literatura venezolana

de hoy y de siempre

«Memorias» de Argenis Rodríguez

Mar 15, 2025

SEGUNDA PARTE: DEL QUE VIVE EN UNA POCILGA

¡Entonces los ojos de esmeralda de la tragedia…! Scott Fitzgerald.

Lo leí antes de los veinte años, pero no tuve tu suerte ni conocí el éxito ni la fama… Subí al edificio Saverio Russo y le pregunté a la mujer cuya cabeza vi a través del  hueco de la ventanilla si el doctor Márquez Salas se encontraba allí.

— Un momento, voy a ver.

Regresó y preguntó de parte de quién.

— Argenis Rodríguez.

— ¡Argenis, pasa! — gritó la voz de Antonio.

Ya adentro nos abrazamos.

— ¿Por qué te regresaste? Estoy escribiendo unos cuentos como los tuyos.

Entonces la vi. Entró por la otra puerta y habló con Márquez Salas de unos temas de derecho. La saludó y ella volvió a su oficina y después, al cabo de unos minutos, ya yo estaba asomando la cabeza en su oficina.

— Pase.

Se sonreía y me gustaron sus labios y de repente ella me dijo que Straban 1UHar rosado

Me senté.

 — ¿Usted escribe, verdad? Pero escribe en La Republica, ¿no?

Me había lanzado un golpe bajo. Eso quería decir que yo había sido comunista, guerrillero y ahora escribía en el periódico oficialista. Respondí que sí. Sonreí. No me quedaba otra cosa que sonreír.

— ¿Y ese anillo? ¿Es usted casado?

— Sí.

—No importa.

No se qué descubrí en ella pero ya sabía que era mía o se me estaba entregando. No estoy seguro si le oí decir que nos fuéramos a México.

No recuerdo bien pero yo estaba turbado por su presencia y el corazón me latía fuertemente y comprendí que me estaba hundiendo en el tremedal. Tenía su título de abogado colgado en la pared que quedaba a sus espaldas. Le calculé tres años menos de los que tenía.

—No — dijo ella— tengo veintisiete.

Yo le dije la mía, de veintinueve. Bajamos a tomar café y de su cuerpo se desprendía un olor que me puso peor de lo que nunca había estado… y ese otro día yo estaba ahí esperando que la secretaria de Márquez Salas abriera la puerta y la joven doctora llegó casi en seguida y la seguí a su oficina. Vendrían ocho o diez años de locura… pero yo no pensaba que la frase de Scott Fitzgerald me iba a perseguir y la iba a llevar conmigo durante todo ese tiempo infinito.

El sábado le telefoneé y el domingo engañé a  Julieta y salí a encontrarme con Marta. Nos vimos en la acera de una librería y la metí en una cervecería y ella agarró mis manos.

— Soy atacona, ¿verdad? — dijo y sus ojos sonreían.

Después la besé en los pasillos de una galería. Entramos en otra cervecería. Yo estaba borracho y oculté mi mano en el escote de su blusa y palpe sus senos. Ella me contó más tarde que yo me había puesto impertinente.

— Parecías un patán —dijo.

Le dije algo de que fuéramos a un hotel y yo no sé qué cara puso pero la abandoné sin oír su respuesta. Mi mujer me esperaba en casa y mi hija menor se acostó a jugar conmigo. Vi aquello oscuro y no comprendía que entraba en el túnel.

Y el lunes volvía a estar en su oficina y por la noche ocurrid lo que tenía que ocurrir acostados alii en el suelo. Y entonces fue cuando todo comenzó realmente y aquella noche soñé con sus senos y mi esposa me dijo que había hablado dormido y había dicho cosas desagradables.

— Hablabas de otra mujer — dijo Marta.

Como una gran parte de la pequeña burguesía venezolana, se decía fidelista o de extrema izquierda. Ella había estado en La Habana, en Checoslovaquia y en otros países del campo socialista, siguiendo unos cursos de logística. Había regresado por México, Brasil y Colombia y a su oficina iba uno que otro militante del Movimiento de Izquierda Revolucionaria a solicitar una concha.

Yo nunca le pregunté qué hacia ella ahí. Un hermano suyo, según me dio a entender, era un alto dirigente del MIR y ella admiraba mucho a este hermano.

Hacía tiempo que yo me había desencantado y retirado de las izquierdas venezolanas y me interesaba muy poco lo que hicieran o pensaran hacer. Para Marta, como para toda aquella gente, yo era un desertor.

En Venezuela la formación espiritual de la gente es sumamente escasa o inexistente. En Venezuela nadie sabe lo que es ser escritor o músico o pintor. Y los escasos escritores, pintores o músicos venezolanos son chantajeados por los políticos y para poder vivir tienen que definirse como partidarios de tal o cual tendencia “ideológica”. Yo iba a acabar con eso diciéndome escritor a tiempo completo e indiferente a todo lo que no fuera lo mío.

Marta entendía muy mal su posición como “revolucionaria” y para ella hacer una caridad era luchar por la revolución. Para el tiempo que la conocí defendía a una familia yugoslava de las pretensiones de un casero. Marta defendía a esta vieja porque era pobre, pero la vieja no era ni comunista ni de izquierdas ni nada y no tenía idea de lo que era la lucha de clases.

Para colmo de males Marta se decía arriesgada, más audaz que yo o más valiente que los demás y una tarde me dijo que la acompañara a visitar a esa vieja. La vieja vivía con sus tres hijos en uno de los barrios más peligrosos de Caracas y el casero había montado un par de policías a las puertas de la casa de la vieja.

Llegamos a la entrada del barrio y yo vi varias camionetas de la policía que llegaban con las sirenas prendidas y vi que la gente corría y le dije a Marta:

— Vámonos de aquí. Algo grave pasa.

— Tú lo que tienes es miedo. Si tú no vienes yo sigo sola.

Yo titubeé pero la seguí y la policía nos detuvo.

—No digas nada —me dijo Marta.

— Claro que lo diré todo — respondí — Yo no estoy haciendo nada malo. Ni tú. Tú vienes a ejercer tu profesión de abogado.

Nos enjaularon en una camioneta y le declaré al policía que tomaba notas que yo no hacia más que acompañar a la doctora.

Nos tuvieron hasta las dos de la madrugada, nos pasaron por un espejo para que unos testigos nos vieran y nos señalaran como sospechosos o no. Uno de los policías que montaba guardia frente a la puerta de la casa de la vieja había sido asesinado. ¿Qué coño iba a saber yo de eso?

Bueno, Marta tomó mi visión del peligro como un acto de cobardía. Y su decisión, bueno, su decisión fue un acto de valentía por parte suya.

Nos veíamos todos los días y yo para encontrarme con ella tenía que mentirle a mi esposa. Le decía que iba a visitar a mi mamá o que mejor pasaba el día en la calle por la diña que su hermano me tenía. Julieta no sospechaba nada. Yo me iba por un momento del apartamento de mi mamá y desde allí llamaba a Marta. Marta siempre estaba dispuesta para salir conmigo y no bien nos reuníamos se abrazaba a mí y me decía que la llevara a cualquier parte, a su oficina o a un hotel.

Entramos por el jardín del Ateneo, nos sentamos a una mesa del patio y pedí dos cervezas. Marta estaba contenta porque era domingo y ese domingo lo estaba pasando con ella.

Entonces vino aquella mujer renca, pequeña y con mal aliento y se sentó a mi lado.

— ¿Cómo estás Argenis?

— Bien. ¿Y tú?

— Bien. ¿No me presentas a tu amiga?

—Sí, cómo no. Marta, te presento a Haidee. Haidee escribe teatro. Es una gran mujer.

—No sabía que habías abandonado a tu mujer, Argenis. Tu querías mucho a tu mujer, ¿verdad?

—Sí, Haidee.

— ¿Y ya le dijiste a ella (¿cómo es que se llama?) que eres casado?

— Claro que se lo dije.

— Pero tú sigues queriendo a tu mujer. Ayer te vi con ella. Iban muy bien.

—No, Haidee, ayer no me viste con ella.

—Sí, te vi con ella, Argenis, y la llevabas del brazo y te detenías para besarla.

—No es así, Haidee. Yo el día de ayer lo pasé con Marta. Pregúntaselo.

—Entonces no fue ayer sino antier. Pero te vi.

— No, Haidee. Tú ni siquiera conoces a mi esposa.

—Sí la conozco. Es muy bonita. Tú estabas muy enamorado de ella.

— Tú no sabes nada de ella. Ni siquiera la conoces.

— Bueno, Argenis, adiós.

— ¿Quién es esa mujer? — preguntó Marta.

— Ya te lo dije: Haidee.

— ¡Qué mala! ¿De dónde sacas tus amistades?

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