Ibsen Martínez
A mediados de 2006 tuve el primer atisbo de que Karl Marx pudo haber inducido a Eleanor, su hija menor, a sostener relaciones incestuosas con él.
Ahí lo tienen, pues. Ya está dicho: Karl Marx «agresor sexual intrafamiliar». Solo por hoy tomaré en préstamo esa horrísona expresión, hallada en el folleto de una ONG.
La idea atravesó mi alcoba como un aerolito cruza el cielo cuando una voz de mujer —una voz autorizada y condolida— conjeturó los motivos que pudo tener Eleanor Marx para suicidarse a los 43 años de edad.
No estoy hablando aquí de una sesión de espiritismo: la dueña de esa voz es mujer de carne y hueso y pisa la tierra. Se llama Gloria Abadi y yo estaba enamorado de ella. Hablábamos a oscuras, echados en la cama, porque la conversación había comenzado antes del crepúsculo del trópico y nos absorbió de tal modo que ninguno de los dos se ocupó de encender la luz cuando cayó la noche por completo.
La conjetura de Gloria me alcanzó al cabo de veinticinco arios de inextinguible fascinación por un suicidio registrado hada ya más de cien, en un país lejano y en circunstancias que nunca fueron suficientemente aclaradas. Su hipótesis obró en mí el consabido efecto del «¡rayos; ahora todo encaja!».
Cuando le conté a Gloria lo que creía saber del suicidio de Eleanor Marx, ya había pasado yo de los cincuenta años, pero mi obsesión por aquel subproducto de la historia del socialismo europeo no era menos lancinante que en mi juventud.
Otra hermana de Eleanor, Laura, llegó al mismo extremo en 1911, cumpliendo un pacto suicida hecho con su esposo, Paul Lafargue; pero esas muertes nada tienen que ver —policialmente hablando, al menos— con la de Eleanor. Jenny, la mayor de las hermanas, murió de causas naturales a comienzos de 1883, en Argenteuil, el lugar que Claude Monet y cierta variedad de espárragos blancos pusieron en el mapa.
De joven quise trasmutar en pieza teatral todo lo que creía saber de la tragedia de Eleanor. Sin éxito alguno, me apresuro a decir. Cuantas veces me senté a escribirla, armado de fichas y de «planes de la obra», terminé por desistir, paralizado ante la opulencia de una información que empecinadamente juzgaba imprescindible embutir en sólo hora y media de espectáculo. Pero, aunque no llegué muy lejos como dramaturgo, mi interés por lo que pudo haber ocurrido en el número 7 de Jews Walk, en Sydenham, al sureste de Londres, la mañana del 31 de marzo de 1898, nunca llegó a disiparse.
Dicho sin más vueltas, me habría gustado conocer, y quizá, también cortejar con éxito a la victoriana y socialista Eleanor y tal vez, con suerte, hacerla feliz. Pero Eleanor murió en Inglaterra, de una manera atroz, cincuenta y tres años antes de nacer yo en un campo petrolero de la Pantepec Consolidated of Venezuela.
***
Durante un cuarto de siglo fui escribidor de culebrones. Llegué al oficio desde el mundillo del teatro que nutre los elencos de telenovela. A poco de entrar a la Facultad de Ingeniería, viví por algún tiempo con una actriz del teatro experimental universitario, una muchacha frágil y ambiciosa que llegaba al fin de mes trabajando a destajo en culebrones. Fue ella quien propició una entrevista con la persona indicada y me ayudó a escapar de una carrera de ingeniería para la que no estaba dotado en absoluto.
«El culebrón es un rubro semielaborado de exportación que no requiere tecnología de punta y es poco intensivo en inversión de capital», me dijo la persona indicada el primer día de trabajo. «Video de baja resolución con historias de baja resolución: eso es lo que hacemos aquí», añadió, antes de asignarme un escritorio.
Tardé muy poco en persuadirme de que la telenovela no era para mí pues yo carecía por completo de lo que hay que tener —tesón, desparpajo, saber hablar de dinero, qué sé yo— para escribir ciento cincuenta episodios seguidos de otros ciento cincuenta capítulos y luego aún otros ciento cincuenta capítulos «de invariable invención» que anteceden a los ciento cincuenta capítulos finales.
Me acogotaba el estrés de la competencia entre los canales de televisión, pero, sobre todo —y era lo más grave—, me maniataban pudores, que llamaré «de literato», a la hora de juntar el cotidiano haz de leña hecho de 45 minutos de dramón hortera.
Pese a todo, nunca llegué a aprender los trucos de ningún otro oficio tan bien como los de escribir culebrones. A sabiendas de que en este negocio sólo se hacen ricos los corredores de fondo y de que yo no lo era, igual quise mi parte de todo el dinero que hay en el racket de las telenovelas. El diarismo paga demasiado poco, así que persistí.
Y enmascaré mi repugnancia, mi poca disposición y —mejor decirlo de una vez— mi pereza con solicitudes de prórroga para terminar de escribir la sinopsis argumental y los cinco episodios fundantes. O con prescripciones de reposo médico obtenidas dolosamente. El último recurso consistía en trenzarme en un prolongado rifirrafe con la gerencia intermedia.
Me las apañaba para exasperar con mis demoras a los directivos de un canal de tv hasta hacerme despedir, sólo para hacerme contratar, meses más tarde, por el canal de la competencia a cuyos ejecutivos también daba largas hasta la exasperación. Entre un empleo y otro vivía del cheque de indemnización por cesantía. A veces, desde luego, nada de esto funcionaba y debía resignarme a escribir una telenovela de cabo a rabo o bien adaptar para la tv, con desigual fortuna, añosos libretos de radionovelas cubanas de la década de los cincuenta.
Cada día más viejo, cada día menos prometedor como autor de grandes éxitos, encontré sin embargo mi lugar. El taylorismo propio de esta industria guardaba para mí el papel de «dialoguista»: un indiferenciado operario de la línea de montaje de escenas y diálogos.
Con todo, la desconfianza que por mucho tiempo llegué a inspirar a mis posibles empleadores hizo que me tocaran algunas malas rachas seguidas y llegué a vérmelas muy negras durante largo tiempo —porque no conozco otro oficio, porque no supe nunca agenciarme otro modo de ganarme la vida—, antes de que un afamado autor de culebrones me tendiese la mano.
Aquel hombre no era melindroso como yo. Sabía devolver la vista a las protagonistas ciegas, embarazar vírgenes al primer beso, sacarlas de la cárcel sorpresivamente para restituirles el patrimonio usurpado, dar su merecido a los malvados y casarlas con el hombre de sus vidas en el último episodio. Y todo desenvueltamente, sin escalofríos de estética. A este hombre le gustaba escribir culebrones; disfrutaba concibiéndolos y, mucho más, al escribirlos. Lo providencial para mí estuvo en que, aun estando al corriente de mi historial de libretista de bajo rendimiento y de contumaz embrollador laboral, el hombre me arrojase un cabo.
Porque fue así como ocurrió: en el momento en que me hallaba en los peores apuros —nunca ahorré un níquel de todo el dinero que llegué a ganar—, sin conocerme personalmente siquiera, me ofreció trabajo como dialoguista de sus exitosísimas telenovelas. Desde entonces sólo trabajé para él.
Sin contrato ni beneficios sociales, sin bonificación de fin de año ni mucho menos crédito en pantalla, pero relevado del trato con ejecutivos de televisión y, muy especialmente, de escribir escenas de amor, algo que me descompone hasta las bascas, algo que detesto y con lo que nunca he podido lidiar.
Mi benefactor, en cambio, desplegaba en ellas una soltura y un ingenio dignos de Rostand. En consecuencia, me encomendaba las escenas que se me daban más fácilmente: las situaciones «costumbristas», llenas de caricatos y «comentario social».
Pagaba bien: quinientos, seiscientos, a veces hasta setecientos dólares por escribir las dieciocho o veinte escenas que me asignaba en cada episodio de una hora. Escribíamos durante nueve o diez horas al día, desde muy temprano en la mañana. Fabricábamos a cuatro manos un promedio de dieciocho episodios al mes; hagan ustedes las cuentas.
Almorzábamos juntos todos los días laborables. Íbamos con frecuencia al parque de béisbol a ver partidos nocturnos por el placer de conversar al aire fresco de la noche, mirando el juego de pelota sólo con el rabillo de la mente y sin apostar. Sentados en la tribuna especial del Stadium Universitario de Caracas, mi amigo y yo terminábamos por caer, infaltablemente, en el tema de la literatura, los autores favoritos, «los demasiados libros» y las obras imaginarias que gente como nosotros debería sentarse a escribir. Que yo recuerde, nunca llegamos a hablar abiertamente de cuánto nos habría gustado haber tenido la clarividencia y la resolución necesarias para emigrar lejos de este país de falsos igualitarios exaltados, emigrar como mexicanos, como colombianos, como lo hacen peruanos y ecuatorianos. Emigrar cuando todavía hacerlo habría tenido algún sentido para nuestras vidas de escritores. Hoy sé que bajo cualquier tema literario del que hablásemos sólo estaba nuestra hermandad en esa sedentaria cobardía.
***
Mi amigo murió repentinamente, a los 58 años de edad, la misma que ahora tengo. Con ello perdí a mi mejor amigo y me quedé sin trabajo. Por aquel tiempo, también, conocí a Gloria.
Mi difunta madre habría dicho de Gloria que «tiene el negro cerca» y habría acertado porque Gloria es mestiza de canario y mulata. Aun siendo muy rubia y de ojos grises, tiene la piel melada y el cráneo, la bemba y la musculatura de una fondista keniata que, con la edad, hubiese engrosado sólo un poquitín. Un día me envió por correo electrónico varias fotos tomadas junto al mar, en una playa del Pacífico costarricense.
A los cuarenta largos, captada en bañador enterizo blanco, su cuerpo todavía hipnotizaba. Esa serie de fotos en bañador sigue siendo hoy día el motivo de mi protector de pantalla. La playa se llama Junquillal y está en la provincia de Guanacaste, al noreste de Costa Rica. Gloria había quedado encantada con ella desde una ocasión en que su hijo mayor, un surfista solterón y trotamundos que echó raíces en Costa Rica, la invitó a visitarlo.
La playa de Junquillal, vivir cerca de su consentido hijo mayor, desplazarse en bicicleta vistiendo sólo bermudas y camiseta de algodón para ir a un trabajo de medio tiempo en alguna pequeña ciudad; tal era el plan de retiro de Gloria y yo lo hice mío sin pensármelo mucho.
«Costa Rica abolió el ejército desde 1948 —solía decir Gloria, ponderando el perfecto refugio para el retiro—, no hay guerrillas ni paramilitares, tampoco es territorio de paso del narcotráfico, han electo dos veces a un Premio Nobel de la Paz como presidente. Claro, la primera vez el tipo todavía no era Premio Nobel, pero tú me entiendes lo que quiero decir, además San José está en la misma latitud de Caracas'».
Todo esto y mucho más informaba las efusiones costarricences de Gloria quien, gracias a David, se había enterado de que Intel, la transnacional fabricante de procesadores electrónicos, había tomado la decisión de instalar una de sus plantas en aquel país.
—Por algo será, negro —concluía Gloria—; no harían nunca una inversión de ese calibre en un Estado forajido como Venezuela.
Nuestras ensoñaciones a dos voces sobre la posibilidad de una vida juntos en la ejemplar Costa Rica me eran muy deleitables. Eran quizá lo mejor de cada encuentro; a veces mucho mejor que el sexo.
Sorprendido por la muerte de mi amigo, sin empleo y, al mismo tiempo, exaltado por la entusiasmante entrada de Gloria en mi vida, quise escribir algo distinto a mis disyuntas y desabridas escenas de culebrón. Fue así —aunque no fueron ésas todas mis razones— como re-gresé a la tragedia de Eleanor Marx, abandonada hacía ya una vida.
Por aquel tiempo yo vivía al mínimo, en un pequeño apartamento de segunda mano en San Bernardino. 55 metros cuadrados que adquirí a espaldas de mi esposa, poco antes de divorciarnos.
Estaba por vender en el mercado negro mis últimos 3.500 dólares cuando apareció en mi buzón electrónico una oferta de trabajo. La firmaba en México un tal Beto Barradas, quien comenzaba por ofrecer condolencias por la muerte de mi amigo, ocurrida muchos meses atrás. Barradas se disponía a escribir una telenovela para una productora independiente llamada Argosy Productions de México.
Yo no recordaba a Barradas, pero era más que posible que lo hubiese conocido mientras estuve trabajando en el D.F., a comienzos de los noventa. Barradas lamentaba no poder ofrecerme más que 150 dólares por cada capítulo en que yo interviniese. Era obvio que Barradas estaba al corriente de mis apuros económicos. En cualquier caso, añadía, nunca serían más de doce o quince capítulos al mes, pero podría trabajar desde mi casa en Caracas. Con el e-mail venía una sinopsis argumental del culebrón. Nos comunicaríamos diaria-mente por correo electrónico. El equipo de subescribidores estaba ya casi completo ¿Estaría yo interesado? Le respondí que sí y añadí una tímida solicitud: llevar la oferta a doscientos dólares por capítulo. En el siguiente e-mail Barradas decía: «i5o, lo tomas o lo dejas», y yo escribí: «cuándo empezamos».
Moviéndome por la ciudad a pie, en metro o en busetas, haciendo de mucama una vez por semana, cocinando mis granitos, mi carne mechada, mi arroz con pollo y mis sancochitos de pescado, bebiendo whiskey de ocho años, escuchando música de salsa de los años setenta mientras escribía diálogos de telenovela para un libretista mexicano del montón, sin ahorros, sin portafolio de inversiones en fondos mutuales ni seguro médico, sin plan de retiro pero enamorado como un veinteañero, fue muy fácil atreverme a imaginar que con algo menos de 2.500 dólares al mes podría vivir el resto de mis días en cualquier parte del mundo que no fuese Venezuela, con tal de que allí tuviesen internet y vendiesen Viagra sin prescripción médica. Podría vivir en Junquillal, por ejemplo. Con Gloria.
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La información en que me apoyaba ahora, trascurrido tanto tiempo y luego de tantas lecturas, era aún mucho más opulenta y aplastante que en mi juventud. Mis saberes sobre la vida y época de Karl Marx y los suyos se habían hecho —al menos eso creía yo— más vastos, aunque en muchísimos casos completamente inútiles por tratarse de trivialidades que, no sé por qué, atraían mi lápiz rojo. El asunto de las boquillas desechables es sólo un ejemplo:
Tengo ahora un favor que pedirle. Los médicos me han prohibido fumar puros sin boquilla. En consecuencia, me encantaría hacerme, pensando en mis amigos y en mí, de unas doscientas boquillas iguales a unas que alcancé a ver en Karlsbad y que pueden arrojarse luego de cada fumada, cuando ya no son útiles. No se consiguen aquí [en Londres] esas boquillas. Considere usted esto una orden comercial cuyo costo deberá hacerme saber, de lo contrario sentiré vergüenza de pedirle un favor similar en el futuro…
(Carta de Karl Marx a Max Oppenheim, 20 de julio de 1875.)
Para entonces, hacía tiempo que Marx sufría, y mucho, de los pulmones, pero igual quería un lote de ¡doscientas boquillas desechables! Pues bien, ése era el tipo de cosas que, sin tener ni idea de cómo lograrlo, deseaba ver en escena, si alguna vez llegaba la noche de estreno.
También pensaba en todo el dinero que podía ganar en una plaza más propicia al teatro que Caracas. Contaba para ello con entusiasmar a Juan Carlos Gené, actor, dramaturgo, maestro de actores y director teatral argentino que había vivido exilado en Venezuela durante veinte años, antes de regresar a Buenos Aires. Se anunciaba ahora una visita suya a Caracas, luego de doce años de ausencia. Gené vendría a dictar talleres de actuación y a dirigir algo de Pirandello.
Desde que supe de su inminente visita me dio por multiplicar en la calculadora de mi computador el aforo de la sala más pequeña del Teatro San Martín de Buenos Aires por el precio más bajo imaginable de un boleto subsidiado por la municipalidad. Multiplicaba entonces la cifra así obtenida por las mil y una noches de una infinita sucesión de temporadas. Llevaba el total a dólares y eso me dejaba largo rato mirando la pantalla de la calculadora. Gené era alguien en Buenos Aires —me decía—, éramos amigos, él podría hacer ocurrir cosas. Quizá llegase a ponerla él mismo en escena a condición de que fuese un buen libreto.
Con el tiempo había llegado a juntar, leer, subrayar y anotar anaqueles enteros de libros y artículos que versan sobre el tema «Eleanor Marx: vida y época», y tratan de sus parientes y otros contemporáneos —amigos y enemigos—, de su zeitgeist y su weltschmerz. Luego de un par de semanas familiarizándome de nuevo con mi añoso tesoro de libros subrayados, recortes de prensa y cuadernos de notas en torno a Eleanor, creí al fin encontrar «un ángulo».
En otras cinco o seis semanas alcancé a componer el borrador de un primer acto que, sin proponérselo, y en cuestión de minutos, Gloria Abadí hizo trizas con su hipótesis.
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La señora Yvonne Kapp, née Yvonne Mayer (1903-1999) dedicó gran parte de su larga vejez a escribir una biografía de Eleanor Marx. Pasaba ya de los sesenta cuando comenzó a escribirla. Dedicó el primer tomo a Margaret Mynatt, su compañera de vida desde 193ó, quien falleció de cáncer en Londres, en 1977, luego de varias intervenciones quirúrgicas.
Yvonne Kapp tenía ideas muy propias acerca de las turbulentas relaciones entre Eleanor y el doctor Edward Aveling:
«Los hechos mejor difundidos acerca de Eleanor Marx son que vivió con un hombre de mala reputación que terminó casándose con otra y que por eso ella se mató. Cosas como estas son la estofa del teatro —continúa—: una neurótica, un concubinato, una traición, un suicidio y, ¡presto!, el melodrama de los Marx-Aveling está listo para servir: Emma Bovary en Sydenham; sin estilo literario, claro.
«Las subtramas se ocupan del horrible destino y los riesgos actuariales implícitos en ser una de las hijas de Karl Marx. En más de un vívido recuento, la muerte que Laura, su hermana mayor, se procuró por propia mano ha sido proyectada en el tiempo hacia atrás, mientras hay quienes quieren también que Jenny —su otra hermana mayor, fallecida en 1883— participe de este desenfreno autodestructivo.
«La unión de Eleanor con Aveling pudo ser, y en efecto, fue desastrosa a la larga; el carácter de este hombre pudo ser y, en efecto, fue deplorable. Sin embargo, desde el momento en que ella se junta con él, su vida tiene al fin un propósito. Ya no duda: tiene una dirección. Sus modales siguen siendo modestos y francos, pero ahora han ganado en autoridad. No pierde nada de su humor y humanidad —al contrario, estas cualidades se acrecientan en ella—, pues se ha convertido en una mujer completa, responsable, valerosa y sumamente capaz de emplear a fondo sus talentos en pro de sus semejantes».
Los riesgos que entrañaba ser una hija de Karl Marx. «Una neurótica, un concubinato, una traición, un suicidio y, ;presto!, el melodrama de la pareja Marx-Aveling está ya listo para servir», eso pensaba la Kapp.
Y yo pensé que era imposible formular mejor el asunto de mi pieza teatral. Lo que tanto repugnaba a Yvonne Kapp era precisamente lo que siempre soñé poder embutir en los noventa minutos de un primero y segundo actos.
Yvonne Kapp fecha el final de sus memorias en Highgate, en 1989, aunque todavía iba a vivir diez años más.
En que lo quedaba de aquel año pudo enterarse de los sucesos de la plaza de Tiananmen, la legalización del sindicato Solidaridad, la autodisolución de parlamento polaco, la caída del Muro de Berlín, la elección parlamentaria de Václav Havel como presidente checoslovaco y el ajusticiamiento de los esposos Ceausescu, justo el día de Navidad.
Juzgó con simpatía las vigilias de la plaza de San Wenceslao, en Praga. Llegó a pensar que todo ello no auguraba sino nuevos «amaneceres confiados y alegres» —un verso de Pope al que Kapp vuelve una y otra vez en sus escritos—, una liberalización capaz de revitalizar al mundo comunista y no el anuncio de su inminente desaparición.
En 1977, el año en que Margaret Mynatt murió, también murieron Charlie Chaplin, María Callas, Peter Finch y Vladimir Nabokov. Fue el año de la matanza de la calle de Atocha. Fue el año en que estrenaron Annie Hall y La guerra de las galaxias. También fue el primer año en que asistí a una Serie Mundial de béisbol de grandes ligas.
La tercera telenovela que escribí —adaptación de una vieja radio-novela cubana, ya no recuerdo si original de Inés Rodena o de Félix Pita Rodríguez— ganó con creces la medición de audiencia local, fue adquirida por diecisiete países latinoamericanos y por una red hispana en los Estados Unidos.
El señor Sotolongo, gerente general de la televisora, estaba muy contento con mi desempeño —yo era su hallazgo, su «novato del año»— y me premió con un bono especial que gasté íntegramente durante la Serie Mundial de béisbol que aquel año los Yankees de Nueva York ganaron a los Royals de Kansas City en sólo cinco partidos.
La actriz de teatro experimental y yo todavía vivíamos juntos y lo pasamos chévere con el bono del señor Sotolongo: béisbol de grandes ligas en el Bronx, de día, y salsa brava en Manhattan cada noche, después del teatro y la cena.
La víspera de nuestro regreso a Caracas, en la vitrina de una li-brería neoyorquina, no lejos de Sheridan Square, vi al pasar una foto de Marx y Engels en traje dominguero, flanqueando cada quien a las tres hijas de Marx, en lo que, con toda seguridad, ha debido ser el Hampstead Heath de Londres.
Marx sostiene en la mano un sombrero que, a la distancia y con los años, parece de paja. Eleanor es todavía una niña, lleva puesta una chalina y se toca con lo que parece un quepis militar. Era la portada del primer tomo del libro de la vieja Kapp. A su lado estaba el retrato de una chica triste, de unos dieciocho años: la portada del segundo tomo de la biografía de Eleanor, que acababa de aparecer. Tengo esa foto a la vista y, al mirarla, pienso una vez más que, de llevarse al cine su historia, Kate Winslet estaría regia en el papel de Eleanor.
Mi único interés aquella mañana de compras en Nueva York era actualizar mi colección de discos de salsa y latín jazz. Pero el rostro de Eleanor me llevó a entrar en la librería y comprar los dos tomos de su biografía escritos por la Kapp. Comencé a leerlos en el avión y ya nunca más logré escapar del hechizo.
