literatura venezolana

de hoy y de siempre

Trenes que no van a ninguna parte

Oct 7, 2022

Quim Ramos

La muerte. Pensaba en la muerte. Un frío hilillo subió por mi espinazo. Me cago cada vez que pienso en la muerte. La veo con tal claridad: Nada. Eso es. Como cuando niño que me caí en una piscina, me golpeé la cabeza y perdí el conocimiento. Eso es: la pérdida del conocimiento. Como cuando te colocan anestesia: una muerte controlada, una pequeña muerte de la que te traen de vuelta… o no. Porque a veces… En fin, la muerte. ¿Por qué me dio por pensar en la muerte precisamente en ese momento y en ese lugar? Una estación de trenes no parece el lugar adecuado para ponerse trágico. Y justo cuando aquella chica me lanzaba esas miradas devoradoras y se comía mi entrepierna con sonrisa hambrienta. Qué raro. A mí, que tengo 57 años y peso 120 kilos, ni una ninfómana me echaría una triste mirada, aunque estuviéramos solos en una isla desierta. Y sin embargo… Allí estaba esa niña (no tendría más de veinte años) sentada frente a mí en el andén del que llegaban y partían largos trenes que perforaban el aire con sus cascos lustrosos. Una gorda petisa de piel blanca y cremosa y unas tetazas que se columpiaban con lujuria cada vez que se removía intranquila en el asiento buscando mi atención. A mí no me gustan las gordas. Yo soy más bien de flacas, estilo modelo. Anoréxicas, incluso. Fantaseo con ellas. Sin embargo, algo en esta niña me atraía. Tal vez la abstinencia me estaba jugando una mala pasada. Tal vez la niña tenía algo en el alma, un fuego que la calentaba, una pasión que la desataba y que irradiaba su fuerza volcánica allí por donde pasara y que en ese momento me causaba tal desbarajuste en el cuerpo que me veía obligado a poner mi mente en otro asunto y evitar de esa forma que saltará allí mismo sobre la gorda y la violara frente a todo el mundo.

Lo más sencillo y práctico era realizar una salida astral, alejar mi alma de las tentaciones carnosas de la desvergonzada gorda. Llevo tantos años realizando estas escapadas que me basta juntar los dedos índice y pulgar de la mano izquierda para que mi alma salga despedida del cuerpo como un obús y se dirija allá donde le plazca. Eso hice. Me elevé hasta las altas cúpulas de mármol del vestíbulo con la deliciosa sensación de libertad que me invadía cada vez que abandonaba el cuerpo. Luego descendí, atravesé la puerta que conduce al andén y volví a elevarme hasta las también altas naves de hierro forjado. Volé bajo las cristaleras por la que se colaba la líquida luz del invierno, deleitándome con los colores acompasados que aquella luz le otorgaba a los trenes que descansaban sobre los raíles. Sin embargo (y esto jamás me había ocurrido. Es decir, que los asuntos terrenales me incordiaran durante un viaje astral), no podía dejar de pensar en la gorda tetona. Mi cuerpo astral temblaba de gozo. Maldita gorda. Decidí regresar y jugármelo todo a una carta. Fue entonces cuando vi a los japoneses. Entraban en tropel por las amplias puertas de la estación. No fue su número lo que llamó mi atención. Después de todo suelen moverse en grandes grupos cuando incursionan fuera de sus fronteras cargando con cámaras fotográficas y de video y registrando con ellas todo aquello que ven. Me impresionaron por su vestimenta: trajes blancos de una pieza que les cubrían hasta el cuello, zapatos envueltos en unos escarpines, manos enfundadas en guantes y mangueras negras ajustadas a la cintura y conectadas a unos cilindros rojos que llevaban en las espaldas. En una mano, podía ser la izquierda o la derecha, unas escafandras en las que pronto introdujeron sus cabezas. Se dispersaron a lo largo y ancho del vestíbulo y cerraron y aseguraron con cadenas y candados tanto las puertas que daban al exterior de la estación como las que llevaban al andén.

Un japonés se plantó en medio del vestíbulo y comenzó a pegar gritos que se ahogaban en el interior de la escafandra, momento que yo aproveché para volver a mi cuerpo, justo cuando la gorda se me echaba encima y se aferraba a mí, aterrorizada. Le hice ver al japonés que no se le escuchaba señalando mi oreja con el dedo índice y negando con la cabeza. Al mismo tiempo traté de sacarme de encima a la gorda que se me había pegado como una sanguijuela. Algo me decía que no era momento para apasionados achuchones.

El japonés continuó su discurso desde el punto en que lo había interrumpido al quitarse la escafandra, lo que no contribuyó a esclarecer la confusa situación. Parado muy erguido, con la cabeza en alto, los brazos estirados y pegados al cuerpo, decía algo sobre el apocalipsis, sobre conspiraciones de la familia real británica y los judíos no se sabe muy bien contra quien y que, por lo tanto, los perros occidentales debían ser aniquilados, auguraba el resurgir del imperio del sol y el regreso de Cristo, nuestro señor y que allí estaban ellos con la sagrada misión de dar inicio al Armagedón. Algo así decía el japonés.

La situación era disparatada. No solo por el hecho de que un japonés metido en un mono blanco estuviese pegando gritos de loco en medio de la estación. También era disparatada porque en la estación, aparte de la gorda y yo, no había nadie. Que la estación llevaba cerrada años y que de su andén ya no arribaban ni partían trenes. Ni siquiera podía dar una explicación razonable de qué hacíamos allí la gorda y yo. A los japoneses este detalle no parecía importarles y a una orden del enajenado orador cogieron las mangueras y comenzaron a rociar el vestíbulo con una densa humareda de color naranja.

El final era inminente. Vi a la gorda y un ramalazo de ternura y deseo me sacudió el cuerpo. Le estrujé una de sus tetazas, le clavé las uñas en una nalga y la besé, le metí la lengua hasta el esófago. Y justo antes de que la nube mortal nos alcanzara, junté los dedos índice y pulgar de la mano izquierda y abandoné mi cuerpo a su suerte. Atravesé el techo de la estación, me elevé hasta los cielos y desde las inmaculadas alturas observé la ciudad a mis pies y decidí partir hacia el Japón, país que siempre había deseado conocer.

Resultó que Japón se parecía mucho a la calle de mi infancia. Era eso o yo me había equivocado mucho de ruta. Sentí una ligera taquicardia (taquicardia metafísica) al ver la cinta de asfalto cuarteado, las casas apretujadas, pero pudorosas, en perfectas líneas rectas, una a cada lado de la calle, el vuelo de las golondrinas frente a las ventanas, oír el canto de las chicharras y de las guacharacas como si fuesen las tres de la tarde y las siete de la mañana al mismo tiempo y allí, en el medio, la casa del abuelo elevándose sobre las demás. Fue como si me estampara contra un muro que apareciera, sorpresivo y lúdico, después de una curva, en medio de la carretera. Un encontronazo con la infancia, con el hogar perdido. Entré. En la sala me topé con mamá cargando una montaña de ropa en dirección al lavandero. Asomó la cabeza detrás del roperío y sin saludarme siquiera (parecía que aquí, en la infancia, todo ocurría de sopetón) me soltó: Tu papá no está nada bien. Estoy preocupada.

Creyendo que papá agonizaba corrí hacia su cuarto, abrí la puerta violentamente y me lo encontré sentado en el viejo sillón al lado del ventanal. No me pareció que se estuviera muriendo. La luz dorada del atardecer creaba en la pared un marco para su rostro. Llevaba puesto el pijama azul cobalto de toda la vida. Estaba sentado de medio lado como si algo le estorbara, las piernas cruzadas, una mano reposaba sobre la rodilla. Fumaba. Se veía rejuvenecido, el pelo negrísimo. Sin embargo, detrás de las gafas de pasta sus ojos se perdían en quién sabe qué mundos. En cuanto me planté frente a él empezó a desvariar. No me veía. Le hablaba al aire. Un discurso deshilvanado sobre películas. Espantado frente a esa cara de loco, yo no le escuchaba.

De pronto, me miró. Clavó sus ojos en los míos, los hundió muy adentro. El Parque del Este. ¿Recuerdas?, dijo. No hizo falta que preguntara. Lo recordaba muy bien. Un domingo luminoso, limpio, abierto a grandes cosas, amable y feliz. La grama verde, los árboles robustos y frondosos cuyas hojas temblaban levemente acariciadas por el viento, el lago artificial en el que la gente pedaleaba sobre botes de plexiglás y un poco más allá, al fondo, la carabela eternamente fondeada. Papá y yo pateábamos una pelota de futbol que me había regalado en mi cumpleaños, una pelota homologada por la FIFA, rodeados de niños que corrían y gritaban poseídos por una alegría feroz y familias que comían y bebían sentadas sobre grandes manteles multicolores.

Era un día perfecto. Hasta que apareció el muchachito ese. Para mí siempre será el muchachito ese. Y el papá ese, también. Hacían una dupla imbatible. Una sincronización para el incordio admirable. Con una facilidad pasmosa y con la complicidad de su padre, traducida en hacerse el loco frente a la maldad de su hijo, el muchachito ese convirtió una mañana radiante y feliz en una pesadilla, la amable naturaleza en tierra arrasada, árida y oscura y a mi papá en un monstruo de furia contenida que amenazaba implosionar en su interior.

Y estalló, dijo papá. Pero fue una explosión fría, aséptica, que me permitió planearlo todo. Los seguí. Se montaron en un autobús de circunvalación. Me subí con ellos. Me senté unos puestos por detrás. El tipo se daba la vuelta de tanto en tanto y me miraba con desconfianza. Solo eso. Se apearon a los pies de un cerro cubierto de casas sin frisar y techos de zinc apretujadas unas contra otras, una montaña roja con resplandores metálicos según donde diera el sol. Subimos una estrecha y empinada escalinata que zigzagueaba entre los ranchos. Olía a guiso y a agua estancada. El tipo apretaba con fuerza la manito del niño. Ya no se daba la vuelta para verme. Se había resignado.

Seguimos subiendo mucho tiempo. Luego comenzamos a bajar, siempre con ese trayecto errático e indeciso que buscaba abrirse paso en la maraña de ranchos. El tipo cargó al niño y lo abrazó con fuerza. Me pareció escuchar unos débiles gemidos. ¿Era el niño? ¿Era el padre? No lo sabía. Finalmente volvimos a subir y luego de unos minutos llegamos al final de las escalinatas, frente a la puerta abierta de un rancho. Entramos. Cruzamos la sala. Un viejo veía la televisión. El tipo y el niño lo saludaron y siguieron de largo. Salimos, por otra puerta en el extremo opuesto del rancho, a un bosque. Bueno, la palabra bosque es inexacta. Unos cuantos rastrojos aquí y allá bajo un sol de odio. Seguimos ascendiendo por un sendero apenas visible en la tierra calcinada. Llegamos a la cima del cerro. Allí, una casita solitaria pintada de amarillo nos esperaba al lado de un famélico árbol cubierto de polvo. Nuestro destino. Nunca mejor dicho. Nunca una palabra más acertada. Jamás una sensación tan definitiva engarzada en nuestros corazones. El tipo entró cargando con el niño. Yo entré detrás. Nos recibió una mujer oronda y gorda que se pavoneaba con una taza de peltre en una mano y una empanada en la otra. Fue a la primera que me cargué. Al tipo le ordené que se sentara en un viejo y raído sofá. El niño no paraba de berrear. Le partí la cabeza con lo primero que vi, un Lladró que representaba a una esbelta enfermera que sostenía un libro contra su pecho. Un Lladró como los de tu mamá. ¿Qué hacía un Lladró en ese miserable rancho, hijo? El niño dejó de llorar en el acto. Se quedó paradito, bizqueando, la mano izquierda agarrotada y un leve temblor en la cabeza. Lo degollé allí mismo, frente a su padre. Lo hice despacio, disfrutando de la sensación de la carne desgarrada que se abría como una flor de sangre. El niño ni se inmutó. Agradecí su paciencia. Al principio hubo mucha sangre, luego apenas un borboteo como el de un guiso hirviendo. El padre era un puro temblequeo en el sofá. Ya no se enteraba de nada. Había perdido la razón. Se sumergió en su mente. Se buscó allí un escondrijo húmedo y oscuro en el que olvidar. A él le quité la vida con rapidez. Había sufrido suficiente.

Salí del rancho, a la noche. Desde la cima del cerro la bóveda oscura del cielo lo abarcaba todo. Millares de estrellas parpadeaban sobre mí. No había visto tantas desde la casa de Alicante en la que viví la infancia. Su intermitencia parecía mensajes indescifrables provenientes desde la nada. Bañado en sangre y repentinamente agotado vi cómo comenzaron a girar alrededor del zenit de cielo. Más y más rápido, hasta crear círculos concéntricos de luz tan blanca, tan pura, que me eché a llorar allí mismo, en el vórtice del infinito. Y ya no recuerdo más. Cuando recuperé la conciencia era de día, estaba en casa y tu madre me tenía agarrado por el cuello y me sacudía preguntando por ti. Esa es la razón de que pasaras la noche solo en el parque.

Entonces lo recordé todo: El silencio. La soledad interrumpida por los espectros que surgían del lago y deambulaban entre los árboles. El miedo. Pero también el asombro, la excitación que me producía esta nueva realidad que se iba abriendo paso en la oscuridad. El susurro quejumbroso que se escurría por las venas abiertas del follaje y que provenía del futuro, de una ciudad desbastada, saqueada, humillada. Cada uno de esos espectros que emergían del lago tenía su historia y la contaba con ese susurro tristísimo, derrotado. Hablaban de lo que aún no había ocurrido. Contaban sobre la muerte, sobre el humo que iba cubriendo la ciudad con el hedor de la goma quemada, sobre el hambre y el odio. Y hablando sobre todo eso me fueron llevando hasta lo profundo del bosque. Porque aquello había dejado de ser un parque erigido por la civilizada mano del hombre. Ahora era un bosque agreste y terrible en el que los espectros y yo oteábamos el futuro. Y no pintaba bien el futuro.

Con las primeras luces del amanecer los susurros cesaron. Y a medida que la luz adquiría volumen y brillo, los espectros y el bosque se desvanecían. Cuando la mañana se instaló con la plenitud del trópico, estando yo sentado en el bordillo de la acera, viendo a un grupo de jóvenes jugando baloncesto, vino mi padre y me llevó de regreso a casa.

Durante un viaje astral el mundo se ve como a través de una tenue niebla, como si tuviéramos un fino velo sobre los ojos. Así que no se crean todo lo que les digo. Quién sabe si de verdad surqué los espacios de la geografía de mi infancia. Tal vez sí que estuve en Japón y el tenue velo y el peso melancólico de mi mente me hayan hecho una mala jugada. Sin embargo, por allí venía la muerte. A pesar de la atmósfera difusa y deslavada, falta de colores, tan parecida a un sueño, pude verla con total claridad. ¿Que cómo supe que se trataba de la muerte? No vaya a creerse que era la manida osamenta embutida en un manto negro con capucha y la guadaña engarzada en los huesos de la mano izquierda. Nada de eso. La muerte era la gorda tetona de la estación que ahora bajaba por Las Ramblas bamboleando las tetazas y marcando el ritmo insolente con sus nalgas descomunales. Se abalanzaba sobre mí carcajeándose a mandíbula batiente, escupiendo chorros de saliva de su hedionda bocaza que salpicaban a los transeúntes, incautos turistas de medio pelo que subían y bajaban Las Ramblas aburridos e insolados. Yo no me moví. ¿Para qué? ¿A dónde iría? Ya no era necesario pensar en la muerte. La tenía allí mismo, frente a mí, avanzando con desparpajo, bullanguera y tierrúa y, sin embargo, portentosa, seductora, como Anna Magnani en Mamma Roma. Intenté adoptar una expresión facial de serena elegancia e irónica sonrisa apenas asomada a los labios, como un James Bond frente al desastre, pero aquella masa humana blandengue, toda risas, vulgar y hermosa, que me gritaba viejo verde, ¿qué te creías?, ¿que me gustabas?, ¡asqueroso!, era demasiado disparatada para adoptar pose alguna. Así que abrí los brazos y esperé que llegara hasta mí. Y justo antes que el cuerpo blancuzco y ondulante de la muerte se pegara al mío con sus ventosas frías y pegajosas, cerré los ojos.

Cuando los abrí, casi de inmediato, me encontraba de nuevo en la estacióndel tren, sentado en el andén, la gorda tetona aferrada a mí, sus labios susurrando dulces palabras en mi oído y los primeros jirones del gas venenoso impregnando mis fosas nasales del olor de las almendras amargas.

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