ese mismo lugar y varada en ese mismo tiempo. Mientras dura la visita, el cubículo se convierte en una metáfora extrema de la vida, pues está presente el cielo por tenerlas a su lado y el infierno de verlas sufrir al partir y dejarlo encerrado. En otra visita lo vi conversando con su esposa y sus hijos. Jamás olvidaré los abrazos de despedida. “Mirar” en italiano puede traducirse como Guardare, el verbo ideal para definir las miradas que vi entre ellos, pues también abarca “contemplar”, “observar”, “proteger”, “velar”.

La familia, mucho más que la amistad, es capaz de crear un espacio aparte, una esfera dentro de la esfera, con sus propias alegrías y esas tristezas, que según Tolstoy, hacen la verdadera diferencia. Fugaces instantes van surgiendo en los que no existe el encierro, aunque pronto vuelva a resurgir con más fuerza.

Frente la calidez de ese núcleo no sabía qué decir. Trato de hacerme el gracioso y cuento que un amigo preparó el sábado un sancocho que parecía comida de preso. Todos se ríen por cortesía y perdonan mi metida de pata, pero advierto de nuevo el terrible peso que tiene cada palabra, cada gesto. Cuando el tiempo y el espacio se condensan hacen que todo resulte inolvidable, intensamente significativo.

Esta condensación se da en sentidos opuestos, pues cada vez hay menos espacio (la angustia tiende a angostar) y cada vez parece haber más tiempo. Es como si una fuerza maligna comprimiera una dimensión y estirara la otra sin ninguna compasión. El tiempo, a su vez, también obedece a dos tendencias, pues se va haciendo infinito y a la vez inexistente. Quizás por esta razón los días han sido siempre representados en las paredes de las celdas como una serie de líneas tachadas por otra línea igual de delgada, de imperceptible.

Egon Schiele narró sus experiencias de cuando estuvo preso por acusaciones que luego carecieron de sustento. Para evitar volverse loco, se puso a pintar paisajes y rostros en las paredes de su celda humedeciendo el dedo en su saliva. Después observaba cómo poco a poco se iban secando las líneas, desapareciendo en las profundidades de las paredes, “como borradas por una mano invisible, poderosa, mágica”.

Esa sensación de que una mano poderosa es capaz de borrar imágenes y esperanzas, me hizo pensar en esa otra mano, la que se jura todopoderosa y le niega la libertad y el juicio a Herman. Esa otra mano jura que el tiempo no tiene ningún valor, que es sólo una línea entre las manchas de una pared, y una vez que transcurren los dos años que la ley establece como límite para enjuiciar a un prisionero, decide, como por arte de magia, repetir la dosis por dos años más.

Dos años es la medida que la humanidad ha establecido como el máximo que un ser humano puede resistir preso sin juicio y sin volverse loco. Es decir, antes de llegar al límite en que estos tres estados se juntan en uno solo y ya no hay marcha atrás. Entonces ni la razón ni la justicia pueden separar lo que se ha fundido en una sola y única perversa realidad.

En el cuento de Franz Kafka, “Ante la ley”, un hombre ha esperado toda la vida para cruzar una puerta y acceder a la justicia. Cuando está a punto de morir le pregunta al guardián que le ha impedido la entrada:

—Si todos se esfuerzan por llegar a la Ley, ¿cómo es posible entonces que durante tantos años nadie más que yo pretendiera entrar?

El guardián comprende que el hombre está por morir, y para que sus desfallecientes sentidos perciban sus palabras, le dice junto al oído con voz atronadora:

—Nadie podía pretenderlo porque esta entrada era solamente para ti. Ahora voy a cerrarla.

Al traspasar una puerta siempre estamos entrando y a la vez saliendo. Se puede entrar al exterior tanto como salir al interior. Al salir de la cárcel después de visitar a Herman todo ha cambiado, hasta la luz del sol luce distinta. Estoy entrando a una realidad opresiva, no por las mismas razones, pues hay más aire, más amplitud y más opciones, pero sí puedo asegurar que siento una carga interior ambigua, confusa, dolorosa, que parte de la pregunta: ¿en qué consiste ser libre?

Una vez leí que en las tumbas de los faraones, las puertas hacia los tesoros no se cerraban para el que entra sino para el que sale. Más le temían los ladrones al muerto que el muerto a los ladrones. Todas esas riquezas enterradas eran para tener al fantasma contento y que no anduviera pegando sustos. Partiendo de esta paradoja quiero referirme a algo que está incluso más allá de decir: “si mi amigo está preso por más tiempo del que establece la ley, la ley no existe para él, ni para mí, ni para nadie”. Lo que trato de explorar es la coexistencia de dos mundos tan distintos como la cosmología de ser prisionero y la de ser un hombre libre. La primera tiene todo a su favor, o en su contra, para definirse, para acotarse, por eso quizás he encontrado tanta dignidad y enseñanzas en la actitud de Herman: él sí sabe dónde está, aunque no sepa por cuánto tiempo, la más cruel de las variables. ¿Cuánto más podrá aguantar en la incertidumbre, o en la certidumbre de estar en manos de la impiedad y el cinismo? No lo sé, sólo puedo testificar sobre la dignidad de su actitud.

Mi caso es diferente en todos los sentidos. Lo que me volvería loco en pocas horas a él parece haberlo hecho más cuerdo en dos años. Yo, que estoy afuera, que creo haber salido, ¿dónde diablos estoy? ¿En cuál realidad he entrado?

Quizás lo que más me atormenta es no ser capaz de asumir el caudal de representación que tiene la situación de Herman sobre nuestras vidas. Él se ha convertido en el extremo más visible y más oculto de mi indefensión. Yo también ignoro hasta cuándo durará una situación que me resulta insoportable, absurda, pero, frente al caudal de injusticia a que ha sido sometido mi amigo, ante la magnitud de su sufrimiento, de la concreción y precisión con que la puerta de la justicia se ha cerrado frente a él, se supone que debo considerarme afortunado. Esta es la confusa ambigüedad a que me refería.

Lo que nos conduce a otra pregunta: ¿Existe realmente una sola puerta y un solo guardián para cada uno de nosotros? “Ante la ley” es uno de los cuentos de Kafka más alejados de Dios. La propuesta de una gran puerta que nos espera es una visión muy católica. Esa idea de que existe una sola entrada por cabeza no tiene nada de ecuménica ni de apostólica. La justicia, volviendo a Tolstoy, es como la familia: cuando entramos felices en ella parece ser la misma puerta para todos, cuando se nos niega la entrada se convierte en esa única puerta que Kafka ha descrito con devastador acierto. El guardián se encarga de aislar al prisionero, de hacernos creer que no nos conciernen las injusticias que contra él se cometen. Pero, más pronto o más tarde, será la misma entrada para todos.

Estas razones me llevan a considerar que es imperdonable e insano callarse y los convoco a oponernos a una injusticia que se está cometiendo en la puerta donde todos debemos comparecer. Unas acusaciones que fueron causa celebre y de gran alharaca por la televisión y los medios, por las cuales un hombre ha sido sometido a más de dos años de encierro, de pronto, se han convertido en algo difuso, inasible, que nadie logra articular ante los tribunales.

Después de haber estado adentro, y de haberme mostrado tan débil ante mi amigo, no puedo, ahora que estoy afuera, pedir justicia con valentía. Quiero ir más allá y exigir piedad desde el mismo horror que sentí ante al tener que preguntarme a qué animal de la creación pertenecíamos. Le estoy pidiendo a sus jueces no sólo que ejerzan la piedad, sino que sean capaces de sentirla, de asumir en carne propia el valor de los días y el derecho que tiene un ser humano a esperar sentencia junto a su familia. Dicho esto, quiero dejar claro que la piedad no sustituye a la justicia, sino que le da su basamento más profundo, pues es el sentimiento que nos impulsa a reconocer nuestros deberes para con los dioses y el respeto por la condición humana.

Italo Calvino decía que Turín era una ciudad ideal para escribir, por su rigor, su linealidad y estilo. “Invita a la lógica, y, a través de la lógica, abre el camino a la locura”. Debo agradecerle a Herman el conducirme en la dirección opuesta. Al haberme permitido entrar a través de sus reflexiones —y las historias de prisión que espero alguna vez escriba— al reino de una locura donde la medida de tiempo no existe, sino sólo las prórrogas, los retrasos y los diferimientos, he podido comprender mejor la lógica de una locura difícil de entender por su misma presencia aplastante y constante.

Ahora puedo ver la puerta que se le niega. Ahora sé que es la mía y será la de todos.

Sobre el autor

*Forman parte del volumen Ciudad vagabunda editado por El Nacional (Caracas, 2015)

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