Arnaldo Jiménez
EL SOMBRERO QUE ATRAPA SUEÑOS
En otros circos podrás ver a magos que sacan palomas de sombreros cuyos fondos no pueden ser vistos; esos sombreros se llamaban chisteras. Algunos eran largos con forma de conos, otros eran cortos y circulares; nunca hubo un sombrero que no fuese negro. Pero en este circo, Sarah, hemos creado un sombrero que está más acorde a su función de cubrirle la cabeza a los seres humanos, pues solo se encarga de atrapar sueños, puede decirse que es un espacio donde conviven los espejismos. ¿Cómo funciona? Es muy simple: volteas el sombrero y le cuentas el sueño; en el fondo comenzaran las palabras a convertirse en imágenes, como si fuese una película en la que tú podrás intervenir ajustando los acontecimientos o modificando los personajes; claro, si el fondo permanece oscuro es porque en tus sueños no hay ninguna posibilidad de realización o, en todo caso, estás mintiendo. El sombrero, por tanto, tiene el color de la suerte, del azar; el tono del rincón en el que alguna vez comenzaste a soñar con ser otra persona.
***
ITOSCHI
Mi nombre es Lucina, no imaginen que soy grande porque solo tengo un añito; pero tampoco crean que pueden embaucarme con un caramelo. No hace nada que aprendí a caminar, parece mentira, si apenas ayer estaba dentro de la barriga de mi mamá y ahora me siento tan cómoda sobre mis dos pies que no me importa caer de vez en cuando. Es que siento algo tan indescriptible cuando camino, mejor dicho, cuando corro, porque yo lo que hago es correr, que no puedo parar por mi propia voluntad. El movimiento de mi cuerpo por los pasillos y la sala mirando pasar los corotos con velocidad, ¡es fascinante! Creo que ni mi mamá ni mi papá se acuerdan del día en que caminaron o corrieron por primera vez, yo digo que eso es una alegría que a una no le cabe en el cuerpo. Fueron ellos, mis pies, los que me llevaron derechito a Itoschi, y de eso siempre estaré agradecida.
Nunca me ha gustado que los adultos me estén diciendo cómo se llaman los objetos y, mucho menos, que me estén haciendo las cosas, pareciera que en vez de niña yo fuera una anciana. Es que en lo que pueda quitarme estos benditos pañales me los quito, y voy hasta la bacinilla y hago pupú yo sola, sin que nadie me esté bajando las pantaletas ni nada de eso. Fíjense en ese ejemplo, ajá, yo lo llamo totó, pero ellos no, me corrigen y dicen que se llama pupú, entonces, el día menos pensado, cuando no están molestos por alguno de sus problemas vienen y me dicen: ¿Lucina mi amor, vas a hacer totó, ah? Lo hacen nada más que para molestarme, a veces le llevo la corriente, pero sinceramente, yo no sé qué voy a hacer con ellos. Más rabia me da cuando se ponen como gafos y fingen no entenderme, se supone que son los bebés los que estamos aprendiendo a hablar, y somos nosotros los que tenemos que hacer un esfuerzo por entenderlos a ellos, no al revés. Está bien que lo hagan una vez más que otra, pero cuando es repetido o se antojan de hacerlo justo en el momento en que se tiene la atención puesta en otra cosa, es imperdonable. Unos tremendos malagradecidos es lo que son, ponen a una de payasita ante los visitantes, mucho más si una se la da de avispada: Lucina baila, y yo bailo, chaqui cha, chas chas; Lucina di queso, y yo digo rechío; ¿cómo se llama esto?, y contesto palopalole; ¿cómo se llama aquello?, y yo contesto palopalole; ¿quién es ese? (se refieren a mi tío) y yo digo titi; ¿y dónde está papi?, y señalo hacia fuera y digo abo, que ellos entienden clarito como trabajo. Y una contesta que contesta y ellos ríen que te ríen. Yo quisiera que me respondieran una cosa, ¿dónde van a encontrar a una niña de mi edad que encienda y apague las luces, y diga palabras hasta de cuatro sílabas?, ¿dónde? ¿Dónde van a encontrar a una niñita de mi edad que coma sola con cubiertos, meta las llaves en las cerraduras y le haya hecho a Itoschi lo que yo le hice?, ¿dónde? No sé, la verdad es que no sé dónde. Por eso me enfurezco cuando se hacen los que no me entienden, ¡ay!, pero en lo que eso ocurre, digo yo a llorar y armo mi zaperoco bien armado y los pelos se les engrinchan y no saben qué hacer conmigo: me llevan a donde sople bastante brisa, me cargan, mi sisean, me entonan el Gloria al bravo pueblo (debo decir que una vez el himno nacional calmó unas de mis rabietas y desde entonces se acostumbraron a ponérmelo para tranquilizarme), y dicen ya, ya, qué es lo que te pasa Lucina, y van para allá y viene para acá. Me dan agua, me ofrecen tete, o sea, tetero, me echan cleopabum en la barriga, en fin, se ponen como locos e inventan cada cosa que hay que hacerse la fuerte para seguir llorando y no desternillarse de la risa y ser descubierta en la trampa.
Eso fue lo que pasó aquel diciembre. Hacía un calor terrible, en vista de ello, mi papá sacó el colchón hacia la sala donde estaba más fresco, a mí me acostaron en la rarepau, una especie de cama con cárcel, muy incómoda, que se podía mover para todas partes, no me gustaba estar allí, así que chillé un poco y di dos vueltas golpeando los listoncitos de madera, enseguida me sacaron y me pusieron al lado de ellos, me colocaron boca arriba y en ese momento se me metió un orrencu de Itoschi en los ojos, y entonces empecé a gritar ¡Itoschi, Itoschi, Itoschi! Y señalaba hacia la puerta, pero no, no les daba la gana de entenderme, ¿cuántas veces he dicho pía y ellos saben que es compota; cuántas veces he señalado un bischisssis y todos entienden que me refiero a un lagartijo? Esa vez estaban tapados, embrutecidos, no me quedó más remedio que formar un berrinche de esos que solo yo sé formar. Y ahí empezaron a darme cosas como locos, que si una chicharra, que si una bata de mi mamá y nada, yo gritaba y lloraba con todas mis ganas, la muñeca de trapo me la pusieron al lado, la vi de reojo, la agarré y le apreté la cabeza fuerte, pero bien fuerte, la lancé cerca de la rarepau y seguí llorando indetenible. Sus caras palidecieron y sus ojos se les desorbitaron; mi Tay, ya tenía dolor de cabeza. Mi tía, queriendo dársela de sabihonda, me zarandeó un poco y me cargó de mala manera creyendo que con carácter me iba a callar la boca; qué va, yo seguí llorando y gritando. Fueron tantos los gritos y los llantos que en medio del desespero mi papá abrió la puerta de calle y me tomó en sus brazos y me sacó hacia el jardín, y ese fue el remedio, los orrencus de Itoschi bailaban alegres por todas partes, apenas los vi me quedé en silencio, estaban ahí, y la emoción era parecida a cuando comencé a correr. Le hice señas a mi papá y dije con un tono más bajo, pero admirada: ¡Itoschi, Itoschi! Entonces me empujé hacia abajo y sujeté a mi papá por la mano y salí corriendo en derechura por el callejón, sabía que por ahí llegaría hasta Itoschi. En medio de la carrera, como si mi papi me leyera el pensamiento, me alzó por encima de sus hombros y fue en ese instante que llegué tan cerca de ella que la agarré por los cabellos y la traje hacia a mí con todas mis fuerzas…
Ustedes no me van a creer, pero desde esa noche Itoschi tiene esa marca en su cara.
***
LA VACA Y LA CENTELLA
Una vaca chozpaba y comía monte en un hermoso campo. Todas las tardes iba ahí, se quedaba viendo el cielo hasta que aparecían las primeras estrellas haciendo figuras con sus danzas. La luna también aparecía, unas veces, semejante a un cambur cuyaco, y otras, parecida a una arepa de maíz de las que cocinan en Coro. Aparecía como perdida en un inmenso fieltro negro, ella la veía y la luna desconchaba su risa.
«Si pudiera ser amiga de esas cosas que brillan allá arriba, son tan alegres y bellas, siempre brillando, no necesitan andar buscando comida ni registrando ese campo de nubes para beber agua; quisiera saber cómo hacen para mantenerse vivas». Decía la vaca cada vez que iba a dormir.
Una noche la oyó una centella que pasaba por ahí, se le acercó y le dijo: «No estés tan segura que no comemos, a mí, por ejemplo, me gustan las piedras, ahora mismo ando buscando una. Me gusta saborear las formas de sus durezas, masticar sus corazones donde se graba el sonido de los ríos, me encantan las piedras pequeñas, las digiero bien y luego se quedan guindando en mi cola de fuego y las paseo por todo el universo hasta que algunas se me caen y vuelven a la tierra. Si no me las como, pierdo velocidad y no tengo en qué gastar mis colores».
La vaca se alegró mucho porque sintió que sus deseos se estaban cumpliendo, pero pensó que se le haría muy difícil andar tras la centella a dónde a ésta se le ocurriera ir a comer piedras. «Ella recorre el cielo en un momentito, en cambio yo, solo tengo un pedazo de tierra, y mi andar es muy, pero muy lento, ¿qué podré hacer?», rumoró. Se puso afligida y triste ante el riesgo de que no creciera tal amistad. De repente recordó que estaba cumpliendo diez años, y a esa edad, según le contó su madre, todas las vacas fabrican una piedra en sus estómagos que luego dejan caer en el monte y las personas las usan como remedios.
La vaca pasó todo el día tratando de vomitar la piedra, cuando ya estaba cansada y decepcionada de sí misma, cuando creyó que sus esfuerzos eran inútiles, sintió que una pelotita le iba rodando por dentro, pasando de un estómago a otro hasta que empezó a subir por la tráquea obligándola luego a abrir el hocico. ¡Sí, era la piedra de sus diez años, la piedra que la convertía en una vaca de verdad, grande y astuta! La vio salir y dar muchas vueltas por el aire dirigiéndose directamente al pasto, pero faltando unos centímetros para llegar a este, apareció la centella y se la comió.
De esta manera creció una bonita amistad entre las dos: la vaca alimentaba a la centella, siendo la única vaca que vomitaba piedras que no caen en el suelo, y la centella le brindaba su compañía nocturna, siendo así la primera habitante del cielo en comer piedras que no viven en el suelo sino dentro de una vaca.