Domingo Miliani
Cuando Uslar Pietri regresa de Europa, lo hace física y mentalmente. Es el retorno a la tierra y a su hombre como sustancias que alimentan los nuevos propósitos creadores. El surrealismo había llegado a su época de lujo; la revista Minotaure circulaba en sus primeras entregas. A poco vendría la exposición de París y el réquiem por la existencia del movimiento.
La Cuarta Internacional Trotskista provocó la diseminación de numerosos miembros. Bretón quedará como una isla para escribir tres años después el epitafio. La Segunda Guerra Mundial abre una etapa distinta. Las teorías existencialistas, preexistentes desde la primera post-guerra, cobran bríos y se empeñan en conquistar al poco tiempo, dentro de la resistencia, el lugar prominente en las ideologías europeas. Una literatura del desencanto, del pesimismo, de la soledad, del nihilismo, invade el Viejo Continente. La novela norteamericana de los 30 empieza a ejercer influencia en italianos, franceses, y algunos contadísimos latinoamericanos.
La mayoría de éstos, esperan que los vecinos próximos sean descubiertos y reconocidos antes por los parientes ricos de la cultura europea. En este fenómeno la contribución mayor fue el sentimiento antiimperialista que regía las literaturas iberoamericanas de entonces; sentimiento que indujo a negar todos los valores de los Estados Unidos, menos tal vez, la literatura negra, por motivos de solidaridad y de discriminación comunes, pero sí la novela en general.
En Venezuela, al regreso de Uslar y, en el lapso que va desde la aparición de su primer libro, apenas si se había cultivado el cuento en obras que merezcan recuerdo. Sólo podría mencionarse una media docena de volúmenes, tres de los cuales eran la recolección de una vieja cosecha vanguardista, en autores compañeros de Uslar: Carlos Eduardo Frías, Nelson Himiob y José Salazar Domínguez. Otros tres, formaban heterogéneas supervivencias: Leoncio Martínez, mejor en la «caricatura que en el género del cual fue un animador a base de concursos promovidos por su semanario humorístico —Fantoches—, publicaba Mis otros fantoches. Irónicos y de costumbrismo urbano, los cuentos de Manuel Guillermo Díaz —Blas Millán—, eran recogidos bajo el título de su logro máximo. Por último, un nombre distinto comenzaba a figurar con un par de títulos: de ellos, el que correspondió al cuento, estaba llamado a tener larga figuración histórica y hasta cinematográfica; aludo a Guillermo Meneses y a su largo relato «La balandra Isabel llegó esta tarde’’.
Otras cosas estaban sucediendo en la novela. Continuaba la carrera de ascenso en el ciclo galleguiano. Cantaclaro y Canaima fueron publicadas en 1931 y 1935. Un neo-criollista con matices de vanguardia se estrenaba: Julián Padrón, en «La guaricha” (1931). Un hombre que venía de la provincia autodidacta*, del periodismo petrolero del Zulia, traía un mensaje dirigido hacia otra forma de novela: Ramón Díaz Sánchez, que con su primera obra —Mene— señalaba puerta a influencias y estilos no frecuentados antes en el país.
Que la influencia de John Dos Passos hubiera ingresado con Díaz Sánchez en Venezuela, hacia 1936, habría que averiguarlo. Quede pendiente. Pero que su novela introducía una forma de enfoque sobre la realidad nacional, no trajinada con anterioridad, sí es cierto.
Las líneas trazadas por Uslar Pierti en Barrabás y otros relatos seguían, no obstante, dominando; en especial lo relativo al modo de meterse por dentro de los personajes y a la forma de contar con atmósferas poéticas.
Así aparece el segundo libro de cuentos de Uslar. Red, fue el nombre. La sencillez anunciaba una síntesis distinta. El autor, al contacto con Asturias y Carpentier, había madurado en conciencia y en actitud vital. Aprendió que existían materiales mucho más legítimos y acordes con las concepciones teóricas del surrealismo especialmente en la obsesión de lo mágico o maravilloso— en el mundo hispanoamericano.
Era mejor descubrirlos y delatarlos, que inventar artificiosos personajes para encarnar experiencias no directas. A esos temas y esos materiales dirige su vocación narradora que regresa. El nuevo libro se integró con trece cuentos; de ellos, la mayoría retoma asuntos regionales. Tres apenas tocan la historia, a la que se acostumbró como a un medio de aproximación reconstructiva de la psicología nacional, desde Las lanzas coloradas. Y sólo en dos de ellos vuelve a viejos trajines de proximidad surrealista. Concretamente a la locura y el delirio.
Al contrario de lo que ocurre generalmente con el escritor que vuelve de Europa, lleno de novedades, ganoso de escándalo y un poco excéntrico en las opiniones y criterios, el Uslar Pietri que París devolvió a Venezuela, es un cuentista que reaparece por vía de la discreción, de la madurez y la destreza en el manejo del lenguaje; en postura de verdadero reencuentro con su medio telúrico, a cuya raíz penetra para extraer un misterio o una instantánea trágica; la expresa ahora en forma sencilla y directa: importa la acción, la construcción interior, el drama hondo, no la originalidad en una metáfora más o menos riesgosa. Así se introduce en la búsqueda de un estilo y de una técnica completamente acordes con la estructura de cada cuento. Puede permitirse hasta la utilización de factores que antes no había siquiera intentado; por ejemplo, las posibilidades que aporta ej mundo de los sentidos, como materia de composición, o los diálogos innominados, colectivos, para crear determinadas atmósferas.
El primer cuento. «La lluvia», ha sido uno de los más reproducidos en antologías. Y hay razones. Puede hablarse de una pequeña obra maestra del realismo mágico. Su composición está lograda a base de contraposiciones de motivos que terminan por adquirir un misterio y una magia naturales.
Es la sequía intensa, que pone al paisaje a crujir de sed; todo va descrito a base de imágenes auditivas, pero directas. Esa sequía marcha sincrónica con el agostamiento interior de Usebia y Jesuso, un par de viejos carentes de hijos, a quienes se les murió hasta el perro Cacique, y cuyas tierras aniquiladas por la falta de lluvia han puesto en el hombre un toque de apatía. De otro lado, en el punto culminante de la canícula, aparece la clave de un drama resuelto poéticamente: un niño escapado, nunca se sabe de dónde, en la parcela de Jesuso, acuclillado, juega con sus propios orines que simulan una creciente ocurrida años antes. El niño, llevado por el viejo a su rancho, recrudece memorias de ternura : el perro. Cacique es llamado también el niño.
La vida cambia y crece la sensación de optimismo. Hasta se olvida momentáneamente la sequía intensa. Cuando la ilusión ha llegado a ese punto en que poco falta para incurrir en el melodrama rural de los criollistas, sobreviene la amenaza de lluvia que va graduándose como presagio, como angustia, para culminar cuando Cacique, desaparecido, es razón desesperante para el viejo que lo busca por los caminos de su cultivo; el lenguaje se hace fatigoso, cae la lluvia y lo borra todo como en una disolvencia. Cacique es la lluvia inminente y es también, en su fuga, la inminencia de una soledad que retorna.
Técnicamente, el uso del tiempo es magistral, todo acontece durante una noche de calores sofocantes, el amanecer y el mediodía siguientes, el atardecer cuando Cacique se pierde. El monólogo interior aparece usado con tacto y oportunidad en dos personajes: Usebia y Cacique; en aquélla, para pintar el carácter del viejo; en el niño, como expresión de ternura elemental y de fantaseo. Las voces colectivas, para fijar un mundo fatalista sobre una frase reiterada como leit-motiv, que es acompañada de conjuros y presagios.
‘‘La siembra de ajos” es el cuento de las sensaciones olfativas, a base de las cuales está construido en su integridad. El olor de ajos enardece al negro, hace presente y diluye la figura de la mulata hija del isleño, amo de la siembra de ajos en la que el negro debió ir a trabajar para cubrir los gastos de su regreso, luego de haber pagado la promesa por la curación de su madre. Los personajes carecen de nombre. No hay diálogo. Sólo un monólogo interior expresado en frases cortadas que sirve como recurso, por reducción de palabras, para expresar un acto de posesión erótica dentro de la ambigüedad provocada por un olor alucinante: el de los ajos. Al final apenas sabemos si, en efecto, fue la mulata la que vino a ser poseída por el negro, o fue el olor de los ajos que la hizo visible, a modo de espejismo. El personaje, sacudido de aquella persistente alucinación de olores, se pierde también. Es el segundo caso de una solución a base de una sombra fugitiva, porque eso es el personaje ahora: mas ya no es la muerte como salida constante de la acción, tal ocurría en Barrabás y otros relatos.
La potencia alcanzada en relatos como éstos, produce en el lector una sensación de vacío cuando el autor lo enfrenta a cuentos donde reaparecen los hechos de sangre, el alcoholismo, la vida costumbrista de un pueblo marinero. Así ocurre con “La noche en el puerto” , que viene a quedar en un nivel inferior, junto a otros componentes del libro.
Todavía le restan aficiones a retomar temas y asuntos culturales para convertirlos en sustancia narrable. El conde de Orgaz salta del cuadro para protagonizar una alegoría críptica, donde abundan otra vez las metáforas junto a un mundo anárquico de un posible subconsciente autobiográfico: “El baile del conde de Orgaz”. El lenguaje, sin embargo, es adecuado, aunque la composición pierde la claridad de otras páginas.
Díaz Sánchez había captado en Mene, todo el confuso despertar de un pueblo ante el impacto de las fábricas. “Humo en el paisaje” , dentro del cuento, representa algo similar; la sustitución del ambiente pueblerino, de la geografía idealizada en descripciones, por el humo de las usinas —no se dice de qué tipo de fábrica se trata— que comienzan a mostrarse intrusas en el bucolismo aledaño de la ciudad. Pero en la técnica del relato ha ocurrido algo nuevo; la afición del hombre popular por el relato oral es aprovechada sabiamente por Uslar Pietri, para introducir un cuento dentro de otro, o al menos la acción básica dentro del ambiente de transformación económica, en el cual se enfatiza demasiado, ambos fenómenos en perspectiva diferente —omnisciencia en el ambiente descriptivo de la fábrica; perspectiva de primera persona en el relato de José Palito— . José Palito es el arquetipo del provinciano trashumante, que pasa de su pueblo portuario a seguir —otra vez la fuga como salida y como constante— los pasos de un titiritero que deambula con monos amaestrados; lo hereda, embarca con los monos; le ahogan uno. Termina por ser un obrero de la fábrica; a unos compañeros cuenta su historia.
Otra zona regional elevada a tema de universalidad es la vida de un pueblo cualquiera —ya se ha señalado la tendencia a mostrar pueblos desiertos— donde un simplísimo incidente como es el paso nocturno de un viajero, es capaz de remover la pasividad aldeana y convertir a los habitantes del pueblo, a esa menuda religión del chisme, del corrillo deformador y capaz de alterar la tranquilidad de todos los demás tipos humanos. Aquí el diálogo colectivo vuelve a usarse para crear el clima de chismografía indispensable.
El cuadro tradicional de los chismes pueblerinos, materia de muchos “ documentos”’ realistas, está utilizado; el cuento dispone de su cura, su boticario, su maestro de escuela y su director de catastro, todos descritos con suavidad y economía de detalles. Pero «El viajero”, llega de noche y en torno a él se van abriendo las calles del pueblo; las distancias van midiéndose con los faroles que pasan al lado del carruaje cobra momentáneamente el papel principal, visto sin embargo, con aquella misma técnica de silueta por la cual Bolívar es apenas una sombra fugaz que atraviesa los capítulos finales de Las lanzas coloradas. El viajero llega para incitar la imaginación de la vieja corredora de vidas privadas, traficante de intimidades; nadie lo ve, salvo el hijo del director de catastro. Llega para que el novio de Lelita no se vaya a parar nuevamente en la ventana a escucharla tocando el mismo estudio de piano que todas las noches ejecuta incansable, pero que esa noche de la llegada del extraño, le suena distinto; para que el hijo del director de catastro se sumerja en los libros de viajes, añore realizar una fuga y la lleve a cabo, no sin leer ante el lector algunos renglones en su diario íntimo parroquiano. El final es inesperado y bien conseguido luego de una larga disertación del maestro de escuela sobre los inconvenientes de la imaginación aldeana, a la cual se adhiere el director de catastro para ampliar el discurso y ser interrumpido por otro personaje intempestivo —la doméstica de su casa— quien le anuncia que ya se fue. Todos creen que ha sido el viajero, pero ella aclara que la fuga se ha producido en el hijo del director de catastro.
Lo mejor, como hallazgo técnico, es ese contrapunto muy al modo de Virginia Woolf —a quien, por supuesto. Uslar no había leído entonces— entre las palabras tímidas que dice el novio de Lelita y lo que en realidad está pensando. Un contrapunto de mundo interior y exteriorización falseada del diálogo: está bien lograda la aplicación para imprimir un aire de inhibición provinciana al personaje enamorador de esquina.
Dentro de esa misma tónica de introspección de los poblados de provincia, está el «Cuento de camino, pero con otro enfoque: si en el anterior fue un viajero el que produjo los incidentes para que se manifestara la fuga como solución final de una acción, en el «Cuento de camino» se ha detenido la marcha de un núcleo característico también: el juez y su secretario que andan practicando un embargo por plena llanura; no hay digresión para pintar garzas o jagüeyes, sino el hambre y la miseria de los caseríos, esos donde en Venezuela se confunden los abogados con los médicos por el tratamiento común de doctores, que se les aplica. Materia para presentar a una moribunda en delirio, a una vieja mezquina de su miseria bien administrada y, esto es lo nuevo, la creencia en que los agonizantes llaman para llevarse a la muerte a los seres vivos que los rodean. Hasta los mismos que fungieron como competidores del curandero —juez y secretario— se marchan de noche, camino adelante con esa sensación de que la muerte llama a los vivos para cargar con ellos.
‘El día séptimo” , es uno de los dos cuentos donde hay supervivencias de temática surrealista, pero incorporada a un asunto regional. Un peón cabestrero del llano agoniza en la “pulpería»; el proceso de la fiebre palúdica y del delirio que ella produce, permite que el autor juegue con la copla folklórica de los vaqueadores y al mismo tiempo se alternen los planos temporales —la infancia, la faena del ganado, el amo duro que lo hace subir, cuando adolescente, sobre un árbol, en castigo, para que le amenice la siesta de hamaca con el silbido imitador de un pájaro; el futuro de los compañeros que se marcharon delante con la punta de ganado y que habrán llegado al pueblo a poner la fiesta mientras lo recuerdan con lástima.
El otro cuento de reminiscencia surrealista es “El patio del manicomio” . La locura es razón para desencadenar una poesía anárquica en el sentido, aunque la expresión obedece a sintaxis rigurosa. Así sucedió en “S. S. San Juan de Dios”, de Barrabás y otros relatos. La técnica de un completo monólogo interior, de comienzo a fin, se aplica otra vez. Pero la anarquía de los planos temporales se ha perfeccionado. Las imágenes poéticas saltan con una fuerza capaz de transmutar el patio del manicomio en un pequeño universo poblado de escarabajos, mariposas, nube y estrella sólo percibidos por Tomás y el narrador. Es la poesía elemental de un loco que divaga y pasa sin transiciones, de su infancia, al recuerdo de la madre y al de la hermana raptada, mientras procura centrarse en la descripción de su compañero de locura, Tomás, el más silencioso y extraño del manicomio. No hay amargura, pero sí muerte imaginaria: la de don Mario, el raptor de la hermana del loco narrador, a quien éste se figura estar estrangulando La infancia y la madre son episodios ligados al desarrollo de la locura; hay mayor riqueza en la estructura; Tomás se convierte en un hilo cortado a trechos por las divagaciones de limpia poesía.
Un cuento que se sale de otra consideración —surrealista o costumbrista— como no sea la del cosmopolitismo temático, para tomar categoría aislada, como sucedía con el “Barrabás” del primer libro, es “La pipa”. El personaje principal —narrador de primera persona en monólogo interior— se desdobla en un viejo —él mismo en otro tiempo, presente— que rememora y el otro, dueño de hacienda, poderoso en su soledad agreste de hombre joven, despótico y lascivo; violador de indias. Pero el otro, es un eslabón para desviar la cadena asociativa del recuerdo hacia la razón clímax del relato: el origen pasado de la pipa que mantiene entre sus manos de presente el narrador anciano y que fue conseguida a través de una monstruosa trama de sadismo, inducida por él en la pareja de extraños que llega a su hacienda y a quienes brinda hospitalidad. El otro es él y es su adversario a quien le propone comprar la hermosa pipa (¿omnipotencia del deseo?). Se la niegan. Traba relación con la mujer blanca —un contraste de carne que no lo atrae— y le promete entenderse con ella si le consigue el objeto que codicia. Sobreviene la muerte del extraño con un envenenamiento perpetrado por la mujer; el cadáver mantiene trabada la pipa entre los dientes. El personaje principal palanquea con un cuchillo, toma el objeto, lo limpia con la manga del saco, y se sienta —presente remoto en otro plano narrativo— a evocar los hechos.
La traslación de episodios por desdoblamiento de un personaje en dos tiempos, dentro del monólogo interior es lo que vuelve único este cuento de fuerza inusitada y de personajes innominados como los protagonistas de «S. S. San Juan de Dios», «La siembra de ajos» y «El patio del manicomio”. Los tres relatos de materia histórica se refieren a períodos y sucesos trascendentes de la historia venezolana. Dos están ubicados en tiempos de la Conquista. Uno, toma de alguna vieja crónica al personaje más original y trágico de aquella época: Lope de Aguirre, figura que servirá también de centro vital a una segunda novela histórica del autor: El camino de El Dorado. El título del cuento es «El fuego fatuo». El segundo alude a cierto episodio de rebelión esclavista, lo cual emparenta sus contenidos con materia que había comenzado a fluir en la narración venezolana, con Guillermo Meneses: la temática del negro. El volumen se cierra con el cuento «La negramenta”. Por último, el período de la Revolución Federal de Venezuela, gesta de lucha por la tierra, de recios caudillismos desviadores y de adulteraciones funestas a una buena intención, sirve de fondo histórico al cuento “Gavilán Colorao”.
“El fuego fatuo personifica a Lope de Aguirre en una reconstrucción que pudo haber caído bajo el epicismo superficial: sin embargo, el autor sorteó escollos por la aplicación de la técnica narrativa de la conseja popular. Casi es garcialorquiano el tono de tragedia con expresión lírica que adopta el cuento. Es un coro de viejas —como aquellas de Yerma— en cuyas voces la figura de Lope de Aguirre va adquiriendo estatura de mito. Y es en este cuento donde puede llegarse casi a la definición del realismo mágico, ese hijo pródigo del surrealismo, tan citado por la crítica y tan poco estudiado en sus esencias. Es realismo mágico, porque de una realidad histórica, con enorme base épica, de un personaje rebelde que agigantó su estatura por el desafío al Rey de España, se produce la leyenda que deshace caballos, asesina multitudes sin escrúpulos, remata con la muerte de su propia hija y al final, siempre en labios del coro de viejas narradoras, es la superstición de una llama que surte del fogón y, por las noches, deambula sobre ciertas llanuras venezolanas en forma de fuego fatuo, luz en la cual la creencia popular ha perfilado al Tirano Aguirre.
‘‘Gavilán Colorao» es un cuento costumbrista donde el autor se aproxima a ciertas formas macabras del expresionismo; se utiliza una copla folklórica como estribillo constructor del personaje-mito; un carnaval celebrado por el canje de cabezas de cadáveres decapitados por la euforia de la barbarie, reviste al episodio, de un humor negro no siempre cristalizado como creación; hay cierto retorno a ideas ensayísticas de valor histórico, como aquella expuesta en Las lanzas coloradas, cuando Presentación Campos, emancipado por su propia voluntad, incendiada la hacienda de los amos, no sabe a qué bando incorporarse en las luchas de la Independencia; “no existe en el pueblo la conciencia republicana”, sería la idea dominante en la novela; en el cuento hay una parecida: “lo importante es la guerra por la guerra misma. La idea de Federación nadie la conoce”. No es original de Uslar Pietri tal afirmación, pero sí su uso literario para agudizar la violencia persistente del relato. El causante de lo que anteriormente se calificó como adulteración a un buen propósito, fue Antonio Leocadio Guzmán, uno de los caudillos federalistas. Por lo demás, al cuento lo salva en su tesis discutible —el único de este libro donde se teoriza acerca de espinosos planteamientos políticos— la reciedumbre con que está llevada la evolución psicológica del personaje: de su violencia frenética y su braveza contra el indefenso, convertida a la hora del fusilamiento, por traición de uno de sus soldados, en una cobardía adelgazadora de la voz cantante que entona el mismo estribillo folklórico y cuya letra vuelve a darlo ánimos postreros.
El cuento que cierra el libro —«La negramenta»—, trata un asunto que ha sido materia literaria en el ámbito antillano : las sublevaciones de negros esclavos y su erección en monarcas. En el de Uslar se desarrolla poéticamente un episodio histórico de valor especial. La primera rebelión venezolana contra la monarquía española, protagonizada por el Negro Miguel, esclavo de las minas de Buría, y su mujer, la negra Guiomar, quienes son elegidos reyes de efímero gobierno. El cuento va conduciéndose en una lengua de cierto arcaísmo, hasta cobrar ritmo de prosa “negroide” al modo de los poetas de este movimiento, si bien con énfasis de romances. Como episodio hay una versión libre de la leyenda de los personajes, trabajada en estilo directo y hasta con cierta magia producida por los coros de voces que integran el diálogo colectivo.
Todo el volumen deja trascender, junto a la constante de la fuga en los personajes como solución; al lado de pequeñas incidencias de muerte —ya no dominantes—, locura y delirio, una transformación de la realidad en busca de la magia que rezuma de la leyenda y de la superstición populares. La conversión de un objeto en centro de interés para una acción retrospectiva —la pipa—; realismo mágico en el mejor de los sentidos, es la tendencia que edifica esta segunda obra de cuentos publicada por Uslar Pietri. Libro que, si no puede considerarse renovador, puesto que la renovación fue marcada por Barrabás y otros relatos, sí debe tenerse como aportación precursora de una corriente, dentro de la narración hispanoamericana, que estuvo llamada a predominar en los últimos veinte años de su historia: el realismo mágico.
