literatura venezolana

de hoy y de siempre

Piedra de mar (fragmento)

Sep 16, 2021

Francisco Massiani

José me pregunta:

—¿Qué estás escribiendo?

Y no le respondo. Es difícil escribir y hablar al mismo tiempo. Cuando escribí la pregunta ya José estaba abriendo la puerta. Ahora lo oigo caminar por la sala. Debo estar sentado en el único sillón que dejamos en ese sitio. Los otros están escondidos en un cuarto que está al lado de la cocina. Es para evitar que algún infeliz vomite en ellos,
o deje olvidado un cigarro y se queme.

El viejo y la vieja de José están en Nueva York. Regresarán dentro de quince días. Lo dejaron solo, y
se ha dedicado a emborracharse todos los días. José salió muy bien en sus exámenes. Los aprobó con buenas notas y los viejos le mandaron un cheque como regalo. El cheque de José es el que nos hemos comido y es el que nos permite seguir tomando. Yo aproveché para venirme con mi diario y un montón de papeles viejos a ver si escribo la novela. Pero esta gente no me ayuda. Por ejemplo, pienso en una escena maravillosa: Julia borracha corriendo por Sabana Grande y José completamente borracho detrás de ella. Julia se detiene. José la abraza. Julia se da vuelta y lo besa. José se une a ella, y desde lejos yo los observo y escribo que son un árbol. Un árbol de carne que se mueve. De pronto, un policía aparece en escena y les pide que dejen el relajo: se me acabó el capítulo. Es decir, por más que quiera mentir y hablar de cosas que no suceden, la misma imaginación se ve acorralada y burlada por personajes imprevistos que acaban con la novela. También pienso en otro capítulo: José en el auto, y Julia en el auto. Esto no es mentira: José tiene un auto y Julia se lo roba a su mamá cuando puede. Bueno. Hasta aquí todo va bien. De repente el auto patina. Se sale de la autopista y se vuelve añicos. Julia con la cabeza rota y José con una pierna enyesada. Lo visito en el hospital. Le digo:

—Qué hubo, viejo.

Y José me responde:

—Ahí…

Y le pregunto:

—Oye, ¿y Julia?

—No sé. ¿Qué crees tú?

Y así una cantidad de pendejadas parecidas, hasta que no aguanto, arranco el papel, lo arrugo, lo vuelvo pelota y lo lanzo por la ventana. Escenas. Diálogos. Cosas. En fin, cosas que pueden hacer despertar la curiosidad de un ocioso, para que pueda el ocioso entretenerse. Y siempre termino cansado. Fatigado. Asqueado de mentir y de imaginar todo aquello que deseo hacer y no puedo. Por ejemplo, un capítulo donde un hombre se cita con una mujer en un café.
José es el tipo y Julia la mujer. Se encuentran y hablan hasta quedarse mirando las moscas.

De repente Julia dice:

—Me tengo que ir.

Y José desesperado:

—Julia, por favor.

Y Julia:

—Lo siento. Palabra que lo siento.

Y entonces no puedo escribir más. Me echo en la cama o me quedo mirando fijamente algún punto invisible del espacio, y pienso, hasta que no sé de mí: las ideas son como papagayos. Como papagayos que están sujetos a nosotros por hilos invisibles, y a veces hay demasiado viento y el viento los arrastra y se los lleva lejos. Tan lejos, que es difícil regresar y saber de mí. De este cuerpo y este nombre. De mis necesidades y costumbres. Hay días que esas ideas se vuelven trenes, o caballos, o ciudades, o montañas nevadas, y es tan fácil imaginarlo, tan fácil vivir esas montañas y esas ciudades, que al volver a este cuarto, la mesa, la máquina, todo es insoportable.

Entonces temo que un día el hilo invisible se rompa y quede convertido en papagayo, volando en el aire,
sin saber nunca más de mí ni de nadie. Es horrible.

Pero en todo caso, como decía, no pude escribir más y me eché en la cama a pensar y pasé un rato sin moverme. Después me levanté y traje la máquina de escribir para la sala.

Estoy sentado en el suelo y la máquina está sobre la mesa de vidrio.

 

José, con los brazos colgando, me mira y vuelve a poner los ojos en el techo. Me siento en el suelo y le
pregunto:

—¿Qué vas a hacer esta tarde?

—No sé. ¿Y tú?

Responde sin mirarme. Es una pregunta que se repite todos los días. Yo sé perfectamente bien que José saldrá con Julia, a menos que hoy tenga deseos de bailar y buscar a otras muchachas. También se lo pregunto:

—¿Vas a llamar al pelotón?

Pero no responde inmediatamente. Posiblemente piensa en otra cosa. Aquí se habla por señas. Levanta
un dedo, luego me mira y dice:

—Leí ese libro que me prestaste. Es bueno. La verdad es que no lo leí hasta el final… pero es bueno.

Se refiere a Hijos y amantes de Lawrence. Quizá pensaba en Clara o en Myriam. Estoy seguro que prefiere a Clara. Aunque Julia debe estar más cerca de Myriam que de Clara.

—¿Prefieres a Myriam? ¿Te gustó Myriam?

—Me gustó más Clara. Lo malo es que es una bandida.

Ríe. Después lo veo entrar en el baño. Yo me levanto del suelo con la máquina y me instalo en el cuarto. La verdad es que todo lo que sucedió hace segundos y minutos, no pertenece al pasado. Ni siquiera la playa. Ni tampoco ese viaje estúpido y lleno de sol por la autopista. Es el recorrido de siempre. Son las mismas palabras. Lo único que pertenece al pasado es el instante en que Carolina y yo estábamos en la arena y yo quise hablar y no pude. Digo que es pasado, pero también es presente. La verdad es que no entiendo una papa de todo esto. Lo único que quería decir es que he
permanecido junto a Carolina, y cada vez que meto el dedo en las teclas, o voy al baño, regreso a la playa. Veo nuevamente a Carolina. Y Carolina no me deja caminar. Sonreír. Carolina, no me dejas hacer nada. Carolina, estoy loco de remate por ti. Carolina, me gustas muchísimo. Palabra. Es una tontería lo que hiciste. No has debido reírte de mí. No lo vuelvas a hacer nunca. Es lo peor que has podido hacer conmigo.

José vuelve del baño con otro vaso de ron. Este tipo se levanta y se acuesta borracho. Le vuelvo a
preguntar:

—Por fin, José. ¿Qué vas a hacer esta tarde?

—No lo sé. Creo que voy a ir al cine con Julia.

—¿Con Julia?

—Sí. Con Julia.

—¿Cómo está?

—Muy bien.

Son preguntas estúpidas. Pero necesito preguntar algo. La verdad es que me siento un chiflado. Le preguntaré, por ejemplo, algo que haya hecho con Julia para introducirlo en la novela. Es posible que sea interesante:

—¿José?

—¿Qué pasa?

—No hables tan rápido. Necesito preguntarte algo: ¿Qué hiciste en la mañana?

—Dormí. ¿Por qué?

—¿Y después?

—No sé. Supongo que nada, ¿por qué?

—Y ayer, ¿qué hiciste?

—¿No estuve contigo, idiota?

—¿Pero qué sentías ayer cuando hablábamos de literatura? ¡Dime!

—Qué sé yo, ¿por qué lo preguntas?

—Para escribirlo.

—No seas imbécil. No me digas que todavía tienes la idea de escribir esa vaina.

—Exactamente.

—…¿Te divierte?

—¿Qué cosa?

—¿Escribir?

—No.

—Entonces, ¿por qué escribes?

—Porque no tengo nada que hacer.

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